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Recuerdos de una perra vida (4)

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Recuerdos de una perra vida. Parte 4.

Capítulo 4.

"El abogado mentiroso".

 

Luego de haberse "defendido" del ataque de Daniela, quitándole la vida con una lluvia de plomo, los policías subieron a la habitación donde se encontraba la maltrecha Isabel. De una patada derribaron la puerta. Entraron y la encontraron sentada a un lado del retrete. La apuntaron con sus armas y le pidieron se pusiera manos arriba, cuando era más que evidente, no podía levantar un solo dedo. Todas esas pistolas frente de ella, no hicieron otra cosa más que terminar de derribarla. La lastimada muchacha, fiel a su costumbre de escapar cuando las circunstancias la rebasaban, o sea, prácticamente siempre, cayó inconsciente al piso. Sin bajar sus revólveres, los oficiales la llevaron a una de las patrullas. Tenían planeado trasladarla a la delegación, pero uno de ellos propuso, conducirla a un hospital donde pudieran curar sus heridas. La idea no les pareció muy buena a los demás, pero aceptaron.

Isabel despertó en la cama de una clínica. Todo el cuerpo le dolía, incluido y sobre todo, el corazón. En menos de dos meses, su vida había cambiado por completo y para mal. La mujer que amaba, su padre y Daniela estaban muertos. Se arrepintió de muchas cosas y entró, empujada por la enorme culpa que sentía, en la etapa de los hubiera. Se dio cuenta de lo cobarde de sus actos. De lo estúpida que había sido. Más que nunca, deseó estar muerta también. Por primera vez, hizo algo para conseguirlo. Se quitó el respirador, pero para su mala suerte, justo antes de que entrara, acompañada de un policía, una enfermera a su cuarto. Después de que evitaron que Isabel se suicidara, tomaron su declaración. La sospechosa, como se referían a Isabel, no sabía nada sobre leyes, por lo que no objetó hacerlo. Sin su abogado presente, se declaró culpable de los dos asesinatos, del de Paulina y del de su padre. Ya no le interesaba seguir viviendo. La cárcel...de repente representó la mejor opción. Un sueño.

Sus deseos se cumplieron. En cuanto la dieron de alta, fue llevada al reclusorio más cercano, donde primero esperaría el día de su sentencia, y después la pagaría. Algo extraño en una presa recién ingresada, pero Isabel se sentía mejor que nunca. Ese pequeño espacio que era su celda, sería el lugar perfecto para olvidarse del mundo, de sus problemas, de sus culpas y de su vida.

Una semana después de su llegada a prisión, y siguiendo con las irregularidades típicas de nuestro país, la visité por primera vez. El gobierno me asignó como su abogado. No sabía más que su nombre. No me informaron sobre absolutamente nada, ni siquiera acerca de sus crímenes. Acepté, además de porque no podía decir que no, por ese gusto que siempre me ha dado el ayudar a las personas. No sabía nada de ella, si era o no inocente, si su caso sería o no complicado, pero me prometí dar lo mejor de mí mismo. Tomé mi maletín y acudí a nuestra primer cita.

La esperé por unos minutos, en uno de esos cuartos para visitas de abogados. Creí que nunca la llevarían a verme. Me estaba desesperando. Cuando la miré, la desesperación y todo lo demás en mi cabeza, desapareció. Era la mujer más atractiva que había visto en mi vida. Su rostro y figura no eran nada del otro mundo, pero tenía un algo que resultaba irresistible. A pesar de vestir el horrible y frío uniforme café de la prisión, y mostrar claros signos de descuido, lucía verdaderamente hermosa y sensual. Se sentó frente a mí. Me miró a los ojos y supe, aparte de que era inocente, que estaba enamorado.

Eso estaba prohibido. No podía enamorarme de mi cliente y dar por hecho su inocencia. Era algo totalmente fuera de ética, pero no podía evitarlo. Esa fuerza que ejercía sobre mí, era más fuerte que mi voluntad y razón juntas. Me tenía tan hipnotizado, que el tiempo pasó volando y el único avance que tuvimos, fue presentarnos. Salí de las instalaciones sin saber nada nuevo, nada que resultara favorable para su defensa. Lo único que conseguí con esa visita, fue enamorarme de un imposible, de una reclusa, de alguien que no era mi esposa.

Pensé en no regresar, en ofrecerle el caso a alguien más, pero no pude. Debía sacar a Isabel de ese infierno. Una mujer como ella no podía ser una criminal. Su lugar estaba afuera, conmigo. Volví a verla varias veces más, antes de que me contara todo lo que hoy relato. Poco a poco se fue clavando más en mi alma y poco a poco me fui ganando su confianza; sin embargo, la sentía más y más lejana.

Hace un par de semanas, fui al reclusorio como ya era diaria costumbre. La esperé los veinte minutos de regla, con una impaciencia mucho mayor que la del primer día. Estaba decidido a sacarle toda la verdad, así tuviera que perder la vida en ello. Era imposible que ella fuera culpable y, sobre todo, que se negara a aceptarlo. En cuanto entró, le pedí de rodillas que lo hiciera, que me dijera lo que realmente había sucedido. No se si fueron mis lágrimas las que la conmovieron, pero aceptó a confesarme la verdad.

Me contó todo, desde su escape con Paulina, hasta su detención en aquel hotel barato. Por una parte me sentí feliz, mi querida Isabel era inocente y pronto saldría de aquel lugar; pero por otra, y por un momento, deseé que permaneciera refundida para toda su vida en prisión. La mujer de quien me había enamorado, era lesbiana y, de quedar libre, no huiría conmigo como era mi intención. Quise olvidar todas sus palabras y dejar el caso como estaba, pero lo poco que me quedaba de ética no me lo permitió. Me levanté de la silla con un arma que, de seguro, inclinaría el veredicto a nuestro favor. Estaba a punto de salir del cuarto, cuando ella me detuvo. Me pidió algo que me sorprendió.

-Esteban, por favor no le cuentes a nadie lo que acabo de confesarte. No quiero que nadie sepa, que yo no maté, a Paulina y a mi padre.

-Pero, ¿por qué no? ¿Por qué quieres quedarte encerrada en éste lugar? ¿Qué no te gustaría salir y vivir tu vida?

-No, no me gustaría. Lo único que deseo es pasar el resto de mis días, en mi pequeña y pacífica celda.

-No te entiendo. Todos desean vivir. A nadie le gusta perder la libertad. ¿Por qué quieres morir en éste lugar?

-La que no te entiendo soy yo. Creí que habías comprendido que yo ya estoy muerta, pero veo que me equivoqué. ¿Para qué quiero la libertad, si no tengo con quien compartirla? ¿Para qué he de salir libre, si mi mente y corazón ya no lo serán nunca? Dime, ¿para qué?

-Entiendo que te sientas así. No es para menos después de todo lo que te pasó, pero no me pidas que mienta porque no lo voy a hacer.

-Esteban, por favor, te lo ruego. No le digas a nadie que no soy culpable. Haré lo que me pidas con tal de que te quedes callado.

-No insistas. No voy a mentir. Nos vemos.

Intenté abrir la puerta, pero Isabel se abalanzó contra mí. Me dio media vuelta, me pegó a la pared, y me besó en la boca. Aquel beso, hasta ese momento, era lo mejor que había sentido en mi vida. Traté de separarla de mí, pero lo que sentía por ella era mucho más fuerte. Mi mente me decía que saliera de inmediato, pero mi corazón y mi verga, que comenzaba a endurecerse por el roce de su cuerpo junto al mío, me pedían lo contrario. Me abandoné a mis instintos y deseos. Enredé mi lengua con la suya y ya no hubo vuelta atrás.

Mis manos se movían, por encima de su uniforme, por todo su cuerpo, por toda su imperfecta pero embriagante anatomía. Sus senos cabían en mis manos, podía estrujarlos con fuerza sin que se me escapara un poco de ellos. Busqué debajo de la falda. Me encontré con sus, un tanto caídas, nalgas. Las rasguñé hasta dejarlas rojas, algo que siempre había deseado y con nadie hice. Isabel me enloquecía, sacaba el lado más salvaje de mí, me convertía en un animal dominado por la lujuria. Mi pene amenazaba con romper mis pantalones, en caso de no tener una pronta atención. Lo sentía más firme que nunca, hasta el grado que me dolía. Me desabroché el cinturón y la bragueta. Mi miembro, ya mojado por los abundantes líquidos que brotaban de su punta, se mostró orgulloso a los ojos de Isabel. No fue necesario decirle nada. Se puso de rodillas y se lo metió a la boca.

Su lengua acariciaba el glande con rapidez y maestría, mientras que sus labios se movían a lo largo del tronco y sus manos daban suaves jaloncitos a los vellos que cubrían mis testículos. No se notaba que no le gustaban los hombres. Era la mejor mamada que me habían dado. La calidez y humedad de su boca, así como la habilidad de su lengua, me estaban haciendo gozar como nunca. Las piernas me temblaban. No podía parar de jadear. Estaba a punto de venirme, pero yo no lo quería así. No teníamos mucho tiempo. Si me corría, seguramente no podría reponerme, para explorar otra de sus cavidades. Le pedí que se detuviera.

La llevé hasta la mesa donde charlamos en tantas ocasiones. La desnudé con furia, poseído por mi cada vez más notorio, lado oscuro. Arranqué su sostén y sus bragas. Le separé las piernas tanto, que no pudo evitar quejarse, pero no me importó. Me acosté sobre ella. La penetré, aún con más salvajismo, que el mostrado a la hora de desvestirla. Se mordió los labios para resistir el embate. Mi falo no era, después de haber escuchado la historia con su padre, el más grande que había entrado en ella, pero no estaba ni un poco lubricada, por lo que la entrada no fue agradable.

Una vez con mi polla alojada en su vagina, más cálida y estrecha que su boca, comencé un violento mete y saca. Después de lo que Daniela le hizo con aquel tubo, de seguro Isabel quedó muy lastimada, pero yo no me di cuenta de ello. Para mí, lo único que importaba, era que me estaba follando a la mujer más hermosa sobre la tierra, a la mujer que amaba. Mi pija salía y entraba de su cueva. Estaba gozando como un niño. Ni siquiera la mirada perdida y llena de lágrimas de mi víctima, porque de alguna manera aquello era una violación, hizo menos placentero el momento. Seguí atravesándola, con más fuerza cada vez, hasta que sentí que mi verga llegaba a su punto máximo. La llené, además de con mi intenso y abundante orgasmo, de insultos. Mi semen escurría por sus piernas y sus lágrimas por sus mejillas. Me desplomé un rato sobre su frágil y ultrajado cuerpo.

Mi miembro fue perdiendo dureza. Cuando finalmente se salió de su coñito, me levanté y abroché mis pantalones. Ella se vistió y no volvió a mirarme a los ojos. Yo tampoco lo hice. Habiendo desahogado toda esa pasión contenida, que al parecer era la causante de mi inusual comportamiento, pude ver todo con claridad. Me sentía avergonzado, pero no me atreví a pedir perdón. Deseaba salir de ahí lo antes posible. Abrí la puerta e Isabel me pidió un último favor.

-Ahora que conseguiste lo que tanto querías, no vas a contar nada de lo que te dije, ¿verdad? De cierta manera, si soy culpable. Sin proponérmelo, hago que las personas cometan locuras. Tú lo has visto y vivido en persona. Por favor, prométeme que te vas a quedar callado, que no me vas a sacar de aquí.

-Te lo prometo.

Se lo dije nada más para quitármela de encima, para que no insistiera y me dejara marchar, para hacerla sentir bien. No lo cumplí. Unos días después, una tarde fría y lluviosa, el jurado decidió nombrarla inocente. Isabel regresaría a su celda por unas horas, hasta que se hiciera el papeleo para su liberación, y luego saldría, regresaría a vivir su vida. Eso era lo que se suponía debía de pasar, pero no fue así. Mi morenita chula volvió a su celda para ya no salir. El miedo que le daban la libertad, vivir sin su novia y con la culpa de tres muertes, la orilló a, finalmente, quitarse la vida.

Cuando los documentos que la declaraban inocente y lista para salir estuvieron en mis manos, corrí hasta su celda. Después de lo que había pasado entre nosotros, tenía la esperanza de que algún día llegara a quererme y entonces, escaparnos y empezar una nueva vida juntos. Mis ilusiones se derrumbaron al verla ahí, colgada de la ventana, sin vida. Los papeles cayeron al suelo y después mi espíritu, al mirar sus ojos abiertos, que parecían reclamarme mi falsa promesa. En ese momento la entendí. En ese instante supe porque no quería salir libre y deseé no estarlo yo tampoco. Dos custodios fueron los que bajaron su cuerpo, porque yo no podía mover ni una pestaña. La llevaron a la enfermería, donde esperaría hasta que llegara una ambulancia del forense. Aparte de mí, nadie fue a su funeral. Se marchó sin más adiós, que la rosa roja que tiré sobre su ataúd.

A partir de ese día, mis ganas de vivir se fueron por el caño. No puedo soportar, el existir sin su extraña e inexplicable belleza. No tengo el valor, es como si aquella vez que fuimos uno, ella me hubiera transmitido toda ese miedo y cobardía que la caracterizaba. La extraño. La quiero junto a mí. La necesito para continuar, pero ya no está. La he matado, por haber obedecido a mis deseos sin importarme los suyos. Hoy, aquí, sobre el techo de mi casa y con una vista hermosa que me la recuerda, es hora de tomar una decisión. Es hora de aceptar que no la tengo, o de seguirla sin importarme nada. Creo que me inclinaré por...

FIN.

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Kilómetro 495

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Mi primer orgasmo

En medio del desierto

El otro lado de mi corazón

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El entrenamiento de Anakin

Examen oral

Un extraño en el parque

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La fiesta de graduación

Dejando de fumar (la otra versión)

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La última esperanza

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Tan lejos y tan cerca

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