Joaquín escucha sonar el despertador, lo apaga y se queda unos minutos más en la cama. A sus cincuenta y tres años, cada mañana se levanta con menos ganas de saludar al nuevo día. La ilusión y las ganas de vivir no suelen acompañarlo tanto como a él le gustaría.
Esta noche, aunque sus acuciantes problemas estuvieron tintineando en su cabeza durante bastante rato, ha dormido del tirón, pues su esposa se ha quedado a cuidado de su anciana madre. Pese a ello se encuentra cansado. Agotado de ver como su existencia pasa ante sus ojos sin poder hacer nada para mejorarla.
Le gustaría cerrar los ojos, dejarse dormir para siempre y quedarse a vivir en un sueño donde consiga volver a ser feliz. Sin embargo, se guarda el egoísmo donde buenamente puede y, haciendo de tripas corazón, se incorpora para adentrarse en su constante y serpenteante rutina.
Una rutina que en los últimos tiempos se ha ido convirtiendo en una losa casi insoportable. Cinco años en los que la vida le ha dado más reveses de los que creía que podía llegar a soportar.
Primero fue aquel despido masivo de la empresa en la que había trabajado durante casi treinta años. Tras dedicarle durante tanto tiempo sus esfuerzos y sus energías, resultó no ser para sus patronos más que un número, un gasto superfluo del que poder prescindir cuando la Junta de Accionistas concluyó que le era más rentable pagar los despidos pertinentes que mantener la fabricación en España. Habían decidido trasladar la factoría a otro país, donde los salarios eran más bajos y las condiciones laborales mucho más flexibles.
Con la única experiencia que da formar parte de una cadena de montaje y con medio siglo en su carnet, las oportunidades laborales se le fueron agotando mucho más rápido que su subsidio de desempleo.
Tres hijos en edad de estudiar y unos gastos fijos que se forzó por mantener, fueron el insalvable sumidero por el que se fue escapando, poco a poco, el importe de su indemnización por despido improcedente.
Cuando, incluso tirando de la pensión de la abuela, les fue difícil mantener los gastos mínimos, su mujer no tuvo otra opción que volverse a incorporar al mercado laboral. Como con la miseria que le pagaban haciendo habitaciones en un hotel, tampoco llegaban a fin de mes. No tuvieron más remedio que acudir a la beneficencia. Joaquín no había pasado más vergüenza en su vida, pero el bienestar de su familia valía mucho más que su resentido orgullo.
Tras pasar los oportunos controles y justificar la veracidad de su situación familiar. Han conseguido que una ONG les page la luz y el agua y otra les proporcione algunos alimentos de primera necesidad.
Sabe que si prescindiera de algunos gastos como la conexión a Internet y el móvil estarían menos ajustados de dinero. No obstante, todavía conserva la remota esperanza de que algún día lo llamen para trabajar de algunas de las direcciones electrónicas de empresas a las que envía su curriculums. Hoy en día, todo se hace de forma virtual y sin conexión no eres nadie, ni puedes realizar la inmensa mayoría de las gestiones.
La única alegría que ha tenido en estos últimos años ha sido que Moisés, su hijo mayor, logró terminar la carrera de Ingeniería. El chaval es muy inteligente y muy trabajador. Cansado de no encontrar trabajo en España, decidió irse a Alemania. Ahora mismo está trabajando a media jornada en un hotel de camarero y en un pub los fines de semana, pero no le importa pues en un par de años dice que dominará el idioma y le saldrá algo en lo suyo. Lo único que desea es que los otros dos puedan tener la misma suerte cuando terminen sus estudios.
Si algo tiene el refranero español es que su parte nefasta se suele cumplir. Lo de que «A perro flaco todo se le vuelven pulgas», no pudo ser más cierto para Joaquín que, cuando creía haber llegado al máximo de lo que podía aguantar, se encontraba con que todavía podía descender un escalón más hacia su infierno personal.
Al poco de marcharse Moisés, a la abuela le dio un ictus cerebral. La pobre señora pasó de ser un miembro activo de la familia, a una especie de mueble que apenas hablaba y no reconocía a nadie, alguien a quien que había que dar de comer, lavar, vestir y, cuando se hacia sus necesidades, limpiar el culo.
Cada vez que Joaquín ve a su madre, el sufrimiento que le corroe por dentro es tal que cree que se le va a romper el alma. Sin embargo, siempre que la atiende saca la mejor de sus sonrisas y le habla con el mismo cariño que cuando era consciente del mundo que la rodeaba. No ha perdido la esperanza de, donde quiera que esté su mente, siga escuchándolo.
La anciana señora se ha convertido en una carga más para él y su mujer. Una dolorosa carga que notan como se va marchando un poco más cada día. Ellos hacen todo lo que buenamente puede, pero no son las atenciones que la anciana precisa realmente. Unos cuidados paliativos que ni tienen el dinero suficiente para pagarlos, ni el Estado hace por poner los medios necesarios para que estos se produzcan de forma gratuita. Resignado, ve como la luz de la vida de la mujer que lo ha sido todo para él, se va apagando como la llama de una vela y no puede hacer nada por volver a encenderla.
Si algo ha aprendido Joaquín desde que ha pasado a ser un elemento no productivo para la sociedad, es que esta no gusta demasiado de ellos y los considera una carga, un estigma para unas reglas de convivencia donde parece primar más lo material que lo humano. Le gustaría no sentirse culpable de su situación, pero la frase «Quien quiere trabajar, trabaja», está demasiado arraigada en la consciencia colectiva, que no puede evitar sentirse responsable de su situación. Un completo fracasado.
A pesar de la depresión que le invade, es de la firme convicción de que en una sociedad justa, las personas no deberían trabajar por un salario leonino, llegadas a una edad no se deberían sentir objetos de segunda mano por lo que las puertas del mundo laboral se les cerraran. Los jóvenes talentos no deberían esperar la oportunidad de su vida en un país extranjero sirviendo copas en un bar. Las personas mayores, llegado el momento, deberían tener los cuidados paliativos necesarios…Si algo ha aprendido en estos años de su decadencia personal es que este mundo es cada vez más egoísta, cada vez más inhumano y que mucha gente confunden libertad con poder adquisitivo.
Mientras prepara a su madre para su baño diario, oye su móvil sonar. La pantalla le muestra que es un número desconocido, mientras responde, cargando sus palabras con la mayor de las amabilidades, se dice: « Ojalá que no sea una tele operadora queriendo vender algo y se trate de una de las empresas a las que he mandado mi curriculum».
Si te ha gustado y quieres leer más relatos de este estilo, a principio de año publiqué una guía de lectura, donde en el apartado Microrelatos están los links de todos los publicados hasta el momento.
Si te has quedado con ganas de leer más, ahí te dejo los cinco relatos que he subido este año y que no están recogidos en el anterior link.
Barrigas llenas, barrigas vacías
Hasta la próxima y muchas gracias por leerme.