Luis, aunque sus padres son dominicanos, ha nacido en Estados Unidos. De sus veinte años, ha pasado quince de ellos negando una realidad, su realidad. Nunca olvidará la reacción de su padre al enterarse de que sus preferencias sexuales no eran las esperadas, tras culpar a su madre de ello, hizo alarde de la mayor de las intolerancias y lo hecho de casa al grito de: “¡Yo no tengo un hijo maricón!”.
Sin estudios, sin un oficio, contando solo con el respaldo de sus ilusiones y sus ganas de vivir, lo fácil hubiera sido sucumbir al hedor de las calles y compartir su joven cuerpo a cambio de unos billetes. Sin embargo, sacó fuerza de sus flaquezas y con la ayuda de algunos familiares y amigos pudo ir viviendo de prestado hasta que encontró un trabajo con el que poder sobrevivir.
“Es un chico listo”, pensó el jefe de cocina cuando vio el esmero con el que limpiaba los platos y ayudaba en las tareas menos cómodas de la cocina. Su juventud y su afán de superación se ganaron el aprecio del chef quien, poco a poco, fue probando sus ganas de aprender y comprobó complacido que eran tan enormes como él había supuesto en un principio.
Esta semana, le han comunicado un ascenso, tras dos años de fregar platos, sacar la basura y demás, tendrá la categoría de pinche de cocina, no solo ganará unos pocos de dólares más, sino que aprenderá a hacer algo que le fascina: Cocinar.
Este sábado, después del trabajo, ha quedado con unos amigos para celebrarlo. Por primera vez va a ir a Pulse, esa discoteca gay tan de moda de su ciudad, aunque su única intención es pasarlo bien, no decanta conocer a un chico con el que pasar un buen rato, y quién sabe, comenzar esa relación formal que tanta falta le hace a su soledad.
Lo que no sabe Luis es que hoy todos sus sueños acabaran, pues será una de las cuarenta y nueve vidas que el Sr. Matanza cegará en nombre de unas creencias corrompidas por el odio.
Puede que en la mente enferma de su verdugo solo hubiera lugar para el odio y la intolerancia hacia lo diferente, hacia todo lo que no signifique un pensamiento único. Puede que con las balas de su fusil, el Sr. Matanza intentara fulminar los deseos irrefrenables que conseguían despertar en su interior aquellos a quienes él llamaba aberraciones. Puede que parte de la culpa sea de un país que ve como un derecho la posesión de armas, armas que dirigidas por la locura son capaces de vomitar muerte. Puede haber mil justificaciones para la maldad humana, pero ninguna nos debería valer.
Las justificaciones no van a devolver la vida a Luis, ni a Kimberly, ni a Peter, ni a Eddy, ni a Deonka, ni a Jean Carlos… ni a tantos otros. Seres anónimos que no podrán volver a soñar, a amar, a disfrutar de sus vidas. Seres anónimos que tras copar unos días las portadas de los periódicos, las noticias y el dolor de muchos corazones, pasaran a ser únicamente dos fríos dígitos: Cuarenta y nueve víctimas, cincuenta y tres heridos.