Era principio de los años ochenta, en España en la televisión se hablaba de cambio. Sin embargo en los ambientes rurales como en el que yo me crié, los terratenientes parecían no haberse enterado de lo que eran los derechos laborales y seguían pagando el mismo mísero jornal a mi padre y a los demás hombres del pueblo, quienes tenían dos opciones: cerrar la boca y faenar por cuatro duros, o quedarse en casa sin poder darle de comer a sus hijos.
Aquel verano además de los partidos de futbito diarios en la plaza, las eventuales idas a la piscina municipal o las excursiones al campo, mis amigos y yo nos encontramos con un entretenimiento nuevo: las historias de Ernesto.
El señor Ernesto, pues así nos referíamos a él entre los chavales, era un hombre de unos setenta años que se había ido de España huyendo de Franco porque era rojo. Había estado viviendo en Francia durante más de cuatro décadas y, una vez muerta su mujer, había vuelto al pueblo para pasar sus últimos días en él. Les compró a los hijos de la Enriqueta la casa que dejó en herencia. Era muy bonita, bastante grande y estaba enfrente de la plaza donde jugábamos.
Los primeros días, mientras se instalaba, estuvo uno de sus hijos y su mujer ayudándole, pero a los pocos días se marcharon.
Sus ideas políticas no eran muy de la devoción de la gente mayor del pueblo, entre quienes era más frecuente escuchar “Con Franco se vivía mejor” que lo contrario, por lo que casi ninguno se dignaba a dirigirle la palabra y se referían a él con el mote de “el Rojo”. Así que el pobre hombre, en vez de en el bar, se pasaba las mañanas sentado en un banco de la plaza, bajo la enorme sombra de un ciprés.
Pese a la diferencia generacional, y el respeto que nos imponía una persona mayor, los chavales del pueblo fuimos, poco a poco, hablando con el señor Ernesto, quien nos parecía un personaje de lo más enigmático.
Como quien no quiere la cosa, nos fue contando cosas de su exilio. De las causas que le llevaron a irse de España a raíz de las victoria del Movimiento Nacional, de las penurias que pasó en Francia hasta que consiguió instalarse en París y de las maravillas de aquella ciudad. Nos hablaba de la luminosidad de sus calles, de sus teatros, sus cines, la ópera, de lo educada que era la gente y de la libertad que gozaban. Un concepto que nos sonaba novedoso, pero que envuelto en sus palabras se volvía hasta revolucionario.
Algunos días traía algunas fotos de la ciudad y de sus monumentos para enseñárnoslas: la Torre Eiffel, la Catedral de Notre Dame, el Arco del Triunfo, la Basílica del Sagrado Corazón… y se nos ponían los ojos como platos. Sus palabras nos daban a conocer un mundo nuevo por descubrir y nunca nos cansábamos de oír cosas de “la France”, que es como llamaba al país vecino.
Un día, no lo vimos salir a sentarse bajo su árbol. Extrañados fuimos a buscarlo a su casa, pero nadie nos contestó. Supusimos que habría tenido que salir para cualquier cosa y no le prestamos la mayor atención.
Aquella misma tarde supimos de la desgracia que le había acontencido. Dolores, la mujer que cocinaba para él, lo encontró muerto en el suelo. Por lo visto habían entrado a robarle, intentó enfrentarse a sus atracadores y acabó recibiendo la peor parte. Unos dicen que le dieron un porrazo fuerte en la cabeza, otros que le asestaron no sé cuántas puñaladas. Lo cierto y verdad que cada cual quiso dar su visión sobre un asunto del que sabían poco o nada. Incluso llegó a correr el rumor de que habían sido unos fachas de Fuerza Nueva que lo habían matado por rojo y que lo del robo había sido un paripé. Fuera lo que fuera, jamás se supo pues la policía, a diferencia de las películas, no logró que los delincuentes pagaran por su crimen.
Mis amigos y yo lloramos toda la tarde. Fueron mis primeras lágrimas nacidas de la sincera tristeza, de la desazón de saber que no lo íbamos a ver más, que sus historias de “la France” quedarían inconclusas. Aprendí por las malas que la vida era tan efímera como injusta.
El resto del verano no fue igual, aunque seguimos jugando al futbol ya jamás lo volvimos a hacer en aquella plaza, ni aquel año ni nunca. La sombra del enorme ciprés sobre su banco, nos recordaba su ausencia y nos quitaba las ganas de patear el balón.
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Crecimos, nos hicimos hombres y algunos no te olvidamos. La plaza la han cambiado por completo, ya no está el banco donde te sentabas, ni el ciprés que le daba sombra, sin embargo, cada vez que pasó por allí, tus historias siguen vivas en mi pensamiento. ¿Será eso lo que dicen de que no se muere mientras alguien te recuerde?
Si estás por aquí me gustaría que me dieras tu opinión sobre este pequeño experimento narrativo. Y sobre todo, muchas gracias por leer.
Si te ha gustado te dejo los link de otros microrelatos de mi autoría y, que si no conoces, puede que te apetezca leerlos.