UNA CENA EN EL CAMPO (II)
Durante la sobremesa después de la cena nos entretuvimos un rato hablando mientras degustábamos unas copas del espléndido vino que se producía en una de las fincas de mi amiga (a la que llamaremos, aunque no es su nombre real, Yasmina). Ninguno de los dos bebimos como para estar borrachos, pero sí, quizás, hasta coger ese "punto" en el que uno se siente más atrevido de lo habitual. Yo, estaba cada vez más deseoso de tener sexo con ella, quizás por eso, quizás por su consabida frialdad, quizás por el efecto del vino en ella (o en mí), vi, o creí ver un brillo nunca antes visto en sus hermosos ojos verdes y una sonrisa que, además de maravillosa como siempre, me dio la impresión de que era un tanto maliciosa.
De repente, vimos algo que sería determinante para lo que pasó después. Durante toda la tarde habíamos estado viendo el trabajo de los peones, habíamos visto, aunque hasta ese momento no nos hubiéramos dado cuenta conscientemente de ello una burra que pasó toda la tarde haciendo viajes desde el campo a uno de los almacenes de la finca con cargas de algo que daba la impresión de muy pesado, toda la tarde el pobre animal yendo y viniendo, a la ida con el peón encima de ella, a la vuelta con la carga sobre su lomo y con los "ánimos" que el peón le daba generosamente con su vara para que avivase el paso. Pues bien, esta burra, con un chiquillo (tal vez hijo del peón que la había estado haciendo trabajar tan duramente toda la tarde) montado en pelo sobre ella y que la llevaba haciéndola correr al máximo de sus posibilidades por los enérgicos azotes que le daba con una cuerda con abundantes nudos situados espaciadamente en toda su longitud, fue llevada a abrevar. Posiblemente, al igual que a lo largo de la tarde, aunque la habíamos visto pasar una y otra vez, no habíamos reparado en ella, entonces tampoco nos habríamos fijado de no ser porque, mientras la burra estaba bebiendo sujeta por el ronzal por el chiquillo que poco antes la montaba, apareció de repente un enorme caballo con su enorme miembro en erección que, sin más, se fue hacia el pobre animal y la montó hincándole su verga brutalmente.
- "¿Sabes?" me dijo mi Yasmina al cabo de unos minutos con los labios brillantes (el brillo cosmético que se había puesto hacía un tiempo había desaparecido al cenar), las mejillas encendidas y los ojos con un brillo especial (que yo, en principio atribuí al vino). "¿Sabes? Nunca he sentido envidia de nada ni de nadie, pero hace un momento he experimentado algo que sólo puede ser eso, envidia ¿Y ¿sabes por qué he sentido envidia? Porque me hubiera gustado haber pasado por lo que ha pasado esa miserable burra". Y mientras decía esto había deslizado una mano hacia mi ya bastante encendida virilidad.
Yo, temiendo que fuera una de sus conocidas argucias para atraerme hacia ella y luego poder reírse de mí, aunque veía su boca entreabierta y oía (o me lo parecía) su respiración jadeante le pregunté si lo que le hubiera gustado hubiera sido ser azotada duramente o ser cogida. Y su respuesta me sorprendió.
"Por todo; en definitiva, por ser dominada por un macho que me usase a su antojo".
Yo, a pesar del miedo que tenía a ser despreciado y humillado me atreví a llevar una mano a uno de sus muslos y subirla hacia su sexo que para mi sorpresa (agradabilísima por cierto) estaba chorreante.
En vista de que no había reacción negativa en contra de esa primera caricia y decidido a lo que fuera, le dije que, si quería ser tratada como aquella pobre burra, lo sería, pero con una condición; que si ella aceptaba, implicaría que estaría dispuesta a que la tratase como quisiese y cuando y cuanto quisiese. Su respuesta me sorprendió.
"Eso es lo que estoy deseando, ser cogida por un hombre que me trate como quiera y que me use como y cuando quiera.
Yo, ya decidido a todo, y pensando que, o bien iba a engrosar la lista de pretendientes despreciados o iba a coger a aquella deliciosa criatura, le dije, le ordené, mientras ya sin ningún disimulo empezaba a acariciarla, que llamase a la mulata para que viniera inmediatamente y que, mientras tanto, ella se desnudase. En el acto, a mí ya no me sorprendía nada, ordenó por un interfono que viniese la mulata y se desnudó. Entonces yo, loco por la perspectiva de lo que podía ser aquella tarde-noche, empecé a acariciarla y a besarla; la cabeza, el cabello, la espalda, los pechos, la cintura, el sexo, los muslos, nada escapó a mis manos y a mi boca. Cuando llegó la mulata nos miró sorprendida pero, enseguida sus ojos adquirieron el brillo lujurioso que le había visto cuando antes de la cena había palpado las turgencias de su cuerpo y le había dado un enérgico azote en el culo que pareció complacerla.
En cuanto la vi le ordené que se desnudara (y la verdad es que no hubo que repetirle la orden). Si mi Yasmina tenía un cuerpo espléndido, el de la mulata no le andaba a la zaga, la única diferencia es que uno había proporcionado placer a muchos hombres y el otro a muy pocos (¿quizás a ninguno como algunos decían?)
Siempre me había gustado tener alguna sumisa y ¿cuándo mejor? Empecé por mandarle a mi Yasmina, al tiempo que acompañaba la orden con un azote (el primero) en su delicioso, adorable culo, que se pusiera a cuatro patas; una vez puesta así, le mandé a la mulata (a la que, aunque no es tampoco su verdadero nombre, llamaremos Zulema), que se sentase a horcajadas sobre la espalda de Yasmina y que imaginase que era un pobre animal terco y desobediente y que la tratase en consecuencia: Zulema se reveló como alguien con gran capacidad para obedecer mis órdenes puesto que la cogió por la trenza, con la que empezó a azotarla, y empezó a darle fuertes palmadas en la cara, en los hombros y en la espalda. Yasmina, tal vez sorprendida, se quejó. Entonces yo, fingiendo indignación, le dije que era una yegua, que era mi jaca, que por tanto la trataba como quería y que las yeguas no hablan, entonces le di a Zulema el cinturón que sujetaba antes mis pantalones y le dije que a ver si sabía como se utilizaba eso para castigar a un animal desobediente.
Yo no sabía qué podía pasar, pero lo cierto es que Yasmina aguantó estoicamente mientras Zulema la flagelaba con auténtica dureza como manifestaba su delicado cuerpo que se iba enrojeciendo. Cuando me pareció oportuno, la agarré por los cabellos y la hice que me mirara. Para mí sorpresa, aunque estaba llorando, tenía una expresión de felicidad increíble en sus ojos. Entonces me acerqué a ella, la abracé, la acaricié y le di un beso en la boca que me fue correspondido larga, deliciosamente, por su parte. Luego la hice que acariciase con la lengua, con la boca, de todas las maneras posibles la concha de Zulema, y le dije a Zulema que si no le gustaba como lo hacía, que obrase en consecuencia.