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Prestándole mi esposa al negro...

en No Consentido

En cuanto Sara puso un pie en la sala, los tres hombres guardaron silencio. Su marido, sentado en el sillón individual ubicado al lado del mueble que sostenía el televisor, tenía una expresión que delataba su preocupación. Álvaro, amigo de su esposo, se encontraba parado frente a éste y parecía ser el causante de su pena. Y el tercer hombre, un sujeto misterioso y para ella desconocido que le daba mala espina, observaba a los otros dos entre excitado e indiferente, como a punto de envolverse en un asunto que no era del todo su incumbencia. Sara los miró uno a uno, y sintiendo que el corazón se le encogía de pensar que algo malo ahí ocurría, se dispuso a averiguarlo. Luego de no poder contener un bostezo que anunciaba la habían despertado a medio sueño con el constante cuchichear, se dirigió finalmente a su marido.

– ¿Qué sucede? – le preguntó –. ¿Por qué discuten? ¿Qué hace aquí Álvaro, a esta hora? ¿Y quién es este hombre? Dime qué pasa amor.

Mario permaneció callado. Miró por un segundo a los ojos a su esposa y de inmediato agachó la cabeza en claro signo de vergüenza. Se sentía incapaz de confesar. El simple hecho de que Sara se enterara del problema que en aquella sala se discutía lo hacía temblar. De ella saberlo, seguramente le significaría el divorcio y eso lo atormentaba a tal grado que incluso por un momento deseó haber estado muerto. Con la cara entre las piernas y para sí mismo, a pesar de nunca en la vida haberlo hecho, comenzó a rezar, para que ella se marchara sin formular una interrogante más. Pero en ese instante ni siquiera Dios estaba de su lado, y su mujer insistió.

– ¡Te pregunté qué pasa, Mario! – exclamó Sara algo molesta –. ¡Por qué discutían y que hacen Álvaro y este hombre aquí! ¿No me vas a contestar?

– ¡Cálmate, Sarita! – intervino Álvaro al ver que Mario se rehusaba a hablar –. Cálmate, que aquí nadie estaba discutiendo. Sólo estábamos charlando, poniéndonos de acuerdo. Ya sabes, cosas de hombres. Será mejor que regreses a la cama y nos dejes a nosotros continuar – sugirió con tono imperativo –. ¡Por favor!

– ¡Mario!, ¿qué sucede? – volvió la mujer a dirigirse a su marido ignorando a Álvaro.

– Ya te dije que no es nada – aseveró el amigo algo exaltado –. Hazme caso – se acercó a ella –, regresa a tu recámara – la tomó del hombro.

– ¡Suéltame! – exigió ella empujándole el brazo.

– ¡A mí no me hablas así! – le gritó Álvaro agarrándola por el cuello.

– ¡Suéltala! – demandó Mario saliendo de su letargo –. ¡Aquí las cosas son conmigo! ¡A ella déjala en paz!

– ¿Estás seguro que las cosas son sólo contigo? – inquirió el tipejo liberando a la mujer –. Yo no lo creo, no tienes el dinero suficiente para que así sea.

– ¿A qué se refiere? – cuestionó Sara a su esposo luego de correr a abrazarlo.

– A nada importante – respondió él pasándole la mano por la frente –, de verdad. Ya sabes cómo es Álvaro de exagerado, mi amor. ¡Anda! ¡Por favor! Vete a la cama que enseguida yo te alcanzo – le pidió besándole la mano.

– ¡No! – se negó ella rotundamente –. Yo no me muevo de aquí, hasta que me expliques todo. No soy tonta, Mario, me doy cuenta de que aquí pasa algo raro, ¿no es así? ¿Qué es? ¡Dímelo! ¿Acaso volviste a jugar? Es eso, ¿verdad? ¿Eh? ¡Dímelo ya, por el amor de Dios! ¿Volviste a jugar? ¿Apostaste otra vez?

Mario fue incapaz de contestar, a causa de la enorme desdicha que lo sacudió. Incapaz también de contener el llanto, se arrodilló a los pies de su mujer y besándolos empezó a rogar por su perdón.

– ¡Perdóname, Sara! ¡Perdóname, por favor! – repetía una y otra vez aumentando la rabia de su esposa con cada petición.

– ¡¿Cómo pudiste?! ¡¿Cómo pudiste hacerlo, desgraciado?! – reclamó Sara sumamente perturbada, derribando a su marido de un puntapié en la cara y lanzándosele encima a golpes –. Tú me prometiste que nunca más lo volverías a hacer. ¡Me lo prometiste, Mario! ¿Por qué? ¡¿Por qué?! – se derrumbó sobre la espalda de éste y sus llantos se juntaron.

– ¡Pero que conmovedora escena! – expresó Álvaro en tono de burla –. De no ser porque debajo de esa bata se esconde toda una puta, me pondría a moquear con ustedes. Y es que después del videico, uno ya no puede sentir por ti más que deseo – señaló sobándose el paquete.

Sara interrumpió su llanto al escuchar aquellas palabras. Álvaro no había sido muy claro, pero no era necesario que lo fuera para ella entender de lo que hablaba. En su afán de mantener la chispa, en ese buscar cosas diferentes para reavivar la pasión, junto con su esposo había grabado un par de videos que después utilizaban como afrodisíaco. Era más que obvio que aquel hombre se refería a uno de esos, y más que obvio también el tipo de imágenes que contenía. Le resultó difícil a su corazón creer que su marido había sido capaz de mostrarle algo tan íntimo a un tercero, pero no a su mente. Ella conocía muy bien a Mario y sabía hasta dónde él podía llegar a causa del juego. Eso la llenó de una profunda tristeza y un coraje desmedido. Sintió ganas de sacarle las entrañas a ese quien tirado a sus pies continuaba derramando lágrimas, mas eran con aquella ya tantas las desilusiones que no valía la pena ni pensarlo. Aquel que lo olvidara todo jugando a la baraja no era digno ni de su desprecio.

– Es que se lo mamabas tan rico a este imbécil – continuó Álvaro hablando del video –, que uno ya no puede verte más que con ojos de lujuria, mi Sarita. Y luego te meneabas tan sensual cuanto te la metía que… ¡Bueno! Te juro que nomás me acuerdo y se me pone dura. Y es que tus preciosas tetas, tan redonditas y sus pezoncitos. ¡Y ese coño depilado! ¡Ah, cómo muero por atravesarlo! ¡Cómo muero en ganas por follarte! ¡Mira nada más cómo me tienes! – chilló apretando la protuberancia que se le marcaba bajo el pantalón –. ¡Gracias a Dios que serás mía por un rato! Mario y yo afinábamos detalles antes de que ti te aparecieras, pero ¿para qué esperar? Si estamos ya los dos aquí, pues hay que darle de una buena vez, ¿no crees?

Sara sintió desmayarse luego de la última declaración. Si lo que aquel hombre decía era cierto… ¡No! Aquello era muy bajo incluso para Mario. ¡Él no podía haberla vendido! ¡El no podía haberla apostado, no! Álvaro tenía que estar mintiendo, y aquellas frases debían ser un error. Con esa suplica en su mente, y haciendo un gran esfuerzo para articular palabra, se lo preguntó a su esposo.

– ¿Es cierto, Mario? – inquirió rogando que le contestara que no –. ¿Es verdad lo que Álvaro acaba de decir? ¡Responde, por favor! ¿Te atreviste a ponerme como apuesta? ¿En verdad has caído ya tan bajo?

Mario se quedó petrificado, sin moverse y sin hablar. Sus ojos, libres ya de lágrimas, estaban clavados en la nada y era como si la razón se le hubiera ido de este mundo. Sara interpretó ese silencio como un sí y entonces sí sintió morir. Se llevó una mano a la boca para evitar que la vida se le fuera, y otra al pecho para cachar los trozos de su alma. Todo para ellos parecía haber terminado.

– ¡Me vendiste, Mario! – exclamó desecha por completo –. ¡Me vendiste!

– ¡No, nada de eso! – señaló Álvaro –. La verdad es que él nunca te apostó. Lo que sucede en realidad, es que la cantidad que nos debe a mi hermano, sentado en aquel sofá, y a mí, es tan grande que no tiene con qué cubrirla y pues yo, en una muestra de generosidad y siendo que realmente no necesito ese dinero, le propuse pagarme de una forma que a él no le costaría y que a mí me complacería mucho más que un puñado de pesos. Así es que, mamita, ven y chúpale a papi la verguita – ordenó sentándose en el sillón y comenzándose a desabotonar los pantalones.

– ¿De cuánto dinero estamos hablando con exactitud? – lo interrogó Sara antes de dar un paso, luchando contra la locura a la que el remolino de emociones que la aquejaba amenazaba arrastrarla.

– A ver, déjame ponerlo de este modo: casa, auto, educación para María y Luisito, comida y ropa… En fin, nada de eso existiría de negarte tú a pagar – aseguró liberando su descomunal herramienta –. ¿Cómo la ves? ¿Empiezas ya a mamar? – cuestionó el sujeto acariciándose la polla de arriba abajo.

Sara no emitió sonido alguno, como muerta en vida caminó hasta detenerse al pie de quien por el momento era su dueño. Con asco, rabia, impotencia y sobre todo miedo, el que le provocaba imaginar a sus hijos en la calle, se puso de rodillas y pensando en ellos, sólo y siempre en ellos, se dispuso a cumplir con la palabra de su esposo, ese quien por vergüenza no se atrevía ni a mirarla.

Cerrando los ojos para no mirar, la humillada mujer recargó aquel erecto pene contra el estómago de su dueño y lo lamió desde la base hasta la punta, una y otra vez hasta dejarlo bien ensalivado. Entonces atrapó el glande entre sus labios y lo acarició suavemente con la lengua para después tragar lo más que podía de aquella verga. Álvaro era un tipo de raza negra que le hacía honor a lo qué de esos hombres dicen, por lo que a Sara no le cupo entero y ese trozo que quedó de fuera lo envolvió con sus dedos para enseguida dar inicio a una mamada y a una paja simultánea.

Mario no pudo evitar voltear a ver aquella escena, y observar a su esposa arrodillada entre las piernas de aquel tipo le provocó un coraje que le revolvió el estómago y lo impulsó a detener todo aquello. Juntando las pocas fuerzas que la vergüenza y la culpa no le habían robado, se puso de pie y se enfiló contra Álvaro con la intención de atacarlo mientras él mantenía los ojos cerrados a causa del placer. Levantó los puños y estaba a punto de golpearlo, cuando el hermano del otro, que hasta entonces había permanecido como un simple espectador, lo sorprendió con un revés que lo devolvió al suelo. Al darse cuenta del alboroto, aquel que disfrutaba de la felación sacó de su espalda una pistola con la que amenazó al deudor.

– De castigo por haberte querido hacer el héroe, quiero que me veas follándome a tu vieja – clamó el extasiado individuo acariciando la mejilla de Sara con el arma –. Y pobre de ti con que intentes hacer algo, porque si no te mata mi hermano a golpes lo hago yo de un balazo. ¿Entendido? – le preguntó apuntándole con el revólver a la frente –. ¡¿Entendido?! – insistió rompiendo de un tiro un florero.

– ¡Sí! – soltó Mario aterrado por el disparo y con la vista fija en la boca de su mujer subiendo y bajando a lo largo y ancho de aquel impresionante y renegrido falo.

– ¡Detente! – le ordenó de repente Álvaro a Sara y ésta de inmediato obedeció –. En verdad que la mamas bien sabroso, muñequita, pero ya es un poco tarde y todos tenemos que dormir. ¿Por qué mejor no te levantas la batita, te quitas las braguitas y te sientas en papá? ¿Te parece? – indicó sobándose la verga mientras que ella cumplía con su mandato.

Y una vez que su entrepierna quedó libre de obstáculos de encaje y algodón, la mujer se hincó arriba del sillón atrapando los muslos del sujeto entre los suyos y apuntando aquella temible herramienta en dirección a su sexo, para con dificultad y dolor empezar a devorarla entera. Ella no era para nada de vagina estrecha, pero el grosor y el tamaño de aquello que se deslizaba entre sus labios era tal que tuvo que morderse el brazo para no gritar. A punto estuvo de claudicar, pero por amor a sus hijos y temor al arma continuó hasta que la falta de pelaje de su pubis se compensó con la abundante mata de negros y ensortijados vellos de en quien estaba ensartada. Hasta que el par de gordos y peludos huevos se estrelló contra sus nalgas.

– ¡Ah! – gimió Álvaro al sentirse por completo en el interior de aquel tibio canal –. ¡Pero qué rico coño tienes, Sara! ¡Y este culo! ¡Por Dios que maravilla! – apuntó estrujándole los glúteos –. ¡Muévete, mamita! ¡Muévete justo como lo hacías en el video! ¡Muévete hasta que me exprimas la lechita!

Haciendo un gran esfuerzo por soportar todo aquello dentro de sí, Sara empezó a agitar las caderas proporcionándole a su permitido violador un gran disfrute. Apoyándosele de los hombros y mientras que él le mordía por encima de la ropa los pezones, dio inicio a un apresurado sube y baja que pronto tuvo a Álvaro loco de contento. Y en ese regocijo, al sujeto le dio por hurgar en otros hoyos y en cuestión de segundos la penetró por detrás haciendo uso de tres dedos.

– ¿Te la han metido por aquí, putica? – la interrogó sin dejar de dilatarle los esfínteres –. Yo creo que sí, pero si no… ¡Ahora mismo le ponemos remedio! ¡Julio! ¡Hermano! ¡Ven para acá y pinchaste a esta perra por detrás! Al cabo que parte del dinero que nos debe Mario era tuyo.

El misterioso sujeto de cuya boca no había salido una sola palabra, se acercó a la parejita no sin antes ponerle a Mario unas patadas en las bolas para impedirle intentar algo. Se notaba que todo aquello le hervía la sangre, porque en cuanto sus jeans y su bóxer cayeron al piso quedó al descubierto una erección que nada le pedía a la de su hermano. Una erección que ni tardo ni perezoso acomodó en aquel rosado ano dejándosela ir en seco y hasta el fondo, arrancándole entonces sí a Sara un fuerte alarido.

– ¿Te gusta? – inquirió Álvaro una vez su hermano se clavó a la víctima de ambos –. ¿Te gusta tener dos vergas dentro, zorra? ¿Eh, te gusta? ¿Por qué no me contestas? ¿Estás gozando tanto al ser ensartada por dos verdaderos machos que hasta se te fue la voz? ¿Qué? ¿Que quieres que te follemos como a una perra? ¿Que quieres que te demos hasta matarte? ¡Pero qué golosa eres! Suerte para ti que queremos hacerte eso mismo – afirmó y los dos comenzaron a cogérsela con violencia y sin contemplaciones.

El cuerpo de Sara, atrapado entre aquellas dos moles de color, se convulsionaba con cada doble embestida. No podía decir cuál de ellos la tenía más grande, cuál de ellos se la metía con más saña ni cuál de ellos más la lastimaba, pero sí que los dos eran despreciables y que entre más tiempo los tenía dentro más crecía el odio por su esposo, quien tirado sobre la alfombra aún se retorcía a causa de los puntapiés que Julio le propinara en los testículos. Todavía preguntándose cómo había sido posible que aquel hombre que de jovencitos la enamorara a base de detalles lindos y románticos hubiera caído tan bajo como para acarrearla hasta aquella humillante situación, sintió que de no terminar aquello pronto, de no parar aquellos hombres de follarla con tanta viveza perdería el sentido.

– ¡Apriétame la verga, mamacita, que ya casi me vengo! – exigió Álvaro para suerte de ella, anunciándole el orgasmo y jalándole los pechos –. ¡Que ya casi te lleno de lechita!

Sabiendo que entre mayor fuera el estímulo más pronto sería la corrida, y entre más pronto mejor, la esposa del apostador se las ingenió para manipular sus músculos vaginales y su esfínter de manera alternada para así proporcionarles a ambos invasores un mayor placer. Los frutos de su esfuerzo pronto la recompensaron con torrentes de semen que la bañaron por dentro, por delante y por detrás. Casi al unísono, ambos hermanos se derramaron en el orificio respectivo y finalmente la dejaron en paz, manchada de esperma y sumamente adolorida y humillada recostada en el sofá.

– Bueno, la deuda está saldada – comentó Álvaro dirigiéndose a Mario y guardándose la polla –. Y créeme, amigo, que el pago fue muy bueno – señaló soltándose a reír –. Si un día de estos tienes ganas de jugar, ya sabes dónde encontrarme – dijo antes de junto con su hermano marcharse del lugar, dejándolo a solas con su sacrificada mujer.

– Ya estarás contento, ¿no? – comentó Sara luego de ambos permanecer callados por un rato –. Ya tu deuda la pagué. Ya puedes estar tranquilo – aseveró poniéndose de pie y caminando en dirección a la escalera –, y yo… Yo ya no se ni qué.

– ¡Espera, Sara! – la llamó Mario antes de que subiera a la recámara –. ¡Por favor no te vayas! Permíteme explicarte cómo es que fueron las cosas, cómo es que…

– ¡Silencio! – lo interrumpió ella con un grito –. No quiero escuchar explicaciones, no las necesito. Después de esto – se llevó la mano a la entrepierna y la regresó manchada con el semen de Álvaro –, nada de lo que me digas me interesa. Ya sé que me vas a pedir que no te deje, que me rogarás para que te ayude y de yo hacerlo invariablemente volverás a cometer el mismo error sólo que a un nivel más grave. ¿Qué seguirá después si te hago caso? ¿Convertirme en tu puta de planta? ¿Sacarme un riñón? ¡No, mi amor! Ya no. ¡Ya estoy harta! Si necesitas ayuda, si quieres alguien que te apoye, ve a buscarlo a otra parte. Yo, para ti, a partir de este momento, he dejado de existir – apuntó reanudando la subida –. ¡Ah! – exclamó volviendo a detenerse –. Y no creas que si accedí a lo que accedí lo hice por ti, ¡claro que no! Si acepté tener sexo con el imbécil de tu amigo para pagar tus deudas de juego, fue única y exclusivamente por los niños. Ellos no tienen la culpa de tus pendejadas, ellos no merecen quedarse en la calle por tus idioteces – explicó y entonces sí salió de escena.

Al ver que su esposa se marchaba, Mario fue tras ella con la firme intención de hacerse perdonar. No era aquella la primera ocasión en que Sara pronunciaba esas palabras, y estaba seguro de que no sería la primera en que dejaría de convencerla. Subió corriendo la escalera muy entusiasmado a pesar de todo, pero al llegar al cuarto y encontrarlo cerrado y sus almohadas en el piso, supo que esa vez su mujer hablaba en serio. Supo que esa vez había ido él demasiado lejos. Se arrepintió de lo ocurrido y se reprochó su estupidez, mas ya de nada le valió. Ya para las cosas no había solución. Resignado y abatido, se acostó ahí en el pasillo y durmiendo sin cobija soñó que su matrimonio terminaba. ¡Lástima que no fue sólo un sueño!

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