Capítulo 2-Un día más
Jane
Conduje despacio por aquel sendero en mi auto Maserati Ghibli color Egeo, percibiendo el gran paraje natural de excelente belleza con una arquitectura sencilla que no opacaba su entorno. Esa tarde, me había escapado de la floristería, necesitaba ir a un lugar que siempre visitaba. Podría decirse que era mi refugio, donde acudía cada vez que mis emociones me invadían.
Al estacionar mi auto, mis dedos se pasearon por mi larga cabellera castaña y mis ojos se toparon con aquel ramo de Crisantemo Violeta. Aquellas flores de pétalos ovoides, expresaban justo lo que sentía ese día. Un profundo dolor, ante la pérdida de mi primer amor.
No pude evitar que los recuerdos me invadieran y antes de que mis lágrimas recorrieran mis mejillas, decidí salir. A cada paso que daba, sentía como si caminara por una calle ardiente, que mi respiración no era la misma, era como una presión que se instalaba en mi pecho y fue inevitable no sentirme un poco mareada. Reduje el ritmo de mis pisadas e intenté calmar mis emociones.
—¡Hola cariño!—sonreí ante aquella lápida de mármol—Lamento no haber venido está mañana, estuve muy ocupada en nuestro negocio —retiré aquellas flores marchitas y coloque las que había traído.
Mientras realizaba ese pequeño gesto, recordé la última vez que estuve al lado de mi esposa y una sonrisa se formó en mi rostro. Echaba de menos su sonrisa, su voz, sus ojos y el tacto de su mano sobre la mía, intentaba recordar hasta el más mínimo detalle para no olvidarme de ella. Aunque una parte de mí, había aceptado que hace mucho Helen se había convertido en un recuerdo y venía cada día en el aniversario de su muerte para estar a su lado.
—¿Recuerdas aquella libreta donde solía escribirte?—expuse, al sacar aquel cuaderno que contenía ciertas notas musicales en su solapa. Gracias a esas línea, logré colarme en el corazón de Helen—Sé que ya no podrás leer mis locuras, pero hoy quiero leerte como solía hacerlo cada tarde en nuestro hogar —busque el párrafo que escribí hace unas horas.
Hay momentos, en los que pienso que el rojo atardecer es un gran corazón como el mío, qué palpita en mi pecho, pero que también al caer la tarde siente frío, y de dolor, está sangrando.
La noche para mí es un gran pañuelo, donde en su oscura tela, derramó lágrimas y también envuelvo mis tristezas para olvidar que no estás a mi lado.
Cerré aquella libreta y limpié mis mejillas. Quizás no eran líneas que desbordaban felicidad, pero al menos servían para calmar a mi inquieto corazón, un corazón que había perdido la tranquilidad hace mucho tiempo.
—Hace dos años, tu madre se mudó a Nueva York y me pidió que me fuese con ella, pero como te has dado cuenta. Jamás podría dejarte sola en este lugar—acaricié la lápida—Todavía sigo soltera, por si te lo preguntas —sonreí tontamente, tal como si fuera el mayor de mis logros.
Pese a que Helen hubiese deseado que rehiciera mi vida luego de estos cinco años, no pude. En su lugar, me dedique a nuestro negocio, de mantener mi mente ocupada y establecer una rutina que me ayudara a seguir en pie. Esa rutina, incluía algunos trabajos de arquitectura para algunos conocidos, ver películas y cuidar de esas flores que eran mi todo.
Quizás para alguien común, no sería la gran cosa, pero para mí, era la manera de estar cerca de mi primer amor. Después de todo, así nos conocimos, así vivimos por muchos años, rodeada de flores que nos transmitían cierta calma y amor por la naturaleza.
—Te echo de menos y más estos días que me duele tu ausencia —lo dije con un hilo de voz. Era como si el tiempo, jamás hubiese pasado y aquel accidente que tuvimos, apenas hubiese sido ayer.
Mientras estuve en ese lugar, le conté sobre la pequeña Francy y su abuela Silvia, la mujer que siempre me ha apoyado e incluso en mis peores momentos. También le hable sobre las modificaciones que hice en nuestro santuario y esos días que dormía en su lado de la cama, tal como si ella estuviese allí, abrazándome. Cuando decidí que era momento de regresar a la ciudad, bese aquella lápida y le prometí que regresaría pronto.
Estuve manejando por una hora sin un rumbo fijo, mi mente se hallaba muy dispersa y la mejor manera de centrar mi atención en algo, era asistir a mi heladería de confianza, más no imaginé que en ese lugar, me encontraría a mi pequeña saltamontes.
—¡Hola! No esperaba verte en este lugar —me saludo Leila con cariño.
Nos habíamos conocido hace tres años, en una tarde despejada del mes de mayo. Me encontraba por cerrar la tienda, cuando ella apareció por el encargo que había pedido su madre. Unas hermosas azucenas. Pese a que había escuchado muchas historias sobre aquella joven de los labios de su madre Daniela, mi cliente favorita, no esperaba conocerla, ya que vivía en la capital con su padre.
Sin embargo, aquel encuentro fue algo vergonzoso por no decir que fue inapropiado, pues Leila no tardo en coquetearme a la primera oportunidad y por si fuese poco, me invitó al cumpleaños de su madre. Aunque una parte de mí, desistió a la propuesta, la otra me hizo reaccionar de golpe, al recordar que Daniela era de origen Italiano y mi falta de modales, podría significar un desplante para ella.
Esa humilde señora, no sólo era una de mis clientes favoritas, también se había convertido en una excelente amiga que solía darme algunos consejos cada que iba a mi tienda por sus flores favoritas, y como gratitud por sus valiosos consejos, termine accediendo ante aquella invitación.
Con el tiempo, Leila se convirtió en una amiga más, una amiga que solía ayudarme con las algunas actividades de la tienda, hasta que comenzó sus estudios universitarios. Entre nosotras, todo marchaba bien, hasta que un día, Leila se me declaro de la manera más tierna posible, pero me vi en la penosa obligación de rechazarla, no quería jugar con sus sentimientos. Cuando en realidad, no me encontraba en condiciones para amar de nuevo y menos a alguien más joven que yo.
—¿Puedo? —me señalo el tablero.
—Por supuesto —pidió mi helado favorito.
Mientras esperábamos, me contó sobre las materias que vería este semestre, sobre su noviazgo y el temor a conocer a sus suegros. Pese a que llevaba dos años con su novia, ambas le habían huido aquel encuentro, Olivia no deseaba que sus padres trataran mal a Leila por no ser del mismo nivel económico que ellos.
Después de todo, Olivia era la hija de uno de los inversionistas de las Empresas Polar, la principal productora de alimentos en Venezuela. Aunque ella no lo expresa abiertamente, Leila no cumplía las expectativas que demandaba su padre. Leila no poseía ni la mitad de la riqueza que tenía aquella familia, pero amaba incondicionalmente a Olivia y desde mi punto de vista, eso era lo que más tenía importancia que cualquier riqueza.
Luego que recibimos nuestros helados, salimos del lugar cogidas de gancho, tal como solíamos hacer cuando estábamos juntas, hasta que alguien tropezó con nosotras o más bien tropezó conmigo, derramando el helado de chocolate sobre mi blusa blanca.
—¡¿Estás ciega?! —expresé molesta, al ver mi blusa con aquella mancha que sería imposible de quitar.
—Disculpa, no fue mi intención—intentó limpiar mi blusa—Venia un poco distraída, no sabes cuánto lo lamento —su mirada parecía sincera.
Me quedé admirando esos ojos de un color violeta, unos ojos que me invitaban a perderme en un mundo distante y lleno de tranquilidad. Un mundo que hace mucho había dejado de existir para mí y sólo me había sumergido en las sombras. A pesar de que estaba furiosa por aquel tropiezo, me pregunte a mí misma sobre el color de esos ojos, jamás había visto un color de iris tan extraño y precioso a la vez, pero en ella, la hacían lucir única.
—Mejor fíjate por donde caminas, puedes lastimar a alguien —mencionó Leila, con cierto enojo.
—Leila —intenté calmar a mi pequeña saltamontes.
—¡Pero no ves cómo te ha dejado! Te arruinó tu blusa favorita —los ojos de Leila echaban chispas de la rabia que tenía en su interior.
Esa blusa me la había regalado en uno de mis cumpleaños y se había convertido en una de mis favoritas por el increíble trabajo que tenía. El bordado floral flojo hueco en la parte de adelante y en las mangas, estaba hecho a mano. Por lo que era comprensible su mal humor, no podría hacerme otra blusa aunque quisiera, no por el trabajo que llevaba, sino más bien por el significado emocional que tenía para ambas.
—Te compraré una camisa nueva —dijo aquella mujer con mucha naturalidad.
—¿Y crees que eso lo arregla todo? —fruncí mi ceño, me encontraba molesta ante tal proposición. Era como si sus palabras pudieran solucionar todo y el increíble trabajo que había hecho Leila, no valiera para nada.
—Quizás no, pero es un comienzo—me regalo una tierna sonrisa—Mi nombre es Alondra —extendió su mano.
Cuando mi mano hizo contacto con la suya, sentí una corriente eléctrica que hizo que desviará mi mirada, y pude notar que ella sintió lo mismo. Pero estaba tan conmocionada por esa reacción que produjo en mí, que no fui capaz de soltar aquel agarre.
—Un placer, soy Jane —medio exprese, ya que ese contacto me puso nerviosa.
—Vamos a mi departamento para que te cambies —logre escuchar a Leila, aún seguía molesta por aquel percance.
—Para la próxima, ten cuidado por donde caminas —mencioné, al mismo tiempo que solté el agarre de aquella mujer para ir a mi auto.