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El Superdotado (02)

en Grandes Relatos

EL SUPERDOTADO. DIARIO Nº 2

AÑO 1924

Cumplí los seis años adorando a Nere y a Megan, eran mis dos amores del alma. En aquel cumpleaños, me hicieron un regalo entre las dos que aún conservo. Una pluma estilográfica Shaffer con plumín de oro.

Por supuesto, mi padre ni se dignó bajar a la fiesta que, para no molestarlo, tuvimos que celebrar en el ala Norte de la casona donde estaban las dependencias del servicio doméstico, compuesto, como ya he dicho, por mujeres. Fue una fiesta estupenda con champaña y muchos besos, tantos, que tenía las mejillas como amapolas y tan pegajosas de los pasteles que, a ser estos venenosos, bien hubieran podido servir de matamoscas.

Incluso bailaron el charlestón cuando Nere puso varios discos en el gramófono que trajo de nuestra sala. << Mama, cómprame un negro, cómprame un negro... >> << Al Paraguay, guay, yo no voy, voy... >> Se reían como locas y creo que estaban todas un poco piripis a causa del champaña. Fue una fiesta fabulosa. Yo estaba encantado, porque, con el baile, pude verle a las mujeres los muslos hasta las bragas. Excuso decirles, fue una maravilla de fiesta.

Nosotros y Megan ocupábamos el ala Sur, separada del ala Norte por una enorme puerta de madera maciza y otra menor dentro de la grande. La pequeña era la utilizada habitualmente. Unas escaleras de piedra llevaban a la primera planta donde estaban las habitaciones, y, por otra también de madera, se subía al desván. Allí se guardaban todos las ropas y trastos que ya no se utilizaban. Fue en este desván en donde supe la verdad sobre el fabuloso cuento de la cigüeña y los niños que venían de París envueltos en pañales sostenidos por el pico, largo como taco de billar, de la famosa cigüeña. También aprendí que mi pitorro servía para una función mucho más placentera que orinar. ¡Pero mucho más placentera, donde va a parar!

Ocurrió que, jugando una tarde en el desván, encontré un enorme baúl escondido bajo unas viejas cortinas. Estaba lleno de libros, casi todos bastante usados.

Cuando leí el título del primero: Tratado de Tocoginecología lo tiré a un lado, porque no tenía ni puñetera idea todavía de lo que significaba Tocoginecología. El libro cayó al suelo abierto por la mitad por pura casualidad. Pero al ver las fotografías a todo color se me abrieron los ojos como platos, porque, en la página de la izquierda, aparecía una mujer completamente desnuda, y en la de la derecha podía verse, también en colores, algo que me recordó inmediatamente el sabroso coño de Concha. Al pie de la foto de la izquierda podía leerse:

Órganos genitales femeninos externos

Y de arriba abajo y de derecha a izquierda de la foto señalado con flechas:

Capuchón del clítoris,

clítoris,

orificios de las glándulas de Skene,

inserción del himen,

abertura vaginal,

himen,

fosa navicular,

horquilla,

grandes labios,

Orificio de la glándula de Bertholino,

Labios pequeños o Ninfas y

Meato urinario.

Aquellas fotografías me lo pusieron tan duro y derecho como el palo mayor de la Santa María.

Otra de las fotos mostraba un dibujo, también en color, de media mujer. El pie indicaba: Retroflexión del Útero

Y señalado con flechas indicaba el útero en posición normal y el útero en posición de retroflexión. Estuve retrorreflexionando media hora sin entender nada. En otro dibujo se veía una vagina, el útero, los ovarios, la trompa y el huevo alojado en la trompa, el pie rezaba:

Embarazo extrauterino.

De aquel libro aprendí muchísimo del sexo femenino, y, decidí en aquel momento cursar la carrera de medicina y especializarme en Tocoginecología. Tenía que ser una carrera macanuda. Y así, a la edad de seis años, cuando acabé de leerlo, mis conocimientos del cuerpo de la mujer, de su sexualidad y de su sexo, eran mucho más completos de lo que suelen ser en la mayoría de los varones adultos, incluidos los médicos corrientes. Me refiero a los que recetan aspirinas hasta para los callos.

Si por un lado aprendí mucho del sexo femenino, por otro me fue contraproducente, pues creo que lo aprendido a tan temprana edad produjo en mi una erotopatía galopante que, con los años, fue agravándose con resultados cojonudos para mí y para las que me rodeaban. Será mejor no adelantar acontecimientos para no perder el hilo de la narración. Volvamos a mis seis años.

Otro de los libros que me llamó la atención y que me hizo dejar, de momento, el Tratado, fue uno titulado Ganímedes, cuya autoría se atribuía a Alfredo de Musset. Lo que acaparó mi atención no fue el título porque aún no conocía nada de la mitología romana, sino el dibujo a color de la portada. Mostraba una espléndida señora desnuda y esparrancada con los muslos en compás y con el sexo al aire que ella misma se abría completamente para que un gigantesco perro pastor alemán pudiera lamérselo a placer. Luego dicen que el perro es el mejor amigo del hombre.

El siguiente libro estaba escrito en inglés y se titulaba My Secret Life de autor Anónimo. También tenía dibujos de una lubricidad tanto o mayor aún que Ganímedes.

Otro de los libros, del tamaño de una libreta de las que yo utilizaba para realizar mis deberes era el más procaz de todos. Se titulaba Corrida de Coños: se ve que el autor quiso hacer una especie de metonimia a costa de la fiesta de los toros. En la portada, a todo color, se podía ver a una espléndida monja con los hábitos levantados mostrando un rotundo trasero, mientras un fraile le metía en el sexo un descomunal falo. Las monjas se montaban cada orgía entre ellas o con los frailes como no digan dueñas. De todas formas algo había que reconocerle al librillo: los dibujos a color los había realizado alguien con unos conocimientos anatómicos y artísticos más que excelentes. Cada lámina, pese a su procacidad, era una obra de arte. Me lo guardé dentro de la camisa para esconderlo en mi habitación y poder leerlo y mirarlo con todo detenimiento. Más que nada porque me interesaba mucho el arte.

Excuso decirles como llegué a ponerme de excitado aquella tarde. Tenía una erección que me llegaba al ombligo y me pasé todo el rato descapullándome; acariciar el congestionado y rojo glande me proporcionaba más placer que chuparme los dedos untados de chocolate. Sin embargo, nunca llegué a alcanzar el orgasmo del que tanto se hablaba en aquellos libros. No tenía ni la más remota idea de lo que pudiera ser el dichoso asunto del orgasmo. Tardé algún tiempo en saberlo, y, cuando lo experimenté en mi propia carne, perdí el conocimiento; literalmente, me desmayé.

A partir de aquel momento, todas las horas libres de estudio las pasaba leyendo en el desván, o espiando a las mujeres de la casa por el ojo de la cerradura cuando iban al baño, siempre que pudiera hacerlo sin peligro de que me descubrieran. Y, por supuesto, todas las mujeres de la casa me parecieron desde entonces preciosas, no tanto como Nere o Megan, pero si lo suficiente como para interesarme mucho por su anatomía. Era natural, quería ser ginecólogo.

Durante las horas de clase con Megan, cuando sentada en su mesa estaba entretenida preparando mis lecciones, a mí se me caía el lápiz al suelo con tanta frecuencia que acabaron comprándomelos a docenas. ¡Cómo eran redondos!

Al agacharme a recogerlo le miraba los magníficos muslos y las bragas, casi siempre blancas. Cuando eran negras, me llevaba cada susto tremendo, hasta que averigüe que tenía los rizos del color del trigo. Pero lo averigüe más tarde.

Conseguí ver los sexos de todas ellas, desde el más peludo de Nela, la cocinera, hasta el pequeñito y rubio de Nere, casi tan imberbe como el mío, y puedo asegurarles que ninguna de ellas tenía punto de comparación con el escultural cuerpo de Nere. También me gustaba mucho el de Megan la inglesa, y sobre todo su sexo rubio oscuro como el de mi hermana.

Todas se masturbaban, incluso Nere y Megan, aunque a éstas sólo conseguí verlas una vez y con el dedo sobre el clítoris. Elisa era la única que lo hacía casi todos los días y fue también la única a la que vi masturbarse como una loca con un pepino algo menor que el campanario de La Giralda. Pude apreciar su vulva con la mayor precisión dilatada por el pepino y ver como, además del pepino, que casi no cabía en el cuarto de baño, se frotaba el abultado clítoris entre los dedos como si hiciera una pelotilla; fue el clítoris mayor que he visto en mi vida, parecía el rojo y brillante mingo del billar. Con las tetas al aire, se mordía los labios frotándose contra el borde de la bañera los oscuros pezones, enhiestos por el placer que se estaba dando.

Me gustaban todas ellas, incluida la muy exuberante Manuela, que tenía unas cachas casi tan provocativas y pronunciadas como las de algunas mujeres que aparecían desnudas en los dibujos de los libros del desván.

De niño y con respecto al sexo, siempre he sido muy curioso y la curiosidad, estuvo a punto de matarme. Tanto va el cántaro a la fuente...

Me ocurrió por querer averiguar qué hacía mi padre en casa de Margot. Después de seguirlo tres o cuatro veces y esperar inútilmente a que saliera, me atreví a más. Me atreví a fisgar tras las ventanas.

Me acerqué agachado hasta la planta baja. Había ocho, dos por fachada y cuatro balcones en la primera planta. Por la primera sólo vi la cocina, vacía y silenciosa. Tampoco vi nada en la siguiente, era el comedor, casi pegado a la cocina y también estaba vacío. Corrí agachado hacia la siguiente ventana, tenía los visillos pasados, pero por un resquicio de la tela y el cristal, pude ver que era una sala de estar y tampoco había nadie. Lo mismo me ocurrió en todas las que miré. En la planta baja no había nadie. Mi desilusión era grande, pero me dije que en alguna parte tenían que estar. Seguramente en el primer piso y hasta allí no podía llegar.

En la parte de atrás, antes del gallinero y a dos o tres metros del muro de cerramiento, caía justo un balcón que, desde abajo, pude comprobar que no tenía visillos. No podía subir al muro, pero sí al nogal y desde éste al muro. No lo pensé dos veces. Subí al árbol y salté al muro caminando agachado hasta quedar frente al balcón... y entonces los vi.

Los dos estaban completamente desnudos en la cama y ella encima de él. La mulata tenía un precioso cuerpo de color café con mucha leche, unos muslos magníficos y una cinturita casi tan delgada como la de Nere. Lo abrazaba rodeándole el cuello con los brazos y sus torneados muslos ceñían las caderas masculinas arrodillada en la cama. Lo besaba en el cuello, mientras él la sostenía por las nalgas que ella movía arriba y abajo metiendo y sacando en su sexo una tranca casi tan grande como la mía. Mientras le chupaba una de las tetas miró hacia el muro.

Empecé a retroceder y entonces él levantó la cabeza, entrecerró los ojos mirándome fijamente mientras le mordisqueaba el lóbulo de la oreja, pero ni se movió. Salí de allí a escape, me caí desde el muro con las prisas por escapar, regresando a la casona como un Cristo. Intenté llegar a mi habitación para lavarme y cambiarme de ropa y tuve suerte. Tuve suerte hasta las cinco de la tarde cuando mi padre regresó.

Me llevó del brazo hasta las cuadras sin pronunciar ni una palabra. Sin soltarme, vi que cogía una cincha de hebilla y se la enroscaba en la mano. Al primer correazo con la hebilla me enderecé de dolor. Me revolví rabioso, pateándolo en las piernas con todas mis fuerzas. De un puñetazo en la cabeza me envió al suelo. Llovieron sobre mi hebillazos con furia asesina. A cada hebillazo me arqueaba como una ballesta. El dolor era insoportable, quemaba la hebilla como si estuviera al rojo vivo. No sé cuanto tiempo me estuvo golpeando, pero para mí fue un infierno que duró una eternidad. Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento, fue ver a Nere agarrada al brazo de mi padre y luego caer al suelo de una bofetada.

Recobré el sentido en mi cama al día siguiente. Tenía una fiebre altísima y no podía mover ni los párpados. Mi cuerpo era una pura llaga, pero lo que me hizo arder de ira fue ver la cara de Nere; tenía un ojo cerrado, la mejilla hinchada y de color verde violeta. Cerré los ojos prometiéndome interiormente que aquello no volvería a ocurrir nunca más.

Nere tuvo que detener a Megan que quería llamar a la Guardia Civil y poner una denuncia en el juzgado de Lalín. La pobre no sabía con quien se las jugaba. Entre ella, Nere y Nela, con paños fríos y ungüentos, lograron ponerme en pie al cabo de diez días. Ni una sola vez se acercó el déspota a mi habitación para interesarse por si estaba vivo o muerto. Me alegró que no lo hiciera. De aquella paliza conservo, en forma de pequeña herradura, varias cicatrices en todo el cuerpo.

Una desgracia nunca viene sola. Dos o tres semanas más tarde volví a caer enfermo con una fiebre altísima. Esta vez llamaron al médico de Lalín que diagnosticó sarampión. La fiebre me hacía delirar y ver visiones y pesadillas increíbles. Todo me parecía de un tamaño descomunal, mi cuerpo, mis manos, hasta mis dedos se me antojaban más gruesos que salchichones. Sudaba como un fogonero en el trópico. Estuve mucho tiempo enfermo, más de lo normal, y sentía unos picores insoportables; el médico ordenó que me sujetaran las manos a los largueros de la cama pues corría peligro de quedar señalado para toda la vida si me rascaba. Por las mañanas despertaba con menos fiebre, aunque me parecía seguir delirando pues no reconocía aquella habitación donde la luz tenía un color rojo sangriento. Más tarde comprendí por qué. Por orden del médico habían cubierto las luces con trapos rojos.

Nere y Megan se turnaron durante toda mi enfermedad para cuidarme. Una de día y otra de noche, salteando las noches para no acabar las dos derrumbadas también.

Mi cama olía a rayos a causa de lo mucho que había sudado y me dolían todos los huesos como si me hubieran dado otra paliza, sobre todo de la cintura para abajo y en especial los huesos de los muslos y de las piernas.

Cuando comencé a mejorar, cierta madrugada vi a Megan recostada en una tumbona que habían colocado a los pies de la cama. El sueño la había vencido. Estaba preciosa dormida, aunque se le marcaban unas ojeras bajo los párpados que nunca había tenido, pero creo que hasta la favorecían. La falda se le había subido por encima de las rodillas dejando al descubierto la mitad de sus muslos, unos muslos tan maravillosamente torneados, tan excitantes, tenía unas rodillas tan rellenitas que, imaginándome lo demás, se me empinó como un mástil. Quise acariciarme, pero mis manos seguían amarradas a los largueros y no pude hacerlo.

Me dormí de nuevo con una erección vesubiana, hasta que el susurro de unas voces me despertó nuevamente. Nere y Megan, hablaban de lavarme y cambiarme las sábanas porque olían muy mal. La verdad es que apestaban. Con los párpados entrecerrados vi que Nere cogía del armario un par de sábanas y un pijama limpio, dejándolo a los pies de la cama. Megan entró en el cuarto de baño y salió con una jofaina de agua tibia y una esponja. Cerré los ojos completamente, haciéndome el dormido.

Me destaparon; me inclinaron de un lado y luego del otro mientras quitaban la sábana bajera y colocaban otra limpia. Luego me desabrocharon la chaqueta del pijama, primero un brazo y luego el otro, vuelta de un lado, vuelta del otro y quedé desnudo hasta la cintura.

-- Ha adelgazado mucho - era la voz de Megan.

-- Pobrecito mío, está en los huesos. Le diré a Teo que traiga de Lalín Ceregumil y Aceite de Hígado de bacalao.

-- Habría que darle ponches de huevo, a su edad es lo más aconsejable.

-- Megan, ¿ no te parece que ha crecido?

-- Te lo iba a decir. Las mangas y las perneras se le han quedado cortas.

Megan comenzó a lavarme con la esponja y el agua tibia. Mi verga comenzó a crecer y pensé regocijado: << Verás tú el sofoco de estas dos >> Y así fue. Me pusieron la chaqueta del pijama sin que yo abriera los ojos ni diera señales de despertarme. Oí a Nere susurrar:

-- Sigue atroncado, el pobre.

-- No me extraña, con lo que ha pasado la criatura.

Nere estiró hacia abajo la goma de la cintura, la mano de Megan chocó contra la congestionada cabeza de mi miembro. Cuando el pantalón dejó toda mi verga al descubierto, la esponja se detuvo y las manos de Nere dejaron de estirar del pijama. Oí a Megan susurrar asombrada:

-- ¡ Madre mía! ¿ Cómo es posible?

-- Pues ya ves. Va servido - musitó Nere.

-- No había visto nunca nada igual, pero si hay hombres que...

-- Que me vas a decir...

-- Pues imagínate dentro de unos años.

-- Me lo imagino... sigamos antes de que se despierte.

Acabaron de lavarme, percibí el olor de colonia vaporizada sobre las sábanas y mi pijama limpio. Nere salió llevándose la ropa sucia, no sin antes decirle a Megan que se iba a duchar y regresaría pronto para relevarla. Oí cerrarse la puerta y sentarse a Megan en la tumbona. Entreabrí los párpados levemente; Megan miraba el bulto que se marcaba bajo la sábana. Me giré lo que pude hacia el otro lado.

-- Nere... Nere... tengo sed - llamé.

La oí levantarse y dar la vuelta a la cama para coger de la mesilla el vaso de agua.

-- Soy Megan, Toni - dijo colocándome la pajita en la boca para que bebiera.

-- Hola, Megan... Estás preciosa.

--¡ Vaya! Muchas gracias, guapito, ¿ cómo te encuentras?

-- Deseando darte un beso.

Se río moviendo la cabeza e inclinándose me besó en la frente.

-- Vaya sitio de besarme, ni que fuera un difunto.

Esta vez soltó una carcajada.

-- ¡Ay Dios mío qué crío este! - volvió a agacharse para besarme en las mejillas.

-- Te salvas porque tengo las manos atadas, que si no...

--¿Que sino qué? - preguntó desafiante.

-- Me besarías como Dios manda.

En ese momento regresó Nere y al verme despierto me preguntó como me encontraba, pero fue Megan quien respondió rápidamente:

-- Está muy marchoso, señal de que está mejorando rápidamente.

--¡ Cuánto me alegro, cariño! - y me besó en los labios.

Miré a Megan con toda intención. Sabía por qué la miraba. Sonrió comentando:

-- Bueno, me voy a duchar y a dormir un rato. Hasta luego.

Cuando, días después, me puse de pie ayudado por Megan y Nere, estaba más flaco que Rocinante, pero se quedaron asombradas de lo que había crecido, era tan alto como ellas.

Y así, entre estas y otras delicias menos importantes, transcurrió otro año durante el cual aprendí a traducir directamente del inglés y francés al español y viceversa; aprendí álgebra, trigonometría, logaritmos, literatura española, me inicié en el latín, además de los primeros pasos en la filología española, inglesa y francesa. Física y Química en fin, todo el programa del Ingreso, primero y segundo curso del bachillerato. Para mi Megan era un pozo de sabiduría y una cachondísima y preciosa mujer que me la ponía tiesa con sólo mirarla.

Casi todas las clases me las pasaba con la verga como mástil de velero y, con el tiempo, hasta me atreví a no sujetarla bajo el cinturón con el fin de que viera el bulto de mi erección marcándose en mi entrepierna. En más de una ocasión, mientras leía de pie frente a ella, sorprendía fugaces miradas sobre el considerable bulto que mi verga marcaba bajo el pantalón.

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