Esta historia es verdadera, de verdad de la buena, se entiende. Durante años he sido la vergüenza de mi familia y me he ocultado como si fuera una alimaña indigna siquiera del cariño de mis padres. Ahora, pasado el tiempo, puedo hablar de ello, y lo deseo: porque quiero compartir esta experiencia con otras chicas, o chicos, que hayan tenido el mismo problema.
Ahora que tengo la Gracia de Dios y la paz con mi familia puedo finalmente admitir que he sido una pervertida por muchos años. La carne es fuerte pero la mente débil y el pecado me venció hasta hace muy poco. Con dieciseis años no se puede dudar que era una pervertida, una arrastrada; una puta por decirlo en palabras de mi padre, que supo ver a tiempo qué estaba pasando. Ahora, una vez superada aquella etapa, tengo tiempo para reflexionar sobre todo lo ocurrido.
Todo se descubrió en Navidad aunque mi padre ya sospechaba largamente. Paz, alegría y felicidad. Eso dicen. Pero en nuestra casa aquella Navidad se presentaba, como mínimo conflictiva. Lo que al principio solo eran rumores comenzaba a tomar visos de realidad. Mis padres estaban desesperados. Su hija era una puta, una guarra; una cerda, vaya. De la peor especie. La vergüenza de la familia. Solo se recuerda un caso peor, el de mi tío abuelo Antonio, que parece que era un pervertido de primera, pero aquello ya era historia familiar: aunque mi tío abuelo vivía, era ya mayor, demasiado como para aguantar muchos trotes. Todo se le perdonaba.
Vivir en un pueblo pequeño tiene mucho de axfisiante y la axfisia la produce la falta de intimidad. Todo se sabe, todo es objeto de rumoreo, nada ni nadie está a salvo. No hay vidas privadas en los pueblos, al menos no en el sentido que se le da a la expresión en las grandes ciudades. Las viejas del pueblo no tenían otra cosa que hacer que cotillear. Supongo que mi perversión, mi pecado mortal, comenzó a hacerse más evidente a medida que me hacía mayor, toda una adolescente, y seguía sin tener novio. Era ya la comidilla del pueblo cuando vino lo peor. El acabose, desde el punto de vista de mi padre, fue el reproche público que Don José, el cura-párroco, lanzó a mi familia un Rosario cantado, a ritmo de rock, el día de Nochebuena. Tras la ceremonia don José pronunció un pequeño e inusual sermón. El reproche no era explícito, se entiende bien, pero más de uno sacó sus conclusiones cuando don José advirtió del riesgo de contagio entre la juventud del pueblo de las aberraciones y actos desordenados típicos de las grandes ciudades, Sodoma, Gomorra y Cuenca, por lo menos. Yo era consciente de mi iniquidad pero ¿qué podía hacer para evitarlo? Era mi naturaleza.
Aquella noche la escena se esperaba. No por prevista dejaba de ser dolorosa. Mi vida sexual era poco ortodoxa, de eso estaba segura. Mi padre no dijo una palabra en toda la tarde. Habíamos ido a chiquitear con mis tíos y primos así que no hubo ocasión hasta llegada la noche. Incluso estando don José invitado a la cena de Nochebuena. Volviendo a casa con don José, mis padres, mis dos hermanas y mi hermanito pequeño, competíamos todos por ver quién conseguía el silencio más estruendoso. Por el camino pude ver a dos de mis primas, en el huerto, besándose apasionadamente en la boca, magreándose la tetas sin reparo, y un escalofrío me recorrió el espinazo. Mi angustia era infinita. Aún rebelándome ante tamaña injusticia -¿Por qué tendría el cura que meterse donde no le llamaban?- quería mucho a mis padres y me producía un dolor infinito verles avergonzados por mi causa.
-¡Una puta, eso es lo que es: una puta! ¡Hemos criado una puta! ¿Cómo es posible? -la pelotera se organizó al rato de llegar a casa. Mis hermanas y yo, aterrorizadas, escuchábamos desde el salón mientras mi madre aguantaba los berreos en la cocina. Yo no sabía dónde meterme y menos bajo la mirada severa de don José.
-Alfredo, no te sulfures, que no estamos seguros -intercedía mi madre.
-¡Venga, por favor, está clarísimo! -si lo conocía, mi padre debía estar poniendo rojo, como un tomate, le iba a dar algo.
-Alfredo, son solo rumores y ella dice que no es cierto. ¿Por qué íbamos a creer antes todos esos cotilleos que a nuestra hija?
-¡Pero Alicia, si no sabe ni mentir! ¡Se le ve a la legua que miente miserablemente! -su afonía delataba ya el extremo al que había llegado su vergüenza y su ira.
-Alfredo, por favor, un poco de calma -a mi madre, Alicia, pese a ser una mujer tierna y tranquila, le sacaban un poco de quicio los accesos de ira de mi padre, poco frecuentes pero de categoría-. Está creciendo y todo llegará.
Irma, mi hermana mayor, me miraba con lástima, mesando los cabellos de Ana, mi hermana pequeña. Mi mortificación no tenía límite: mis padres, las dos personas que más quería en el mundo, discutían por mi culpa. Pepe era aún pequeño y no entendía nada. Nos miraba con ojos de ternero degollado pero no acertábamos a darle ninguna explicación. Don José, como si la cosa no fuera con él, hojeaba el diario arrugado de mi padre sobre el que se había sentado un minuto antes. Yo no hacía más que darle vueltas a cómo arreglarlo, como si algo así se pudiese arreglar antes de la cena, como quien termina la tarea pendiente. Pero era demasiado tarde y yo ya no tenía fuerzas para seguir negándolo.
Permanecía el hecho, innegable, como digo, de que tenía dieciseis años y aún era virgen.
Hay cosas que no se pueden disimular. Aunque había intentado engañar a mis padres, fabulando sobre supuestas tórridas aventuras sexuales, se veía a kilómetros que no tenía ninguna experiencia sexual. Hubiera podido ser fríjida o tener poco sexo pero lo cierto es que era una auténtica guarra, una zorra de las de verdad: sentía verdadero desinterés por el sexo. Pura y simplemente. Aún hoy día me soprende lo puta que era. En parte mis padres eran culpables. En mi familia había costumbre de practicar el sexo con otras familias, casi nunca había orgías en casa lo que me daba la oportunidad, en las pocas ocasiones en que era así, de excusarme para después decir, por ejemplo, que me había follado a una amiga o que venía de hacerle una mamada a nuestro primito, que siempre me daba la razón porque yo le daba todos los dulces que quería. Pero tales artimañas, infantiles como eran, no podían ser útiles por mucho tiempo.
La cena fue una tortura. En Nochebuena mi padre siempre hace un cocido especial, una olla de esas que se hacían antes en el pueblo, en invierno, para dar de comer a una familia de cuarenta miembros. Todos los años la cena de Nochebuena era una fiesta; este año ni saboreaba lo que comía. Tenía el estómago completamente encogido, como si le hubieran hecho un nudo. Don José miraba de reojo a mi padre, mi padre miraba de reojo a mi madre, mi madre y mis hermanas me miraban de reojo a mi y yo miraba a mi plato, aún rebosante, cuando ya no hubiera podido comer un garbanzo más. A los postres, desaparecida la excusa del salero, ya ni murmullos se oían. Un silencio sepulcral se abatió sobre nosotros. ¿Cómo engañar de nuevo a mi familia? Era imposible. Aquello tenía que acabar. Me iba a volver loca de todas formas. Y yo misma me azoraba solo de pensar en la posibilidad de inventar una nueva historia que nunca había ocurrido. Fue Irma, bendita sea, la que cogió al toro por los cuernos. Nada sorprendente, conociendo a mi hermana.
-Venga, se acabaron las chorradas -exclamó Irma que para mi estupefacción tiró del mantel arrojando el servicio y los restos de la cena al suelo. Mi madre no parecía muy contenta pero le animaba que Irma tomara la iniciativa. Irma, nuestra hermana mayor, fue siempre la más responsable y decidida de nosotras. Excluyo a Pepe porque entonces aún tenía diez años.
Se comprenderá mi sufrimiento cuando Irma comenzó a quitarme la ropa. Yo no me sentía muy segura de mi misma a lo que se une, o quizás explica, mi desinterés por el sexo hasta aquel día. No me resistí, sin embargo, mostrando acaso que ya estaba madura para lo que iba a suceder. Pero algo más me sorprendió en aquel momento, reforzando mi sensación de que aquella noche terminaba una etapa de mi vida: cuando Irma hizo lo propio, me sorprendió un leve hormigueo en la entrepierna al observar su cuerpo desnudo. Irma, a sus dieciocho años tenía lo que se dice un cuerpo de mujer. Esbelta, que no escuálida, de dulces y pronunciadas curvas, con un rostro que a mi se me antojaba bellísimo -al menos comparado al mío-, con unas piernas tan largas que parecían eternas, tenía por bandera dos pechos espectaculares. Aunque la había visto desnuda antes, nunca la había mirado realmente. En ese momento más que mirarla no podía apartar los ojos de sus pezones. Aquellos globos espectaculares, a todas luces duros, turgentes -aunque no los había tocado nunca lo sabía, era evidente...-, aquellas tetas estaban coronadas por dos pezones increibles, marrones, oscuros, del tamaño de una nuez, pugnando cada cual por escapar de la piel de su pecho.
Por vez primera miré las tetas de mi hermana y me puse cachonda. Mi confusión era evidente. La sensibilidad de Irma le permitió percatarse de lo que me ocurria; tomó con dulzura mis manos y las depositó sobre su pecho, haciéndome sentir sus pezones -por entonces ya durísimos, como castañas-, esos pezones brutales, en la palma de mi mano.
Como por ensalmo mis brazos se relajaron. Mis párpados, contagiados por el relax de todo mi cuerpo, cedieron a la tensión y por un segundo habité un universo oscuro, pero como de terciopelo, en el que los pezones de mi hermana bajo mis manos eran el único estímulo. Por poco tiempo: no tardé en sentir sus manos, calientes como un hierro al rojo, acariciando mi cintura, y enseguida una sorpresa: su cálida lengua abriendo mis labios buscando su camino hacia mi boca. ¿Cómo explicar la sorpresa? Hacía un momento estaba aterrorizada y apenas unos minutos después me encontraba de pie en la sala de estar besando apasionadamente a mi hermana en la boca, apretando mis propias tetas contra las suyas, sintiendo sus pezones clavados en los míos; para satisfacción de mi padre.
-Ven -me susurró al oido mientras me abrazaba a ella aún confundida.
-Si -fue lo único que acerté a musitar.
-Te voy a llevar a un sitio especial -me dijo con ternura, mirándome a los ojos, mientras me acostaba sobre la mesa, rodeada de comensales, y empezaba a hacer "eso".
-Pero... -ni pero ni nada. No me dejó seguir. Empujó mis rodillas y me quedé abierta de piernas frente a su rostro.
-Venga, no seas estrecha -me susurraba cálidamente Irma para hundir su rostro en mi entrepierna. Su suave lengua, lubricada por su saliva, estaba empezando a ponerme realmente cachonda. Poco a poco reaccionaba, por fin. Por fin haría feliz a mis padres.
-¡Irma, que buena eres, cómo me gusta! -ya jadeaba pensando en esos pezones que acababa de tener en mis manos.
-Mmmm... ya te lo decía yo, tontina -tontina o no el hecho es que mi coño estaba empezando a producir de todo. A la saliva de Irma se unían mis jugos que empezaban a brotan como si de una fuente se tratara mientras enloquecía de gusto.
Cerré mis ojos y me olvidé de todo. Solo podía sentir la punta de la lengua de Irma, cómo recorría mis labios dulcemente, cómo paraba; urgaba en mi coñito empapado, y subía, subía mientras yo ya había perdido el control de mis caderas y embestía su rostro como una posesa. Cuando Irma empezó a succionarlo, mi clítoris tenía el tamaño de un dedo, como quien dice. Pero cuando empezó lamer mi coño abrasado frotando el clítoris con su lengua a cada pasada yo ya no sabía qué hacer. Su lengua, sus labios, sobre mi coño en llamas; no tenía piedad: ora succionaba mi sexo, ora lamía mi raja, ora pasaba la punta de su lengua empapada, una y otra vez, sobre mi clítoris, que en aquel momento hubiera dicho que resumía todo mi cuerpo, todo lo que sentía, si es que hubiera sido capaz de pensar en nada.
-Ana, ven, ven... -jadeaba para que mi hermanita pequeña se incorporase- Ven... -Ana, un año menor pero más virtuosa, supo leer en mis ojos, adivinó en mi mirada que necesitaba sus tetas, sus pezones, que quería apretarme a su pecho mientras Irma me llevaba al séptimo cielo. Ana tenía unas tetas preciosas también, más pequeñas pero de una forma deliciosa, cayendo con suavidad para después erguirse mostrando orgullosas unos pezones puntiagudos, de color rosa. Desplazó su silla y se levantó para situarse a la altura de mi cabeza en la mesa.
Cuando Ana apenas había dejado asomar de su blusa uno de sus pezones respingones y oscuros, ocurrió. Fuera de mi cuerpo, fuera de ese espacio físico que delimita mi piel, solo percibí, como a lo lejos, una suave queja de Ana. En una brutal explosión en mis caderas, en mi vientre, en mi cabeza, tuve mi primer orgasmo. Ana había dejado escapar un quejido porque le mordí el pezón en ese momento. Me abracé con tal fuerza a Ana que si Irma no hubiera sujetado mis caderas me hubiera levantado a pulso de la mesa, sin duda. A partir de ese momento no fui capaz de hacer otra cosa que abrazarme a Ana, lamer sus tetas fuera de mi y mirar a mi padre mientras Irma seguía haciéndome la primera y mejor mamada de mi vida. A su lengua se unieron sus deditos, jugueteando con el oscuro objeto del deseo. Primero un dedo, después otro, después tres y para entonces, aún de forma dolorosa, el segundo orgasmo, más brutal que el primero, se avecinaba. Mis caderas, mi vientre, todo mi cuerpo lo anunciaba temblando como si un terremoto me sacudiera. Solo podía apretarme a Ana con su teta en mi boca mientras mi coño estallaba en la boca de Irma.
Mi padre, visiblemente satisfecho, no dejaba de frotarse la entrepierna mientras le daba un suave codazo, con un guiño de cómplice, a don José, que por aquel entonces había regado literalmente su sotana de semen. Por supuesto el viejo no dejó de aprovechar la ocasión: dejó la sotana como nueva, para volver a observarnos relamiéndose el santo semen de los labios. Mi familia recuperaba su nombre. Ya nadie podría murmurar a nuestras espaldas. De cuando en cuando el viejo miraba a mi madre con esa cara tonta de felicidad que se le pone cuando "todo está en orden". Mi madre simplemente ya no veía: tenía el rostro de Pepe hundido entre sus piernas y solo se quejaba -de puro gusto, claro está- mientras mi hermanito la transportaba al mismo lugar en el que yo me encontraba. Don José se recuperó rápido porque Ana enseguida empezó a jadear. Aunque no podía verlo estaba segura de que don José le estaba magreando el culo y puede que el coño habida cuenta la cara de gusto de mi hermana. Qué maravilla. Fue en ese momento, antes del tercer orgasmo, cuando me sentí de verdad parte de mi familia: chupaba las tetas de Ana que se corría -casi se cae- por la paja que le estaba haciendo don José mientras mi padre se ponía rojo ahora engullendo la verga potente del cura, hinchada de venas, y mi madre podía comprobar que el pequeñín de la casa sería un excelente amante cuando creciese porque maña con el coño ya se daba con su lengüita.
La verdad es que los curas sí que saben. Antes no entendía porqué el Vaticano obliga a los creyentes a tener sexo desde tan pronto. El Catecismo me parecía un relato de horror. Así, mi desinterés por el sexo me causaba un hondo pesar porque entraba en contradicción con mis convicciones religiosas más íntimas. Pero tienen razón, ahora me doy cuenta: cada día que pasa sin sexo es un orgasmo que se pierde. Un placer que dejamos de ofrendarle a Dios que nos quiere tanto. Pero hay cosas que una solo entiende cuando las ha vivido, cuando ha traspasado cierta frontera. Ahora comprendo el significado más profundo de aquellas palabras, en los Evangelios, aquello que dijo Jesús: "Bienaventurados los que fornican como cerdos, porque el Reino de los Cielos no existe, y aquí el que no corre vuela" Mateo 1:22-25.