Cristina odia venir al psicólogo. Odia tener que contar, y durante media hora, a una desconocida lo hundida que se siente con la vida que le ha tocado en suerte. A pesar de que la señora es simpática y amable en el trato, la chiquilla no deja de interpretar sus preguntas como una especie de invasión de su intimidad.
Ella y su hermano Asier están seguros de que tanta charla no les devolverá la alegría, no les hará ser unos chicos normales y no borrará el hecho de que están estigmatizados socialmente por la tragedia que acaeció en su familia.
Ya ha transcurrido más de dos años desde que su padre, víctima de unos celos locos, mató a su madre, para después terminar suicidándose él. Se podría considerar un tiempo suficiente para que se hubieran cerrado sus heridas, pero no ha sido así. Ni ella ni el más pequeño de la familia han podido olvidar lo que, al regresar de le escuela, encontraron aquella tarde en casa.
Ella tenía ocho años, su hermano cinco. Una edad en la que aún no se tiene constancia del significado permanente de la muerte. Una edad donde se minimiza el concepto de la palabra siempre, pero se es incapaz de comprender el alcance que tiene la palabra nunca. Siempre recordarían aquello y nunca más volverían a ver a sus padres.
El tumulto de la policía, las ambulancias, los vecinos, los periodistas… no hicieron sino acrecentar su drama. Hasta que los servicios sociales vinieron para hacerse cargo de ello, se sintieron como piezas que no encajaban en el horrible desastre que acababa de transformar sus vidas.
Hasta donde recordaba su memoria, su papá siempre había estado enfermo. Una enfermedad que, según les había explicado su madre, le llevaba a estar todo el rato malhumorado y comportarse de un modo rudo con la gente que lo rodeaba.
Nada más regresaba de trabajar, gritaba, reñía a todos por cualquier cosa, discutía a voces con su madre y, algunas veces, terminaba pegándole. Cuando esto ocurría, ellos se escondían en su cuarto, se acurrucaban en un rincón y, como si fuera una especie de tormenta de verano, aguardaban a que su padre “dejara de llover” para poder abandonar la seguridad que daban al uno los brazos del otro.
Una vez se tranquilizaba, siempre pasaba lo mismo. Su padre rompía a llorar como un bebé, le pedía perdón a su madre y hacían las paces de un modo que pareciera que, unos minutos antes, allí no hubiera ocurrido nada. Se abrazaban, se besaban e invitaban a los dos críos a que se unieran a ellos.
Sin embargo, los celos eran gasolina para la furia que bullía en el pecho de su progenitor y estos parecían no tener límite. A unos golpes que apenas dejaban marcas, les siguieron las visitas al hospital por daños mayores. Ya las suplicas y el arrepentimiento dejaron de tener valor, pues el cariño parecía haber saltado por la ventana de aquel hogar, donde solo quedaba espacio para el resentimiento y el pánico.
El día que dos policías vinieron para llevárselo detenido, los dos chiquillos no se sorprendieron demasiado. Su progenitor había pasado de ser un una persona gentil que les regalaba su cariño, a alguien que solo les inspiraba miedo. Aunque su madre insistía en que los seguía queriendo igual que antes y que era una mala racha que estaba pasando, ellos tenían muy claro una cosa: la cárcel era el lugar donde los malos van a parar en las películas.
Pese a que se quedaron en la vivienda familiar, ya no había dinero para tantas cosas y, pese a la ayuda de la abuela Dolores, su mamá tuvo que ponerse a trabajar de nuevo para poder hacer frente a los innumerables gastos familiares. Por lo que pasaban más tiempo en casa de la amable anciana, que en la suya propia.
Un día escucharon a su yaya comentar con la vecina que el juez había condenado a su padre a año y medio de cárcel por maltratar a su madre, pero como era su primer delito no iría a prisión. Aun así, le había impuesto una orden de alejamiento.
Tras el divorcio las cosas parecieron normalizarse, pero fue entonces cuando el juez concedió a su padre un régimen de visitas tuteladas. Ni Cristina, ni Asier acababan de comprender porque tenían que volver a ver a aquel hombre, él era el responsable de todo lo malo que les estaba ocurriendo, él era quien se enfadaba siempre, él era quien pegaba voces y él era quien mandó al hospital a su madre en más de una ocasión. La policía lo detuvo porque era culpable. ¿Por qué tenían que volver a estar con él, si ya habían dejado de quererlo?
El día que aquel hombre con pinta de profesor de instituto vino a recogerlos, los llantos y las rabietas no sirvieron de nada. Probablemente, únicamente para romperle el corazón a su madre quien volvió a revivir de nuevo un infierno que creía levemente olvidado.
Las dos horas en el lugar del encuentro familiar de los servicios sociales fueron un verdadero suplicio. Aquel señor repeinado, bien afeitado, trajeado y perfumado se parecía muy poco al padre que recordaban, quien siempre olía a sudor fuerte, descuidaba su aspecto y se dejaba una barba de pocos días con la que los pinchaba cuando los besaba.
A pesar de que siempre tuvieron la certeza del cariño que aquel hombre les profesaba, no pudieron evitar desconfiar de él pues aunque les mostrara su rostro más dulce y amable, conocían su lado más despiadado y amargo. Aquel hombre brusco y violento parecía no guardar ninguna relación con la persona que ahora tenía delante. Sin embargo, a la primera y mínima contrariedad, los niños vieron cómo ese otro yo de su padre se deslizaba, para terminar asomándose en el fondo de su mirada, nada más fruncía el ceño.
Ni los caros juguetes que les llevó los hizo sonreír de verdad. Ver a su progenitor en aquel sitio era muy extraño, pero más lo era hacerlo bajo la atenta mirada del supervisor del centro. Tenían la sensación de estar encerrados en una jaula de cristal y la pequeña condena de dos horas se les hizo eterna.
Un par de visitas más en aquellas circunstancias fue lo que su padre precisó para que la furia contenida en su interior, saliera a a la luz y estallara en cólera. No soportaba ver a sus hijos tan poco tiempo, no soportaba que su mujer tuviera vida propia y no soportaba no poder seguir mangoneando en sus vidas. Su orgullo de macho estaba herido y el raciocinio pareció abandonar su cabeza, donde únicamente parecía reinar una incombustible ira.
Aquel veintiséis de abril de 2016, la locura de su progenitor consiguió que Asier y Cristina se quedaran sin padres. De contar con la protección de una familia, pasaron a estar al cuidado de unos desconocidos. Muy amables y simpáticos, pero personas extrañas al fin y al cabo.
Cuando el juez dictaminó sobre quien recaía la patria potestad de los dos hermanos, su decisión no podía ser más contraria a lo que ellos deseaban. Ante la imposibilidad física y económica de su abuela materna, los niños fueron a vivir a casa de Inés, la madre de su padre. Una estirada señora que nunca había demostrado interés alguno por ellos, pero que se aferró a los dos críos como si fueran el legado viviente de su recién fallecido hijo.
Tenían un cuarto para cada uno, mejores ropas, una videoconsola último modelo… Su familia paterna se había volcado en ellos al máximo, no obstante, no se sustituyen el cariño de unos padres con una vida cómoda. Especialmente cuando los críos no se encontraban a gusto entre aquellas cuatro paredes, donde se les trataba como una especie de trofeo y apenas se le dejaba tener contacto con la familia de su madre, especialmente con su abuela Dolores a quien adoraban con locura.
Estaba cantado que, más pronto que tarde, los dos hermanos empezarían a tener problemas en el colegio. Asier porque no se concentraba en clase, Cristina porque comenzó a relacionarse con los chicos más conflictivos de la escuela. Su bajo rendimiento académico propició que su abuela buscara ayuda profesional. Una vez a la semana tenían la obligación de ir media hora a ver a una psicóloga para que les ayudara a afrontar sus conflictos personales.
Asier y Cristina se sienten como islas en una sociedad que no han elegido. El crio ha optado por bajar los brazos y dejarse llevar. La muchacha por revelarse de la manera más pésima que conoce.
Lo peor de todo es que charlar con esa mujer no soluciona nada. La doctora estudió como sobrellevar un duelo, sabe cómo encauzar la vida de los que han perdido el norte, pero los agravios sufridos por estos dos niños son tan profundos, que treinta minutos a la semana no son suficiente hilo para coser sus heridas.
Mientras aguardan en la sala de espera, Cristina mira a su hermano, lo quiere con locura y sabe que si ella no es fuerte por los dos, nadie lo será. Instintivamente le coge la mano y sus ojos buscan los del pequeño. Hay tanta generosidad en la mirada de la chiquilla que Asier le devuelve una afectuosa sonrisa, pues sabe que puede contar con ella para todo lo que haga falta.
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Estimado lector, esta historia, aunque se puede leer de manera independiente, es la segunda parte de un relato que publiqué hace más de dos años, por si te interesa leer su génesis. Te dejo su link: Mía
Además si te ha gustado este relato y quieres seguir leyendo cositas mías, hace poco publiqué una guía de lectura que te puede ser de utilidad.
¡Muchas gracias por leerme!