Llegó el sábado. Mis dos amigos llamaron para salir un rato por la noche a tomar unas copas. Como cada semana dije que sí, por supuesto. No hacía falta preguntar a qué hora ni en qué lugar nos encontraríamos: iba para un lustro que el punto instituido de reunión era una pequeña tasca del casco antiguo de la ciudad a las ocho de la tarde. Allí tomábamos los primeros vinos, sentados en las tres únicas banquetas de la barra del reducido tugurio. Pedro, Antonio y yo éramos los últimos de Filipinas, el resto del grupo se había ido separando al encontrar pareja. Es normal. ¿Quién, tras echarse novia, va a querer seguir compartiendo la velada con unos tíos ebrios a los que el alcohol les anima a recitar pésimas estrofas inventadas?
Después de vaciar los primeros vasos, Antonio sacó papel de fumar y un pequeño trozo de hachís envuelto en el celofán protector de un paquete de cigarrillos. El camarero, que nos conocía, no decía nada siempre que le diésemos alguna caladita. Terminó de liar el porro, bien cargado, como siempre; y comenzamos a pasárnoslo mientras Antonio, resignado artesano, comenzaba a confeccionar el siguiente. Era un excelente hachís, lo había traído un amigo nuestro en el culo, desde Marruecos y si bien esto no es bueno ni malo en sí, siempre lo dota de un matiz entrañable. El "costo", abundantemente regado por nuevas cargas de vino peleón, hizo que nuestra musa particular -más bebida que nosotros, sin duda- nos dictara versos sin canon, caóticos y deleznables. Recitábamos levantándonos sobre los estribos del taburete, alzando nuestras voces histriónicamente engoladas.
Ese día en concreto fue Pedro el que comenzó el recital. El primer intento acabó con sus huesos en el suelo. Se levantó, volvió a subirse sobre la silla e inició su disertación a voz en grito.
-Abrevando las dádivas compradas con dinero regalado -la pequeña ventaja del inútil estudiante- espero en el bar, mientras ocupan hileras repletas de sueños etílicos todo mi campo de visión. Ponzoña bendita, que permite percibirnos de distinta manera sin tener que morir.
Tanto Antonio como yo, oíamos a nuestro compañero sobrecogidos. Desgranaba él sus palabras con los ojos arrasados en lágrimas. ¡Qué sentimientoà! ¡Qué borrachera! Mientras, nuestro entrañable Guillermo, el camarero, copiaba al dictado los pensamientos del vate alcoholizado. Gracias a sus apuntes puedo hoy transcribir los hondos pensamientos de esa noche.
-Congreso de poetas, multitud en íntima reunión. Rosas y cardos enzarzados por sus espinas. Fotosíntesis en tallos subterráneos, capullos entre escoria, retoños en establo. Y cabe preguntarse, ¿no serán los poetas, borrachos que aspiran ver dioses en alguna de sus cogorzas? 'Mangaroca con piña' grito al camarero de sórdido ademán. Tintineo de hielos revoltosos en tubo ascendente que semeja la probeta del ingenuo alquimista.
Guillermo se emocionó visiblemente al sentirse nombrado en los versos de mi compañero y nos rellenó de nuevo los vasos.
-¡Joder! -bramó a la vez que palmoteaba mi espalda- esta ronda la pago yo ¡Que sois de puta madre! Reconozco que me tocó la fibra sensible. Mirándole a los ojos me decidí a emular a mis compañeros.
-Y levantando la copa brindo por ti o, lo que es lo mismo, brindo por mí, porque sé que tú devolverás mi gesto en las otras mil libaciones que destilaran nuestros hígados en el transcurso de esta noche. La noche del día que el resto de nuestra vida recordaremos marcado con signo fatídico. El día en que descubrimos que nuestra amada Palmira, nuestra ninfa personal, pequeña fémina de manos poderosas, era un transformista, y ocupaba sus mañanas, cuyas noches nos dedicaba, cociendo pollos en los bajos de la Facultad. Guiño socarrón del jodido destino que sólo hila fino para algún rico industrial de provincias.
Conseguí arrancar aplausos de aquellos que apenas lograban coincidir las dos palmas de las manos en un mismo punto en el espacio.
Salimos de la tasca dando tumbos, incapaces de trazar una marcha recta. No sé muy bien cómo perdí a mis amigos, quizá me paré a mear a alguna esquina y no me esperaron. Poco importa, dan ahora igual las causas. Me quedé solo en mitad de una noche de sábado, la cual prometía ser igual a muchas otras anteriores.
Supongo que mi embriaguez explica en parte lo que hice, pero tampoco la quiero culpar exclusivamente de lo sucedió. Yo tenía ganas de follar y ninguna buena samaritana estaba por la labor de ayudarme. No había otra opción: Fátima.
En poco menos de media hora yo estaba en la puerta de El caballo trotón. Dudé, paso adelante, paso atrás; entré finalmente. Sinuosa luz encarnada y cargada atmósfera. Me apoye en la barra a la vez que pedía un "White-Label" con chocolate, el camarero me puso cara de no entender.
-Un "White-Label" con batido de chocolate -repetí tenso. Estaba algo nervioso. -¿Con hielo? -me preguntó serio el "barman"
Seriedad que, ante mi respuesta afirmativa, cambió por un semblante de asco. "Será gilipollas", pensé, "No me faltaba más que eso, un imbécil detrás de un mostrador. ¿Qué más le dará lo que pida?". Descompuesto, yéndome al fondo del local, me senté en un mullido sillón. Dejé la consumición en la mesa que tenía delante, la cual apenas levantaba un palmo del suelo.
Las tulipas rojas sobre pared negra conferían un ambiente carnal algo desasosegador; no terminaba de encontrarme a gusto. Abstraído mirando la decoración y al resto de clientes, me sobresalté cuando una mano se posó sobre mis hombros. Al girarme, vi las piernas de Fátima que se sentaba a mi lado.
-¿Qué haces chiquitín? -me dijo la mulata dulcemente- No son horas, ni lugar para que un chico como tú esté fuera de casa. -Yo, es que, queà -no pude evitar ruborizarme, comenzando a tartamudear. -¿No serás un niño malo? -preguntó, forzando todavía más el timbre cándido de su voz, mientras jugueteaba con el botón de mi camisa- ¡Qué miedo!
Su interpretación de chica inocente chocaba frontalmente con su ropa y su maquillaje. Los zapatos de tacón de aguja debían elevarla 10 cm. a la vez que estilizaba sus piernas rollizas, que a pesar de las medias de rejilla revelaban cierta flacidez. El resto del cuerpo iba embutido en un ceñidísimo vestido negro de material semejante al plástico que con dificultad llegaba por debajo de sus caderas. Del escote, hasta la mitad del abdomen, salía a presión el pecho mostrando parte de las aureolas de sus pezones.
Había muchas veces soñado con ella, imaginándola a partir de las descripciones minuciosas de Paco, en mis masturbaciones solitarias procurando ahogar gemidos, pero en ese momento, ante ella, me hallaba bloqueado, incapaz de actuar; como si estuviese sucediendo en una película en la que yo fuera tan sólo el espectador.
-Habla, bonito -me increpó- ¿Qué te pasa? -Yoà -de nuevo lo intenté, pero no había manera; no podía hablar. -Venga -me susurró con tono condescendiente- dime tu nombre. -AràArgimiro -articulé por fin. -No, el apellido no. Tu nombre. -Ese es mi nombre -Contesté algo confuso. -¡Ah! No lo había oído en mi vida, pero es precioso -añadió rápidamente percatándose del desliz. Cómo mentía la muy puta. Continuó su conversación separándose un poco de mí.
-Invítame a algo -dejo caer-, tengo sed. Pídeme lo mismo que bebes tú
Volví a la barra y tuve que enfrentarme de nuevo con el simpático camarero.
Al regresar junto a Fátima estuvimos hablando un rato. Seguía costándome entrelazar palabras, pero me iba soltando paulatinamente. No lograba mantener durante más de un segundo la vista fija en la cara de la mulata sin que distraídamente la tornase a posar en sus pechos encorsetados.
De pronto, apurando de un trago la copa, me preguntó directamente arqueando las cejas:
-¿Quieres que subamos arriba? -¿Cómo? -Vamos, mi lindo corcel, abona las bebidas y subamosà Lo estoy deseando.
Confundido, de forma casi-automática, me dirigí al "barman", el cual, al ver que me acercaba, comenzó marcar las teclas de la máquina registradora. Depositó el ticket en una bandeja que dejó delante de mí. La cuenta ascendía a ¡3.500 pesetas!, mil por una consumición y dos mil quinientas por la otra.
-Oye, macho -le dije cabreado- ¿Tú me quieres chulear, o qué?
Él se puso la mano extendida detrás de la oreja, dando muestras de no haberlo oído.
-He pedido lo mismo las dos veces -no podía casi contenerme- y la segunda copa me la cobras a más del doble. -PeroàEres idiota ¿Verdad? -me contestó riéndose. Me quedé cortado- ¿Tú crees que Fátima habla contigo por guapo? ¿Es la primera vez que vienes? Invitar a las chicas tiene un precio que va incluido en lo que te ha costado el güisqui.
Pagué avergonzado, evitando mirarle a la cara. Francamente era un pardillo. Sentí el brazo de la puta rodeándome el cuello por detrás.
-¡Hala! -Siguió hechizándome con su tono dulce, aunque ahora algo más enérgico- Vamos, mi tigre.
Sentía los nervios ascender desde la boca de mi estómago hasta la garganta, anunciando que poco más iba a aguantar la espita lacrimal cerrada. Debía tener el sello de bisoño primerizo marcado en la frente. Luchaba entre salir corriendo de ahí o perderme en el cuerpo cobrizo de la prostituta.
Una mera incitación más de la cubana bastó para que me decantase por la segunda opción y subiésemos abrazados al piso de arriba.
Al llegar al final del tramo de escaleras nos encontramos en un decansillo flanqueado por tres puertas, cada una con un cartel. SEÑORAS, CABALLEROS y PRIVADO.
Fátima se llevó la mano al escote, y sacó una llave de entre sus pechos.
-La guardo calentita- me lanzó un susurro.
Abrió la puerta del cartel PRIVADO y, enganchándome del paquete, me metió en la habitación. Encendió la luz para después cerrar de nuevo con llave. Me encontraba en un tabernáculo pequeño de atenuada iluminación, procedente de un aplique rojo en la pared igual a los que había en el piso de abajo. Una cama grande era el único mobiliario, aparte de las pilas de cajas de refrescos. Aquel cuarto también debía hacer las veces de almacén.
Fátima me empujó hasta llevarme a la cama.
-Siéntate, mira y calla -me ordenó sonriendo.
Fue hasta uno de los rincones, se agachó delante de un objeto negro ubicado en el suelo que hasta entonces había pasado desapercibido para mí. En ese instante comenzó a oírse la voz cascada de Joe Cocker interpretando "you can leave your hat on" -Sí, sí, la canción de Nueve semanas y media. Era un topicazo, lo sé, pero sólo con pensar en lo que iba a suceder, me puse a cien. Ella, nada más ajustar el volumen del radio-cassette, se fue levantando pausadamente a la vez que acompañaba su ascensión con sacudidas sensuales de sus caderas. Para no saltar sobre ella, tuve que agarrar con fuerza las sábanas del jergón, acartonadas y sucias de anteriores combates de mi mercenaria del amor contra el grueso de la tropa que montaba guardia en la barra.
Súbitamente se volvió, tapándole parcialmente la cara su pelo largo y crespo. Se estaba acercando a mí a paso acelerado, cuando a menos de un palmo de donde estaba se paró y, al mismo tiempo que hacía una nueva ondulación de caderas, abrió todo su vestido tirando del escote. No era una gran bailarina, pero se esforzaba en que todos los movimientos fueran acordes con la música.
Una vez desnuda, se tumbo en el catre con las piernas abiertas.
-Tómame -Me exhortó con voz dominante. Me subí sobre ella e intenté penetrarla sin más preámbulo. Entonces fue cuando noté realmente que estaba con una profesional. A pesar de sus palabras y de su actitud lujuriosa, estaba tan seca que temía que se agrietase su coño con mis embestidas. Ella escupió en su mano al ver mis esfuerzos infructuosos y untó de saliva mi pene a fin de facilitarme la tarea. La verdad es que este hecho me enfrió bastante. No pude quitarme de la cabeza en todo instante el recuerdo de la babeante grieta oscura de Lulú, su hocico entreabierto por el gratuito placer recibido.
Fue un polvo maquinal, nos movimos como dos autómatas bajos en baterías. Me corrí, ¿cuánto es?: 12.000, 12.500 y en paz, vale gracias, hasta nunca, adiós.
Salí del tugurio con la clara convicción de que no volvería. Al día siguiente llegarían las dudas, los problemas existenciales ante mi nefasta primera experiencia con una mujer. Sin embargo he de reconocer que esa noche dormí a pierna suelta: había follado.
Me despertó el ruido de ascensión de la persiana, abrí los ojos y descubrí la cara de mi padre y mi madre sonriendo a menos de palmo de mi nariz.
-Buenos días, gandul -Corearon cariñosamente-. Levanta, vamos, casi es la hora de comer.
Acababa de empezar el día y ya sólo deseaba darme la vuelta para volver a dormir. Eran las dos del mediodía, mis padres habían regresado de la playa. Las sábanas sudadas se me pegaban al cuerpo; era el momento ideal para repasar mi vida: fracaso y escaso interés por todo. Aquello me entristecía, me robaba las fuerzas necesarias para siquiera gasearme metiendo la cabeza en el horno.
Salí de la cama. Al posar los pies en el suelo, pisé el pantalón que había llevado los días anteriores. Lo recogí del suelo, percibiendo el olor a bar y a vino que desprendían. Rebusqué en los bolsillos, intentaba encontrar un cigarrillo. Cayó un papelillo arrugado delante de mí al sacar la cajetilla de tabaco. Con esfuerzo me agaché a recogerlo. Era un décimo de la ONCE que había comprado el Viernes cuando bajé a comprar los bastones de caramelo para Lulú. En ese momento oí la voz de mi madre llamándonos a la mesa. Metí de nuevo el billete en el bolsillo y me olvidé de él. Pasé toda la jornada en casa, oyendo las aventuras insufribles de los días costeros de mis progenitores.