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La duquesa del coño insaciable (3 de 4)

en Parodias

Interrumpo la grabación, lo que queda por escuchar de la sesión no me parece nada interesante. Las sesiones siguientes fueron claves para entender el verdadero problema en que se encontraba la Duquesa: escuchar las tres jodidas palabras la convertían en una “perra salida” y no le importaba dónde estuviera, ni con quién, mi paciente daba rienda sueltas a sus más bajos instintos, lo que le suponía en la mayoría de los casos un arresto por escándalo público, una primera plana en la prensa rosa y algún video tórrido en la red.

Para evitar que todos estos estropicios fueran lo habitual en su día a día, contrató los servicios de dos exmilitares que hacían las veces de guardaespaldas: Iván y Ramón.

Iván era de uno de los países que formaban parte de la antigua Unión Soviética (Lituania o Letonia, no lo tengo claro). Era un rubio de piel clara,  metro noventa  y ojos claros. A pesar de ir siempre trajeado, se intuía  que el cabrón estaba  hecho un armario.

Ramón era madrileño. Al igual que su compañero rondaba los dos metros de altura y una parecida complexión física. A diferencia del lituano o letón, su piel era oscura al igual que sus cabellos, que salvo por unas tímidas canas,  era negro como el azabache.

La función de estos dos fornidos hombres era la minimizar los riesgos de su jefa ante cualquier acontecimiento de aquel tipo, del mismo modo que si se tratara de un atentado contra su persona o cualquier otra situación límite. El protocolo era siempre el mismo, sacarla por las buenas o por las malas de los lugares públicos y a continuación proceder a sedarla para evitar que la cosa fuera a más. Sin embargo,  lo que en principio parecía una solución, no hizo sino agravar el problema.

Las secuelas que en su psiquis dejaban el reprimir, una y otra vez, los sórdidos instintos que despertaban las tres palabras de los cojones en la Duquesa, eran evidentes. Cada vez estaba más deprimida y la juventud de su rostro parecía desvanecerse ante la sombra de una tristeza, para mí entender, demasiado profunda.

Estaba claro que o mi terapia para conseguir revertir el proceso de la sugestión tenía éxito pronto, o me veía tratando a la de Sotomayor de una depresión de camello. La única solución que se me ocurría es que no refrenara sus apetitos sexuales, ¿pero cómo? Cualquier remedio era más inapropiado que el anterior y todos ellos me parecían  más producto de la desesperación que de la ciencia. Tras dos meses de sesiones me encontraba ante un callejón sin salida y completamente desmoralizado,  y así se lo hice saber a Cristina. La conversación de aquella tarde, la recordaré mientras viva.

—O sea, que si persisto en frenar los impulsos que las tres palabras despiertan en mí, usted piensa que a la larga puede acarrearme consecuencias psicológicas. ¡Suena horrible!

—La verdad es que sí… —Mi voz sonó apesadumbrada, dejando ver un sentimiento de culpa.

—¡Vaya loser!—gritó de un modo desagradable pero vacío de emotividad; era tan dada a guardar las apariencias que era incapaz de mostrar sus sentimientos—. Vengo a su consulta para que me solucione un problema y no solo no ha conseguido nada, sino que puedo acabar peor…

—La hipnosis a la que sido inducida es muy potente —intenté justificarme.

Se quedó pensativa durante un momento, como si su cerebro conociera la puerta de emergencia para salir de aquella contingencia.

—Puede hacer el favor de decirle a mis guardaespaldas que pasen.

La observé durante unos segundos y estuve a punto de decirle que no era ninguna de sus criadas, pero dado el desaguisado en que estaba metido, decidí tragarme mis palabras y llamé a Iván y Ramón.

Los dos hombres entraron en mi consulta con un gesto de preocupación en sus rostros torvos. La Duquesa se dio cuenta de ello, con una pasmosa naturalidad y sin incorporarse siquiera del canapé se dirigió a ellos en un frívolo tono:

—¡No ocurre nada! Es el doctor, que tiene que explicaros una cosa.

La miré haciendo un mohín extraño, a lo que ella, tomando las riendas completamente de la situación y adelantándose a cualquier pregunta, me dijo:

—¡Vamos, cuénteles lo que me estaba comentado!

Si exponer mi teoría ante Cristina había sido descabellado, la idea de hacerlo ante sus musculosos guardaespaldas me pareció surrealista. Escruté el rostro de mi paciente por si había intenciones ocultas en su petición pero, si las había, las tenía escondidas bajo su habitual expresión marmolea de saber estar.

Poco a poco y haciendo mil y un esfuerzo porque no se me trabara la lengua, presenté una a una mis jodidas  conclusiones ante los robustos guardaespaldas. No había concluido del todo y la requetepija de la Duquesa me interrumpió:

—Sé que suena súper horrible, pero lo que el doctor quiere decir es que cuando me den los ataques esos que me dan, no me deberéis de sedar, sino llevarme a un sitio tranquilo donde vosotros podáis  calmar “mi enfermedad”.

Aunque lo escuchaba mi mente era incapaz de asimilarlo por completo. La mujer de sangre azul que tenía ante mí, le estaba pidiendo a sus hombres de confianza que follaran con ella. ¡Así, sin más, sin “anestesia”!

Si aquello me dejó atónito ver cómo ambos asentían sin ningún pudor ante la insólita solicitud de su jefa, rompió todos y cada uno de mis esquemas preestablecidos sobre lo que la gente hace para conservar un puesto de trabajo. “La crisis esta, que está siendo muy, pero que muy jodida…” —pensé. Bueno, creo que ayudó mucho,  el que Cristina a sus casi cuarenta años siguiera siendo una mujer de bandera, porque imagino que no sería lo mismo si aquella extravagante petición la hiciera la Duquesa de Cornualles, Camila Parker (Ya se sabe: Siempre ha habido clases para estas cosas).

La siguiente semana cuando los dos hombres acompañaron a su jefa a mi consulta, me pareció vislumbrar un gesto de satisfacción en sus mal encarados rostros y mi suspicacia no estaba mal encaminada, pues la sesión de aquel día estuvo aderezada por las fogosas relaciones de la sugestionada dama con Iván y Ramón, a veces  de uno en uno,  pero la mayoría de ellas formando un ardiente trio,  y todas bajo el influjo de las putas tres palabras.

Pese a que el ánimo de Cristina había dado un giro de ciento ochenta grados, me escamaron bastante las numerosas veces que se vio forzada a ello (más que de costumbre), incluso llegué a pensar que los dos ex militares habían forzado la situación. El caso es que la única utilidad para mí  de  la hora de charla de aquel día,  fue  poder entrever que, en el asunto de su hipnosis, la de Sotomayor se callaba más de lo  que contaba.

La frustración me agobiaba, pues me encontraba en una especie de encrucijada sin salida; volví a releer una y otra vez el sinfín de notas sobre mi paciente y hoy, con la sabiduría que da conocer acontecimientos posteriores, pienso que cómo  coño pude pecar de  ser tan ingenuo, pues todas las  jodidas piezas estaban delante de mí y solo me quedaba encajarlas.

Como no veía ningún avance en su caso, decidí aumentar el número de horas de terapia a dos semanales, pero como el que lava y no enjuaga: la Duquesita de Dios seguía igual (diría que su único cambio fue una esplendorosa sonrisa de oreja a oreja) y yo, bastante lejos de revertir la sugestión que la atormentaba.

A pesar de que estuve a punto de rendirme o pedir la ayuda de otro profesional, se me vino una  idea, tan disparatada como insólita: ¿Y si observaba las reacciones de Cristina en un entorno cerrado y planificado?

Dado que  sus guardaespaldas calmaban con asiduidad los deseos que despertaba  la hipnosis inducida en ella, consulté a mi paciente si quería someterse al experimento. Ella accedió diciendo: “¡Me parece súper bien! Todo sea por dejar atrás este episodio de mi vida. Además así no tendrá que imaginarse nada y lo podrá ver de primera mano. Ni Iván ni Ramón creo que tengan nada que objetar al respecto… ¡Para eso les pago!”

La sorprendente tranquilidad con la que accedió a que la filmara teniendo relaciones con sus dos guardaespaldas, no me sobrecogió tanto como la trivialidad con la que impregnó a sus palabras. Estaba claro que su consciencia y su moral   se amparaban en que no era dueña absoluta de sus actos, pero tampoco era ninguna excusa para que fuera tan descarada.

Nunca olvidaré lo sucedido aquella tarde(a ello creo que ha ayudado mucho, el sinfín de veces que he vito la grabación que efectué), no fue lo mismo escuchar sus libidinosas palabras que verlo ante mis ojos. El famoso video de Internet no  hacia justicia ni al cuerpo tan hermoso que poseía Cristina de Austria, ni al fuego que crecía en su interior cuando se convertía en una copia de Tracy Lord.

Anulé todas las citas de aquel día y centré todos y cada uno de mis sentidos en conseguir que la extravagante idea diera su fruto. Lo primero que hice fue agenciarme una buena cámara,  de esas digitales que consiguen buenas imágenes incluso con poca luz.

Lo siguiente  fue preparar  mi despacho  para la ocasión, saqué todos los muebles de mi consulta a excepción de mi sillón, de la enorme mesa y las estanterías, y coloqué en el centro una improvisada cama de agua de dos metros de largo por dos de ancho. Cambié las luces blancas  por unas de tonos azules apagados que aportaran más intimidad. Añadí unas velas aromáticas por aquello de dar mejor ambiente. Quería que por nada del mundo la de Sotomayor se sintiera incomoda y que todo saliera perfecto.

En el momento que llegó mi paciente, los nervios carcomían mi animosidad. Nunca había hecho nada así y no sabía siquiera si podría controlarlo, ni en qué medida. Su gesto frío y altanero en lugar de calmarme, me exasperó un poco. A pesar de que está de toma pan y moja,  esta mujer siempre ha tenido  el  maldito don de sacarme de mis casillas, y parafraseándola a ella: “O sea, no es que me toque los cojones, sino lo siguiente”.

Su indumentaria de aquella tarde me sorprendió un poco: vestía una camisa blanca de seda con un diseño parecido a las masculinas,  una falda marrón de tubo, sus piernas estaban envueltas en unas cálidas medias  de color carne y calzaba unos zapatos negros de tacón de aguja. Aun así, lo que  más llamó mi atención fue su peinado, llevaba su cabellera rubia en una  especie de recogido que le daba un aspecto entre ejecutiva y secretaria. Incluso su maquillaje me parecía más llamativo.  Tuve la sensación de que todo en ella  estaba milimétricamente estudiado, con la única intención de que su aspecto tuviera un aspecto netamente sensual.

Tras un escueto y frío saludo, tanto ella como sus guardaespaldas pasaron a la consulta y si les gustó  o no cómo había decorado mi despacho para la ocasión, no dijeron nada y aguardaron, de un modo casi ceremonial, a que yo dirigiera el experimento. Interpretando el papel de que lo tenía todo bajo control, dispuse la cámara para la ocasión y me senté en mi sillón habitual, no sin pedirles a los hombres que actuaran como si yo no estuviera, que nada de lo que pasara transcendería las cuatro paredes de mi consulta. Me miraron de forma impersonal y asintieron sin darle la mínima importancia a mis aclaraciones.

Ordené mis ideas y me atrincheré tras el objetivo de la cámara, mi único propósito era pasar desapercibido ante lo que allí se pudiera gestar. Tragué saliva y un sabor agrio llenó mi esófago, lo que hacía era netamente peligroso para mi carrera y si algo de lo que allí se disponía a suceder se sabía, me veía (y en el mejor de los casos) aprendiendo  árabe, convirtiéndome al puto Corán y haciendo  terapias de grupo al harén de un acaudalado jeque Saudí. Fuera como fuera, mi vida profesional estaría acabada.

Seguidamente, la atractiva Duquesa se dirigió hacia la cama de forma presuntuosa, me pareció intuir cierta provocación en su caminar, pues movía las caderas de un modo voluptuosamente sensual. Se quedó de pie junto al lecho,  aguardando el comienzo de un modo solemne, como  si se tratara de un acto largamente ensayado.  Tanto la implícita lujuria que descubría en cada uno de sus movimientos, como su actitud de aparente pasividad  afrontando que las fatídicas palabras fueran pronunciadas, despertaron sin querer mi suspicacia y mi radar especial “de aquí hay gato encerrado” se puso en funcionamiento.

Miré a los dos apuestos hombres que la acompañaban, en su cara no había gesto de afección alguna, solo un fruncido ceño  vestido de frialdad. Daba la sensación de  que el  hecho de ser filmados en posturas obscenas no les importaba lo más mínimo; es más, llegué a suponer que encaraban aquello con cierta habitualidad.

Uno a uno, los fonemas que despertaban la conducta inducida bajo hipnosis salieron de mi boca y automáticamente el rostro de Cristina cambió como si estuviera poseída por algún ente extraño. Sus ojos parecían querer salirse de las cuencas, sus pómulos se contrajeron en indescriptibles muecas y sus manos, sudorosas,  se tocaron impúdicamente los pechos. De improviso, pasé de tener delante a  una modosita Hannah  Montana a una desbocada Miley Cyrus.

Sus empleados la observaron sin pestañear durante unos instantes, para poco después buscar la mirada del otro y con un gesto de complicidad casi imperceptible, se pusieron de acuerdo en cómo debía de actuar.

La controvertida Duquesa se sentó sobre el improvisado lecho, con desdén soltó su cabello  y, acto seguido, agitó levemente su rubia melena al aire. Abrió las piernas de modo provocativo y seguidamente  se remangó la  falda marrón que llevaba, hasta la ingle y se desprendió de las medias,  dejando ver con ello unos contorneados muslos sobre los que reinaban unas diminutas  braguitas rojas de encaje.

Movió la cabeza de un modo casi felino, a la vez que paseaba su lengua por la comisura de sus labios y manoseaba sus pechos. Seguidamente, desabotonó su blanca camisa hasta la cintura, se acarició su vientre al tiempo que hacia círculos con su índice en el ombligo de un modo que invitaba al placer.

Se desprendió de la prenda de vestir de un modo sutil, casi elegante, mostrando un tórax  y unos hombros tan hermosos como delicados. Sus redondos pechos parecía que pugnaran por salir, bajo la tela del sujetador que los oprimía. Volvió a acariciarlos de un modo obsceno y, acercándolos a  su mentón, pasó fugazmente la lengua por ellos.

Con la misma finura  con que se quitó la camisa, dejó sus senos al desnudo. Sus pezones estaban erectos por la excitación, la cual se reflejaba en cada fibra de su cuerpo. Como si de un rito se tratara, se subió la falda hasta la cintura y metió, sin decoro de ningún tipo,  una de sus manos bajo la carmesí prenda interior.

Centré el objetivo de la cámara en la pequeña y delicada mano de la mujer. Era extraordinariamente morboso   ver cómo sus dedos, escondidos tras la débil tela, jugueteaban de un modo casi mecánico con  el interior de su sexo. Cambié la imagen a panorámica y,  al mismo tiempo que me deleitaba con lo que hacia mi cliente, observé la reacción de sus dos empleados, quienes sin perder un detalle de lo que la Duquesa realizaba, mostraban una expresión completamente despreocupada, como si la cosa no fuera con ellos.

Contemplé detenidamente a la mujer que tenía ante mí, en ella no había resquicio alguno de la elegante y educada Duquesa de Sotomayor, ante mí tenía un ser depravado  y dominado por sus más sórdidos instintos.  Un ser que había relegado todas las convicciones sociales a no sé qué lugar de la mente  y se dejaba guiar por sus impulsos más primarios.

Escruté de nuevo con la mirada a los dos guardaespaldas, en su semblante  no había ningún atisbo de excitación. Es más, tenían la mirada clavada en la fogosa masturbación de Cristina y  ni siquiera parpadeaban. Si su entrepierna daba muestra de caer en las redes de la lujuria (tal como le pasaba a la mía),  era algo que desde donde estaba  era imposible discernir,  ni siquiera haciendo un zoom con la cámara, pues los pantalones que lucían eran bastante holgados.

Volví a poner toda mi atención en mi  Miley Cyrus particular, quien seguía acariciando su clítoris de modo frenético, al tiempo que se mordía los labios y farfullaba palabras incomprensibles. La obscenidad con que se movía estaba completamente falta de sutileza y las muecas de su rostro recordaban  más a un animal en celo que a un ser racional.

Con la certeza de que sabía que no había ningún interés científico en mi pensamiento, imaginé  cómo sería tener aquel cuerpo entre mis brazos, acariciar sus senos, probar el sabor de su caliente coño… Sumirme en aquellos  más que improcedentes deseos, solo me supuso una cosa: una muy dolorosa erección. Bajo mi pantalón, se marcó un tubo de carne que imploraba ser merecedor de los mejores mimos.

Del mismo modo compulsivo que empezó a autocomplacerse, la mujer alcanzó el orgasmo.  Durante unos segundos, su cuerpo pareció detenerse bajo una sombra  de serenidad pero, tras estos, sus ojos volvieron a brillar con una lujuria desmedida y desprendiéndose de golpe de las escuetas bragas y la falda, gritó del modo más vulgar y escabroso:

 —Tres tíos en esta habitación y ninguno se anima. ¿Es que nadie me  va a meter la polla? ¿Es que nadie me va a comer el coño?

Ante mí tenía una especie de Linda Blair, su voz sonaba distinta, su forma de expresarse difería de sus ademanes refinados y delicados. Nada en ella recordaba a Cristina de Austria, era como su copia reversa. Era de las pocas veces que la escuchaba decir algo, sin usar uno de sus manidos “o seas”.

Me recluí tras la cámara con la única intención de pasar desapercibido y, aunque su cuerpo desnudo había despertado mi libido, mi profesionalidad me obligaba a pensar en aquello como algo meramente científico. La frontera entre mis sueños y la realidad, era algo que mi educación convencional (sé que algunos podrían tacharme de tener una doble moral) no me dejaba traspasar.

Aun así, no pude reprimir deleitarme en las formas de mi paciente que, a pesar de no ser una jovencita,  todavía se mantenía en forma y todo avance del tiempo  que el sacrificado deporte no había conseguido limar, se lo había cedido a un cirujano plástico.

Cuánto había de natural en sus redondos senos, su vientre plano, su trasero prieto, era difícil de adivinar. Todo en ella  tenía un toque de distinción, desde su hermoso rostro, pasando por sus delicados hombros, sus  voluptuosas caderas y sus ejercitadas piernas. Una mujer de su condición y clase  era un bocado de difícil acceso  y ella, de la peor de las maneras, se estaba ofreciendo en barra libre a dos hombres de un estrato social muy distinto al suyo.

Al llegar junto a  Iván y Ramón, la mujer aplastó sus tetas con sus manos  y sacó la lengua con total desvergüenza, circunstancia ante la que los dos fornidos hombres no parecieron inmutarse. Sin prolegómenos  de ningún tipo, la mujer se abalanzó sobre el “soviético”, restregó sus pechos sobre él al tiempo que se metía la mano en la entrepierna como una posesa. Ramón adoptó una postura de  esas de portero de discoteca y  observó impasible, cómo su compañero era acosado sexualmente.

Analicé detenidamente a Iván, un pelo rubio casi blanco  cortado al uno le daba un aspecto de marine americano y , a pesar de su gesto de estar enfadado con el mundo y su pronunciado mentón que lo hacía parecer un tipo duro,  había cierto encanto en sus ojos azules y, pese a que  su traje oscuro no dejaba distinguir cuánto había de músculo o de grasa bajo este, sus anchas espaldas y su pronunciado pectoral dejaban entrever que, si a sus treinta y tantos años no era un adicto a las pesas, estas habían formado parte de su rutina diaria durante mucho tiempo.

Cristina, ante el aparente desinterés del hombre, se volvió más insistente y de manera instintiva llevó la mano a su bragueta. Lo que encontró tuvo que colmar sus deseos, pues sacó la lengua en una burda señal de satisfacción al tiempo que comenzó a mover su mano de manera incontrolada sobre el abultado paquete. Con ademanes desproporcionados y más propios de una bestia que de una persona, la atractiva señora se arrodilló ante el muro de cemento que estaba demostrando ser Iván. Cristina chupaba como una posesa el contorno del pantalón que cubría el miembro viril de su guardaespaldas; hice zoom con la cámara y bajo la oscura tela se dejaba entrever una hinchazón, claro reflejo de que la calentura de la Duquesa era capaz de derretir hasta el hielo de la fría Siberia.

Fijé el objetivo a la altura de la cintura del ciudadano “soviético”, concretamente en el rostro de la ferviente dama. Sus pupilas estaban dilatadas, el rímel de sus ojos se había corrido un poco y en sus labios apenas quedaba carmín, pues este se había transferido  casi por completo a la bragueta del guardaespaldas. La mujer empapó una y otra vez el envoltorio del vigoroso instrumento con su saliva, hasta que Iván no pudo reprimir farfullar algo en su lengua natal, a la vez que se mordía el labio placenteramente.

Lo que sucedió a continuación golpeó mi perplejidad de un modo bestial: La aristócrata abandonó a su presa y se fue hacia el otro hombre. Volvió a repetir sus actos, como si fuera una especie de ritual  de apareamiento: friccionó su cuerpo contra él, manoseó sus genitales y finalmente morreó  la tela que cubría estos, hasta  conseguir empinar su aparato. Las palabras que brotaron de los labios del madrileño fueron mucho más entendibles por mí: “¡Hija puta, cómo me estas poniendo!”

La Duquesa se arrodilló en el suelo, hizo un gesto al “ruso” para que se aproximará a ellos y una vez estuvo a su lado,  se colocó entre los dos musculados hombres y de manera ceremonial agarró ambos paquetes como si sus brazos fueran una báscula y calibrara su peso. Mientras efectuaba esta morbosa acción, en su cara se dibujó una mueca de absoluta felicidad.

Al unísono, bajó las dos cremalleras, dejando entrever unos considerables bultos reprimidos bajo el algodón de la prenda interior. Posó sus labios sobre la escueta tela, el primero en tener el honor fue Iván, después su compañero. Durante unos breves instantes, la calenturienta aristócrata estuvo dividiendo las débiles atenciones de su boca   entre ambas entrepiernas, con la única meta de posponer  el momento de sacar a los pájaros de su cautiverio.

Encuadré mejor el rostro de la Duquesa, este era el reflejo de una miscelánea de sensaciones que iban de la satisfacción a la ansiedad, pasando por la alegría. Todo en ella era desmedido: su forma de mirar, de gesticular, de moverse… Se comportaba como un hambriento al que le colocan una fuente de manjares delante…

Una vez se cansó de juguetear y caldear con ello,  más aún, la entrepierna de sus empleados, decidió quitar la barrera que impedía que su boca se uniera a las imponentes vergas que luchaban por salir de su encierro, tiró bruscamente  de ambos bóxer hacia abajo y dejó al descubierto  los dos vibrantes miembros.

Al  ver la polla de los dos ex militares pensé que, por su tamaño, pasarían de largo el casting de una película porno, pero he de reconocer que el instrumento de Ramón era un poco más gordo y bastante más largo que el de su compañero. Cristina también era consciente de la evidente diferencia, pues tras masturbar levemente ambos falos, decidió meter en su boca la polla del madrileño a la vez que proseguía acariciando la de Iván.

El primer plano de la de Sotomayor envolviendo aquel grueso badajo con sus labios permanecería mucho tiempo en mi memoria. Jamás pensé que una cavidad tan refinada como su boca podría contener una bestia tan enorme. En un principio, se limitó a lamerlo como si fuera una piruleta pero, una vez lo lubricó debidamente con sus babas, procedió a ingerir toda la porción de cipote de la  que fue capaz.

Su rostro intentó pegarse a la pelvis del guardaespaldas como una ventosa, engullendo el erecto órgano viril a más de la mitad. Acerqué el objetivo y pude percibir que de la comisura de sus parpados brotaban unas pequeñas lágrimas, al tiempo que sus ojos parecieran querer salirse de sus orbitas al atragantarse con semejante embutido.

Una vez  impregnó aquel firme cipote con su saliva, giró su cabeza y dirigió sus mimos al tranco de Iván. Este, pese a ser de dimensiones menores que el del madrileño, era de un tamaño respetable y lo que más llamaba la atención de él era su  enorme glande circuncidado que, al ser  más ancho  que el tronco, le daba un aspecto parecido a un champiñón.

Tras pasear su lengua por la singular cabeza, Cristina se tragó aquella cabeza de flecha por completo, provocando que el “soviético” susurrara unas incomprensibles palabras que se volvieron más potentes cuando su jefa se introdujo su pene hasta la base.

Estuvo alternando las mamadas a uno y a otro durante unos minutos, controlando  sabiamente que ninguno de sus dos amantes llegara al clímax, tensando y soltando la cuerda del placer de todas las formas y modos que su paladar le permitía. Hasta hubo un momento en que acercó ambas vergas, puso una sobre la otra  y  surcó  a ambas con su lengua al mismo tiempo.

Del mismo modo que se agachó, se levantó, como si formara parte de una extraña coreografía múltiplemente repetida, e hizo un gesto a los hombres para que la siguieran. Una vez llegó a la cama señaló su bajo vientre y con una  estridente voz de polígonera  les dijo:

—¡Comedme el coño!

Ver cómo aquellos hombretones adoptaban una postura sumisa y se agachaban ante la Duquesa, despertó fuertes  sensaciones en mí, tan potentes que,  instintivamente,  me llevé la mano a la entrepierna y constaté  lo evidente: ¡Tenía la  polla como una roca! Hasta estuve tentado de sacármela y masturbarme pero, a pesar de la  puta dolorosa erección, el raciocinio seguía gobernando mis sentidos y continué concentrado en todo lo que aquel experimento podía aportar a la resolución del problema de Cristina.

El madrileño y el “ruso” alternaron los favores de su lengua en la raja de mi clienta, y lo tenían que estar haciendo bastante bien pues la mujer no paraba de gritar obscenidades, al tiempo que se tocaba los pechos de un modo que solo había visto hacerlo a las actrices porno. Pues tenía claro que  las mujeres decentes, ni se aplastan sus senos,  ni se aprietan los pezones, ni satisfacen sus deseos intentando chupárselos ellas mismas (por lo menos mi mujer nunca lo hace)…

Intenté por todos los medios  que el análisis objetivo y terapéutico  de los hechos que tenía ante mí se impusieran a la lujuria que imperaba en el ambiente, pero entre que aquello subía más de tono y mi pene pugnaba por salir fuera, mis sentidos se nublaron cada vez más y a cada momento que transcurría, me era más difícil discernir cuánto de científico y cuánto de pornografía pura y dura, había en aquella grabación que estaba efectuando.

La siguiente escena me volvió a descolocar por completo, a petición de la ferviente Duquesita, Ramón e Iván,  adoptando un rocambolesca postura, intentaron hundir sus cabezas en medio de la  entrepierna de la mujer para realizarle el sexo oral  ambos al mismo tiempo. Como no había suficiente espacio el madrileño se tuvo que acomodar desde arriba y el soviético lo hizo desde abajo y, por lo que pude intuir, Ramón le lamería la parte externa e Iván, haría lo propio con la interna.   Fue ver a aquellos dos individuos  con la cabeza tan pegada, con la lengua  de uno tan cercana a la del otro y un pensamiento malsano cruzó mi mente: “¿A qué no iban a ser estos dos tan machitos como parecían?”

Intenté acercar el objetivo lo máximo posible, pero lo único que conseguí ver fue el cogote casi rapado de los dos guardaespaldas, volví a hacer una panorámica de la situación y la escena no podía ser más controvertida: sobre la cama estaba Cristina completamente espatarrada, y entre sus piernas la cabeza de las  dos moles de cerca de dos metros. Mi  jodido subconsciente volvió a gastarme una mala pasada y sentí cómo mi verga vibraba bajo el pantalón. Si hubiera sido más valiente, habría dejado la cámara grabando en el modo automático y me habría unido a la escena, mas dejé que el interés científico tuviera mayor peso y seguí observando desde la distancia.

Unos descompasados gemidos fueron la señal inequívoca de que la de Sotomayor había alcanzado el orgasmo. Poco después sus guardaespaldas se detuvieron y se incorporaron. Clavé la mirada en sus entrepiernas,  era  evidente que seguían teniendo la misma enfermedad que yo y  es que mi paciente estaba resultando ser  toda una  “endemoniada epidemia”, capaz de levantársela al más pintado.

No habían pasado ni dos minutos y la Duquesa volvió a dar muestras de su insatisfacción y, poniendo cara de perra en celo y metiéndose los dedos en su rasurado chocho,  se dirigió de nuevo  a sus empleados y les dijo:

—¡ Mamones, quiero que me hagáis un striptease! —Su voz cada vez sonaba más grave e histriónica.

Ambos se miraron perplejos y después se volvieron hacia mí,  como buscando una explicación que no les supe dar. Ante lo absurdo de la solicitud de su jefa, a Iván solo se le ocurrió una excusa:

—Sin música, no posible.

La ardiente mujer hizo una mueca de asco, como si le perdonara la vida con ello y alargando la mano en un gesto carente de amabilidad, le grito:

—¡ Inútil, tráeme mi Louis Putton!

El hombre, como el buen y servicial empleado que era,  se dirigió hacia la percha donde estaba el bolso de la desagradable dama, no sin antes guardar en la bragueta su pene, el cual de repente había perdido todo su vigor.

Cristina cruzó las piernas en una especie de postura de yoga y se colocó el bolso entre ellas, sacó un ipod touch de color rosa de él y, de malos modos, se lo devolvió al “soviético” para que lo volviera a colgar en la

percha.

Durante unos segundos estuvo buscando algo en el reproductor, cuando lo encontró puso una cara de pérfida satisfacción y, dejando entrever una malévola sonrisa, dijo:

—¡Canallas, ahora no  tenéis excusa…!

El aire de la consulta se llenó con la melodía del “You can leave your hat on” de Joe Cocker. Fue sonar los primeros acordes y los dos fornidos guardaespaldas se empezaron a mover de una forma que me pareció hasta profesional. Claro que, viniendo de un patoso como yo, eso no era mucho (pero he de reconocerme que mi sexto sentido no estaba  demasiado mal encaminado).

Aquel baile me descubrió dos cosas: Iván y Ramón eran más de lo que parecían a simple vista y los gustos musicales de Cristina se habían detenido en la década de los ochenta. Dividí la atención de la cámara entre el improvisado baile y el rostro de mi cliente; a cada prenda que los hombres se quitaban, sus ojos se volvían más lujurioso, a cada contoneo de cintura que ellos ejecutaban, sus manos buscaban más sus tetas y su coño.

Poco a poco, los guardaespaldas se fueron desnudando ante la atenta mirada de su jefa. No había una pizca de grasa en el cuerpo de ninguno de ellos dos, quienes,  como yo  me suponía, eran un tremendo amasijo de músculos. La canción concluyó y ambos  seguían con el bóxer puesto.

A la de Sotomayor, aquello no pareció importarle y sin dejar de masturbarse, pidió a los hombres que se acercaran a ella. Cuando estuvieron a su alcance pegó un tirón de su ropa interior y se  las arrancó, casi destrozándolas. Sus penes, al contrario que el mío, que  estaba que iba a reventar de duro, se habían adormecido, pero aquello no supuso ningún problema para la Duquesa, que se metió el de Ramón en la boca y comenzó a masajear el del otro.

De forma inmediata, los rabos de ambos comenzaron a tomar vida y poco después, los dos hombres los lucían cual espadas dispuestas a la batalla. Cristina constató con la mano la dureza de la herramienta del “ruso” y, haciendo alarde de la rudeza que imperaba en esa diferente forma de ser suya,  ordenó al hombre que se sentara en la cama. Una vez lo hizo, dejando desatendido por completo al madrileño, se acuclilló de espaldas a él y, de un modo que fue de todo menos refinado, se introdujo aquel falo en el chocho.

Motivado más por el malintencionado morbo que por la ciencia, hice un zoom del vientre de la aristócrata. Ver con qué facilidad la cabezona verga irrumpía en los interiores de la vulva,  sacó a relucir mis más bajos instintos y de nuevo, sin poder remediarlo, volví a tocarme la polla y hasta estuve tentado de pajearme con la excitante visión, pero mi autocontrol seguía siendo fuerte y desdeñé la idea, por inapropiada.

Volví a centrar  todos y cada uno de mis sentidos en el pseudo-espectáculo porno que tenía ante mí. Mi paciente, olvidándose por completo de mi presencia,  cabalgaba al “bolchevique” con una fuerza  y brusquedad incongruente con su forma física. ¡No sé de dónde sacaba las energías para hacer aquello! Aunque, no contenta con tener el cipote del “ruso” dentro, había hecho que Ramón se subiera a la cama y acercara su nabo a sus labios, y   se lo mamaba en la medida que las salvajes embestidas se lo permitían.

Si me tenía atónito el modo de comportarse de Doña Cristina, más me sorprendía el hecho de que  Iván, con el tute que le estaba metiendo la Duquesita, no se corriera. Es más, observé su rostro y, aunque el placer se dejaba entrever en él, una expresión de dominio sobre sus emociones era la que imperaba en su semblante, como si estuviera entrenado para no alcanzar el orgasmo hasta que él quisiera. Ignorante de todo lo que realmente ocurría, concluí que sería una especie de técnica militar. ¡Ingenuo de mí!

De nuevo el rostro de la de Sotomayor convulsionó en extrañas muecas, evidenciando que de nuevo llegaba al clímax (era la tercera vez que lo alcanzaba). Como las anteriores ocasiones, se detuvo unos instantes y, sin recuperar fuerzas, volvió a las andadas.

Descortésmente pidió a Ramón que le trajera de nuevo su Louis Putton, cuando lo tuvo ante sí sacó una caja de preservativos y un bote que me pareció lubricante. Sin protocolos de ningún tipo y sin pedir siquiera la opinión del chico, envolvió el pene de Iván con un condón, le echó un chorreón de gel y, acto seguido, se sentó sobre el vientre de él. Esta vez, me pareció entender que la puerta de entrada seleccionada era la de atrás. Volví a enmarcar debidamente la imagen y del mismo modo que antes su coño se tragó el erecto pene, su culo hizo otro tanto… Bueno al principio costó un poco por lo ancho del glande del ruso, pero una vez rebasada  la cabeza, el resto entró sin dificultad alguna.

¿Dónde estaba la “niña de papá” Cristina de Austria? ¿Quién era aquella mujer que se proporcionaba  todo el placer que ansiaba su cuerpo? Aquellas dos preguntas martillearon mi cerebro al tiempo que veía  cómo mi paciente, sin pudor de ningún tipo, se dejaba taladrar el ano mientras  mamaba el nabo de Ramón, quien, al igual que su compañero, daba unas  enormes muestras de autocontrol.

Tras unos diez minutos de saltar sobre la erecta pértiga del “ruso”, los dedos de la Duquesa la trasportaron a la placentera cima del orgasmo, lo cual quedó evidenciado por el prolongado quejido que salió de sus labios.  Los dos hombres, por su parte, seguían sin rematar la faena y con la churra mirando a la pintura del techo.

El quinto tiempo de la de Sotomayor se reanudó chupando la polla que había horadado hasta  breve instantes antes sus esfínteres, se tendió de lado sobre la cama y, poco a poco, fue envolviendo la cabezona polla con sus labios. La oscura lujuria que habitaba en mí, me obligó a acercar más el objetivo de la cámara a la polla del “ruso”. Cristina, como si intuyera mi intención de enmarcar mejor la mamada, echó su rubia melena a un lado ofreciendo un primer plano digno de Mario Salieri.  La habilidad que demostraba para el sexo oral era impresionante, mordisqueaba las anchas venas que recorrían el tronco, pasaba la lengua por toda ella desde la cabeza hasta la base, daba golpecitos con la lengua en el frenillo, hacia círculos con ella por los pliegues de la superficie circuncidada… Seguí minuciosamente todas y cada una de  las atenciones que dedicaba al vigoroso miembro, a la  vez que me introducía, cada vez más,  en el lujurioso acto.

Tan absorto estaba en el momento de sexo oral, que me olvidé  por un momento de Ramón.  Un perceptible gesto de satisfacción en la cara de la mujer me hizo sospechar que no se encontraba con las manos cruzadas. Cambie la distancia focal a 28 mm y mis presentimientos se hicieron realidad, el madrileño se encontraba agachado y con la cabeza metida entre las piernas de la Duquesa.  No había que ser un Einstein  para saber qué modalidad sexual estaba practicando.

Sin darme tiempo a acercar un poco la imagen, el hombre se incorporó y sin decir esta boca es mía, se acomodó entre las piernas de Cristina y, de sopetón, le metió la polla. La brusquedad del guardaespaldas estuvo acompañada de un quejido seco por parte de la horadada Duquesa, quien, para mi sorpresa, siguió mama que te mama el nabo del ruso.

Por primera vez en todo el tiempo que estuve grabando, la mujer dejaba de llevar la voz cantante y se dejaba someter bajo el yugo masculino. El robusto hombre la había agarrado por la cintura, levantado su pelvis y acoplado su sexo con el de ella de  una forma, cuánto menos,  habilidosa. Las caderas de Ramón se movían con frenesí, como si intentara meter en cada embestida más porción de su instrumento dentro de la húmeda gruta. Bombeaba sus caderas sin parar, con el único objetivo de proporcionar placer a su jefa.

Hice un primer plano del pollón del madrileño y era evidente que, si el tío parecía tener veinticinco centímetros, esos eran los que habían entrado en el coño  de la de Sotomayor, pues sus cojones, haciendo las veces de tope, chocaban contra las paredes externas de este.

Unas palabras soeces primero y unos entrecortados gemidos después, fueron la señal inequívoca que la Duquesa volvía a ser visitada por un frenesí desmedido.   Tras los momentos de éxtasis, tal como las anteriores ocasiones,  su cuerpo pareció volver a la normalidad durante unos segundos, aunque esta vez no necesitó ordenar nadar para sus lujuriosos juegos prosiguieran, pues el madrileño, que parecía haber cogido las riendas de la situación, le dio la vuelta como a una muñeca de trapo y comenzó a restregar la enormidad de su entrepierna contra los glúteos de la dama de alta alcurnia. Todos sus movimientos eran una señal inequívoca de  que se disponía a ensartar aquel culo con su grueso falo.

Mi mente no podía asimilar que aquel  monumental instrumento pudiera entrar por aquel orificio tan pequeño, difícil me pareció que lo hiciera por la entrada principal, cuanto más por la puerta de servicio. Dominado por el lascivo momento, giré mi sillón hacia el lado izquierdo de la consulta, en pos de conseguir un mejor plano de algo que se me antojaba imposible.

Cristina, al sentir el enorme trozo de carne rozar sus nalgas, gritó unas cuantas incoherencias al tiempo que volvía a agarrar la verga de Iván, al que había dejado desatendido durante unos instantes. Al ser consciente de las verdaderas intenciones de su guardaespaldas, no pudo evitar sonreír maliciosamente. Con un vulgar ademan indicó al “soviético” que le acercara su bolso. Volvió a sacar de su interior un preservativo y  el bote de crema, los cuales volteándose levemente se los entregó  a Ramón.

El madrileño, tras cubrir su carajo con látex y lubricarlo convenientemente, procedió a colocarlo a la entrada del estrecho orificio. La Duquesa, con el único afán de hacerme  entender que no era la primera vez que su culo albergaba el descomunal aparato, clavó una desvergonzada mirada en mí y arqueó sus caderas hacia atrás, invitando al engrasado misil a que explorara sus entrañas.

Centímetro a centímetro, el ajustado agujero fue acogiendo el gordo y enorme miembro. Busqué el rostro de mi paciente y, si el dolor visitaba su cuerpo, no había muestra alguna  de ello en su rostro y   en sus facciones  solo se podía apreciar  un aspecto de plena satisfacción. Cuando el hombre comprobó que el ano de la Duquesa se adaptaba perfectamente al calibre de su grueso embutido, comenzó a sacarlo y a meterlo de un modo irrefrenable.  Las embestidas  se hicieron cada vez más salvajes y vigorosas, tanto que Cristina se puso  a vociferar groserías.  Su chillona y molesta voz fue apagada por Iván, que tiró fuertemente de su cabeza y la hundió de lleno en su entrepierna.  Tras un rato de ser atravesada por boca y culo, la mujer  alcanzó su sexto orgasmo de la tarde.

En el rostro de la Duquesa,  a pesar de las evidentes muestras de cansancio, reinaban unos ojos repletos de impudicia, el apetito sexual de aquella mujer parecía no tener fin y sus empleados lo sabían pues, tras intercambiar una  breve mirada de complicidad, cogieron en volandas a la delgada mujer y la colocaron en el centro de la cama: Nos pondremos en este ángulo para que usted pueda grabar un plano con mejor encuadre” —me dijo el madrileño con plena naturalidad,  dejándome interpretar con ello que no era profano al argot cinematográfico.

No sabía qué se proponían hacer, pero la vehemencia dominaba todos mis sentidos y prueba de ello era la dura estaca que se marcaba bajo mi pantalón. Es más, me había dejado arrastrar por  el torbellino sexual que era la Sotomayor y, para mi pesar, los verdaderos motivos que me hacían tener la cámara en mano habían pasado a un segundo plano.

Ramón se tendió sobre la cama y colocó a su agotada jefa sobre él; Cristina sin pensárselo demasiado se puso en cuclillas sobre su pelvis y dejó que el pollón entrara en su coño. De un modo impersonal y mecánico comenzó a moverse, como si el hombre fuera un  caballo y ella su jinete. Iván se colocó tras ella y parando en seco el traqueteo de su jefa, colocó su verga en la entrada del orificio libre, el cual, lubricado y  tan dilatado como estaba, dejó entrar de golpe la cabezona churra.

Una de las mujeres más importantes de la nobleza española se estaba comportando como una vulgar fulana ante mis ojos y lo peor, es que yo amparándome en  querer curar a mi paciente de la sugestión a la que estaba sometida, la estaba filmando. Lo más curioso de todo es que hacía rato que la grabación había perdido todo interés científico y, escudándome  en que todo era por su bien,  había dejado que se transformara en una especie de video  pornográfico casero con todas las de la ley. Seguramente   alguno de mis colegas de la profesión, me acusaría de tener  una doble moral y todo.

Ver la doble penetración a la que estaba siendo sometida la de Sotomayor y  mis convicciones sociales se fueron de paseo; volví a tocarme la entrepierna,  estaba tan excitado que hasta estuve a punto de sacármela para masturbarme.  Pero no hizo falta, pues al mismo tiempo que la noble dama se corría por séptima vez, mi polla como si fuera un ente independiente expulsaba un pequeño río de semen que empapó primero mis calzoncillos y posteriormente mis pantalones. ¡Hacía años que no me corría tan generosamente!

Tras recuperarme de la comprometedora experiencia, de la cual una  prueba fehaciente era una redonda mancha en mi bragueta,  intenté volver a mi yo profesional y científico, pero la imagen que ofrecía Cristina y los dos hombres no me lo permitió: La de Sotomayor  se encontraba arrodillada en el suelo con sus dedos acariciando el interior de su vulva  y a su lado, los dos hombres se masturbaban contundentemente. El primero en correrse fue Iván que al sentir como eyaculaba acercó su miembro a los hombros de la mujer y se corrió sobre estos, la pequeña cascada blanca empapó casi por completo el lado derecho de su torso. La mujer, sin dejar de acariciarse  el clítoris, restregó el pegajoso líquido por sus pechos.

Si abundante  me había parecido la eyaculación del “ruso”, cuando por los gestos de su compañero puede prever que se corría, fijé el objetivo en su miembro viril y  en el blanco geiser que brotó de él. El esperma salió disparado con tanta fuerza que, aunque buena parte fue a parar al suelo, los primeros chorros alcanzaron la tez, los ojos y el pelo de Cristina, quien, regada por el pegajoso fluido, se dejó llevar hacia su octavo y último orgasmo. Tras los espasmos correspondientes, el agotamiento la hizo perder  el sentido totalmente.

Al despertar, salvo por la decoración de la sala y que ella estaba completamente desnuda y hasta arriba  de esperma, todo había vuelto a una normalidad aparente. Yo me había cambiado de pantalones, sus guardaespaldas vestían su indumentaria y guardaban su compostura habitual, hasta volvía a asomar en sus rostros el  impersonal gesto  de costumbre.

Una expresión, mitad ira, mitad vergüenza llenó la cara de la de Sotomayor. A falta de palabras para expresar lo que sentía, llena de furia, recogió su ropa, se vistió todo lo rápida que pudo, cogió su Louis Putton y se dirigió al baño.

Unos quince minutos después, la mujer había compuesto  perfectamente su desaliñado aspecto y nadie que la viera podía imaginar ni por asomo lo demacrada que había llegado a estar momentos antes.

Al despedirse, cogió mi mano entre las suyas y con una voz tan suplicante, como sobreactuada me dijo: Doctor, por favor, haga todo lo que esté en su mano para sacar ese demonio de mi interior”.

La  cuarta  parte  y última la podréis leer  en una semana.

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Hasta la próxima y procurad sed felices 

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