Aquel verano no parecía, en principio, el más prometedor de mi vida. Yo tenía dieciocho años, tres asignaturas para septiembre, y un cabreo monumental con el resto del mundo porque, como castigo, mis padres me hacían ir con ellos y una familia de amigos suyos de vacaciones. Vacaciones en la playa, en Mallorca. Genial. Qué divertido. Nunca se me dio bien eso de hacer amigos de vacaciones, así que ya me veía vegetando dos semanas, sin nada más que hacer que la pura fotosíntesis, cargando con la sombrilla y la nevera, y estudiando por las noches.
Pero llegamos y todo dio un giro inesperado: la hija de los amigos de mis padres, Aida, la mocosa en la que nunca siquiera había reparado, estaba allí. Y resulta que ahora era una preciosidad de catorce años. "¿Cómo no me fijé antes en ella?", me dije. Era alta y delgada, pero no con el aire huesudo y desgarbado que suelen tener las chicas de esa edad, sino atlética, -"ahora me acuerdo, sí, es que hacía ballet, ¿no?"-. El pelo castaño, y los ojos azules, grandes, profundísimos. El pecho me dio un vuelco cuando se acercó a saludarme, y me fijé en que no llevaba nada más que un levísimo y corto vestidito blanco, a través del cual se transparentaba su piel morena y la forma de sus pechos. Madre mía. Por su modo de mirarme, supe que, definitivamente, aquellas vacaciones iban a ser muy distintas de lo que yo pensaba.
Al día siguiente fuimos a la playa, y los amigos de mis padres, que ya conocían la zona, nos llevaron a una cala a la que se llegaba después de andar un rato. Y yo, por supuesto, cargando con la sombrilla y la nevera, pero con el corazón en un puño, porque, delante de mí, iba ella, con su andar ligero y su espalda ya bronceada. Me había dado cuenta de que no llevaba parte de arriba del bikini, y de que no tenía, además, marca ninguna en su dorada piel que delatara que alguna vez la hubiera usado. ¿Haría topless ese día también? No podía ser. Demasiada suerte La cala era espectacular: arena blanca, agua de color turquesa, y apenas unas veinte personas, casi todas ellas, desnudas. Buen ambiente, entre familiar y hippie. Plantamos la sombrilla, extendemos las toallas, y me giré en el momento justo en que Aida se sacaba el vestido por la cabeza ¡quedándose totalmente desnuda!, con toda naturalidad. Creo que yo me quedé paralizado. Estaba acostumbrado a ir a playas nudistas, y el tema para mí no suponía ningún tipo de vergüenza, pero es que sencillamente el suyo era el cuerpo más maravilloso que había visto en toda mi vida: las piernas largas y torneadas, las nalgas pequeñas y redondeadas, el perfil de las caderas, el pubis, cubierto de un vello fino, el vientre liso, y los pechos -¡los pechos!- sencillamente perfectos, de una perfección inimaginable, indescriptible, imborrable de mi memoria, altos, firmes, como recién nacidos pero ya en su plenitud, la areola abultada, ahora contrayéndose por instantes por el efecto de la brisa. Mi sensación era de irrealidad. Aquello no podía estarme pasando. No podía existir tanta belleza.
Yo, por supuesto me desnudé también, y noté que también desperté su interés. A partir de ese momento empezó un juego continuo y silencioso de miradas, al principio disimuladas, breves, de reojo, a través de las gafas de sol o por encima de un libro, interrumpidas y avergonzadas si nuestros ojos se encontraban de repente, lo que sucedía a menudo. Luego las miradas comenzaron a ser ya no tan disimuladas, y empezamos, poco a poco, a mostrarnos intencionadamente el uno al otro de manera que todo resultara bien visible. Nuestros ojos se encontraban, y ya no apartábamos la vista. El suave calor del sol y, sobre todo, que su mirada se posara allí, hacían frecuentemente que mi pene empezara a crecer. Más de una vez hube de tumbarme bocabajo si nuestros padres pasaban demasiado cerca, pero, si no, yo dejaba que me mirase, complacido, viendo su expresión curiosa, los labios levemente entreabiertos ¡Parecía tan distinta, tan niña, cuando jugaba con su padre, o cuando protestaba por alguna tontería! Pero cuando me miraba, de repente ya no era una niña, y me parecía ver en el fondo de sus ojos algo indomable, un deseo recién despierto pero ya irrefrenable. Sabía provocarme con sus posturas, mostrándose entera, al darse crema, al leer sentada, con las rodillas levantadas Con las piernas abiertas, yo podía ver perfectamente su vulva, ya de mujer pero aún rosada, y me pareció que estaba húmeda.
Volvimos a la casa sabiendo que ya había un secreto entre los dos, que algo especial había empezado y que no podría pararse. Intentando que nuestros padres no se dieran cuenta de nada, en casa también aprovechábamos cualquier pretexto para mostrarnos desnudos. Nos llevábamos bien, nos reíamos juntos y no parábamos de hablar. Yo no me cansaba de contemplarla. Los siguientes días, en la playa, continuaba nuestro juego, cada vez más intenso, más directo. Era una situación de excitación continua, de un deseo tal que tenía que masturbarme varias veces al día para aplacarlo.
Poco a poco nos empezamos a acercar más, y jugábamos juntos en la arena o en el agua. A veces íbamos a bucear los dos solos, y, a través del agua transparente, la veía nadar abriendo y cerrando las piernas, y no podía ni quería- evitar mi erección. Ella lo veía, lo miraba entonces sin disimulo, de cerca, y lo rozaba al nadar, o jugábamos a hacernos ahogadillas, y aprovechábamos para tocarnos furtivamente. El tacto de su piel era de una suavidad increíble.
Sería el cuarto día cuando fuimos juntos a dar un paseo los dos solos hasta otra cala diminuta y desierta. Allí, al salir del agua, mientras nos secábamos al sol sentados el uno junto al otro, de repente rompió el silencio tácito que guardábamos los dos sobre el tema -hasta entonces, todo habían sido miradas, silencios, roces -, y me preguntó: "¿Dime, cómo se hacen pajas los chicos?" Yo me quedé cortado, creo que incluso me sonrojé, no sé por qué, pero me resultó extraño oirle hablar de esas cosas. "¿Por qué lo preguntas?", le dije. "Tengo curiosidad, en el colegio los chicos hablan de eso muchas veces, pero nunca lo he visto. Igual que tampoco había visto ninguna dura". "¿Y te molesta vérmela así?". Ella negó con la cabeza. A esas alturas, yo ya la tenía totalmente tiesa, y me la cogí. "¿Qué te parece, te gusta?". "Aha. ¿Eso es el capullo?". "Bueno, en realidad se llama glande, pero sí". Me estiré la piel para mostrárselo totalmente. Tenía una erección impresionante, y brillaba al sol. "Qué raro es", dijo. Empecé a masturbarme mientras ella me miraba, a mi lado, tratando de hacerlo despacio, pero el deseo era enorme y tardé muy poco en correrme, salpicándola un poco, apenas tres gotitas sobre su vientre. Ella las limpió, y, sorprendiéndome, se llevó los dedos a la nariz. "No huele a nada", me dijo, sonriendo. Yo estaba algo avergonzado, y le dije que lo sentía, que me había pasado. "No pasa nada. Me ha gustado verte", respondió.
Esa noche nuestros padres salieron a cenar. Yo me quedé en casa con el dudoso pretexto de estudiar un rato, y Aida dijo que también quería quedarse a ver una película en la tele. Así que allí estábamos los dos solos. Nada más salir ellos por la puerta, ambos intercambiamos una mirada cómplice. Yo me fui a duchar, y salí con una toalla a la cintura. Me senté en el sofá en que ella estaba tumbada, y vi que llevaba el vestido blanco del primer día, sin braguitas. Como distraída, levantó las rodillas y entreabrió las piernas, y, en unos segundos, noté que mi pene empezaba a latir y a crecer de manera imparable, saliendo de entre la toalla. Ella lo miró y me dijo riéndose: "¡Ja, já. Parece que se quiere escapar!". "Es que le gustas mucho", contesté, riendo yo también. "Qué travieso. Entonces, ¿le gustaría que lo tocara?". "Creo que sí ". Se acercó, tumbándose ahora bocabajo, de manera que su cara quedaba muy cerca. Me apartó la toalla, descubriéndome totalmente, y empezó a tocarme, al principio apenas con las yemas de los dedos. "Qué suave es. Me gusta.". Cogido por sus dedos finos, y junto a su carita, mi pene parecía realmente grande. Lo cogió con un poco más de fuerza, bajando la piel hasta abajo, y brotó una pequeña gota transparente. Entonces ella, acercándose unos centímetros más, la lamió con la punta de su lengua. Comenzó a recorrerlo todo con la lengua, de manera tan suave que me hacía cosquillas, deteniéndose sobre todo en el borde del glande. Luego, sin parar de hacerlo, empezó a tocarme como me había visto hacerlo a mí aquella mañana. Yo me moría de placer. Aquello era más de lo que hubiera podido imaginar en toda mi vida. Lo introdujo en su boca pequeña en realidad, sólo le cabía la punta- mientras me tocaba más rápido. Me corrí dentro de ella, y no se retiró hasta que quedé exhausto. Vi que se lo había tragado todo. "Tiene un sabor raro, como salado", me dijo, sonriéndome de nuevo con expresión de niña golosa. Después me dio un beso, largo, cálido, tierno.
Yo le quité el vestidito, admirando de nuevo la plenitud de su desnudez de mujer recién hecha, y ella sola abrió sus piernas delgadas, levantando las rodillas. Acaricié la cara interior de sus muslos, hasta el pubis -el vello era suavísimo, finísimo-, y mi mano fue seguida por mi boca, saboreando la sal del mar aún adherida a su piel. Su vulva estaba ya húmeda, y su sabor me parecía la esencia de la propia vida, como de miel. Separé los labios, y el botoncito de su clítoris resultaba bien visible, erecto, y me entregué a besarlo y lamerlo. Ella suspiraba fuertemente, y pronto empezó a emitir breves gemidos. Sin parar de chuparla, delicadamente introduje un dedo en su vagina, que estaba totalmente mojada. Se notaba que era estrecha, pero mi dedo entró sin ninguna dificultad, y ella aumentó los gemidos. Noté que se había dilatado, y pude introducir incluso otro dedo. "¿Te duele?", pregunté. "No, ¡sigue, sigue !" Estaba como poseída, y se había agarrado las rodillas por debajo con las manos, de manera que veía también su culito abierto, rosado, y no pude reprimir lamerlo y meter también, con cuidado, un dedo en él, mientras otro seguía en su vagina. Ella hizo un pequeño gesto de dolor, pero en seguida se relajó y noté cómo también se dilataba. Creo que tuvo varios orgasmos, algunos pequeños y seguidos, otros grandes e intensos, después de los cuales debía parar algunos momentos, para volver a empezar. Yo no me cansaba de acariciarla, de saborearla
En un momento dado, me dijo que me sentara en el sofá, y se puso encima de mí. Me agarró el pene y buscó la manera de metérselo. "¿Estás segura?", le dije. "Sí", respondió. Entonces lo cogí yo y busqué la entrada de su pequeña vagina. Aunque estaba dilatada y mojada, costaba mucho que entrara. Ella se mordía los labios con gesto más de dolor que de placer, y le pregunté que si quería que parara; negó con la cabeza, y empujó más su cuerpecito contra mi miembro durísimo, que parecía enorme entre sus piernas, y noté un pequeño rasgado en su interior, que ellá acusó con un pequeño gemido. Se había roto su himen, y yo me arrepentí y quise salir de ella, pero me sujetó y empezó a cabalgar sobre mí, ahora deprisa, ahora que estaba todo entero dentro de ella, besándome sin parar.
Empecé también a acariciar la zona de su clítoris, hasta que tuvo otro orgasmo entre grandes gemidos, casi gritos. Paramos, y vimos que estabamos ambos manchados de su sangre. Me llevó de la mano al baño; yo le dije sinceramente que lo sentía, que no debería haberlo hecho, pero ella me contestó que ya no le dolía, y que le había gustado mucho. Se lavó con una esponja delante de mí, y luego me lavó a mí con delicadeza. Como, por suerte, conseguí controlarme y no correrme dentro de ella, en seguida recuperé una tremenda erección. Tras terminar de limpiarme, se arrodilló, y empezó a masturbarme y a chupármela a la vez. Ahora parecía que fuera toda una experta, y, cuando me iba a correr, la sacó de su boca para verlo, y dejó que se derramara sobre su cara y su boca abierta. Ahora no lo comió, sino que lo recogió con las manos y se lo extendió por los pechos. Sus pechos maravillosos, bronceados por el sol de la playa mallorquina.