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La Corona (2)

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La Corona. Segunda parte.

– ¿Ya casi llegamos, maestro? – preguntó Rudolf deteniéndose a descansar un poco.

El joven aprendiz de mago, junto con su mentor Jericob y su compañero de entrenamiento Valety, había emprendido el camino hacia la punta de la montaña Hiracosa con el fin de iniciar la siguiente parte de su preparación, con el propósito de desarrollar sus habilidades por completo para así impedir que el orden de maldad y muerte con el que el rey Tanom azotaba la comarca continuara extendiéndose. El camino había sido largo y en extremo cansado y complicado. Impedidos a utilizar hasta la magia más básica, los dos aspirantes a hechiceros se encontraban exhaustos, al borde del colapso. Sus cuerpos, fuera de los poderes sobrehumanos que eran capaces de crear y manejar, seguían siendo los de cualquier persona común y corriente y, por lo tanto, resentían el enorme gasto de energía que les había implicado la tarea. Las piernas amenazaban con doblárseles, la vista se les nublaba a ratos y la cabeza les daba un poco de vueltas. Ambos tenían el mismo sentir, pero sólo Rudolf lo exteriorizó.

– De verdad estoy cansado – insistió el muchacho –. ¿Ya está cerca la cima?

– ¡Mucho más de lo que crees! – exclamó Jericob extendiendo los brazos, presentando a sus discípulos el Templo de la decisión.

Todo maestro, al alcanzar dicho rango, tenía la obligación de tomar bajo su tutela a dos chiquillos con motivo de transmitirles toda su sabiduría. Y era por todos sabido, que al llegar éstos a cierto nivel de madurez mental y física, el mentor debía continuar el trayecto hacia la excelencia mágica con sólo uno de ellos. Pero el escoger entre ambos no entraba dentro de sus responsabilidades. Para eso es que se encontraba el Templo de la decisión, el punto considerado como el origen de todos los poderes según una leyenda contada de generación en generación. Era por eso que los tres habían emprendido el viaje cuesta arriba, y fue entonces que, al sentirse cerca de su destino, al saberse a punto de conocer y realizar el ritual que decidiría su futuro, los dos pupilos experimentaron una intensa mezcla de sensaciones, de emoción y nerviosismo, de impaciencia e incertidumbre. Con el corazón en un hilo, esperaron las indicaciones de su maestro.

– Bien, henos finalmente aquí: en el punto donde final e inicio convergen, en el lugar donde el curso que tomarán sus vidas se definirá. En el sitio donde el bastón les he de entregar – apuntó Jericob extendiendo sus brazos y entregándole a cada uno de sus alumnos el más grande símbolo mágico, aquel que los reconocía como hombres aptos para el Ritual de decisión.

Rudolf y Valety conocían muy poco acerca del comentado ritual, apenas y su propósito, pero aún así se congratularon de tener aquel instrumento en sus manos. El tocar aquel trozo de madera que en ocasiones guardaba las historias de antiguos hechiceros, hizo que la duda y la angustia de sus almas desapareciera y en su lugar sólo quedara determinación, deseo de dar lo mejor de sí mismos para ser el elegido, el merecedor de la segunda fase del entrenamiento. Con esa seguridad y ese ímpetu, aguardaron a escuchar en qué consistía en ritual.

– Ahora que tienen un bastón en sus manos, podemos dar inicio a la elección – indicó Jericob elevándose hasta el trono ubicado en el techo del templo –. Comiencen a pelear – ordenó –. El vencedor será el que continúe bajo mi tutela, recibiendo mis enseñanzas y completando el entrenamiento.

Los dos jóvenes discípulos se quedaron un tanto decepcionados ante el mandato de su maestro. Ellos esperaban que la decisión involucrara ritos más elaborados y cosas más sorprendentes. De acuerdo a lo que en uno de esos mitos que corren de boca en boca habían escuchado, creían que el templo, aquella sencilla construcción consistente en cuatro pilares sosteniendo una gruesa loza de piedra con un trono por encima y un altar por debajo, intervendría de una manera más directa en la ceremonia, actuando como si fuera un ser viviente, pero todo resultó ser más simple. La realidad resultó ser menos complicada, y hasta vulgar. Todo se reducía a una pelea y nada más.

– ¿Preparados? – los cuestionó Jericob –. Pues entonces, ¡que comience el Ritual de decisión! – gritó lanzando un rayo al aire que partió las nubes en pedazos que cayeron como lluvia de colores y que animaron a sus discípulos a dar el primer paso hacia su futuro.

Rudolf y Valety se lanzaron uno contra el otro estrellando sus bastones. La fricción entre ambas piezas de madera produjo una ligera explosión que los obligó a retroceder. Sobre el vuelo, el primero creó una esfera de fuego que arrojó contra su compañero, y que éste rechazó con relativa facilidad para contraatacar de inmediato con el mismo hechizo pero ejecutado con mayor intensidad. El que fuera el único en quejarse abiertamente por el cansancio del viaje cayó al suelo al ser impactado por el ataque, lo cual aprovechó su contrincante para recitar un conjuro que lo aventajó en la batalla.

Con respeto y amor te pido Naturaleza,

que por un segundo luches a mi lado.

Te pido a favor de mi causa actúe la maleza,

y entre sus hojas mi enemigo sea capturado.

En cuanto Valety terminó de decir el conjuro, y como si tuvieran vida propia, los arbustos y el pasto que cubrían el suelo de la montaña formaron verdes cadenas que inmovilizaron a su oponente, incapaz de librarse o defenderse. Beneficiándose de la situación, el joven aprendiz se abalanzó en contra suya empuñando el bastón como si de una espada se tratara. A unos cuantos centímetros de producirse el choque, a una distancia mínima del pecho de su compañero de entrenamiento, gritó morfios y el bastón, luego de tomar la forma de un filoso y letal sable, se fue a enterrar en el corazón de Rudolf, arrebatándole un río de sangre que salió expulsado por su boca tal y como su vida amenazaba salir de su cuerpo. La batalla aparentaba haber llegado a su final.

Sin embargo, y para sorpresa de quien a pesar de lo que se llevaba a cabo era su amigo, Rudolf emitió una poderosa onda de energía que catapultó a su atacante contra un muro y pulverizó las cadenas que lo mantenían atado. Enseguida, con un simple pase de manos, la sangre paró de brotar de su pecho y la herida causada por el bastón venido a espada se cerró. Una vez recuperado, se puso de pie con la intención de continuar peleando. Elevando su mano sobre su cabeza, creó una nueva esfera de fuego para dañar a su enemigo.

Y a esa esfera de fuego le siguieron otros trucos y otras magias. Ambos chicos habían pasado por las mismas pruebas y habían adquirido en papel los mismos conocimientos por voz y acto de su mentor. Sus fuerzas eran muy similares y la batalla, al menos en un principio, parecía equilibrada. Pero poco a poco, ganando una mínima ventaja con cada ataque, Valety fue inclinando la balanza a su favor. A pesar de los esfuerzos de Jericob por lograr que Rudolf sobresaliera por encima de su compañero, a pesar de la prohibida preferencia que por él mostraba, era sin duda el otro el que una madurez mayor había alcanzado. En todos los aspectos. Así lo estaba demostrando acorralando cada vez más a su contendiente, el cual se creyó perdido cuando su amigo se puso en posición para hacer el balamy.

El balamy era un hechizo de cuarto nivel que los maestros jamás mostraban a sus discípulos antes del Ritual de decisión. Rudolf y Valety lo habían visto en un libro, y eso le bastó al segundo para aprender a ejecutarlo. Sosteniendo el bastón entre ellas, el joven aprendiz junto sus manos al nivel de su pecho y de inmediato diminutas partículas venidas de todos lados se concentraron en la punta del instrumento, creando una pelotita de luz que inexplicablemente, conforme le llegaban más partículas, se fue haciendo más pequeña hasta desaparecer por completo. Entonces, el que sin duda era el más avanzado de los dos alumnos gritó el nombre del conjuro con tal energía que los tímpanos de su oponente por poco se revientan, y enseguida la bola de luz que se esfumara segundos atrás surgió transformada en un enorme globo que salió disparado a una velocidad exorbitante contra aquel que se quejara de cansancio al llegar a la cima.

Fueron sólo instantes lo que tardó la esfera de poder en recorrer la distancia que separaba a un aspirante del otro, pero Rudolf vio pasar por su mente su vida entera. El balamy era un hechizo sumamente peligroso contra lo que sin duda el no tenía defensa. Resignado a incluso morir tras el ataque, cerró sus ojos y espero el final. La onda de energía se aproximaba hacia él, estaba a punto de tocarlo, cuando Jericob, abandonando el techo del templo de un impresionante salto, intervino para salvar de última hora a su pupilo favorito. Utilizando el murosi, hechizo de defensa del cuarto nivel consistente en crear una barrera en forma de cúpula alrededor del cuerpo u objeto que se esté protegiendo, detuvo el asalto con facilidad.

– ¡Quedas descalificado! – exclamó el maestro apuntando con su bastón el rostro de Valety –. Está prohibido hacer uso de conjuros superiores al nivel tres durante la batalla de elección. Tú lo has hecho y… Te declaro perdedor. Rudolf será mi único discípulo de aquí en adelante – señaló con cierto placer en su voz –. Tú puedes buscarte otro mentor o… Ya no es cosa que me importe. A partir de este momento, dejas de estar bajo mi manto. Abandona la montaña Hiracosa ahora mismo – le exigió –. ¡Te lo ordeno! – recalcó.

Jericob mintió. En el reglamento del Ritual de decisión no se hablaba en ningún punto o apartado de que los hechizos de nivel cuatro o más estuvieran prohibidos. Pero eso sus alumnos lo desconocían, y estando la Sociedad de magia inmersa en un tremendo caos a causa de las incontables bajas sufridas por los constantes ataques de las tropas del rey Tanom, nadie los enteraría. Valety había sido el verdadero ganador del duelo, el merecedor de la segunda parte del entrenamiento, pero al haber echado mano de un conjuro que su mentor jamás le había enseñado, le dio a éste un pretexto para sacarlo del camino, y no le quedó más opción que retirarse sin siquiera pronunciar palabra en su defensa, sabedor de que nada de lo que dijera le serviría en realidad. La decisión estaba tomada y ya no había marcha atrás. Cabizbajo, tragándose la rabia y prometiendo continuar, se marchó golpeando su bastón contra el suelo para elevarse por los aires.

– ¡Felicidades, Rudolf! – le dijo Jericob a su único pupilo abrazándolo de una manera por demás efusiva, mostrando más que orgullo simpatía, otro punto que su juramento como maestro le prohibía y que él decidió simplemente ignorar.

El joven aprendiz, aún un poco aturdido por la impresión que el haber estado al borde de la muerte le había causado, se limitó a recibir los afectos de su maestro. Se limitó, sin él saberlo, a recibir albricias por una victoria falsa. Después, ambos caminaron rumbo al templo para iniciar la ceremonia de premiación.

*****

Rudolf puso a girar el globo terráqueo, le tiró un dardo para elegir el siguiente punto al que atacaría y en un segundo, por medio de la tele-transportación, se encontró en el sitio afortunado. Desde que asesinara al rey Tanom y ocupara su lugar con olvidados deseos de ayuda y prosperidad para el prójimo, la ola de destrucción que azotaba al planeta se extendió a una velocidad insospechada. Habían transcurrido apenas dos semanas desde aquel suceso en el antiguo castillo del monarca muerto, y el nuevo tirano había acabado ya con medio mundo. Reinos enteros, los ejércitos más salvajes y hasta la Sociedad de magia habían sucumbido ante su impresionante poder sin que nadie pudiera hacer algo para evitarlo. Esa mañana fue el turno de Villa dorada, un pequeño pueblo al norte del continente europeo, para arder en llamas.

Quien antes fuera una esperanza para la humanidad, apareció de manera repentina en el centro de la plaza principal de la calmada y pacífica aldea. Los habitantes, horrorizados ante la súbita y malévola presencia del poseedor de La Corona, corrieron en todas direcciones tratando inútilmente de escapar. El mago, esbozando una sonrisa llena de maldad y de cinismo, y ya sin la necesidad de golpear un bastón contra el piso para lograrlo, se elevó por los cielos y una vez a quince metros del suelo, con completa perspectiva del pueblo, adoptó la posición de loto. Cerró los ojos, iluminó su aura y se dispuso a recitar un conjuro.

Los aldeanos corren intentando de mis garras huir,

pero ni uno solo de ellos logrará escapar.

Con un simple pensamiento del infierno haré surgir,

mil y un demonios que ha todos han de asesinar.

Luego de guardar silencio, la tierra empezó a agrietarse y de cada abertura salió un monstruo que con desesperanza y placer desgarró a todo aquel que se cruzó por su camino. Entre carcajadas de satisfacción haciendo vibrar su putrefacta alma, Rudolf observó como sus creaciones hicieron pedazos a los pueblerinos. Con cada gota de sangre que fluía fuera de los cuerpos de aquellos inocentes, el perverso hechicero gozaba como un loco a la vez que deseaba más. Su sed de muerte era ilimitada y ni todo un mundo de cadáveres podría satisfacerlo. Había perdido el control a causa del adorno en su cabeza. Se sentía el rey del universo, y nadie había que pudiera oponérsele. Todos los grandes maestros habían caído ante él, y cuando se pensó el único restante, cuando pensó que nadie se interpondría entre él y sus planes de conquista, algo inesperado aconteció. Por el horizonte, viajando arriba de un cúmulo, apareció Valety, su antiguo compañero de entrenamiento dispuesto a fastidiarlo.

Con un ligero pase de manos, ese a quien le fuera arrebataba la victoria en el Ritual de decisión destruyó a todos los monstruos conjurados por quien soliera ser su amigo, evitando el deceso de unas cuantas decenas, de esas personas que consiguieron librar las garras de las criaturas y que de inmediato corrieron a ocultarse en un lugar seguro. Enseguida, como anunciando lo que vendría, el mago proyectó una bola de energía que fue rechazada fácilmente por su ex compañero. El inicio de una nueva batalla, de una que olía más que a salvación a venganza, se vislumbró.

– ¡Vaya, vaya! Pero ¿qué tenemos aquí? – inquirió Rudolf con tono sarcástico –. ¿El hijo perdido ha vuelto? ¿Querrá acaso regresar al camino del éxito poniéndome fin? ¡Qué interesante suena eso! – se burló –. Pero antes de que lo intentes, dime una cosa: ¿dónde has estado todos estos años? ¿Te conseguiste otro mentor que te expulsara del ritual? O… ¿será que no regresabas porque me tenías miedo? Yo creo que es esto último, porque efectivamente, al igual que a todos los que se me han revelado terminarás en el olvido y la indiferencia de la otra vida – amenazó poniéndose en guardia y preparándose para atacar.

– ¡No me subestimes, querido y viejo amigo! – sugirió Valety adquiriendo también la posición de guardia –. No tuve un entrenamiento completo – flexionó un poco las rodillas –, es verdad. Pero de cualquier manera – se impulsó hacia el cielo –, ¡voy a terminar contigo! – gritó ya en pleno vuelo.

Luego de que Jericob lo descalificara injustamente del Duelo de decisión, Valety decidió recorrer el mundo. Según el reglamento de la Sociedad de Magia, aquel declarado perdedor de la batalla de elección tiene el derecho de buscar otro mentor e intentar por segunda vez acceder a la parte complementaria del entrenamiento, pero él prefirió continuar solo, aprender por su cuenta. Vago por uno y otro pueblo observando a todo tipo de hechiceros, memorizando cualquier cantidad de técnicas en busca de la indicada, esa que le demostraría a su viejo maestro lo mucho que se había equivocado al rechazarlo. Pasaron los meses, los años y finalmente, en una pequeña villa situada en la parte más recóndita del planeta, el joven descubrió ese hechizo que le devolvería el orgullo y la dignidad perdida en aquella pelea.

Practicó hasta el cansancio los conocimientos adquiridos con el fin de dominarlos, y una vez habiéndolo logrado emprendió el viaje de regreso. Durante el trayecto, llegó hasta sus oídos la noticia de la muerte del rey Tanom a manos de un chiquillo, y la posterior ola de estragos causada por el que todos creyeron sería el redentor. De inmediato supo de quién se trataba, y fue ahí que sus intenciones comenzaron a cambiar. En un principio, su afán por desarrollar nueva magia no tenía motivación que no fuera la de limpiar su nombre, la de comprobar con hechos, con su madurez como hechicero que él merecía haber ganado aquella tarde. Nunca sintió rencor ni deseos de venganza para con su guía o su compañero, pero al enterarse de lo ocurrido con este último y el monarca derrocado comenzaron a surgir. Su idea de reivindicación y justicia pronto se transformó en una necesidad de cobrarle al nuevo dueño de La Corona por su avaricia, su egoísmo y su enorme estupidez. Con ese nuevo propósito en mente, el muchacho le siguió los pasos al tirano y finalmente lo alcanzó. Con la imagen de su oponente derrotado y la certeza de contar con la técnica adecuada para conseguirlo animándolo, se abalanzó en dirección de su viejo compañero de entrenamiento.

Rudolf, reaccionando con rapidez a la sorpresiva y agresiva actitud de su oponente, creó una serie de anillos alrededor de sus manos que arrojó en su contra. Los aros crecieron un poco y se dirigieron hacia Valety moviéndose en diferentes direcciones, sin obedecer patrón alguno para así evitar ser esquivados. Él, como si pidiera morir, como si no le importara consumar sus planes de venganza, permitió que las estructuras circulares lo alcanzaran y lo envolvieran haciéndole imposible el siquiera respirar. Luego las amarras se fueron cerrando aún más de lo que estaban, y una explosión impresionante que terminó de destrozar aquel pueblillo lo tiró al suelo cavando un pequeño cráter a la hora del impacto, momento en que una lluvia de gotas de energía se dejó caer agrandando el tamaño de la tumba y aumentando el daño y el dolor del enterrado.

– ¿Ya has muerto? – inquirió Rudolf al tiempo que descendía –. Espero que no, resultara muy decepcionante haberte vencido con tanta facilidad.

Una intensa luz emanó del cráter y Valety se incorporó rodeado de una enorme cantidad de pequeñas piedras, mismas que disparó contra su antiguo amigo para que mientras éste las evitaba, él lo sorprendía por la espalda. Pero para su mala suerte, el joven monarca de cabellos blancos pudo sortear los proyectiles y lo recibió con un flamereon, hechizo de nivel cinco con el cual consiguió lastimarlo severamente.

– Creí que me darías más pelea, pero ya me doy cuenta de que no – comentó Rudolf acercándose lentamente –. Tus ataques son tan – lo levantó del cabello y le puso una mano en el estómago –… simples, que mereces morir tan sólo por ello – lo precipitó hacia un muro luego de descargar en su vientre el contundente poder de las llamas de otro flamereon.

Y a ese golpe le siguieron otro, y otro y otro hasta que Valety, encaprichado en el uso exclusivo de poderes primarios, quedó tendido sobre el suelo esperando el último golpe, el definitivo. Su contrincante, deseoso de complacerlo, se precipitó contra él transformando ambos brazos en espada y enterrándoselos en el pecho, perforándole incluso el corazón. Parecía estar muy cerca de la victoria, pero ese quien aparentemente resultaría el perdedor no paraba de sonreír.

– ¡¿Qué te causa tanta risa?! – preguntó Rudolf furioso –. ¡¿Qué, si estás a punto de morir?!

– Tu estupidez – respondió Valety llana y contundentemente –. ¡Masaroni!

Siguiendo al grito del joven hechicero, una barrera de luz envolvió a ambos y empezó a cerrarse en torno a ellos. Masaroni era el hechizo que Valety había aprendido en su viajar por el mundo y que era capaz de, a la par de devolverle la grandeza jamás obtenida, acabar con el sucesor del rey Tanom. Masaroni era una técnica que requería de una gran concentración de energía y de mantener al enemigo cerca para poder realizarse con éxito. Era esa la razón por la que los ataques el antes expulsado habían sido todos de un nivel tan bajo y por lo que su sonrisa no se desdibujaba aún al borde de la muerte. Rudolf lo comprendió al verse dentro de aquella prisión resplandeciente que les robaba cada vez más aire y espacio, pero era ya demasiado tarde para intentar algo. Nadie, por más poder que poseyera, escaparía de aquella situación. Él lo supo, por lo que resignado y en calma aguardó el final, justo como aquella tarde en la cima de las montañas Hiracosa, aquel famoso día de la falsa victoria en el Ritual de decisión.

La burbuja se fue haciendo más pequeña hasta adherirse a sus pieles, hasta comenzar a estrujarlos con tal presión que sus huesos se rompían y sus venas estallaban. La sangre les brotaba por ojos, narices y oídos y todas sus articulaciones se apreciaban fuera de lugar. La muerte estaba cerca. La Corona también se hacía pedazos.

– ¡Gracias! – exclamó Rudolf mirando a su viejo amigo directo a los ojos, derramando un par de lágrimas en el que se deslizaron su sincero arrepentimiento y su profundo dolor, el que sufrió con cada asesinato que a nombre de ese adorno en su cabeza cometió.

– ¡De nada! – dijo Valety olvidándose de sus rencores, comprendiendo y perdonando a su compañero justo antes de escucharse el tremendo estruendo que la explosión que los mató causó.

Los dos jóvenes magos dejaron de existir. Sus restos cayeron regados alrededor del planeta haciendo nacer miles de árboles que reiniciaron con el ciclo de la vida. Sus almas se elevaron hasta ese lugar donde la de su mentor Jericob los recibió, ya sin preferencias ni injusticias, a ese lugar donde los tres, junto con Fiona y sus demás seres queridos, habrían de pasar felices la eternidad. La Corona se perdió en el viento vuelta polvo, y el mundo tuvo otra oportunidad.

*****

Con cariño para ti. Espero que esta segunda parte haya sido de tu agrado.

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