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Meter toda la carne en el asador

en Gays

Nota del autor: En el presente relato, aunque sucede en un internado todos los protagonistas son mayores de edad. Para evitar susceptibilidades, paso a indicar la edad de los protagonistas explícitamente por si alguien llega a conclusiones erróneas.

Elías: 27 años

Gonzalo: 18 años

Nicolás (el pequeño Nicolás): 22 años

Pedro: 33 años

Tomás: 20 años

En mis relatos, si aparece algún menor (porque así la historia lo requiera), nunca adopta un rol sexual.

Aclarado esto,  sin más, disfruten de la historia.

 

Enero de 1985

 

«Tu padre y yo hemos pensado que vas a ir a un internado, donde sepan llevarte por el camino recto, ya que nosotros no hemos sabido hacerlo.», jamás olvidaré las palabras de mi madre el día que me comunicó su decisión de enviarme a aquella “cárcel” para adolescentes, justo castigo por “dejar” que los dos de Cañete abusaran de mí.

Aunque yo sabía que nunca les había permitido nada y que aquello fue una violación en toda regla. Las lenguas viperinas del pueblo me habían puesto el sambenito de marica y mis padres poco podían hacer para evitar las punzantes habladurías. Fieles al dicho de «Ojos que no ven, corazón que no siente». Decidieron exiliarme a un centro educativo para jóvenes problemáticos.

Desde mi primer día entre aquellas cuatro paredes, aprendí que, irremediablemente, mi camino allí se escribiría en renglones torcidos. No solo tuve que espabilarme a las bravas para poder sobrevivir en aquella especie de sociedad secreta, sino que, poco a poco, fui descubriendo que sus paredes escondían más sexo del que yo hubiera podido imaginar y que mis progenitores no podían estar más equivocados enviándome a un lugar donde no es que hubiera algún gay que otro, es que hasta el perro movía la cola y decía “miau”.

A quien primeramente oí maullar fue a Don Anselmo,   un perverso cura que obligaba a Ignacio, un apocado chaval de mi clase, a que le relatara, una y otra vez, las vejaciones a las que fue sometido por un tío suyo. Creí haber solucionado el tema con el clérigo, haciendo uso de mi astucia novelesca, pero mi arrogancia de creer saberlo todo, me hacía más ignorante si cabe y como dice el refrán: «El diablo no sabe por diablo, sino por viejo» y el astuto párroco simplemente me había tendido un puente de plata para que me confiara, algo que yo tardaría todavía un tiempo en comprender.

La segunda prueba de que aquel centro educativo era el peor lugar para “curar” mi homosexualidad, la tuve el día que pillé a Gregorio, un guardia jurado al que tenía por un buen amigo, teniendo sexo con uno de los pinches de cocina, un chico amanerado y al que todos conocían como el Pequeño Nicolás. Los insultos que profería contra el muchacho, me trajo a la memoria a mis dos violadores. ¡Qué equivocado estaba! En mi ingenuidad no supe diferenciar un juego dialectico de un abuso físico y tildé de mala persona a un buen hombre, el primero que me abrió los brazos de su amistad sin ningún tipo de interés.

Tras aquello, tampoco me supuso gran sorpresa descubrir que los alumnos también mantenían relaciones íntimas entre ellos. Lo único que me llamó la atención fue que usaran la fuerza y humillaran al chico al que, supuestamente, obligaban a que se las chupara para después follárselo. Por más que intentaba ponerme en el lugar del Bombilla, no podía entender porque se excitaba cuando Blas y sus compinches lo maltrataban.

La tarde antes de la fiesta de Reyes, mi nuevo mejor amigo en el internado, Gonzalo, me dio plantón porque había quedado con la panda de los del último curso y yo, más aburrido que una ostra, decidí darme una vuelta por la cocina para hablar con el jefe de cocina. En un principio estaba desierta, por lo que me figuré que estarían en el cuartucho de la despensa, un pequeño habitáculo que quedaba un poco apartado de los fogones y donde había entrado alguna vez que otra con el cocinero jefe.

Para mi disgusto, también estaba vacío. Me disponía a irme con mi sopor adolescente hacia otro lado, cuando oí unas voces provenientes de la estancia principal. Temeroso de que me pudieran echar una bronca por entrar donde no debía sin permiso, permanecí oculto, en espera de poder escabullirme de allí sin ser visto.

Para mi sorpresa, el personal de guardia de la cocina en aquellos días de vacaciones, Pedro, Elías y Tomás, habían quedado con su delicado compañero, el Pequeño Nicolás. Un chico de veintidós años, bastante bajo y delgado. Tras un corto  prolegómeno en el que se fueron un poco por las ramas, el joven pinche terminó chupando las pollas de los tres, para concluir dejándose follar por el robusto ayudante de cocina. ¡Madre mía! ¡Qué manera de penetrarlo!  El gigantón decía que nunca le había dado antes a un tío por el culo, ¡menos mal!, porque si llega a estar experimentado, mata a Nico de gusto.  El tío se lo folló de una forma que me pareció tan brutal como excitante.

Resguardado por la penumbra del pasillo, observé desde mi escondite como Elías terminaba de eyacular agarrando fuertemente la cintura de su delgado compañero.  Con los ojos cerrados y una tímida sonrisa perfilándose en sus labios, sus facciones desprendían cierta ingenuidad, sin embargo, fue asomarse una mueca de morbosa satisfacción en su rostro y su peculiar porte de granuja de barrio volvió a salir a flote.  

Unos segundos más tarde sacó su polla del culo de Nico, se desprendió del condón y lo echó al cubo de basura. Mientras se limpiaba ceremonialmente su enorme rabo con papel de cocina, se agachó tras el muchacho, quien, extasiado aún por la reciente follada, permanecía inamovible, como parado en el tiempo. Dejó que el gusto por lo prohibido se adueñara de sus actos, separó suavemente sus cachas y, dejando que la lujuria brillara en sus ojos pardos, exclamó bastante asombrado:

—¡Joder, tío! ¡Te he dejado el culo tan abierto que por aquí es capaz de pasar un autobús urbano de los verdes!

 

La curiosidad por comprobar cuanto de cierto había en aquella aseveración, hizo que su jefe y su compañero se bajaran de lo alto del mueble de cocina y, donde momentos antes, al tiempo que era follado por Elías, el Pequeño Nicolás le había comido el nabo a ambos.

La imagen de aquellos dos hombres inclinándose como dos niños tras las nalgas del delgaducho chaval, me pareció tan ridícula como morbosa.  Ver como los ojos del bonachón de Pedro se agrandaban como platos ante el dilatado orificio me resultó de lo más sugerente. La forma tan trivial de aquellos cuatro de afrontar el sexo se me mostraba de lo más divertida, nada que ver con el cariño infinito que flotaba entre mis primos gemelos, ni con la crueldad de mis violadores…

El amanerado jovenzuelo, quien hasta el momento había permanecido tan quieto y silencioso como una estatua, salió de su ensimismamiento, se llevó las manos al trasero, separó fuertemente sus glúteos de modo que su dilatado ano se mostrará con claridad ante los tres hombres que permanecían postrado a sus espaldas y dijo con su peculiar descaro:

—Elías no eres más bruto porque no practica, un autobús de los mixtos no entra por aquí, pero, te aseguro, que la polla de algunos de sus choferes puede entrar y salir sin dificultad alguna. ¡Si lo sabré yo!

—¡Pues si pasa el carajo de un conductor de esos, seguro que  esta puedo metértela sin problemas! —Dijo Pedro en un tono bastante ordinario, a la vez que agarraba su miembro viril tal como si fuera algo de lo que jactarse.

Mientras envolvía su churra en látex, me fije detenidamente en los ojos del jefe de cocina. El azul penetrante de su iris estaba empapado en lascivia y, al observarlos detenidamente, podías ver un fulgor pecaminoso en ellos. Sin embargo, la nobleza de su mirada seguía patente, como si lo que estaba a punto de realizar no fuera algo de lo que lamentarse, como si se tratara de algo que llevara aguardando mucho tiempo y verlo hecho realidad le supusiera la mayor de las satisfacciones.

Al igual que hiciera antes Elías, el jefe de cocina embadurno su preservativo con aceite de oliva. Desde mi improvisado refugio, su grueso falo se percibía brillante y exultante, un deseo incontrolable por tocarlo nació en mí y me llevé la mano a la entrepierna para consolarme, pero fue tan eficaz como apagar un incendio a escupitajos. Cada vez estaba más caliente y mi pene pugnaba salvajemente por salir de su cautiverio.

Pedro, sin dejar de sonreír, untó copiosamente dos de sus dedos en el tarro de mantequilla que descansaba sobre la mesa de la cocina y los llevó al ano del deslenguado jovenzuelo quien, con el pompis ligeramente inclinado hacia atrás, aguardaba a ser ensartada por la gorda y erecta verga.

El cocinero, asombrando al comprobar como los dos dedos se adentraban en el ojete con total facilidad, exclamó con cierta sorna:

—¡Joder, Nico! ¿Tú estás seguro no tienes dentro una plaza de aparcamiento para un autobús?

Con el pecho hinchado como un engreído pavo, buscó la mirada de sus compañeros, quienes generosamente le reían la gracia. Sin más preámbulos, colocó su verga entre el canal del culo del Pequeño Nicolás y se la metió de golpe.

El gutural quejido que brotó de la garganta del muchacho me pareció levemente exagerado. Todavía era muy joven para entender que los esfínteres (por muy dilatados que estén) necesitan un tiempo para adaptarse al cuerpo invasor. En su inexperiencia con el sexo anal, Pedro lo no tuvo en cuenta y fue bastante brusco, por lo que, sin intención alguna, le produjo un daño no deseado a su ocasional amante.

El muchacho de tener los dientes apretados y el ceño fruncido, pasó a resoplar descompasadamente, mientras emitía unos agudos e ininteligibles grititos.  A pesar de no estar muy versado en aquellos menesteres, el bonachón del cocinero parecía ser igual de altruista a la hora de hacer gozar a sus semejantes en la cama como lo era en las demás circunstancias de la vida y por la forma en que comenzó a gemir su subalterno, pude comprender que le estaba metiendo el chorizo con mucha, pero que mucha maña.

Los cuerpos de ambos hombres se acoplaron como si fueran piezas complementarias de un complejo mecanismo. Nico encorvo más la espalda para facilitar la follada y el barbudo cocinero pegó su tórax contra la espalda del chaval, como si aproximándose más, fuera mayor la porción de polla que introdujera en su ojete. Cuanto más empujaba, más estridente eran los bufidos del joven pinche quien, por lo que pude deducir con facilidad, estaba gozando de lo lindo con todo aquello.

Durante unos segundos, tuve la sensación de que los dos estaban tan enfrascado en lo que estaban haciendo que creí que se habían olvidado de sus dos compañeros. Sin embargo, no fue así, pues Pedro acercó susurró algo a Nico, quien, acto seguido, reculó ligeramente hacia atrás, se agachó un poco y, con una desvergüenza que parecía ser la marca de la casa, dijo:

—¡Tomasito, súbete a la tarima ¡Te voy a comer toda la pimporreta!

En principio, su atlético y joven compañero se quedó un poco cortado ante la desfachatez con la que se comportaba su amigo, pero dedicó una mirada a su jefe, quien seguía follando frenéticamente y su mentón encogido dio paso a una sonrisa de complicidad. Dejó a un lado cualquier reparo que pudiera tener y se sentó sobre el mueble.  Abrió las piernas de modo que su verga quedará junto al rostro del Pequeño Nicolás, quien sin pensarlo acercó los morros a aquel erecto salchichón y se lo tragó por completo.

Elías, quien acababa de correrse y lucía una churra floja y péndulona, no perdía puntada de lo que ocurría entre los tres hombres, se metió mano a su dormida entrepierna y comenzó a gritar de un modo vulgar y chabacano:

—¡Eso es jefe, dale fuerte! ¡A ver si se la sacas por la boca! ¡Vaya manera de chupar, Nico, eso es una comida de rabo y lo demás tonterías! ¡Tú sí que sabes sacarle punta a un sable!

El descarado pinche, igual que si fuera un jugador al que azuzaran las animadoras, comenzó a chupar el erecto embutido de Tomás con mucha más ganas, tantas que el atlético muchacho no pudo evitar gemir descontroladamente. Era tan efusivos sus suspiros, que llegué a pensar que correría de un momento a otro, sin embargo, no fue así.

De pronto, sus bufidos quedaron ahogados por un bronco sonido que broto de la garganta de Pedro que me recordó un rugido. El buenazo del cocinero había agarrado fuertemente la delgada cintura de Nico y, por el ligero vaivén de sus caderas, pude comprender que, como solía bromear Gonzalo, le estaba echando todo el yeso en el boquete.

Por segunda vez, comprobé como los efectos del sexo transformaba de manera radical la expresión de alguien conocido. En esta ocasión, en lugar de inocencia como en el caso de Elías, pude entrever una sensación de merecida paz en el rostro del cocinero. Una paz que, incluso con los ojos cerrados, lo hacían aún más atractivo de lo que ya se me antojaba habitualmente.

—¡Que gusto Dios mío! —Dijo saliendo de su embelesamiento y sacando su morcilla fuera.

Mientras se desprendía del preservativo y se limpiaba, hizo un gesto a Tomas para que ocupara su sitio. Su joven ayudante, al igual que hicieran los otros dos hombres anteriormente, se puso un profiláctico, lo embadurno de aceite y, tras untar un poco de mantequilla en el ano de Nicolás, se la fue metiendo paulatinamente, como si quisiera evitar por todos los medios hacerle daño.

A diferencia de los otros dos anteriores, que permanecieron vestidos y solo se bajaron el pantalón hasta la rodilla, el benjamín del grupo se quitó la parte superior de su uniforme y dejó al descubierto un tórax de infarto. Luciendo ante todos un voluminoso pecho, unos bíceps enormes y un abdomen marcado, sin una gota de grasa.

Era más que evidente que el chico estaba tremendamente orgulloso de su cuerpo y que le gustaba que lo miraran. Aunque no sé si sus compañeros de trabajo pudieran tener alguna predilección por los cuerpos masculinos bien formados, he de admitir que no se cortaron lo más mínimo en mirar, de arriba abajo, al espectacular jovencito mientras follaba. No sé si por envidia o por admiración, pero no perdieron detalle de todas y cada una de sus movimientos.

Si hasta aquel momento las ganas por sacarme la polla y hacerme una gallarda no me habían faltado, fue ver completamente en cueros a Tomás y la tienda de campaña alcanzó su cota más alta. Si no hubiera sido porque el miedo a que me pillaran era mayor a mi deseo sexual, me hubiera masturbado observando cómo penetraba a su compañero.

No sé si debido a que era un chico muy aplicado y estuvo observando detenidamente como lo hacían Elías y Pedro,   o porque realmente era un instinto natural en él.  El caso fue que el muchacho cabalgó al Pequeño Nicolás haciendo uso de unas habilidades que eran una mezcla de la de ambos. Lo mismo se comportaba de manera salvaje, que al momento siguiente pasaba a ser el más pasional y entregado de los amantes. Busqué la cara del delgado pinche y su expresión me corroboró lo que yo pensaba: estaba pasándoselo de miedo siendo sometido por Tomás.

Mientras su salchichón entraba y salía del orificio trasero de su compañero, a una velocidad de escándalo.   Me dio por indagar sobre lo que pudieran estar haciendo los otros dos participantes de aquella pequeña orgia de todos contra uno.

Los dos estaban absorto observando el buen polvo que le estaba echando Tomás a Nico y no podían ocultar su sorpresa ante las buenas maneras sexuales que el chaval estaba demostrando tener. El enorme ayudante de cocina seguía dale que te pego intentando reanimar su dormida polla que, según pude entrever, lentamente se iba endureciendo. El jefe de cocina, por su parte, se agarraba el paquete de un modo soez con una mano, mientras con la otra se acariciaba una tetilla.

Volví a centrar la atención en los dos principales protagonistas, el más joven seguía empujando impetuosamente sus caderas contra las nalgas del segundo, quien a cada embestida quedaba más aplastado contra el mármol de la encimera y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no perder el equilibrio. Pude adivinar que toda aquella pequeña paliza sensual estaba lejos de desagradarle y que seguía disfrutando una barbaridad con la forma y modo con la que su compañero lo estaba penetrando.

Dando muestras de tener muchísimo más aguante del que habían tenido los otros dos, Tomás, a modo de experimento, empezó a sacar la verga y cuando la tenía completamente fuera, la volvía a meter de golpe. Aquel cambio de ritmo pareció satisfacer al Pequeño Nicolás, quién se puso a gritar histriónicamente.

—¡Dame polla! ¡Dame polla! ¡Eso, eso! ¡Métemela hasta los huevos!

La desmesurada forma de hablar del chaval, pareció remover algo en Tomás que prosiguió con su improvisada coreografía de un modo más espectacular aún: La sacaba, la mantenía fuera durante unos segundos y después la metía bruscamente de un solo empellón. El improvisado espectáculo pareció animar a sus amigos que empezaron a jalearlo como si fuera un torero en plena faena.

No obstante, parecía que el más joven del grupo no tenía ganas de correrse y quería seguir disfrutando de la fiesta durante un rato más. Como quien no quiere la cosa, le pidió a Nico que se arrodillara en el suelo que quería hacer la postura del perrito.

Si hasta el momento los dos más veteranos de la cocina se habían quedado un poco pasmado por la soltura del joven aprendiz, ver como se acoplaba detrás de la grupa de su compañero y lo cabalgaba estrepitosamente, propició que se pegaran un codazo y chismorrearan no sé qué entre ellos. Por el modo en que ambos encogieron el mentón y se guiñaron los ojos, al tiempo que bromeaban entre ellos, poniendo cara de circunstancia, supuse que estaban tan asombrados como yo ante el buen hacer que estaba demostrando tener el atlético muchacho.  

Elías, quien ya tenía de nuevo  el salchichón mirando al techo, se acuclilló delante de ellos y le dio de mamar al joven pinche, quien, a pesar de que no podía parar de gemir por el furioso mete y saca al que lo estaban sometiendo, no desaprovechó la oportunidad de poder volver a devorar el vigoroso cipote.

Pedro, por su parte, seguía peleándose con su polla, la cual parecía empeñada en no participar en el combate sexual que estaba teniendo lugar a escasos metros de él. A pesar de que su rostro destilaba lujuria por doquier y de su predisposición para continuar follando era más que indudable, su pene no daba muestras de seguir los designios de su mente y permanecía encogido, como si hubiera decidido rendirse por cuenta propia.

Era la primera vez en mi vida que veía ensartar a un tipo por delante y por detrás efectuando la postura del perrito y, he de reconocer, que se me antojó de lo más gratificante. De nuevo deseé ser yo el centro de atención de aquellos rígidos cipotes. Ser el núcleo de aquel “gangbang” y poder disfrutar de las pollas de aquellos tres atractivos y varoniles individuos. Volví a acariciar mi polla por encima del pantalón, pues ni siquiera disponía del valor suficiente para bajarme la cremallera y autosatisfacerme. 

Elías, como si quisiera demostrar quién era más hombre allí, agarró la cabeza del Pequeño Nicolás y la apretó contra su pelvis, en un claro intento de que se tragará su polla por completo. Tomás siguió a su rollo, no prestó demasiada atención a lo que hacía su compañero y prosiguió bombeando su pelvis contra las huesudas nalgas de manera trepidante.

De buenas a primeras, con un pequeño cabreo asomando en su generoso rostro, el jefe de cocina los interrumpió diciendo:

—¡Quitad, yo también quiero hacer gozar a Nico!

«¿Cómo? Si tiene la pollita más encogía que después de diez duchas frías.», pensé.

Algo parecido debió pasar por la cabeza de sus dos subalternos, quienes por respeto jerárquico no dijeron nada, pero a ambos se les quedó una cara de no saber lo que les estaban contando, pues era más que evidente que su jefe no tenía los cojones para farolillos, ni la churra para fiestas.  

Estaba claro que aquellos tres, no solo estaban follándose a su amanerado compañero, también estaban entablando una extraña competición entre ellos para demostrar quién era más macho.  Y el hecho de que la polla del cocinero no volviera a endurecerse, lo estaba dejando en muy mal lugar y él no estaba dispuesto a ello.

Pedro pidió al joven pinche que se tendiera sobre el suelo y subiera las piernas hacia arriba. Por la cara que puso el muchacho, tampoco tenía mucha idea sobre lo que pretendía. Más extrañados aún se quedaron todos cuando se puso un guante de látex de los que tenían para fregar. Sin dar ocasión a que nadie preguntara nada, dejó que una sonrisa de granuja se dibujara en su rostro y dijo con cierta chulería.

—Tengo interés en saber cuántos dedos le caben.

El Pequeño Nicolás que hasta aquel momento se había comportado del modo más sumiso y se había dejado hacer todo lo que a los tres se les había antojado, se incorporó un poco para decir: 

—¡No seas bestia, Pedro! ¡Qué me revientas por dentro!

—¡Tranquilo chaval! No te pienso hacer daño, mi intención es simplemente proporcionarte placer. Si ves que te duele, me haces una señal y lo dejamos.

El joven pinche apretó los labios y guardó silencio durante unos segundos, como si estuviera sopesando los pros y los contras de lo que le acababa de proponer su jefe. Cuando volvió a hablar su voz estaba desnuda de preocupación:

—¡De acuerdo! ¡Me fio de ti, tío! Era algo que tenía ganas de probar y con quien mejor que contigo que sé que eres legal.

Tras oír su aprobación, el cocinero cogió la botella de aceite de oliva a la que tanto partido se le estaba sacando aquella tarde y empapó toda su mano de arriba a abajo de un modo que me resultó, cuanto menos, desproporcionado.

Acto seguido, se agachó ante Nico, que seguía con las piernas levantadas tras cómo le había pedido él en un principio, e introdujo el primer dedo diciendo:

—Nico, no te pregunto porque sé que, con lo abierto que te lo hemos dejado, ni un dedo, ni dos no te van  a doler, pero cuando te meta el tercero tú me dices.

Aunque no lo podía ver con toda la nitidez que hubiera preferido, por la forma de mover su mano y su antebrazo, intuí que Pedro estuvo jugueteando a meter y sacar sus dedos durante un rato. Deduje que lo estaba haciendo muy bien, pues el chaval no paraba de mover la cabeza al tiempo que no paraba de gemir como un poseso.

—¡Tío, te voy a meter el tercero, si te hago daño me lo dices, me paro y santas pascuas!

Por la forma de suspirar, estuvo claro que tener tres dedos en su ojete tampoco era nada que molestara excesivamente al chaval.  Elías y Tomás, como si no creyeran que un agujero tan estrecho pudiera dilatarse tanto, se colocaron detrás de Pedro para tener mejor perspectiva del pequeño e improvisado espectáculo que su jefe había montado para su deleite.  

—Nico, tu culito se ha tragado tres sin problemas. ¿Probamos con el cuarto?

El jovencito estaba gozando tanto que apenas tuvo fuerzas para decir que sí y asintió con la cabeza.

Instintivamente puse una palma de mi mano ante mi cara y uní los cuatro dedos, como intentando calibrar el grosor de lo que al joven pinche le estaban metiendo por el ano y no daba crédito. ¿Cómo podía ensanchar un agujero tanto?

Contra cualquier pronóstico, y para sorpresa de todos los presentes, el aparente estrecho orificio dio paso a los cuatro dedos. Esta vez pude ver como el Pequeño Nicolás apretaba los dientes en una mueca de dolor. El jefe de cocina comprendió que había llegado a sus límites, sin dejar de mover su antebrazo frenéticamente delante de las nalgas del chico, hizo uso de su voz más tranquilizadora y le dijo:

—¡Joder, Nico! Cuatro señores dedos te han entrado. ¿Te está gustando?

El muchacho le respondió entre dientes que sí, que continuara que se quería correr con sus cuatro dedos dentro. Su petición pareció poner tremendamente cachondo a Pedro, pues su polla, como consecuencia de la morbosa situación, se había terminado poniendo a media asta.  

Cuando vi al chico cogerse el pene y comenzar a masturbarse, fui consciente de que hasta aquel preciso instante no había pensado en el Pequeño Nicolás como un hombre, es más, no había considerado que tuviera polla siquiera, ni que necesitara tener un orgasmo para disfrutar. El uso que los tres cocineros habían hecho de él, me llevo a imaginarlo como un ser asexual. Intenté ver su miembro viril, sin embargo, desde yo estaba, y con la mano en medio y tal, no pude calibrar muy bien su tamaño, pero, no sé por qué, supuse que no debía ser demasiado grande.

La visión del muchacho masturbándose mientras el cocinero taladraba su ojete con la práctica totalidad de su mano, propició que mi pulso se acelerara, al tiempo que notaba como mi sexo se hinchaba un poco más. No sabía que conclusión sacar de todo aquello, por un lado pensaba que era una bestialidad y que el pobre Nico, más tarde o más temprano, se resentiría del daño que el estaban haciendo; por otro, para mi sorpresa y estupor, mi mente veía todo aquello como una pieza más de una especie de puzle sexual en el que todo estaba permitido y estaba deseando salir de allí para acabar con el dolor que bramaba en mi entrepierna.

Pedro, como si fuera una especie de director de orquesta, indicó con la mano que tenía libre a sus dos jóvenes compañeros que se pusieran de píe.

—¡Pajearse encima de él y echarle toda la leche encima! — Su voz me sonó tosca y falta de esa amabilidad suya tan característica. Sin dejar de horadar el ano del muchacho con sus cuatro dedos, se cogió la morcilla con las manos y se puso a masturbarse de un modo que, sin estar falto de morbo, me resultó chabacano.

Nunca había visto nada tan guarro y tan libidinoso a la vez, los cuatro hombres se hallaban sumido en un baile de autosatisfacción y presentí que llegaba a  sus compases finales. Tomás y Elías lo hacían de pie sobre Nico con la intensión de bañarlo con su semen, el joven pinche se masajeaba el pene de un modo frenético mientras los dedos de Pedro, quien era el que me pareció menos centrado estaba en buscar su propio placer pues, aunque se acariciaba el miembro viril, lo hacía de un modo relajado y tenía los cinco sentidos en dilatar el recto de su joven compañero.

De buenas a primeras, de la boca del afeminado pinche escapó un bramido ininteligible, por la forma de moverse y las pequeñas convulsiones que se manifestaron por todo su cuerpo, no me fue difícil entender que había alcanzado el orgasmo.

El cocinero, como si estuviera aguardando aquello, sacó su mano de su interior, se quitó el guante, se colocó al lado de sus otros dos compañeros y los imitó.

El primero en bañar de semen al Nico fue Tomas. Su corrida, como todo en él, fue impresionante. El tío estaba hecho un verdadero toro. No solo los primeros trallazos fueron abundantes y salieron disparados de la punta de su polla a gran distancia, sino que estuvo eyaculando durante bastante tiempo.

Elías fue en segundo lugar, quien se comportó de un modo más tosco a la hora de echar el caliente líquido blanco. No solo se movía como si en vez de una polla tuviera una manguera en la mano, sino que dotó al momento de una ruda banda sonora, dejando salir de su boca multitud de palabras mal sonante, como si soltar aquellos guturales sonidos, le proporcionara intrínsecamente más placer.

Finalmente, Pedro terminó también eyaculando sobre el pecho del joven. De nuevo su rostro se volvió a llenar de una ansiada paz. Me lo imaginé como un enorme osito,  me entraron unas enormes ganas de abrazarme a su pecho y hundir tiernamente mi cabeza en él.

Durante un momento todos se quedaron parados, no sé qué pensamientos cruzaron por la mente de cada uno de ellos, pero todos hicieron algo parecido: Comenzaron a limpiarse, componerse la ropa y a recoger un poco la cocina. Llegado aquel momento comprendí que la fiesta se había acabado y que ahora era cuando más peligro corría de ser descubierto. La excitación de unos momentos antes, dio paso al pánico y sentí como una mano invisible oprimía mi pecho, hasta dejarme sin resuello.

Mas no tuve nada que temer pues los cuatro estaban tan preocupados en arreglar el pequeño estropicio que habían ocasionado y que nadie notara nada raro, que dedicaron todos y cada uno de sus sentidos a borrar las huellas de lo ocurrido.

—¡Ha estado muy bien! —Dijo el Pequeño Nicolás, rompiendo el silencio que se había autoimpuesto en la cocina de manera implícita.

Los dos más jóvenes miraron al mayor, aguardando que él fuera quien llevara las pautas sobre lo que había que decirle al respecto. El barbudo cocinero cogió el testigo que le habían largado sus compañeros con templanza, adoptó una pose bastante seria y se dirigió al muchacho.

—Sí, no ha estado mal, pero no te confundas, esto no se puede volver a repetir. Considéralo una especie de regalo de Reyes.

El afeminado pinche se quedó como si le hubieran echado un jarro de agua fría por encima, su semblante pasó de ser pletórico a una absoluta y profunda tristeza.

—No pongas esa cara chaval… —Prosiguió amablemente Pedro —Me refería a que esto no se puede volver a repetir en el trabajo, si Tomás y Elías tienen ganas de volver a hacerlo fuera, no voy a ser yo quien se lo censure.

Aunque la pequeña explicación de su jefe lo había tranquilizado, la alegría no había vuelto a las facciones del muchacho, tras tragar saliva y calibrar metódicamente sus palabras, preguntó:

—¿ Y tú por qué no?

El cocinero cabeceó un poco, como si le costara bastante contestar, como si a lo que se disponía a hacer mención le rompiera el alma por dentro. Suspiró profundamente, apoyó la palma de su mano sobre el hombro del muchacho y le dijo:

—¿Por qué va a ser alma de cántaro? Porque estoy casado y bien “cazado”. No me puedo arriesgar a que me pillen follándome por ahí a un tío.

—Entonces… si fuera por ti…

—Por mí, no habría ningún problema, ¡tenlo por seguro! De todas maneras, quien sabe, una de las veces que mi mujer se vaya al pueblo de su mujer con la niña, lo mismo te invito para que veas mi casa —Al decir esto último, se metió mano al paquete, dejando claro que es lo que iba a enseñar.

Todos rieron ante su burdo gesto.

Repentinamente, Pedro miró el reloj y, adoptando ese gesto suyo tan profesional, dijo:

—Bueno, vamos a dejarnos de monsergas, que nos quedan unas cuantas cosas por hacer todavía y estos van a estar ya aquí para cenar. 

Como si todo el mundo supiera de antemano lo que debía de hacer. Elías abrió la puerta trasera, Nico se despidió de ellos saludándolos con la mano y todos se dirigieron hacia la parte delantera, que era donde estaba el comedor, para terminar de poner las bandejas de comida en las vitrinas.

En cuanto vi la más mínima ocasión, salí de mi escondrijo, aunque sabía que ellos tenían más que perder que yo, preferí no jugármela y escapé de allí como alma que lleva el diablo. El espectáculo que había presenciado me tenía como en una nube, aunque seguía con las pulsaciones a mil por mil y las sienes me palpitaban punzantemente, ya no tenía el nabo tan duro y notaba como, cuanto más me alejaba de la cocina,  se iba vaciando paulatinamente de sangre. Hasta que no llegué a las inmediaciones del patio no me quedé tranquilo y mi corazón no volvió a su ritmo regular.

Conforme me acercaba a la zona donde estaba el resto de alumnos, el miedo fue dejando paso a la confusión y, en un intento de aclarar mis ideas, fui analizando todo lo que había visto en la cocina. Estaba claro que a Nico le gustaban los hombres, pero ¿y los otros tres? De pequeño había visto como algunos hombres a mi alrededor realizaban el sexo con otros, nunca había visto maldad en aquello, simplemente lo había visto como un juego. Sin embargo, situaciones como la del Genaro o la mía, me llevo a comprender que no tenía nada de lúdico y si de prohibido.

Sin embargo, ver como el personal de cocina se pegaba un homenaje sexual, me llevo a pensar que nuestra sociedad era la hipocresía personificada. Haciendo un esfuerzo, podía llegar a entender que las relaciones homosexuales fueran un sustituto de las “normales”, como le sucedía a mi amigo Gonzalo que se follaba al Bombilla porque no tenía mujeres cerca (o eso era al menos lo que él me argumentaba), pero lo que no podía llegar a entender es la planificación tan meticulosa con la que las tres de la cocina habían organizado lo de aquella tarde. ¡Jo!, estaba todo tan medido, los turnos, el día, la hora, etc. que al menos se deberían haber llevado un mes planeándolo.

Con más preguntas que respuestas en mi mente, me senté en uno de los pequeños bancos de ladrillos que había junto a la pista de baloncesto, con la única intención de que dejarme ver e intentar justificar un poco mi prolongada y reciente ausencia.

Los del segundo curso estaban jugando una especie de mini partido y había unos cuantos mirándolos. Al igual que ellos, puse cara de interesarme mucho los regates, los pases y demás, aunque en realidad me importaba una mierda.  No llevaba ni cinco minutos atentos al mundo del balón, cuando apareció Blas con su prole, por la malévola expresión de Rafa Castro y Fede, intuí que habían hecho una barrabasada de las suyas.  Gonzalo al verme, se acercó a donde yo estaba.

—¿Qué pasa tío? —Preguntó trivialmente.

—¿¡Qué pasa tío me vas a decir, cuando me has dejado más tirado que una colilla?!

—¿Te has mosqueao?

—No, ¡qué va! Me encanta que mis amigos me den de lado a la primera de cambio.

 

—Tío, ¿qué quieres que haga? Ellos no quieren que te vengas…

—Da igual… —Mi tono de voz era bastante agresivo, seguramente porque estaba soltando toda la adrenalina que había acumulado mientras estaba escondido en la cocina —¿Por qué no estás con ello ahora?

—Porque tienen que hablar no sé qué y Fede no quiere que me entere…

—O sea que no eres su colega de la muerte, que simplemente eres otro pringao más para que le lama el culo a Blas.  

Gonzalo puso cara de circunstancia y guardó silencio, como si hubiera dado de lleno en algo que le reconcomía por dentro.

—No son tan guay como ellos —Recalcó con cierto despecho.

—¿Qué te han hecho?

—Nada. Simplemente que me han tenido de vigila…

—¿De vigila? ¿De qué?

 Como única respuesta, miró el reloj y, tras comprobar la hora, me dijo:

—Después te lo cuento, voy a asearme un poco que ya va a ser la hora de la cena.

—Sí, yo también voy a subir a asearme un poco. Nos vemos en el comedor.

Mientras me lavaba las manos, las imágenes de los cuatro hombres follando en la cocina volvieron a asaltar mi mente y tuve una leve erección. Sopesé si contarle a Gonzalo lo que había descubierto en la cocina y llegué a la conclusión de que, a pesar de que era un buen tío, no era mucho de fiar, pues igual que me  había chivado lo sucedido en el dormitorio de Blas con el Bombilla, igual podría contar algo que yo le pidiera mantuviera en secreto. Por lo cual decidí que lo sucedido en la cocina sería algo que solo compartiría conmigo. ¿Qué coño habrían hecho esta gente para que Gonzalo se tuviera que quedar vigilando?

 

Continuará en: “Dartablas y los tres más rastreros”

 

Acabas de leer:

Juego de Pollas

 Episodio IX: Meter toda la carne en el asador

 

 (Relato que es continuación de "Fuera de carta"

Como siempre hago al pie de los relatos, me gustaría pedirte que dieras tu opinión al respecto.  El número de visitas y las valoraciones son importantes, pero conocer con tus propias palabras las sensaciones que he podido despertar en ti lo son más. Así que anímate y escribe algo. Son solo cinco minutos.

 

Si es la primera vez que entras en un relato mío con ganas de seguir leyendo más historias mías, en Enero publiqué una guía de lectura que te puede servir de ayuda y donde en el apartado “El acontecimiento terrible” podrás encontrar los links del resto de capítulo de la historia.

Sin más, paso a dar las gracias a todo aquel que hizo un comentario en el anterior relato,  Encuentros furtivos en el Internado”: A Riverito: Me alegro de que esta segunda oportunidad te haya servido para conocerlo; A mmj: ¡Qué contento me he puesto cuando he visto tu comentario! No te preocupes si no puedes comentar siempre, lo que si me gustaría es que me dijeras algo cuando te pongas al día. Un abrazo; ADanisanpedro91: La historia, por motivos de falta de tiempo, lleva casi tres años parada, espero poder seguir con ella en la medida que me sea posible. En cuanto al tiempo de lectura, te tengo que dar la razón, los relatos me quedan bastante largo, consuela saber que no se “hacen” largos; A Ozzo2000: La verdad es que, aunque no he añadido nada como otras veces, la historia gana al saber en el contexto en el que está metido. No te preocupes por Iván, que aunque la historia parece que pueda tener un final trágico (por aquello de la venganza de Debo) no más lejos de la realidad. El próximo, que ya estoy trabajando, te va a encantar (supongo). Un abrazo, tú también has estado un tiempo perdido y te he echado de menos y a Pepitoyfrancisquito: Creo que el día que describí a Benito estaba escuchando a la Jurado con aquello de “es un gran necio es un estúpido engreído”, porque más mala leche no puedo tener con el pobre. En cuanto a la Trotona, espero que se quede mucho tiempo en los campos de Pontevedra o se vaya a registrar las pollas por tamaño y forma (tal como hacia Pepito en el mercado. En menos de dos semanas hemos pasado de “hundir la flota” a rescatar barcos, no es lo ideal, pero a falta de pan buenas son tortas. Por cierto, este año de tres meses de vacaciones nada. Que en breve os voy a hacer trabajar otra vez.

Sin más, emplazaros para el próximo que será un episodio de “Los descubrimientos de Pepito” que llevará por título: “Pepito Bond descubierto”.

Hasta entonces, procurad disfrutad de la vida.

 

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