La primera vez que la vi me pareció una mujer triste. Su rostro me transmitía un mensaje discordante con la apariencia de su persona: atractiva, exuberante, curvilínea, atrevida... Pero algo en ella expresaba languidez.
Día tras día, en nuestros fugaces contactos, mis ojos la recorrían con lujuria sólo parcialmente reprimida, su visión despertaba en mi otro yo oleadas de deseo que pugnaban por aflorar contra mis mecanismos represores.
Sus ojos se clavaban en los míos cuando escuchaba mis argumentos y, poco a poco, fui divisando en ellos una chispa de vitalidad.
Su contemplación se fue haciendo para mí una obligación cotidiana y me sorprendí a mí mismo al verme decepcionado al detectar su ausencia como un vacío una mañana de sábado.
Para entonces conocía sólo su nombre, lo demás lo intuía: su ardiente trasfondo, su vitalidad reprimida, su alegría oculta bajo el manto de tristeza y gestos contenidos.
Casi sin darnos cuenta fuimos intimando muy despacio en mi fortaleza tratando asuntos profesionales que salpicábamos de otros más personales, trufados de alguna confidencia. En pocos días ambos notamos el torrente que crecía en nuestro interior y que amenazaba con desbocarse.
Yo no me di cuenta hasta una tarde en que, sentada frente a mí y ataviada con una corta falda que le permitía lucir sus bien torneados muslos, la noté nerviosa y algo sudorosa, pese a la temperatura del despacho. Con naturalidad cogí su mano, que temblaba y denotaba ansiedad. Me confesó su nerviosismo, yo no pregunté el motivo. Yo le comenté asimismo mi intranquilidad, que demostré al hacerle sentir mi corazón galopando. Entonces inquirí sus motivos, que ella se resistía a confesar.
Fue entonces cuando una invencible fuerza interior me llevó a acercar a ella mis labios y besar quedamente sus mejillas. Una parte de ella resistía mis embates, pero su cuerpo, sus gemidos, su corazón latiendo desbocado, sus ojos... me aceptaban con frenesí. Besé su cara, su cuello, sus orejas, acaricié su sedoso pelo, su dulce nuca, nuestros pechos se estrujaron sintiendo la tersura de sus senos... Su resistencia poco a poco capituló ante nuestro mutuo deseo y nuestros labios se unieron en una comunión de néctares, fluidos, caricias, sollozos y jadeos. Nuestras lenguas se entrelazaban y mis manos recorrían aquel cuerpo que me obsesionaba. Con nerviosismo palpé sus pechos, sintiendo su tersura, su calidez, aquellos senos firmes, grandes, incitadores...
Ella para entonces había perdido el control consciente. Su respiración acelerada, sus manos buscaban mi cuerpo, se entretenían en mis pequeños pezones, pellizcaban mi espalda y masajeaban mi vientre, aún temerosas de buscar el final de mi abdomen. Nuestros cadenciosos movimientos juntaban nuestras pelvis, donde ella podía notar ya mi potencia, con mi pene ingurgitado que pugnaba por salir de su prisión. Yo introduje mis manos por debajo de su jersey y descubrí un sostén malva, coqueto, suave. Lo acaricié, lo estrujé con pasión y liberé su contenido: apareció ante mis ojos un bronceado seno, redondo, duro, erecto, coronado de un redondo pezón que masajeé con mi lengua y engullí con deleite. Pilar cada vez respiraba con más celeridad y yo era privilegiado testigo de su ascensión a las cumbres del placer, lugar que era su morada natural, sin duda.
Nuestros cuerpos se balanceaban ya con movimientos amorosos, los que prologan el íntimo encuentro y sus dedos comenzaron a explorar mi miembro varonil, que había alcanzado su cenit. Mis manos recorrían sus duras nalgas, recubiertas de una suave malla y apenas cubiertas por un fino hilo que se introducía entre ellas juguetón y aumentaba mi lascivia. Y así sus manos fueron recorriendo mi tremendo pene, obra y gracia de ella misma, con movimientos cadenciosos, hasta que no pudo resistir la tentación de sacarlo a la luz y contemplarlo en su plenitud. Sus ojos, que mantenía cerrados la mayor parte del tiempo, se abrieron para contemplar mi órgano de placer y susurró cariñosa alabanzas hacia él a la vez que lo estrujaba posesiva y lo masajeaba lujuriosa arriba y abajo, aflorando en cada movimiento su húmeda cabeza, recubierta ya del viscoso liquido de la pasión. Al poco, ya vencidas las reticencias represoras, con una mirada cómplice, flexionó sus rodillas y, de un golpe, tragó con lascivia todo mi gran pene y comenzó a succionarlo, a comerlo con glotonería mientras sus manos parecían insuficientes para acariciarme los testículos, las nalgas, los muslos, el vientre, los pezones...
Su respiración me anunciaba sus orgasmos, que se sucedían frenéticos, mientras comía y comía con increíble deseo mi cada vez más duro miembro que había alcanzado una consistencia pétrea que a ella le hacía susurrar "que bueno, que cosa tan buena..." Mis manos mientras tanto acariciaban sus cabellos, sus senos, su espalda, sus mejillas, sus nalgas... insuficientes para abarcarla con todo mi deseo. Y por fin, cuando el blanco fluido afloró de mi interior con violencia ella lo recibió engulléndolo con glotonería hasta la última gota, aumentando aún más mi clímax y llevándome, junto a ella, a la cumbre del placer.
Lo que aquella tarde de Noviembre no sabíamos Pilar ni yo era que aquel primer encuentro no fue sino el prólogo de una extraordinaria pasión al que seguirían nuevas citas cada vez más repletas de deseo, placer, lujuria, anhelo, ternura...
Ahora, los ojos de Pilar ya no transmiten tristeza.