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Buscándolo

en No Consentido

Entré a su casa sintiéndome un poco temerosa. Nunca había hecho algo como lo que en pocos minutos, haría. El gran empresario Javier Larios, respetado en las altas esferas de la sociedad, tenía la costumbre de llamar a jovencitas como yo, para que le alegraran el día. Sus gustos estaban bastantes bien definidos. Las quería de entre quince y veinte, vírgenes, delgadas, y sumisas. Pagaba muy bien por la compañía. En una noche podías obtener, según su generosidad y tú disposición, lo que por fuera te costaría un mes de arduo trabajo. La gran mayoría de las mujercitas eran llevadas a base de engaños. Muchas de ellas eran personas sin estudios, y con grandes necesidades económicas, siempre terminaban resignando a entregar su cuerpo a cambio de un escape a su miseria. Yo no estaba dentro de ese grupo, nací, como dice la gente, en cuna de oro. Había estudiado en los mejores colegios, tanto del país, como del extranjero. Conocía medio mundo y el resto estaba por hacerlo. Yo no necesitaba dinero, entré a su recámara buscando algo más.

Cuando abrí la puerta, él estaba sentado en el borde de su cama. Ya estaba desnudo. Su cara era de puro placer. Modestia aparte, a pesar de mi juventud mi cuerpo estaba muy bien desarrollado, se acercaba mucho a la perfección. Tenía un par de senos de buen tamaño, no parecía hombre, ni tampoco cargaba un par de globos. Mi cintura pequeña, mis caderas prominentes, piernas gruesas y torneadas, una verdadera belleza. No podía decir lo mismo de él. Para empezar, no era guapo, ni siquiera chistoso. Si la palabra feo había poseído algún cuerpo para vivir, de seguro era el suyo. No trataré de describir su rostro, sólo de pensarlo me asusta. El resto de su cuerpo no fue mejor agraciado por la naturaleza. Sus brazos, flácidos y extremadamente peludos. Su pecho, caído y con más pelo que sus brazos. Su panza, porque no se le podía llamar estómago a aquello, prominente, moviéndose como gelatina aún estando él en reposo. Sus piernas, invadidas por el varis, la celulitis, y hasta creo que por el herpes. Aquel hombre al que tanto odiaba, era lo más parecido a un experimento genético fallido. Lo único bueno, o malo, no lo sabía con seguridad, era ese su enorme miembro, que aún dormido era impresionante, colgaba entre sus piernas como un gran péndulo.

Don Javier, como me pidió que lo llamara, me hizo una seña para que me acercara. Así lo hice, me paré a pocos centímetros de él. Antes que cualquier otra cosa, me explicó el motivo por el que me encontraba ahí. Yo ya lo sabía, como lo dije antes, no era del grupo de ingenuas y necesitadas, pero quería oírlo de su boca. Me intrigaba saber cualquiera que fuera su razón, su pretexto o justificación. En medio de su discurso, pude rescatar algunas frases que me dieron esa y otras respuestas: "mi niña ya no está conmigo", "necesito una nueva a mi lado". Por poco y me pongo a llorar con tan conmovedoras palabras, como de seguro alguna otra lo hubiera hecho. Después de todo, el señor sólo quería no sentirse sólo, después de la muerte de su esposa. A ella la encontró de la misma manera, y pensaba sucedería lo mismo con la siguiente. Trató de convencerme de su inocencia con un par de lágrimas. Quería que me compadeciera de él, y lo calmara entregándole mi virginidad. Deseaba despojarse de toda culpa, haciendo que aceptara el sexo por voluntad propia, como una forma de ayudar a un ser tan desafortunado como él. Dios, entonces me pareció más patético. No podía al menos aceptar que era un cerdo, se hacía pasar como una víctima necesitada de cariño.

No pude evitar reírme de él. Me pareció muy divertido ver al gran empresario Javier Larios, el que se siente dueño del mundo, llorando y haciéndose el mártir, tratando de convencer a una adolescente para que tuviera sexo con él. Me reía a mis anchas, con sonoras carcajadas. Su expresión cambio de placer a furia. Me miraba como si quisiera atravesarme con sus ojos. Apretaba la quijada y las sábanas entre sus manos. Se levantó de la cama y me tiró al suelo de una bofetada. La cachetada no calmó mi risa, la volvió más escandalosa, enfureciéndolo aún más. Se hincó sobre mí, y repartió incontables puñetazos entre mi mejilla derecha y la izquierda. La cabeza me daba vueltas, pero aún así seguía riéndome, o al menos lo intentaba. Él se incorporó, y me reclamó por mi actitud. Según lo que alcance a escuchar, en medio del estado de confusión en que me había dejado su golpiza, estaba desilusionado porque resulté ser, como todas las demás. Él lo único que quería, era un poco de comprensión. Patrañas.

Volvió a hincarse, pero ya no me golpeó. Lo que hizo fue desgarrar mi vestido, hasta dejarme desnuda, hasta que mis senos y mi sexo quedaran a disposición de su lujuria. Los acarició y lamió, al igual que todo mi cuerpo. Si bien nadie me había penetrado, si habían hecho lo que él en ese momento. Podía decir, comparándolas con esas ocasiones, que las caricias de Don Javier eran torpes, más allá de la situación, no me hubieran excitado nunca. Que lástima, pensé, tantos años de experiencia no le habían servido de nada. Ni siquiera eso lo hacía bien, era un pésimo amante. De no ser por su gran capacidad para los negocios, sería un completo inútil. No se detuvo, hasta que su asquerosa saliva cubrió toda mi piel. Cuando eso pasó, caminó en dirección al buró. Sacó un condón y lo extendió sobre su pene, el cual ya erecto, no era, afortunadamente, demasiado grande. Regresó al sitio donde estaba tirada. Se me echó encima, sacándome el aire. Utilizando una mano como ayuda, colocó la punta de su falo en mi nunca traspasada entrada. Puso sus manos a los lados. Empujó con todas sus fuerzas y sus testículos chocaron con mi culo. Me penetró por completo. Yo grité como nunca antes lo había hecho, el dolor era extremo.

Empezó a moverse de inmediato, no me dio tiempo de recuperarme, de acostumbrarme a tener su verga dentro. Sus ojos estaban cerrados y su cuarteada lengua recorría mi oído. El dolor no disminuía, a cada una de sus embestidas crecía más, y más. Sabía a la perfección lo que pasaría, si entraba en ese cuarto buscando respuestas. Técnicamente no era una violación, yo nunca dije que no, mis lágrimas y gritos pudieron haber sido tomadas como mi manera de expresar excitación, pero así la sentía, aquello había rebasado mi frialdad e incapacidad de asombro. Pensé que soportaría la humillación, y el acto en sí, sin sufrir daños que no fueran físicos, pero me equivoqué. Cada vez que su falo arremetía con más fuerza en contra de mi anatomía, me sentía más miserable. Por suerte, Don Javier también sufría de eyaculación prematura, no tardó ni cinco minutos en venirse. Se salió de mí, se quitó el condón, y lo tiró a la basura, donde también se encontraba mi dignidad.

Ese hombre al que no había visto nunca, era un miserable. Dentro de tantos sentimientos desagradables rondando mi cabeza, podía estar tranquila por eso, no era yo la de problema. Aquel monstruo no podía sentir afecto, y mucho menos amor, hacia ninguna persona, ya podía estar más tranquila. Mientras yo continuaba acostada sobre la alfombra, desnuda y con la entrepierna sangrando, Don Javier llenaba el cheque de mi paga. Al menos era un hombre de palabra, me pagaría, aunque como dije en un principio, el dinero no es lo que a mí me importaba. Me preguntó a que nombre ponía el cheque, que si era mayor de edad para ponerlo al mío. Luego de unos minutos sin escuchar respuesta, volvió a preguntarme lo mismo, con cierta impaciencia y molestia en su voz. Reuniendo todas mis fuerzas, intentando no llorar, le contesté. Le dije que podía hacerlo al nombre de Sofía Larios López. Él se quedó mudo, su mano inmóvil. Volteó a verme con cara de incredulidad. Yo sólo atine a decirle: "Hola papá, por fin nos conocemos".

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