Había una vez un mundo donde la maldad habitaba en la inconsciencia o falta de empatía por parte de sus habitantes, o simplemente en la ambición desmedida de algunos de ello. Tomará la forma que tomará, sus habitantes gustaban de buscar una explicación que satisficiese su moral, su ética y su religión.
Inmersos en un fango ideológico donde, para facilitar la labor de sus comerciantes, todo se tergiversaba para que los blancos parecieran más blancos y los negros más negros, pues en una sociedad donde todo iba a parar su casillero correspondiente, los grises eran muy difícil de etiquetar. Todo se vendía y se compraba, ya fuera tangible o intangible, perecedero o duradero.
Daba la sensación de que sus mandatarios y sus ciudadanos vivían en un estudio de mercado permanente, donde siempre estaban los unos y los otros, lo mejor y lo peor, los buenos y los malos. Populismo empapado de mensajes viscerales, donde el odio y el miedo se entremezclaban hasta confundirse en una misma cosa.
Fieles a unas reglas de convivencia que gustaba de fabricar monstruos y héroes, fue fácil que surgieran dos especies muy diferentes entre sí: Los verdugos y las víctimas.
Los primeros fueron engendrados por ideólogos radicales que, usando la fe como atajo para su adoctrinamiento, los dotaron de corazas impenetrables, donde debilidades como la piedad o la empatía no se atrevían a entrar.
En el mundo que sus beligerantes mesías le habían prometido, no había lugar para los diferentes, ni para los que disentían de las ideas que le habían inculcado. O se estaba con ellos, o en su contra. El único disidente bueno era el disidente muerto.
Las víctimas fueron gestadas bajo un impostado darwinismo. Esclavos de un mundo inestable, donde por cada medida de seguridad que se adoptaba, aparecía un peligro nuevo y peor. El terror había entrado a formar parte de su día a día y se habían vuelto tan adictos a la protección que les prestaban los poderes fácticos, que no echaron de menos la libertad que se les robaba con aquella estricta vigilancia. Terminaron recorriendo aquel obligado camino como si su libre albedrio fuera un daño colateral, una víctima más en una guerra que ni sabían por qué había empezado, ni cuándo terminaría.
Sentados al borde de un tío vivo que deambulaba por meses, días y años de forma circular, ambos esperaban que su destino viniera a buscarlos para interpretar su rol en un carrusel de antagonistas enfrentados. Una tragedia griega, donde cada uno de los participantes interpretaría su papel hasta el final y sin importarle las consecuencias.
El verdugo en todo momento había ha creído cualquier cosa que sus adoctrinadores le habían contado, le era más fácil dejar que pensaran por él que cuestionar los argumentos que le daban. Los mantras eran más asimilables que los conceptos abstractos, le era más cómodo aceptar el binarismo de ceros y unos, que localizar la respuesta en un término intermedio.
Las víctimas se creían inocentes de toda culpa. Inmersas en rutinas repetitivas, se comportaban como si fueran ovejas obedientes y dóciles que atendieran a los designios de un solicito dueño que las sacara a pastar. Deambulando por un mundo de obsolescencia programada, habían pasado a ser parte de una cadena de montaje donde los individuos habían perdido su identidad y se habían transformado en meros consumidores, a quienes poder vender u ofrecer algo.
Un momento para cada cosa, en calendarios periódicos donde un día seguía a otro en monotonías permanentes. Piezas de un engranaje que no precisaba que lo engrasaran debidamente para que siguiera funcionando perfectamente. Responsables de alimentar una bestia de la que parecían ignorar su existencia. Un monstruo de gigantesca dimensiones que era culpable de un único delito: tener una desproporcionada ambición por el poder.
En ese mundo los verdugos no dictaban las leyes, no creaban enemigos y no condenaban a nadie. Ellos se limitaban a aceptar como válido todo lo que le contaban, a ejecutar su sentencia y, como buenos mercenarios, a cobrar su salario. Un salario que en ocasiones podía ser intangible, formado por un cumulo de mentiras en las que ponía toda su fe. Una fe que le era indispensable para olvidar la nefasta existencia que les había tocado en suerte.
Escondidos bajo una impersonal mascara de anonimato, levantaban su hacha y dejaba que las cabezas de sus víctimas rodaran sobre un tablero de ajedrez. Víctimas y verdugos eran meros peones en una partida donde nada era dejado al azar.
Desde las sombras, las bestias pardas que manejaban todas las piezas, observaban cada una de las jugadas y, al ver que el resultado le era favorable, se relamían placenteramente, dejando que el sabor de posibles beneficios futuros empapara sus labios.
Para los que movían los hilos, víctimas y verdugos no eran más que meros decimales irrelevantes y desechables de un montante del que cada vez estaban dispuestos a compartir menos con las otras castas sociales. Dejando claro que la maldad per se no existía, pero que era un traje que le quedaba que ni pintado a la ambición desmedida.
Mi consejo: no temed a los monstruos, pues los mundos donde arriba cada vez está más lejos de abajo, solo existen en cuentos como este.
¿O no?
Estimado lector si te ha gustado este relato y quieres seguir leyendo cositas mías, hace poco publiqué una guía de lectura que te puede ser de utilidad.
Hasta la próxima.