Estimado lector:
Te dispones a leer la cuarta parte de cinco de:
“La asombrosa historia de Luis Barcelona”.
Si la desconocías y tienes interés en leerla, te dejo los link de los tres primeros episodios
1Pensando con la punta de la polla
Si lo hiciste, a continuación te dejo un resumen de lo sucedido hasta ahora, para que te sea fácil ponerte al día.
La historia hasta el momento:
Primavera del 2014, Luís Barcelona, un político corrupto, vuelve a Madrid para encontrarse con Mónica, su amante, a quien conoció ocho años antes, pues era camarera del bar donde efectuaban los “trapicheos” con las empresas constructoras más importantes del país. Tras comprobar que su familia ha sabido salir del abismo donde él los metió. Sin querer rememora las circunstancias que le han llevado a donde está, de ser una persona de peso en la política a ser un convicto. Llegado un momento en el que ve agotada cualquier posibilidad de salir de la cárcel, con la ayuda de su abogado urge un plan de fuga que pasa por cambiarle el rostro. Con una nueva identidad, se despide de su antigua existencia. Su familia, Mónica y hasta su abogado se convertirían en pretérito en su nueva vida.
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Tras despedirme de Augusto, mi siguiente destino fue Venezuela. Un país con en el que España no tenía acuerdo de extradición y donde las relaciones de su gobierno con mi país no pasaban precisamente por su mejor momento diplomático.
Me instalé en Caracas, una ciudad como otra cualquiera y a la que me habitué enseguida. Lo único que me chocaba, y solo al principio, era la dicción de sus habitantes. Me daba la sensación de estar inmerso en el rodaje de una jodida telenovela. No obstante, con la cartera repleta de dinero, uno podía acceder a los mismos lujos y comodidades que el primer mundo, por lo que me terminé acostumbrado más rápidamente de lo que yo esperaba.
Me instalé en una urbanización de lujo, un paraíso de “very important people” donde abundaban los “hombres de negocios a secas”. Nadie sabía exactamente a que se dedicaba ninguno de sus vecinos y entre ellos había una especie de código no escrito para no sacar nunca el pasado a coalición. Pese a que era una comunidad plurinacional donde no se hacían preguntas sobre los orígenes de nadie, era más que obvio que tenía compatriotas entre ellos. Para los que somos españoles, por mucho que quien hable lo intente disimular, los acentos vascos, gallegos o andaluces son muy reconocibles y sus voces se convertían en un soplo de aire fresco entre tanto ciudadano de la Europa del este y tanto colombiano y mexicano.
Si alguna vez había fantaseado en cómo sería mi jubilación, la realidad estaba demostrando ser mejor: tenía más pasta de la necesitaba y mi única preocupación cada día era buscar la mejor manera de emplear todo el tiempo libre del que disponía. Barbacoas con los vecinos, fiestas nocturnas en las que no faltaba de nada, mujeres en mi cama de lo más apetecible y de la índole más variada… cualquier cosa que el dinero podía y no podía comprar. Cualquiera pensaría que tenía todo para ser feliz, pero no lo era, me faltaba algo y ese algo estaba a miles de kilómetros.
Dicen que todos tenemos una media naranja, alguien que completa nuestro yo personal de un modo peculiar. Ignoro si esa gilipollez tendrá su base científica o no. Lo que sí sé es que por más mujeres que me follara y por más que aumentara el nivel del sexo duro con ellas, ninguna era comparable a Mónica, ninguna me hacía sentir ese impulso irrefrenable de poseerla, ninguna convertía cada polvo en una fiesta especial, ¡no había otra como ella!
Tanto más pasaban los días, más la echaba de menos. Sabía que el simple hecho de pensar en ella era, cuanto menos, peligroso, pero, irremediablemente, no la podía sacar de mi cabeza. Era tanta mi obsesión con Mónica que, yo que en la cama suelo tener bastante aguante y tal, empecé a sufrir gatillazos un día sí y otro también. Con lo que el sexo en compañía más que un placer, comenzó a ser un suplicio. Únicamente llegaba al clímax cuando imaginaba estar en su compañía y, como si fuera un adolescente, me entregaba a las prácticas onanistas, convirtiéndose la masturbación en un ritual más habitual del que hubiera preferido.
De creerme un hombre afortunado, pasé a sentirme el más desgraciado en la faz de la tierra. Sonreía con los labios, pero no de felicidad. En mis ojos brillaba una frustración cada vez mayor. Esa frustración presagiaba que la tristeza que me carcomía por dentro, saldría más pronto que tarde al exterior y arrasaría con el estado de bienestar que me rodeaba.
En un hábitat donde la amistad se basaba en rentables conveniencias solamente, una soledad interior me golpeaba cada mañana al despertarme y daba igual si al lado tenía una tía despampanante o no. Intentar echar un polvo era lo más descorazonador del mundo, si no pensaba en ella, no se me ponía dura y si pensaba en ella, después de correrme me invadía una inconmensurable nostalgia.
Sopesé incluso visitar a un loquero con quien compartir mis demonios interiores, pero sospechando que se limitarían a tomar notas en una libreta y a atiborrarme de Prozac, desestime la idea. Lo que más añoraba de estar con ella era sentirme vivo y no entraba en mis planes unas píldoras que me convirtieran en una especie de muerto viviente.
Como todas las locuras, la idea de traérmela conmigo se me ocurrió de un día para otro y pasé de verlo como un imposible, a algo plenamente realizable. Siguiendo las mismas tácticas indetectables de mi fiel Augusto, lo primero que hice fue comprar dos móviles de prepago (uno para ella y otro para mí), los cuales pagué en efectivo. Cogí un tren y me fui hasta la ciudad de Santa Lucia con la única intención de enviarle a Mónica el paquete con el teléfono. Para que supiera que era yo quien se lo enviaba, le adjunté una tarjeta de visita con el número que debía marcar y le escribí en ella nuestra pequeña clave: “¿Nos encerramos en el baño?”.
A pesar de que en la oficina postal me dijeron que tardaría en llegar a Madrid entre diez y quince días, transcurrió casi un mes y no obtuve contestación alguna por parte de ella. La espera se me hizo tan insoportable que, suponiendo que el paquete se había perdido, estuve tentado de repetir la operación. Más no hizo falta, porque aquel mismo día recibí la llamada de la mujer de mis sueños.
—Hola
—¿Luis? —Su voz al escuchar la mía sonó tan apagada, como desconcertada.
—El mismo, guapísima.
—¿Estas vivo?
—Sí, cariño, lo que tienes en la mano es un teléfono móvil, no una guija —Respondí con cierto sorna, intentando tranquilizarla.
—Pero es que… en las noticias dijeron que habías muerto… que los rumanos te habían asesinado…
—Las noticias de mi muerte han sido exageradas.
Un agobiante silencio fue su única respuesta, intenté salir de aquella incertidumbre gastándole una broma:
—Al menos podrías decir que te alegras de que siga vivo…
—¡Por supuesto que sí, hombre! Pero es que me he quedado sin palabras… ¡Es todo tan extraño! ¿Por qué no has llamado antes? ¿Tienes idea de lo mal que lo he pasado durante todo este tiempo? — Las palabras salieron escopetadas de su boca, como si las ideas bulleran estrepitosamente en su cabeza y no fuera capaz de frenarlas. Su tono pasó del desconcierto al reproche puro y duro. Dejando ver en sus palabras una más que evidente irascibilidad.
—Lo entiendo… y lamento no haberte llamado antes, pero es que todo se volvió demasiado complicado.
Por su forma de comportarse conmigo, supuse que no había otro hombre en su vida, pues de ser así, habría sido lo primero que me habría contado. Con la seguridad que da no haber sido sustituido por otro, a pesar de todo el tiempo que había transcurrido, comencé a hablar con ella con cierta tranquilidad.
Le relaté mi fuga, sin entrar en demasiados detalles. A decir verdad solo le conté lo del cambio de cadáver y lo de la cirugía estética. Pese a que con solo escuchar su voz se me levantaba la tienda de campaña de la entrepierna, la vida me había enseñado a ser desconfiado. Una cosa era dejarse vencer por el deseo y otra bien distinta era aquello de sincerarme al cien por cien con ella. La verdad es de los bienes más preciados que existen y quien la dice se suele quedar sin ella.
Le ofrecí unirse a mi nueva vida y Mónica aceptó sin reservas. Como había aprendido que no se podía confiar en nadie plenamente, en vez de darle la dirección de mi refugio de alto standing, decidí ir a recogerla a Madrid. Con mi nuevo rostro y mi nueva identidad nadie podría sospechar quien era en realidad: el Ali baba de los corruptos. De este modo mataba dos pájaros de un tiro, la recogía a ella y veía como le iba a mi familia, aunque fuera por última vez. Pues tengo más que claro que no voy a volver a correr otra vez el alto riesgo de regresar a España, por mucho que eche de menos a mis hijos, máxime con lo fría y distante que se había vuelto nuestra relación en los últimos años, y eso antes de que me detuvieran por prevaricación. No quiero ni pensar cuál será el concepto que ellos tendrán de mí ahora.
Fiel a mi dogma de “tanto vales tanto gastas” y con la única intención de deslumbrar a mi chica, reservé una suite en el hotel Ritz de Madrid. La “visita” a mis hijos y a mi ex mujer me ha servido para comprobar que, a pesar de todo lo que hice, les va bien y el plan de contingencia económica que había previsto para ellos ha funcionado. Con la conciencia más tranquila, he llamado a Mónica para comunicarle el lugar de nuestra cita.
He hecho que me traigan una botella de champan del más caro, fruta fresca y unas ostras. He dejado el carrito que lo contiene al lado de la cama, quiero que el momento de nuestro reencuentro sea lo más perfecto posible. Si no fuera suficiente con tanto agasajo, para prolongar más el momento sexual, me he tomado unas píldoras que me consiguió un vecino de Caracas en el mercado negro. Estoy tan ansioso por verla que, al comprobar que se retrasa un poco, he comenzado a dudar de si vendrá o no.
El sonido del teléfono móvil me saca de mis cavilaciones: es mi chica.
—Ya estoy aquí.
—Habitación seiscientos doces. Cuando llegues da un par de toques en la puerta —Digo envolviendo a conciencia mis palabras en un halo de misterio.
Hay momentos en nuestra vida que no por largamente esperados, se convierten en menos satisfactorios. Llevo más de tres años sin ver a la que, para mí, es la mujer más hermosa del mundo y simplemente oír su voz consigue que la polla se me ponga dura como una piedra.
Unos minutos después, sus nudillos golpean suavemente la madera de la entrada. Estoy tan nervioso como un niño el día de su cumpleaños. Abro la puerta y su sola visión me tranquiliza. Se ha maquillado y peinado a consciencia, una tenue capa de cosmético cubre su cara destacando aún más su natural belleza. Lleva la melena suelta, dejando que sus negros rizos descansen sobre sus sensuales hombros. Compruebo que todavía conserva uno de los vestidos carísimos que le regalé, uno ajustado y negro que acentúan la voluptuosidad de sus curvas y muestran sus sensuales piernas en la justa medida. Tenerla ante mí, me recuerda lo mucho que me gusta este ejemplar de mujer y que ha merecido plenamente el riesgo de volver a España.
Nada más cierro la puerta de la habitación, se me queda mirando absorta, sin decir palabra alguna.
—Hola cariño —Recalco moviendo la cabeza como un imbécil —, soy yo.
—Sí, la voz y el cuerpo son los mismos… —Casi temerosamente, acerca sus dedos a mi rostro y los posa sobre él, como si necesitara cerciorarse de lo que ve. Permanece en silencio unos segundos, para, con voz temblorosa, añadir —, es tan distinta.
— A mí también me costó trabajo acostumbrarme…
Sin motivación aparente, su gesto se trunca en un mar de irascibilidad y me abofetea. Cojo su mano entre mis dedos, la acaricio tiernamente y le pregunto:
—¿A qué ha venido eso?
—Te lo debía por los tres largos años que he pasado. No sabes lo desesperanzador que fue levantarme por las mañanas y saber que no te vería más —Su voz parece agrietarse y un presagió de llanto brilla en sus ojos.
—No tuve más remedio que hacer lo que hice —Abro mis brazos y la invito a que se refugie en mi pecho.
Percibir el calor de su rostro sobre mi tórax es lo más hermoso que me ha pasado en los últimos años, si las gilipolleces como el amor tuvieran una parcela en mi corazón, sensaciones como estas serían lo más parecido que podría sentir. Mónica yergue la cabeza, la tristeza se ha borrado de su cara, me mira a los ojos directamente y me dice:
—Ha sido escuchar los latidos de tu corazón, y no tener duda alguna que eras tú, pero es que estás tan cambiado…
—Lo sé, pero no te queda más remedio que acostumbrarte. A todo eso, ¿qué te parece mi nueva apariencia?
—¡No está mal! Aunque me gustabas más de antes, si sigues siendo el mismo portento en la cama que eras y el exilio no te ha cambiado —Al decir esto el sarcasmo baila en sus palabras y en sus ojos brilla la lujuria—, ten por seguro que no tendré nada que objetar al puñetero cambio.
—Eso es fácil comprobarlo —Le respondo mordiéndome lascivamente el labio inferior.
Sin darme tiempo a reaccionar, se abalanza sobre mí, anuda los brazos a mi cuello y me besa apasionadamente. ¡Dios, como he echado de menos el sabor de sus labios! Instintivamente pego mi cuerpo al suyo y al mismo tiempo que sus pezones se clavan en mí, dejo que la dureza de mi entrepierna se restriegue contra su pelvis.
Ni que decir tiene que la ropa nos dura puesta escasos segundos y, al igual que el día que nos conocimos, un irrefrenable apetito sexual nos invade. Estoy tan loco de deseo por acariciar sus pechos, que casi le arranco el sujetador de cuajo. Es notar la firmeza de su piel bajo mis dedos y tengo la misma puta sensación de que me estuviera corriendo de gusto. Sin meditarlo ni un segundo, escondo la cabeza entre sus tetas y comienzo a besarlas como un poseso.
Ella, por su parte, ha metido la mano bajo mi slip y juguetea con mi verga, primero de un modo delicado. Al percibir como mi lengua hace círculos sobre sus prominentes senos, infringe más fuerza a su muñeca y comienza a masturbarme de un modo que roza lo compulsivo.
Anhelante por meterme en su interior, la empujo suavemente sobre la cama y, una vez tendidos sobre ella, sigo lamiendo la aureola de sus pezones, los cuales se endurecen a cada toque de mi lengua. Preso del deseo, le bajo las braguitas y busco con mis dedos la entrada de su gruta. Está húmeda a más no poder. Introduzco el indicé en su interior, dejo que este se impregne de sus jugos vaginales y después, como si de un acto reflejo se tratara, lo llevo a mi boca para chupar golosamente el delicioso fluido.
Es paladear el delicioso manjar y la cordura deja de ser la dueña de mis actos. Me agacho ante ella y hundo mi cabeza entre sus muslos con la única intensión de aspirar el perfume de su coño. Un exquisito y libidinoso aroma invade mis papilas olfativas, corroborando las razones de mi sinrazón. Poso mi nariz sobre su vello púbico y la humedad de mi boca se une con la de su gruta. Un único propósito palpita en mi cabeza: degustar aquella ovalada fruta. Aparto delicadamente los labios vaginales, como si se trataran de los pétalos de una flor y froto mi lengua sobre su clítoris, cada lametada es correspondida por un placentero quejido de Mónica. Comprobar que aún soy capaz de dar placer a aquel bellezón, alimenta tremendamente mi vanidad. Mi amor propio crece de tal modo que me llego a creer que, para la hembra que tengo ante mí, soy el mejor de los machos.
—¡ Cariño, súbete a la cama!, no sabes las ganas que tengo de tenerla en mi boca…
Como ni quiero dejar de acceder a sus caprichos, ni estoy dispuesto a renunciar a seguir saboreando aquella deliciosa ambrosia, nos acoplamos rápidamente en un improvisado sesenta y nueve. No sé qué me pasa con esta mujer, ha sido notar el calor de sus labios sobre mi capullo y un colosal placer ha invadido mis sentidos. Me excita tanto y un de un modo tan intenso que, a pesar de la droga para retardar la eyaculación, tengo que concentrarme enormemente para no terminar vaciándome en su boca.
Ajena a que me estoy acercando a la cumbre del placer, Mónica sigue dándome con la lengüita en los pliegues del prepucio, sus caricias me hacen tanto bien que tengo que hacer un tremendo esfuerzo para no correrme. No obstante, sobrepasado el momento inicial, mi cuerpo parece haberse acostumbrado a las gratas sensaciones y aunque sigo disfrutando como un enano de la señora mamada que me está proporcionando, tengo la agradable sensación de que tardaré un buen rato en alcanzar el orgasmo. Libre del fantasma de una eyaculación precoz, prosigo dejando que mi lengua se interne en su palpitante y húmeda vagina.
He de reconocer que el sesenta y nueve es una de las posturas que más me agradan, y aunque con una buena hembra no le hago ascos a ninguna variedad sexual, he de admitir que es una de las posiciones con la que más disfruto. Cuando follamos solo controlamos nuestro placer, ignoramos hasta qué punto disfruta ella (bueno tenemos una idea, pero egoístamente estamos más concentrado en nuestro goce particular), con el sexo oral es más fácil medir el placer que damos y según sea la respuesta obtenida dosificarlo o intensificarlo. Si al mismo tiempo que nos comemos un buen coño, nos hacen una excelente mamada, el placer que nos dan lo devolvemos con creces y, paulatinamente, entramos en una satisfactoria espiral que parece no tener fin.
Entre las muchas cualidades de Mónica, está la de saber comerla como Dios manda. Ella no me coge la polla y se la mete en la boca con la única intención de que me corra, ella procura que yo disfrute a toda costa. Cuando me la chupa, sus labios parecen querer fusionarse con los pliegues del erecto tallo de mi miembro viril. Aunque suele hacer gala de una amplia variedad de técnicas, lo que mejor se le da es la de improvisar y en este momento, para satisfacción particular mía, se está dejando llevar como nunca antes.
Lo primero que ha hecho es succionar mi glande como si se tratara de una bola de helado, lamiendo cada milímetro de mi verga como si no hubiera otra cosa mejor en el mundo. Ha paseado la lengua por las venas del tronco, al tiempo que jugueteaba con el escroto. Se la traga hasta el fondo y la retiene unos segundos dentro de su boca, dejando que el capullo roce su campanilla. Todo ello, orquestado hábilmente de modo que el momento culminante no me visite y mi esencia vital no termine inundando su insaciable boca.
Yo, por mi parte, sirviéndome de mis dedos dejo bien a la vista su clítoris, dirijo mi boca a él, lo atrapo entre mis labios y comienzo a lamerlo muy despacito. Con la cabeza pegada a su entrepierna, sitúo mis manos de forma que puedan agarrar la parte exterior de sus muslos y aumento de forma gradual la velocidad de movimientos de mi lengua, de izquierda a derecha para producir un mayor frotamiento contra su botón de placer. Cuando lo considero oportuno inicio unos movimientos circulares sobre el rosáceo piñón para, finalmente, endurecer mi lengua todo lo que puedo y presionar sobre él. Mónica, incapaz de soportar tanto gozo, se saca mi verga de la boca, gime como una perra y me grita entre jadeos:
—¡Luis, no puedo esperar más! ¡Fóllame!
Me salgo de entre sus piernas, me recuesto sobre el respaldo de la cama y la invito a sentarse sobre mí punzante masculinidad. Se encuentra tan húmeda que mi pene resbala sin dificultad a su interior, apoya sus manos en mi hombro y comienza a cabalgarme de un modo tan salvaje como sensual. Con el cerebro enmarañado por la magia de la lujuria, no me queda otra que relajarme y dejar que el coño de mi chica haga con mi polla lo que le plazca. Me siento en el séptimo cielo y la visión de su cuerpo con sus pechos danzando libremente a escasos centímetros de mis ojos, me convencen plenamente de que la descabellada idea de volver a España es lo mejor que se me ha ocurrido en muchísimo, muchísimo tiempo.
Las paredes de su sexo plegándose en torno a mi verga y al ritmo de su incesante galopar, van a conseguir más pronto que tarde que mi cuerpo se hunda en el máximo placer. Me niego rotundamente a que un momento tan largamente esperado concluya de manera tan súbita. Delicadamente aparto sus manos de mis hombros y, silenciosamente, le pido que detenga su trotar sobre mi pelvis. Cuando se saca mi cipote de su interior, la abrazó contra mi pecho y la besó con toda la ternura que soy capaz de dar
Sin dejar de mantener unidos nuestros labios, nos vamos incorporando poco a poco. Una vez estamos de rodillas sobre la cama, me coloco tras de ellas y mordisqueo sus hombros de un modo netamente sensual. La oigo ronronear como un gatito y paseo mis labios por su espalda hasta llegar a sus nalgas.
Me acomodo como puedo entre sus pantorrillas, hundo mi cabeza entre sus muslos y los cubro de mimos. La empujo levemente hacia delante y separo con mis dedos los firmes cachetes con la única intención de localizar el rosado agujero. Una vez lo encuentro, este se me muestra como el más apetitoso de los frutos y, en recuerdo de nuestro segundo vis a vis, froto compulsivamente mi lengua contra el estrecho y caliente orificio.
Mónica, al sentir el roce de mi paladar contra su ano, comienza a gemir descontroladamente. Lleva una mano a uno de sus senos y aprieta este fuertemente, mientras que, con los dedos de la que le queda libre, aprovecha para frotar su botón de placer.
Prosigo impregnando de saliva el lujurioso orificio, al tiempo que, y con la única intención de empaparlo de sus jugos vaginales para que haga las veces de lubricante, uno de mis dedos acompaña a los suyos en el interior de su vulva.
El primer dedo, excitada como está, entra en su ano sin ningún problema, el segundo tarda un poco más en hacerlo y cuando consigo introducir el tercero, tengo claro que aquel agujerito está preparado para contener algo de mayor grosor.
Mentiría si no dijera que ese pedazo de mujer me tiene absolutamente hechizado, pero si hay algo que me hace perder el control por encima de todas las cosas, es encularla. Imaginar que mi polla profana su retaguardia hace que el corazón me lata más deprisa y un deseo irrefrenable me domine.
A pesar de la buena preparación a la que la he sometido para dilatarla, tengo la sensación de que mi verga tendrá que hacer las veces de un ariete para conseguir derribar las defensas de su estrecha entrada trasera. Al principio se resiste un poco, pues su esfínter tarda un poco en adaptarse bastante al tamaño del invasor (con lo que puedo suponer que nadie ha usado este agujerito en mi ausencia). No obstante, una vez consigo que gran parte de mi pene entre, noto como las paredes de su recto se contraen contra mi viril estaca y, dando lugar a una especie de simbiótica satisfacción, concluye dejándola pasar en todo su esplendor.
Al comprobar como la babeante bestia de mi entrepierna entra y sale sin apenas dificultad, acelero el ritmo de mis caderas, como si con cada envite pudiera introducir una porción más de mí en el interior de aquella hermosa mujer, como si con cada golpe de mis caderas mi cuerpo se fusionara con el suyo. Mónica sigue masturbándose frenéticamente y encorvando su espalda, para facilitar que mi trabuco la logre atravesar un poco más en cada estocada.
A pesar de las pastillas, siento que mi cuerpo está loco por correrse así que una de las veces que percibo como ella cae presa con las convulsiones propias de un orgasmo, la acompaño y vacío un incontenible geiser de esperma en su interior.
Intento compartir el momento de éxtasis con ella, sin embargo se zafa de mi abrazo sutilmente, se levanta y se va para el baño. Supongo que es debido a cualquier contingencia propia del sexo anal, por lo que no me llama la atención cuando la veo coger su bolso.
Complacido y extenuado por igual, me tiendo sobre la cama. Me adormilo pensando que, a pesar de mis cincuenta y tres años, todavía soy capaz de hacer disfrutar a un bomboncito como Mónica. No sé qué tiempo dura mi amodorramiento, sólo sé que me despiertan unos golpes en la puerta.
Como si fuera un autómata, cubro mis vergüenzas con la bata y me dirijo hacia la entrada de la habitación.
—¿Quién es?
—Servicio de habitaciones.
—Ya me han traído todo lo que pe… —Es descorrer el pestillo y las palabras se atascan en mi garganta, ante mí tengo la mayor de mis pesadillas: un grupo de seis o siete hombres apuntándome con una pistola, los dos primeros visten ropas de calles y los demás el uniforme reglamentario del cuerpo de policía.
—¡Bonifacio Robles, queda usted detenido por falsedad documental!
Instintivamente vuelvo la cabeza hacia detrás buscando a mi chica, intentando protegerla de todo aquel embrollo y lo que me encuentro destroza mi mundo por completo: la mujer de mis sueños, completamente vestida, apuntándome con un arma y gritándome:
—¡No se mueva, sino quiere que le dispare!
Finaliza en: “La más zorra de todas las zorras”