—¡Abuelo!, Guadalupe dice que cómo ahora el gringo del pelo de pollo va a ser el presidente, nos van a mandar a todos a México. ¿Es verdad?
José mira a la pequeña de nueve años, en sus negros ojos se deja ver un oscuro miedo y tiene los hombros hundidos como si sobre ellos descansara la mayor de las tristezas.
Nunca le ha contado ninguna mentira y siempre ha ido con ella con la verdad por delante.
No le mintió cuando su hermana María, de dieciséis años, se fue a trabajar un día a la fábrica conservera y no volvió más, presumiblemente violada y asesinada por las mafias de Tijuana como tantas otras adolescentes desaparecidas.
No le mintió cuando a los vecinos de la casa de enfrente, el cártel de las drogas, y por una historia de “mulas” que salió mal parada, mandó liquidarlos del modo más sangriento y ejemplarizante.
No le mintió cuando aterrorizados, tuvieron que entregar los ahorros de toda una vida a un “coyote” para que los ayudara a huir de la miseria del lugar que los vio nacer y, en condiciones infrahumanas, los introdujera de manera ilegal en el país vecino.
Llevan dos años viviendo en El Paso, compartiendo casa con unos primos suyos, hasta que puedan buscarse una vivienda propia. Su hija trabaja cuidando los niños y limpiando la casa de una doctora, su yerno hace chapuzas de todo tipo a la gente de los barrios altos. No ganan demasiado dinero, pero no les falta un plato de comida en la mesa.
Él, por su parte, se encarga de la casa y cuida de sus dos nietos: Manuel y Flor. En sus ratos libres, ayuda al hijo de su prima en las labores de jardinería o cualquier otra cosa que se preste. Lo que sea con tal de llevar unos tan necesitados dólares a casa.
Aunque el miedo de que en cualquier momento algo pueda sucederle a algunos de los suyos ha pasado a ser menos acuciante, las visitas inesperadas hacen que el corazón le dé un vuelco pues siempre piensa que son agentes de emigración que vienen para deportarlos.
No obstante, de un tiempo a esta parte, a ese constante pánico, se le había unido la repulsa que muestran hacia ellos muchos de los ciudadanos americanos con los que convive diariamente. Un desprecio latente que ha sido alimentado por un narcisista individuo a quien no le ha importado usar como arma el odio y miedo hacia lo diferente, con tal de llegar al palacio presidencial.
Durante una larga campaña electoral han tenido que soportar que a gente honrada y trabajadora como ellos la llamen violadores y criminales, escuchar la amenaza de que iba a construir un muro de miles de kilómetros que recorrería por completo la frontera de México y que deportaría once millones de emigrantes ilegales. “¡Ilegales! ¿Puede haber algo más denigrante que tildar de ilegal a la condición de un ser humano?”, piensa mientras vuelve a llorar por dentro.
Se aferró a la posibilidad de que la raza humana no podía encerrar tanto odio, que el discurso de un tipo que vociferaba insultos a sus congéneres, que alardeaba de xenofobia y machismo por igual, no podía calar en la gente. Sin embargo, a medida que pasaban los días sus esperanzas fueron mermando y una terrorífica incertidumbre estuvo sobrevolando sobre su pensamiento hasta que la realidad ha terminado confirmando sus peores temores.
Él, por su condición, no puede votar, pero el hijo de Amador, un compadre con el que a veces se toma unos tragos de sotol, nació en el Paso y sí puede hacerlo. El muchacho tendrá unos veinte años y se siente estadounidense por los cuatro costados, a él tampoco le gusta esa gentuza que viene del país vecino a quitarle lo que es suyo por derecho propio y que, como la competencia es tan grande, le obligan a cobrar bastantes menos dólares por su trabajo. Él también se ha creído el lema de hacer una América Grande otra vez y le ha terminado dando su voto al sembrador de discordias, sin importarle el daño que este pudiera terminar ocasionando a sus semejantes. Sin importarle que su voto pueda ser otro ladrillo para levantar ese inmenso muro.
En el momento que José ha conocido la noticia de su triunfo, ha empezado a concienciarse de que el sueño americano tenía fecha de caducidad para su familia y como la avestruz había metido la cabeza en el suelo para no enfrentar el problema, pero aquel volcán de futuro que es su nieta ha venido con una pregunta que no para de tintinear en su cabeza y a la que se ve incapaz de responder.
—Abuelo, ¡no te quedes pensando tanto rato y contéstame! ¿Nos van a deportar para México? ¿Sí o no?
—Sí —La silaba sale de su boca como un doloroso quejido, como si se le rompiera la garganta al pronunciarla.
—¿Por qué? ¿Por el color de nuestra piel? —Insiste la pequeña.
—En parte sí, mi chamaquita….
—Entonces —La voz de Flor, a cada palabra que emite, se va quebrando un poco más—, ¿es mentira acaso eso que dice la señorita Lucia en clase de que todas las personas son iguales y tienen los mismos derechos, independientes de su género, nacionalidad, raza, religión…?
—No, sigue siendo verdad —Interrumpe secamente a la chiquilla—, lo que sucede que esta sociedad en la que vivimos primero se puso mala del corazón, después ha enfermado de la cabeza y ahora, como un anciano olvidadizo, no recuerda nada, ni siquiera las cosas que hizo mal en el pasado.
La pequeña asiente con la cabeza y vuelve a clavar sus ojos negros en los de su abuelo. Unos ojos negros que brillan presagiando un chaparrón de lágrimas y, entre gemidos, pregunta:
—Si tenemos que regresar a Tijuana, cuando sea mayor y tenga que chambear para ganar plata, ¿se me llevaran también los hombres del cártel como a María?
José no responde nada y se limita a apretar el rostro de su nieta contra su pecho, en parte porque quiere arroparla con el calor de su cuerpo, en parte porque no quiere que vea las lágrimas que, irrefrenablemente, terminan recorriendo sus mejillas, pues hasta los hombres duros como él, ante adversidades como estas, terminan rompiéndose.
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