Andrés nació en la ciudad de Sevilla en los años posteriores a la Guerra Civil. Una época donde sobrevivir pasaba por precarias cartillas de racionamiento y un furtivo estraperlo. Vino al mundo en una familia acomodada, afín al régimen del gobierno y de misa diaria. Unos feligreses más bien dados a darse golpes en el pecho que a ser misericordiosos con sus semejantes. Ejemplo de una España donde Estado e Iglesia caminaban dados de la mano, como si fueran la misma cosa. Donde pecado y delito muchas veces llegaban a confundirse.
Era el menor de tres hermanos. Juguete para una hermana de ocho años, un grano en el culo para su hermano de seis, el ojito derecho de una madre sobreprotectora y una boca más que alimentar para un padre, más centrado en unos prósperos negocios y en entrar a formar parte de un restringido círculo político que en su familia.
Pese a que el pequeño Andrés lo llego aceptar como algo normal, nunca llegó a entender ese velado rechazo de su progenitor hacía él y se llegó a considerar culpable de ello. La ingenuidad del muchacho no le llevaba a discernir que él único problema que tenía su padre con un niño debilucho y apocado como él, era que, al ser una viva estampa de él en su infancia, le recordaba constantemente su mediocridad. Una mediocridad que él intentaba esconder con sus éxitos sociales y económicos, pero que la sola presencia del benjamín de la familia le impedía olvidar.
El chiquillo, fiel a las creencias que le habían inculcado sus progenitores, tras su Primera Comunión siguió colaborando con su parroquia, realizando las funciones propias de un monaguillo. Su párroco consideró que su calidad de interlocutor de Dios en la tierra, eran méritos suficientes para transgredir ciertas leyes de los hombres y aprovechó las muchas horas que el muchacho pasaba con él para un acercamiento más íntimo.
Adoctrinado por los dogmas y mentiras de una persona hacia la que sus mayores le habían inculcado un máximo respeto, soportó ciertos tocamientos y actos impropios un ministro del Señor, quien le decía que no era pecado si pensaba en Jesús mientras se dejaba hacer. Confuso y avergonzado aguantó en silencio algo que simplemente no entendía, pero que acataba como si fuera una especie de penitencia por sus pequeños pecadillos.
Al terminar sus estudios de Primaría, su padre le buscó un lugar para olvidarlo y siendo poco más que un niño lo internó en una buena escuela donde, con suerte y lejos de las faldas de su madre, podrían hacer de él una persona mejor, el hombre de provecho que el linaje de su apellido se merecía.
Pese a que los libros no se le daban mal del todo, tampoco era una eminencia y debía dedicarle sus buenas horas a cada asignatura que aprobaba. Dedicado a sus estudios y sin verdaderos amigos, se ganó la fama de empollón más pronto de lo que él hubiera deseado. Una fama que le hizo merecedor del ostracismo de sus compañeros.
Mientras estudiaba el Bachiller, aprendió que la vida en aquel internado era bastante más dura de lo que pudiera parecer a simple vista. Bajo la apariencia de hijos de buena familia se escondían verdaderos sociópatas, unos despreciables y caprichosos niños de papá acostumbrados a salirse siempre con la suya. Una vez olieron su cobardía y su falta de coraje para enfrentar las desavenencias, lo convirtieron en la victima perfecta para volcar su frustración en forma de constantes novatadas.
El pánico a recibir un castigo mayor por parte de sus acosadores, le hizo soportar aquel suplicio en una silenciosa soledad. Termino refugiándose en la fe a su Dios, a quien rezaba sin parar, pero que no respondía nunca a sus plegarias.
Los insultos dieron paso a los castigos físicos, primero un empujón, luego tortitas en la cabeza, hasta que las pequeñas zurras terminaron convirtiéndose en tremendas palizas.
Más de una vez tuvo que ir a la enfermería, donde soltó la mentira que se había caído jugando en el patio o se había dado un golpe con una puerta. Vivía tan alejado de la realidad, que llegó a considerar todo aquello que le sucedía como una especie de prueba de su calidad como cristiano.
En el último curso, recién cumplido los dieciocho años, los abusos traspasaron una frontera que, al igual que los leves toqueteos a los que lo sometió su párroco, marcarían los pasos que daría en un futuro.
Todo surgió espontáneamente una tarde. Tres de sus maltratadores fueron a su dormitorio a fastidiarlo, comenzaron con pequeñas bofetadas en la cabeza e insultos. Uno de ellos se echó sobre él en la cama y, aunque en principio la idea era simplemente humillarlo físicamente, el roce del aparato genital con sus glúteos consiguió que las hormonas juveniles se pusieran a funcionar descontroladamente, propiciando que su agresor se excitara. La conclusión fue un salvaje juego sexual para el cual nadie tuvo en cuenta la opinión de Andrés.
Alejados del mundo exterior, el sexo entre compañeros era algo que se practicaba de modo más que habitual. Un desahogo con más connotaciones de poder que de otra cosa. Una batalla en la que los más débiles eran forzados por los más fuertes, enmarañado todo entre el fango de un opaco pacto de silencio. Si no se hablaba de ello, no existía.
Tras refregar su paquete contra sus nalgas de manera impúdica, el cabecilla del grupo le pidió a uno de ellos que cerrara la puerta y se quedara a vigilar por si venía alguien, que aquel mariconcillo estaba pidiendo que le dieran lo suyo.
El joven Andrés estaba aterrorizado, como el asno de un arriero se había acostumbrado a los insultos, a las palizas, pero aquello era completamente nuevo. Sentir la polla de su maltratador en sus posaderas no le producía dolor alguno, si no tuviera tanto miedo incluso podría llegar a sentir asco o llegar a excitarse. Sin embargo, cerró los ojos y no puso ningún tipo de impedimento cuando le bajaron los pantalones.
Mientras uno lo sujetaba para que no se moviera y no gritara. El otro ensalivo su orificio anal y le obligó a abrir las piernas para tener mejor acceso a él. Oír sus perversas risitas y como se dirigían a él con el apelativo de “mariconcilla”, solo aumentó su estupor.
El miembro viril del chico que se disponía a desvirgar su culo era de un tamaño y grosor bastante considerable. Lo refregó contra sus nalgas durante unos segundos, como si con ello fuera a conseguir intimidar aún más a una víctima que ya estaba petrificada de miedo. Cuando lo consideró oportuno, colocó su erecto cipote en la entrada de su ano y empujó con fuerza.
El pánico de Andrés se convirtió en un insoportable dolor cuando la polla de su agresor traspaso el primer anillo de sus esfínteres y lo penetró salvajemente. El dolor fue tan intenso que hasta mordió la mano que le taponaba la boca, lo que le llevo a ganarse un fuerte puñetazo en la cabeza.
Conmocionado por el tremendo golpe, apretó los dientes y soportó lo que le estaban haciendo de la mejor de las maneras. La sensación sobrecogedora de como la rígida barra le perforaba brutalmente las entrañas, fue más de lo que pudo soportar. Cerró los ojos, dejó que su voluntad se hiciera pequeña y, dando la batalla por perdida, se abandonó a los caprichos de sus abusadores.
Poco a poco su esfínter fue dilatando y, pese a que el dolor no remitía, el gordo proyectil se clavaba con más facilidad en su retaguardia, haciendo la punzada, que subía desde sus nalgas a su espina dorsal, se hiciera cada vez más soportable.
El brutal mete y saca fue en crescendo, conforme más cerca del orgasmo estaba su violador, más acelerab su cabalgar hacia el éxtasis y más demoledoras eran las embestidas. Oír el brusco quejido que salió de su garganta al alcanzar el paroxismo, fue de lo más sobrecogedor.
Una vez el primero se corrió en su interior, cedió el puesto al otro. Quien no le importó meter la churra en un agujero impregnado de sangre y de semen. La abstinencia consigue sacar a la luz a individuos sin escrúpulos y capaces de las mayores perversidades.
En esta ocasión, con el esperma haciendo de lubricante, el dolor fue menor y su ano se fue adaptando con bastante más fluidez al diámetro de la lanza de carne que se adentraba en lo más profundo de su recto.
Oír los gemidos del éxtasis fue un alivio muy leve, pues el chico de la puerta fue sustituido en su vigilancia, se puso la polla dura y se lo folló del mismo modo impersonal que sus otros dos compinches.
Aquella noche tardó conciliar el sueño, el culo le dolía una barbaridad y las amenazas de sus tres violadores por si se atrevía a contar algo no dejaban de repetirse en su cabeza como un aterrador mantra.
Todavía no se le habían curado los desgarros que le ocasionaron, cuando los tres amigos vinieron a por más. Al principio solo se lo follaban, pero después lo obligaban a chuparles el nabo hasta sacarle la leche. A pesar de que su trato era de lo más denigrante y de que algunas veces lo lastimaban sin contemplaciones, prefería aquella vejación a los insultos y las bromas pesadas. Por lo menos estos maltratos, sabía cuándo finalizaban: en el mismo momento que eyaculaban.
Aunque sabía que estaba mal y que la sodomía era una aberración de lo más pecaminosa, alguna vez que otra llegó a sentir placer cuando aquellos brutos profanaban el templo de su cuerpo. Es más comenzó a verse con uno de ellos a escondidas de los otros, un individuo que tenía la filia sexual de comerle el culo y era una cosa que le daba vergüenza practicar delante de sus amigos. Pese a que sus encuentros eran solo de carácter sexual y su forma de tratarlo era de lo más humillante, fue lo más parecido a un amigo que llegó a tener durante su enclaustramiento en aquel centro educativo.
Ser el esclavo sexual de los cabecillas del centro se volvió tan habitual, que incluso hasta lo echó de menos el día que dejó el internado para irse a estudiar a la Universidad. En ninguno de sus encuentros sexuales llegó a tener un orgasmo, sin embargo el saberse requerido por sus compañeros, unido al morbo de lo prohibido, consiguió que aquellos denigrantes abusos llegaran a convertirse para Andrés en algo muy parecido al placer.
Como no se tenía por un hombre demasiado listo, terminó decantándose por una carrera de aquellas que él consideraba menos complicadas. Tres años más tarde, con la ayuda de su familia y de su fe, consiguió el título de Magisterio. Gracias a algunos de los contactos de su padre, pudo empezar ejercer en un colegio de un pueblecito perdido en la Sierra de Sevilla.
De nuevo la amarga soledad y la incertidumbre vino a visitarlo, y pese a que viajaba todas las semanas a Sevilla para ver a su familia, los días en un pueblo alejado de todo aquello que conocía y le daba seguridad, consiguieron que los fantasmas de sus pecados salieran a relucir de nuevo. Unos fantasmas que de tanto que le excitaban, le asustaban.
Más de una vez, rememorando los viles actos de sus compañeros de instituto, le dio su cuerpo el placer que reclamaba y una vez que un pequeño reguero blanco de vida muerta descansaba sobre el pelvis, se daba de bruces con la cruda realidad. Una realidad le recordaba que no era el buen cristiano que quería ser. Sintiéndose el más mezquino de los hombres, los remordimientos afloraban y se dejaba envolver por una deprimente tristeza.
La culpa le reconcomía tanto que se vio obligado a confesar sus pecados al párroco del pueblo, un hombre de pocos años más que él, quien, al igual que él, huía de sus mismas pesadillas: unos deseos impropios de hombres criados en la fe de Jesucristo.
El cura no solo le dio el consuelo que su espíritu necesitaba, sino que le abrió la puerta de su intimidad, compartiendo con él sus secretos más recónditos. Escuchar de la propia voz de un Ministro de Dios, cómo la perversión que tenían en común lo había acompañado desde una edad muy temprana y cómo no había podido escapar de ella a lo largo de toda su vida, le hizo empatizar con él. Fue menos isla en un mundo que rechazaba a la gente como ellos. Sin poderlo remediar, una amistad vestida de deseo surgió entre los dos e inevitablemente la caja de Pandora se terminó abriendo.
La segunda vez que quedaron para exorcizar sus demonios, fue chocar sus manos para despedirse y la chispa surgió entre ellos de manera inevitable. Solamente necesitaron mirarse para saber que la lujuria se había propagado entre ellos como una dulce epidemia y que la única forma de curarla era compartiendo sus cuerpos. Nerviosos como unos padres primerizos, se dejaron enredar por unos impulsos que acabaron emborronando el raciocinio de ambos.
Buscaron un lugar donde las miradas recriminatorias no los pudieran alcanzar y se encerraron en las dependencias del párroco. Un cuartucho donde el único mobiliario era una incómoda cama, una mesita de noche y un escueto armario. Una estancia que acogió sus deseos y donde los dos hombres pudieron liberar la enorme pasión que permanecía cautiva en su interior.
Acostumbrado a los malos tratos de sus otros “amantes”, cuando su confesor se abrazó a él y le besó los labios, una sensación desconocida, casi electrizante, recorrió todo su cuerpo. El contacto con los labios de otro hombre era una idea que le repugnaba, pero cuando cató su sabor, solo pudo cerrar los ojos y hundirse en el embalse de gratificantes sensaciones que resultó ser la boca de aquel eclesiástico.
Nunca antes nadie lo había acariciado, nunca antes alguien había mostrado algún interés por su placer. Sin apenas quitarse ropa desnudaron sus miembros viriles, que se mostraban como dos lanzas mirando firmemente al techo. La polla del clérigo era bastante ancha y su cabeza morada era toda una tentación. Acostumbrado como estaba a que los otros llevaran la voz cantante y lo sometieran a sus caprichos, esperó una orden para meterse aquella golosina entre los labios. Sin embargo, esta no llegó y ambos, incapaces de romper el hielo, se quedaron como petrificados durante unos segundos que resultaron eternos.
Quien dio el primer paso fue el hombre de la sotana, llevó su mano al enhiesto pene de Andrés. Era la primerísima vez que alguien le cogía el miembro viril, una sensación de lo más satisfactoria lo embargó. Incapaz de decir palabra alguna emuló a su acompañante y atrapó con fuerza su polla.
Sin dejar de masturbarse mutuamente, los dos buscaron de nuevo los labios del otro. Si el primer beso fue reconfortante, también fue tímido e inexperto. Andrés olvidó que existía una palabra que se llamaba pecado y se entregó a la lascivia del momento, de un modo que jamás pensó que pudiera llegar a hacer. Su familia, la religión y el qué dirán los demás se quedaron fuera de aquel pequeño habitáculo. En su mundo solo había lugar para aquel maravilloso hombre que quería ser su amigo y para la lujuria que bullía en el interior de ambos.
Tras besar al ministro de Dios como un poseso. Dejó sus labios resbalar por la parte superior de la oscura túnica hasta llegar al vibrante cirio de su entrepierna. Acarició su morada cabeza con la yema de uno de sus dedos y una gota de líquido pre seminal escapo de la boca de la uretra. Golosamente se la metió en la boca y se estrenó en dar una mamada sin que estuviera presente la degradante sumisión.
Engullir aquel sable de carne le resultó de lo más placentero, sin insultos de por medio se sentía menos sucio y, por el contrario, más excitado cada vez. Escuchar los quejidos de placer de su acompañante era música celestial para sus oídos y se dejó llevar por su ritmo.
Todo lo que conocía del sexo le pareció un cuadro inacabado, un boceto de lo que realmente era una relación libidinosa entre dos hombres. El párroco parecía igual de inexperto que él, sin embargo, pese a que sabía que era una traición a los dogmas que le habían inculcado, parecía tener bastante más claro aquello que su cuerpo le reclamaba y no estaba en sus planes más inmediatos, seguir negándoselo por más tiempo.
En el momento que más emocionado estaba succionando el grueso nabo del clérigo, este lo apartó suavemente y lo hizo levantarse. Andrés no entendía a que se debía todo aquello y no podía ocultar su estupefacción ante lo ocurrido, llegó a pensar que con su desmesurada pasión había traspasado alguna frontera y estropeado lo que le parecía un momento irrepetible.
Todavía no había concluido en su cabeza la batalla entre lo correcto y lo incorrecto, cuando su confesor, se agachó ante él, cogió su erecto tallo y se lo metió en la boca sin titubear. Notar el calor de los labios de aquel hombre apresando su masculinidad, fue una sensación de lo más novedosa para él, completamente distinta a cualquiera que hubiera vivido. Fue tal la amalgama de sensaciones que lo invadieron que, inevitablemente, sus sentidos le hicieron trepar hacia el placer más rápido de lo que esperaba y se vació en su boca, sin poderlo remediar.
Su amante, en vez de recriminarle por lo que había hecho, se tragó hasta la última gota de su esencia vital y se dispuso a masturbarse con la inspiración del sabor de su esperma.
Andrés, una vez se recuperó de la tremenda corrida, fue consciente de que, aunque no fuera su intención, iba a dejar aliviarse por sí mismo al hombre que mejor lo había tratado. Incapaz de consentir aquello, se bajó los pantalones, se puso de rodillas sobre la cama y le ofreció su turgente culo para que hiciera con él lo que le viniera en ganas.
Hacía tiempo que su entrada trasera no era traspasada, por lo que al principio costó un poco y el grueso cipote, al abrirse paso a través de su recto, le ocasionó una más que punzante molestia. Superado los primeros anillos de su esfínter, el dolor remitió y la polla se pudo deslizar con más facilidad a través de las estrechas paredes. Por lo que no tardó mucho en entrar y salir con una facilidad palpable.
El sacerdote agarró a su amante por la cintura y comenzó a mover compulsivamente sus caderas. Temerosos de ser descubiertos, reprimió sus suspiros y ahogó los quejidos de satisfacción en su garganta. Andrés, quien ya conocía del placer de aquellos juegos, no echó para nada de menos los insultos denigrantes de sus compañeros de internado, no tenía miedo de una salida de tono por parte del hombre que lo penetraba y por primera vez en su vida al sentirse deseado gozó como nunca antes lo había hecho.
Bastaron unos minutos para que el blandón del cura eyaculara en el interior de su recto. A pesar de que el placer fue corto y muy intenso, fue la ocasión de mayor plenitud, tanta que hasta se volvió a empalmar y todo. Con el falo de su amante todavía en su interior, se pajeó y se corrió por segunda vez.
Por primera vez en su vida alguien le proporcionaba la misma satisfacción que él daba y por unos momentos creyó tocar el cielo. Cuando el momento de lujuria llegó a su fin, se sintieron como si anduviesen por los senderos del averno. En vano, se prometieron que aquello no volvería a ocurrir. Juramentos que incumplieron una y otra vez, pues era más que obvio lo mucho que mutuamente se necesitaban, lo difícil que les era evitarse y lo fácil que les era ceder a sus instintos.
La esperada plaza vacante en un colegio de Sevilla llegó un par de años más tarde y, aunque una parte de él iba añorar la compañía de su amante, otra parte de él deseaba con todas sus fuerzas quitar aquella pecaminosa tentación de su camino. La despedida fue muy triste, pero ambos, al quitarse de encima la losa de remordimientos que sus encuentros libidinosos suponían para sus arraigadas creencias, se sintieron aliviados.
Los años pasaron y el matrimonio pasó a ser una de sus prioridades sociales, tarea en la que su progenitora se convirtió en su “celestina” particular. Las mujeres casaderas que les presentaba su madre no soportaban lo simplón que podía llegar a ser y, a pesar de que su buena posición social lo convertía en un buen partido, su más que evidente falta de interés, propiciaban que sus numerosas primeras citas no llegaran nunca a consolidarse en una segunda.
Con cuarenta años y la etiqueta social de solterón, la rutina se había convertido en su modo de vida. Una existencia donde todos los días eran idénticos y, como a él le gustaban, sin ningún sobresalto, sin cambios violentos. Las mañanas las pasaba dando clase, las tardes en casa y las noches con sus amigos de la parroquia. Llenaba su tiempo libre con las obras sociales de su iglesia, y sobre todo, con el cuidado de las imágenes de la Hermandad cofrade a la que pertenecía. Con el tiempo llegó a ostentar el merecido cargo de prioste.
Los vacíos de su vida los intentaba llenar con tertulias cofrades hasta altas horas en las barras de los bares. Lugares de los que se volvió bastante asiduo y de ser una persona que bebía como costumbre social, pasó a llegar ebrio a casa casi todos los días. Se convirtió en un borracho, quien trataba de ocultar su desafortunada realidad entre cervezas y cubatas. Una realidad que apestaba a terciopelos, sacristías, pasados remotos y opresión trasnochada.
Un sábado con una de esas tremendas borracheras en las que no se tenía en píe, no tuvo más remedio que quedarse a dormir en casa de Gregorio, un compañero de la Hermandad. Alguien con una vida tan solitaria como la suya y por quien se sentía bastante atraído sexualmente, aunque se lo negara un día sí y otro también. Su amigo, al igual que él, gustaba de la compañía de hombres en su cama y Andrés no le desagradaba lo más mínimo, ni físicamente, ni como persona.
Quizás porque al campo no se le pueden poner vallas, las copas de más dejaron surgir los sentimientos reprimidos entre los dos durante tanto tiempo. Aunque no llegaron a tener sexo, los besos, las caricias y los abrazos que se dieron fueron de lo mejor que les había ocurrido a ambos en mucho tiempo.
A la mañana siguiente, con una migraña por la resaca instalada en su cabeza, intentó ser consecuente con lo sucedido. Había pasado la noche con su compañero de tertulias y borracheras, uno de los mejores amigos que tenía. No habían follado, ni nada parecido, pero había compartido con él más que con la mayoría de la gente en mucho tiempo.
Un beso de buenos días, al que no supo decir que no, fue el cráter por donde escapó la lujuria que ambos habían encerrado en su interior. A aquella inicial muestra de afecto siguieron otras que desembocaron en un inesperado sesenta y nueve. Las bocas de ambos atraparon mutuamente el sexo del otro y se dejaron llevar hacia un lugar del que les sería muy difícil volver.
Gregorio, cuya doble vida tenía más puertas abiertas que las de Andrés, echaba de menos el sexo con alguien que no fuera un extraño, un momento de intimidad como él que estaba viviendo. Asiduo de los cuartos oscuros, los baños de las estaciones de autobuses y demás cotos de caza del sexo furtivo, había olvidado lo que era compartir su cuerpo con el afecto de por medio.
Andrés nunca antes había chupado una polla con tantas ganas, recibir placer a la misma vez que lo daba era algo nuevo para él y se entregó todo lo que buenamente pudo. Saboreo el erecto falo de su amigo lo mejor que pudo e hizo un ejercicio de contención para no correrse. Quería alargar aquel momento, todo lo que buenamente le permitieran sus fuerzas.
Notar el calor de la boca de su compañero comprimiendo su virilidad a la vez que su masculinidad se acomodaba en su paladar, fue una sensación para lo que encontró palabras. Enloquecido por la lujuria, tuvo que hacer un verdadero esfuerzo por no sacar la “zorra” que llevaba dentro y no sacar a pasear la depravación que se agitaba en su interior.
El inmenso respeto que ambos se profesaban no quedó oculto del todo, a pesar de estar mamándose la polla mutuamente, los dos amigos se sentían como si estuvieran en arenas movedizas y contenían su entrega en las prácticas sexuales. Ninguno de los dos quería quedar como una puta a los ojos del otro, silenciaron los deseos que susurraban en sus cabezas y limitaron su primer encuentro a una simple e intensa mamada.
Gregorio fue el primero en correrse, saco su enhiesto nabo de la boca de su amante y regó con su esperma una de sus mejillas. Unos segundos después, el semen de Andrés se terminaba descargando como un caliente geiser sobre los pelos del pecho de su amigo.
Tras el estallido sexual, los dos hombres intentaron ser congruentes con lo que acababan de hacer. Sin embargo, se habían mentido durante tanto tiempo, que a la sinceridad le costaba estar presente en su pequeña conversación. Andrés fue incapaz de contarle la verdad, que lo había pasado mejor que nunca en su vida. Gregorio le ocultó que llevaba mucho tiempo enamorado perdidamente de él. Maquillaron tanto lo que realmente sentían, que en lo único que se pusieron de acuerdo fue en que aquello había sido un terrible error y que jamás debería volver a repetirse.
Se intentaron evitar, pero igual que no podían huir de la evidencia, no podían hacerlo de sus obligaciones en la parroquia. Con el tiempo, se comenzaron a mirar y a tratar de un modo especial e, inevitablemente, los sentimientos que querían ocultar salieron a pasear. Olvidaron la promesa que se hicieron de no volver a tener sexo y, más pronto que tarde, volvieron a fundir sus cuerpos. La segunda vez, los dos hombres hicieron alarde de una total franqueza, reconocieron todo el tiempo que habían perdido por sus idioteces y se entregaron sin reservas de ningún tipo.
En esta ocasión se hicieron la promesa de que jamás dejarían de ser el uno para el otro y la única imposición que se hicieron fue la de ser discretos.
Gregorio, menos atado a los convencionalismos sociales que Andrés, resulto ser la ayuda que él precisaba para dejar de sufrir por su condición, y aunque nunca consiguió que se aceptara plenamente, cada vez parecía fustigarse menos por sus preferencias sexuales. En el momento que su madre falleció, dos años después de que lo hiciera su padre, no perdió la ocasión para intentar convencerlo para que se fuera a vivir con él.
En un principio se negó, peros las flagrantes disputas entre sus hermanos por la herencia de sus progenitores lo dejaron completamente destrozado y, tras soportar las puñaladas traperas de sus ambiciosos familiares, no tuvo más remedio que aceptar que la única persona que le quedaba en el mundo era él, la persona con la que compartía su vicio más denigrante.
A partir de aquel momento, la inadecuada situación de los dos se convirtió en un escandaloso secreto a voces. Una relación que algunos criticaban, otros toleraban y algunos aceptaban, pero de la que ninguno hablaba delante de ellos, como si con ello la evidencia se pudiera soslayar. En su afán por buscar una normalidad que él no veía, Antonio trataba a Gregorio como un familiar y se refería a él con el apelativo cariñoso de “mi hermano”.
La jubilación pareció liberarlo un poco de los provincianos que dirán. No obstantes, los dogmas de sus creencias le recordaban un día sí y otro también que recorría la senda del pecado. A veces, intentaban olvidar lo incorrecto de su proceder, entregándose a las labores parroquiales, pero lo que más lo alejaban de su no aceptada realidad era sumergirse en la amnesia que le proporcionaba unas cuantas copas de más.
Su adicción a la bebida y una vida poco sana no tardaron en pasarle factura. La diabetes, la hipertensión y un colesterol alto fueron la antesala del primero de sus infartos.
Gregorio, para servirle de ejemplo, dejó automáticamente de consumir bebidas alcohólicas y fue un constante vigilante para que no cometiera excesos, pero los ríos siempre tienden a volver a su cauce y de beber en público, pasó a beber a escondidas. Fueron necesarias varias visitas a urgencias para que el miedo se le metiera en el cuerpo, dejara aparcado el alcohol y comenzara a cuidar su alimentación.
Saber que en aquellos momentos en los que había estado tan cerca de la muerte, Su compañero no se había apartado de su lado jamás y lo había cuidado en todo momento, le hizo plantearse que quizás su modo de vida no fuera tan impuro y que, tal vez, su Dios no hablaba por boca de los hombres, sino a través de la bondad de estos. “Su hermano” era la mejor persona que conocía y la única que lo había hecho medianamente feliz.
En el momento que su vida pareció estabilizarse, que la alegría parecía llamar a la puerta de su día a día, una enfermedad terminal le fue diagnosticada a Gregorio. Seis meses fueron suficientes para que el cáncer lo consumiera, seis meses en los que Andrés estuvo en todo momento a su lado, recordándole lo mucho que lo quería.
Toda una vida temiendo aceptar una realidad, a veces impuesta, a veces buscada y cuando encontró el valor para abrir la puerta, la persona que esperaba hallar tras ella se estaba yendo para no volver. Cuantos “te quiero” se quedaron encerrados en su garganta, cuantos “eres lo mejor que me ha pasado” se quedaron sin decir.
Tras su entierro, Andrés no volvió a sonreír. El motivo de su felicidad se había marchado y con ello sus ganas de vivir. La vida ya no tenía sentido sin el hombre que amaba, quien se había portado como nadie con él y que tanto le había dado sin pedir nada a cambio.
Dicen que de amor no se puede morir, pero el corazón y el alma humana no entienden de leyes. Quizás porque creyera firmemente en la existencia de una vida eterna y que no encontraría mejor persona con quien compartirla que con “su hermano”, Andrés decidió dejar de luchar, para irse cuanto antes con él. Poco a poco se fue apagando como una vela, hasta que un día su débil corazón, cansado de sufrir tanto, se negó a seguir latiendo.
Toda una vida
me estaría contigo
no me importa en qué forma
ni dónde, ni cómo
pero junto a ti
toda una vida
te estaría mimando
te estaría cuidando
como cuido mi vida
que la vivo por ti
(Osvaldo Farrés)
FIN
Hola, si lees esto. Me gustaría que me dejaras un comentario o me enviaras un e-mail diciéndome lo que te ha parecido esta nueva aportación mía a la página. Es como únicamente los autores sabemos si el tiempo que le estamos dedicando a esto nos merece la pena, o por el contrario está cayendo en saco roto.
Si es la primera vez que entras en un relato mío y te has quedado con ganas de leer más, hace poco publiqué una Guía de lectura que te puede servir de ayuda para seguir las historias de forma cronológica.
Ante todo muchas gracias por seguir aquí, por vuestras lecturas, valoraciones y comentarios. A continuación voy a pasar a responder a los comentaristas desde Ni San Judas Tadeo :A Lefoten: Me alegro de que sigas por aquí. Espero que te hayan gustado las últimas apariciones de Pepito. No sé por qué, pero me da la sensación de que este de hoy no te ha desagradado demasiado; a Ozzo2000: Pues nada, es bueno verte por aquí, estoy ultimando el regreso de Iván y creo que va a ser a mediados del mes que viene, he tardado, pero ya, como explicaré en un texto informativo, está todo prácticamente para que haya periódicamente un relato en la página de nuestro mecánico favorito.; a Pepe: Gracias y espero que la espera te merezca la pena; a Varianza: De momento lo que has leído es el punto y final de la historia de Ramón, quedaba por contar la reacción de Mariano y ya está listo. Ahora me centraré en la historia de los Caños (donde van a pasar muchas cosas) y en la historia de Iván que se convertirá en el plato fuerte a partir de ahora; a Kobi17: Ramón quedará aparcado una buena temporada y no volverá hasta que concluya la saga de Iván. Mariano, JJ y Guillermo seguirán de vacaciones en la playa. Espero que te siga gustando el curso que van cogiendo los acontecimientos; A Pepitoyfrancisquito: La verdad es que George Romero ha pasado desapercibido en la mayoría de los medios generalistas. Aunque la idea era otro tema, al final sucumbí por el Pe-sa-dito. En cuanta a que Ramón tiene muchos cuernos, no los voy a negar. Pero tampoco él es un santo varón que de momento, y solo ha empezado a sacar los pies del plato, se le conocen unos cuantos amantes (Rodri, Sergio, el chico de la sex shop). Me alegro de que estéis pillando la ironía de las Masqueperras. El próximo episodio, si soy capaz de plasmar lo que tengo en mente, puede ser muy divertido. En lo referente a que si la Susana que vosotros conocéis es la misma, rotundamente no. La vuestra tiene más mala folla y los cojones más gordos que la del relato; a Pk2ss: De los tres personajes que has mencionado, el policía es el que quedará un poco apartado de momento. Este año le voy a dar cancha a la saga del mecánico y el técnico de ADSL volverá pronto. Me alegro que te estén gustando mis escritos. Espero que conozcas la guía de lectura, sino te puede servir para conocer el orden cronológico de las historias; a Arismendi: Me alegra saber de ti de nuevo y que te sigan gustando mis relatos. Unas veces salen más calientes y otras menos, este fue de los que más. Esperemos que tu ausencia en la página como autor, no se deba a la decidía de los lectores hacia tus textos. Te puedo decir que es un mal común. Un besote y a Onnan: Yo creo que a todo el que ha tenido un par de amantes a la vez la idea de hacer un trío se le ha pasado por la cabeza. La idea de que fuera un sueño tan real, es lo que creo que le hace ganar enteros a la historia, que, en tu caso, me congratulo porque ha sido una prueba superada.
Sin más me despido hasta la próxima. El siguiente relato será un episodio más del arco argumental “La playa del amor” que llevará por título: “Las tres masqueperras”, promete ser más divertido que sexual. No me falten.
Hasta entonces, procurad sed todo lo felices que vuestra vida os lo permita.