Mientras descorre la hebilla del cinturón del hombre ante el que se encuentra agachada, no puede evitar pensar lo que le decía todo el mundo: “Esta chica tiene talento”.
Desde muy pequeña, su cabello rubio, sus ojos azules y su actitud pizpireta llamaban la atención de los que la rodeaban. Era tanto lo que le gustaba que las miradas de los demás se centraran en ella que a la primera de cambio se ponía a cantar o se ponía a bailar.
Sus padres, dado el talento que tenía para las artes escénicas, la llevaron a los casting televisivos en busca de alguna oportunidad. Participó en algunos concursos infantiles en las que puso sus dotes al servicio del amarilleo mediático. Aunque no ganó, quedó en muy buena posición y los bolos posteriores la mantuvieron un tiempo en el mundo de la farándula.
No obstante, a todo juguete se le gastan las pilas antes de romperse, poco a poco su arte fue perdiendo la etiqueta de novedoso y de los mejores teatros, pasó a actuar en los pubs más mugrientos y menos recomendables para una niña de doce años.
Ya en la adolescencia consiguió algún que otro papelito en alguna serie de televisión gracias a Augusto, un productor que expresó abiertamente lo mucho que le gustaban sus formas y a cuyas groserías sus progenitores no pusieron nunca freno.
Aquel hombre no le gustaba follar, le gustaba que se la mamaran hasta llenar la boca de quien se lo hacía con su leche. Fue la primera polla que chupó, aún recuerda el regusto amargo de su semen en su boca. Sabor que no se le quitó ni interpretando la amiga de la prota en la serie de más audiencia de la tele.
Augusto la ha llamado hoy, dice que tiene un papel que viene perfecto para ella, hará de una de las amigas de Sandy en el musical de Grease, aunque le ha dado alegría saber que va a trabajar en la obra, esta se ha esfumado cuando sabe que, como siempre, deberá devolver el favor a su mediador.
Mientras pasa por enésima vez la lengua por los pliegues del maloliente capullo, levanta la mirada y ve al obeso individuo pegar un buche a la copa de Whisky, mientras mantiene un cigarro habano en la otra. En un ataque de rabia contenida, aprieta los testículos e invita a la gruesa tranca a chocar con su garganta.
Tras cerca de una década mamándola, se conoce aquella polla tan bien que le es extremadamente fácil hacerlo llegar al clímax. Tras engullirla repetidamente varias veces desde la cabeza hasta la base, comienza a succionar con fuerza el glande. De la boca del cincuentón sale un bronco quejido que anuncia que está llegando al orgasmo.
Mientras unos espesos chorros de leche recorren su lengua hasta pasar a su garganta, una sensación de alivio le llena el pecho. Sin querer su cabeza viaja a su infancia y le trae la imagen de su abuela diciéndole: “Niña, tienes mucho talento”. El recuerdo de la sonrisa de la buena mujer arranca en ella una lágrima de dolor, sazonada con cantidades industriales de frustración, pues sabe que por mucho que salga en la tele, por muchos musicales que interprete, para lo que realmente tiene un talento especial es para mamar la polla del cerdo que tiene ante sí.
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