A sus noventa años, Sophie lleva más de dos décadas disfrutando del sol de España. Nada más se jubilaron, su esposo y ella dejaron a sus hijos con sus familias en Austria y se marcharon en busca de su merecido descanso laboral. Casi siete décadas de caminos empedrados iban precisando ya de valles de bienestar.
Por primera vez se sentía como si hubiera dejado los horrores de su infancia atrás y disfrutaba de las cosas buenas de la vida, como si Yahveh la recompensara por las lacerantes piedras que había ido poniendo en el sendero de su existencia.
Su vida dio un cambio, y para mejor, de ciento ochenta grados. Ser madre y criar a sus hijos había sido su gasolina que le inculcó ganas de vivir. Pero unos dolorosos recuerdos de un pasado difícil de olvidar, estaban presente en todo lo que le rodeaba: en el paisaje, en el clima, en las caras de la gente... y no tuvo más remedio que dejarlo atrás.
En su nuevo destino, no hizo otra cosa que dedicarse por completo a su marido y a ella. Sus únicas preocupaciones eran pasear por la playa, quedar con sus nuevos amigos y regocijarse de las cosas buenas de la vida. Rodeada de un hábitat que no se asemejaba en nada al que le tocó padecer, fue descubriendo el verdadero significado de la palabra felicidad.
Lo malo que tiene la buena vida es que suele tener fecha de caducidad. Una década bastó para que una enfermedad terminal atrapara a su marido entre sus garras. Él luchó, ella luchó, ambos lucharon juntos y quien ganó la batalla fue la enredadera de podredumbre que enquistó el cuerpo de Alexander. En los últimos momentos, ya apenas quedaba nada del hombre al que amó y en su lugar solo quedaba una famélica carcasa a quien la morfina le endulzaba el doloroso camino hacia la muerte.
Viuda, y pese a que sus amigas, mujeres jubiladas del norte de Europa, intentaron sacarla de su tristeza, la soledad se cebó con ella del modo más atroz. Sin la persona que era la luz de su vida sintió que se le apagaba la energía para seguir luchando y, sin darse cuenta siquiera, se encerró en sí misma como un armadillo en su coraza.
Aislada del mundo, su memoria comenzó a fallar.
Primero fueron algunos olvidos, después pequeñas lagunas de memoria. Las primeras certezas de que algo estaba pasando en su cabeza fueron grifos abiertos y guisos quemados. Descuidos que cada vez fueron a más, pero, por orgullo y por vergüenza, nunca encontró el valor para pedir la ayuda que precisaba.
Una noche, una pareja de adolescentes la encontró deambulando por el paseo marítimo cercano a su vivienda. Estaba demacrada, sucia y con la mirada perdida. Vestía una camisa de dormir, que estaba manchada de excrementos y orín. Los servicios médicos no tardaron en hacerse cargo de ella y tras unas exhaustivas pruebas le diagnosticaron una etapa temprana de demencia senil.
A los pocos días de estar ingresada, la cabeza de Sophie volvió a estar en su sitio. Cuando su médico le preguntó por las cicatrices y las marcas en su brazo izquierdo, ella rompió a llorar y, como si necesitara soltar todo el sufrimiento que comprimía en lo más profundo de su alma, narró sin paliativos los suplicios de su infancia. Algo que no dejó indiferente al facultativo, propiciando que se volcará de manera especial en su caso.
En cuanto el personal del hospital pudo ponerse en contacto con su familia. Felix, el menor de sus hijos, y su mujer vinieron para hacerse cargo de ella.
—El estado mental de su madre, siendo malo no es demasiado grave, se encuentra en la fase temprana de la enfermedad y solo sufre un declive cognitivo moderado —Le explicó el doctor Carrasco, con una dicción bastante correcta del alemán, fruto de la práctica que le daba atender a diario pacientes cuyo idioma natal era ese.
—¿Cuándo la podremos trasladar a Linz? —Le preguntó el hijo de Sophie con cierta urgencia en la voz.
El neurólogo miró al joven austriaco, cabeceo levemente y le respondió en un tono bastante calmado y amable. Se apoyaba en sus manos y en sus gestos, como si quisiera dejar claro que lo único que le importaba, por encima de cualquier apreciación que pudiera hacer su hijo, era la salud de su paciente.
—Siento decirle que no le recomiendo el traslado. Su madre me ha hablado del infierno que le tocó soportar en su niñez.
Felix al oír que el médico conocía el pasado de su madre, apretó levemente los labios e hizo un gesto con la mirada para que prosiguiera hablando.
—Regresar a Austria, en su estado, podría reabrir viejas heridas y empeorar de manera drástica.
— ¿Hasta qué punto?
—Podría acelerar la enfermedad y de tener simplemente ciertas lagunas de memoria, podría pasar a no comunicarse, precisar ayuda para la mayoría de las actividades básicas, asearse, ir al baño, comer….
—¿Qué me aconseja entonces?
—Que permanezca en España. El clima de Málaga le dará más calidad de vida que el calor de su familia en una tierra que le recordaría un día sí, y otro también, el infierno que le tocó vivir.
Tras poner a sus hermanos en antecedente, la familia decidió lo mejor para la buena mujer: dejarla vivir sus últimos días bajo el sol y el clima del mediterráneo.
Su pensión era más que suficiente para seguir pagando la vivienda y su manutención, por lo que sus hijos simplemente tuvieron que aportar una pequeña cantidad para pagar el salario de la persona que la cuidaba: Una enfermera ecuatoriana, que respondía al nombre de Karina y que convirtió el bienestar de Sophie en el objetivo de su vida. Una persona que se encargó de encontrar el equilibrio entre la independencia y la seguridad de la anciana.
La verdad es que cuidar aquella señora era todo un chollo, su demencia no era violenta y tampoco permanente; sus ratos malos se alternaban con los buenos. Cuando tenía momentos de lucidez era una excelente conversadora, alguien que en poco tiempo se consiguió ganar el respeto y el cariño de la joven sudamericana. Lo que comenzó siendo una relación de conveniencia, se transformó en un sincero vínculo afectivo. Sophie encontró en Karina la hija que nunca tuvo y la joven en ella, reminiscencias de la madre que perdió.
En los momentos que la memoria le fallaba, los recuerdos de su niñez venían a visitarlas y eran tan reales para ella, que los sufría tal como si estuvieran pasando en aquel instante.
Aunque lo que pasaba por la cabeza de Sophie era un verdadero misterio para su joven cuidadora, pues durante estos episodios volvía a usar su lengua natal. La cara de terror que mostraba le era suficiente para entender que estaba viviendo un verdadero infierno y saber que era cuando más se necesita su apoyo. Karina que se transformaba en su hija, su hermana su amiga e incluso su madre, cualquiera que le hiciera creer que se encontraba en un lugar seguro.
Los meses iban pasando para la anciana austriaca como vagones de trenes vacíos, donde un día seguía a otro, sin sobresaltos. De vez en cuando, aprovechando sus momentos buenos, hablaba con sus nietos y sus hijos por Skype y aquel simple gesto conseguía que su rostro y sus ojos se llenaran de alegría durante bastante rato.
A pesar de la buena condición física que seguía manteniendo para su edad, el paso del tiempo fue haciendo estragos, poco a poco, en su salud. Los momentos en los que recordaba quién era, y no revivía una y otra vez su pasado maldito, eran cada vez más escasos. Pese a que la buena de Karina la obligaba a salir a pasear, a hablar con la gente, a asomarse al mundo que la rodeaba, en resumen continuar siendo la persona que era, cada vez le era más difícil sacarla de la comodidad de su sillón y de sus interminables horas delante de una programación televisiva que no hacía más que atontar su castigada mente.
Su cuidadora, más de una vez, la encontró llorando sin motivo aparente. La buena mujer lo achacó a su debilitado estado mental, qué iba a saber ella, que la causa no era otra que algunas de las noticias de los informativos; le hacía creer a Sophie que los vendedores de odio de su pasado parecían haber regresado.
Ver cómo algunos dirigentes políticos, con el único objetivo de obtener rédito electoral, incitaban al odio hacia etnias minoritarias, haciéndolas culpables de todas las desgracias que sufrían sus ciudadanos, le hacía recordar sus primeros años en Austria.
Sin poderlo evitar, su mente retrocedía a finales de la cuarta década del siglo pasado. Una época donde una crisis reciente, un alto desempleo y una crispación política en aumento fueron el campo de cultivo para el fanatismo político, que culminaron a disturbios violentos. Un caos que fue creciendo y que culminó con el ejército alemán invadiendo su país natal.
Tras la conversión de Austria en la provincia de Ostmark, la vida de su familia y la de todos los judíos que vivían allí, cambió de un día para otro. Se les concedió el estatus de ciudadanos de segunda categoría y se les prohibió casarse con los que el gobierno nazi consideraba eran de sangre pura.
Como si fueran reses, les obligaron a llevar cosidas una estrella amarilla sobre el pecho, para que no hubiera lugar a dudas sobre qué tipo de personas eran.
Les confiscaron los bienes, quemaron sus sinagogas y, los que hasta hacía poco habían sido sus compatriotas, parecían disfrutar sometiéndolos a toda clase de humillaciones.
Todo aquello parecía algo pasajero, baches en el camino de la vida que les había tocado vivir, hasta que fueron deportados como reses. Una deportación que no era tal, pues eran llevados a campos de concentración, un lugar al que se iba para no volver jamás.
Fue al campo de Mauthasen-Gusen donde fueron a parar ella y su familia, tras ser marcados en su brazo izquierdo con un código numérico que les arrebató la poca humanidad que les quedaban; fueron obligados a trabajar en las canteras de granito hasta la extenuación y cuando ya no servían para estas labores eran gaseados.
Si algo recuerda de aquellos días eran las caras llenas de tristeza y los ojos rebosantes de incertidumbre en las personas que le rodeaban. Sus corazones estaban repletos de frustración, pero fieles a unos dogmas trasnochados, se limitaron a poner la otra mejilla mientras se sometían a los designios que les enviaba su Dios.
Ella fue una “privilegiada” y no tuvo que ir a faenar como los demás. Lo que la libró de perder su inocencia en manos de unos soldados desarmados que, al igual que a las demás mujeres del campo, la habrían usado, tal trozo de carne, para desahogar sus instintos salvajes de la peor manera.
Su juventud y su belleza dejaron prendado a un cirujano que desahogó sus perversos deseos en su virginal cuerpo, internándola en las cavernas del sexo de la forma más salvaje e inhumana. Todo lo que al galeno le producía placer, a ella solo le ocasionaba dolor y humillación.
Aunque no pasó hambre como el resto de los presos, cuando encontró un cuerpo más joven y a estrenar, se olvidó de ella para sus libidinosos placeres y la uso para realizar experimentos médicos.
De las vejaciones sexuales le quedó en herencia no poder haber disfrutado del sexo hasta bien entrada su madurez, algo que finalmente consiguió gracias a la ayuda del marido más comprensivo del mundo. De las torturas médicas, una enorme cicatriz que le recorre uno de sus muslos y que cada vez que cambia el tiempo le trae a la memoria el rostro de aquel mal nacido.
Fue la única de su familia que sobrevivió a aquella masacre, fue la única que pudo contar los horrores que vivió.
Cuántas veces la humanidad se arrepintió de haber creado unos monstruos como los nazis. Cuántas veces se demonizó a un solo hombre cuando fue la sociedad quien los engendró, por no saber dar respuesta a las demandas urgentes de muchos de sus miembros.
En los momentos de lucidez, recuerda todo aquello, ve que la sociedad sigue prefiriendo golpear antes que dar la mano a los elementos que difieren de sus cánones y siente que desde la Segunda Guerra Mundial la humanidad, tecnológicamente hablando, ha evolucionado mucho, pero no ha conseguido madurar y dejar de ser un depredador para los de su especie, pues no ha sido capaz de curar la enfermedad que lo corroe: la ambición.
¿Tanto le cuesta a este mundo aprender de sus errores? ¿Tan pronto ha olvidado los millones de muertos que la supremacía de una raza sobre otra, la imposición de religiones o de ideologías políticas que han traído consigo? Nadie mejor que Sophie sabe lo doloroso que es vivir sin memoria, pero a ella no le quedan opciones, a este mundo loco parece que sí.
Afortunadamente, los ratos en que la cabeza le funciona cada vez son más escasos y la mayoría del tiempo es como un bebé con la cara y las manos arrugadas. Un bebé para quien su cuidadora se ha convertido en la puerta de cariño que precisa para acceder a su pequeño mundo. El lugar donde es feliz y del que, cada vez, le cuesta más trabajo salir.
Estimado lector si te ha gustado este relato y quieres seguir leyendo cositas mías, hace poco publiqué una guía de lectura que te puede ser de utilidad.
También te dejo el link de mi Micro más reciente: Mundo de monstruos.
Muchas gracias por leerme y hasta la próxima.