miprimita.com

Memorias de un orate (8)

en Confesiones

EDUARDO, EL POLICÍA NACIONAL NOVIO DE PEPITA, estaba muy cabreado y gritaba como un energúmeno porque le habían robado la pistola. Pepita no ha sido, Cristina menos, y el muy cabrito me echaba la culpa a mi, pese a que le dije que nunca me han gustado las armas de fuego y menos sin silenciador. Me molesta mucho el ruido de los disparos.

Se puso muy tozudo y le faltó poco para que le sacudiera una patada en los testículos, pero me madrugó y fue él quien me los dejó como para hacer natillas. Cuando logré recuperarme me fui a la calle a oxigenarme y anduve paseando todo el día de un lado para el otro hasta que dejaron de dolerme.

La mayoría de los materiales se expanden cuando son calentados debido a que, cuando es añadido calor, los átomos se mueven más rápidos. Podemos pensar en este movimiento añadido como una exigencia por parte de los átomos que quieren más espacio para mover los codos. Como consecuencia de las temperaturas más altas, pues, la mayoría de los materiales se expanden. Esta ley física es aplicable tanto a hombres como a mujeres. Piensen un poco y verán como tengo razón.

Cuando regresé a casa era noche cerrada y Cristina se encontraba muy nerviosa por si me había ocurrido alguna desgracia. Se tranquilizó al verme fresco como una rosa. Estábamos cenando y oyendo el telediario cuando la locutora dio la noticia de que el policía nacional Eduardo del Pulgar Izquierdo se había suicidado con su propia pistola.

-- Ves cómo yo no le había robado la pistola – les dije, triunfante – Al fin ha resplandecido la verdad. Seguramente la encontró en el cuartel y se suicidó agobiado por haberme acusado sin motivo.

Pepita se puso muy triste y empezó a llorar. Le pedí permiso a Cristina para consolar a su hija en la habitación, porque no era cosa de dejarla sola aquella noche después de una desgracia tan grande, torció el morro comentando:

-- Ya sé lo que tu quieres, tonta no soy, pero como se te ocurra ponerle el termómetro tu y yo acabaremos mal.

Protesté enérgicamente de que sospechara de mis buenas intenciones, no podía exponerme a que más adelante me desheredada de alguno de los cuadros de la vivienda e, incluso, de la vivienda misma. Mi interés por la semi viuda era tan sólo paternal, pues al fin y al cabo yo era para ella como un semi padrastro.

-- No necesito que nadie me consuele – hipó Pepita llorosa – Parece mentira, mamá, que pienses eso de mi, ahora precisamente que estoy tan acongojada.

-- Hija mía, yo no pienso mal de ti, pero conozco a este caballero y sé que es capaz de hacerte mellizos.

-- Por Dios, Cristina – murmuré ofendido – qué poco me conoces, sería incapaz de hacer tal cosa en un momento como este. No ves que tu hija tendrá que ponerse de luto. ¿Verdad, Pepita?

-- De medio luto – respondió la acongojada – no tengo ropa negra.

-- Cristina podía ir al Corte Inglés y comprártela – insinué esperanzado.

-- Sí, hombre, a estas horas está cerrado – respondió Cristina

-- Que no, son las nueve y media y cierran a las diez – insistí.

-- Déjalo, Miguel, no voy a ponerme de luto, ya no se lleva – concluyó Pepita.

Así que, como no había manera de quitarse de encima a la madre, y creo que para consolar a una semi viuda, con uno sobra, continuamos oyendo las noticias. Fue entonces cuando dijeron que la policía había encontrado el cadáver de una tal Sarita Bermúdez, una muchacha de diecinueve años que había sido estrangulada y violada en la montaña del sur de la provincia.

Desde luego el asesino en serie seguía haciendo de las suyas y yo aproveché la coyuntura para insistir en la necesidad de cerrar bien puertas y ventanas y dormir juntos por si aparecía el asesino inopinadamente. Entre los tres podríamos defendernos mejor, ya que le sería difícil estrangularnos a todos al mismo tiempo. Aunque Pepita estaba de acuerdo, la madre, como siempre, tuvo que echar su cuarto a espadas asegurando que no era necesario dormir tan apretados porque la puerta tenía cuatro cerraduras y además era blindada.

-- ¿Y en unos momentos tan tristes vamos a dejar que duerma sola? Desde luego, Cristina, tienes una piedra en vez de corazón – y después de dicho esto con voz compungida esperé a ver que decía.

-- Bueno, está bien, dormiremos los tres en la cama de matrimonio de Pepita, pero con una condición, yo tengo que dormir en el medio. No me fío de ti.

-- ¿En el medio? – pregunté atónito – En el medio tiene que dormir Pepita que es la más afectada.

-- Pues entonces no hay trato.

-- Vale, vale – comenté conciliador porque ya había encontrado una solución que me pareció adecuada para quitarla del medio.

Acabamos de cenar, fregamos los platos y nos fuimos a la habitación para ver la tele desde la cama. Como ya teníamos mucha confianza les advertí cuando estábamos desnudos que para descansar mejor podíamos hacer algunos ejercicios de gimnasia sueca que son muy relajantes. Cristina no quiso hacerme caso y las dos se acostaron con el engorro del camisón que siempre entorpece el sueño. Yo, como estoy acostumbrado a dormir en cueros me acosté al lado de Cristina y, casi de inmediato empezó a enredar con la mano hasta que la avioneta alcanzó su techo de vuelo. Pero, de pronto, se quejó de que le dolía la barriga, saltó de la cama corriendo y se fue al servicio. Parecía ir muy apurada. Pepita me miró y le dije:

-- ¿Te pongo el termómetro?

-- Puede sorprendernos y entonces... – no tuvo tiempo de decirlo que ya lo tenía dentro y el mercurio comenzó a subir de forma espléndida, pero tuve que sacárselo al oírla regresar por el pasillo. Había sido muy rápida pese a que se tomó todo el yogurt.

-- Me parece que he comido algo que no me ha sentado bien – comentó al acostarse.

-- Quizá el yogurt estaba pasado – diagnostiqué

-- Tu debes saberlo, lo has traído de la nevera – respondió volviendo a enredar con la mano.

-- No me fijé en la fecha de caducidad, lo único que hice fue ponerle dos cucharadas de azúcar como siempre. Si tenía mal sabor no haberlo tomado.

-- No, mal sabor no tenía, estaba muy bueno. Ay, qué dolor de tripa me vuelve a entrar, tendré que volver al baño.

-- Pues vete antes de que sea tarde, mujer.

En cuanto salió de la habitación volví a ponerle el termómetro a Pepita a toda velocidad y se quejó de que le había hecho daño, pero como se le pasó en seguida de nuevo la temperatura comenzó a subir hasta el punto de ebullición y claro, se nos derramó el mercurio a los dos, justo a tiempo de oírla cerrar la puerta del baño. Cuando de nuevo empezó a enredar con la mano me preguntó al oído:

-- Lo tienes pegajoso ¿Cómo es eso?

-- Debe ser el calor, estoy sudando.

-- Pues chico, ni que sudaras goma arábiga – y dirigiéndose a la hija, comentó – Me parece que este te ha puesto el termómetro.

-- No, mamá, no me ha puesto nada, y déjame dormir que tengo sueño.

El tono me pareció muy convincente, pero la madre quería que la avioneta siguiera por las nubes o más arriba y no me quedó más remedio que aterrizar en su aeropuerto justo cuando volvió a entrarle otro dolor de tripa tremendo y salió disparada para el baño. En ese momento se me perdió el reloj bajo las sábanas, me agaché a buscarlo y fui a dar de morros con la pista de aterrizaje de Pepita donde me entretuve repasándole el carburador con tanta pericia que ni se dio cuenta que se madre acababa de entrar en la habitación hasta que ésta gritó enfadada:

-- ¿Pero qué hace este desgraciado ahí abajo?

-- Ha perdido el reloj, mamá.

-- Lo que va a perder son los dientes si no sale ahora mismo.

-- ¡Eureka! – grité como Arquímides, saliendo con el reloj en la mano – Aquí está. No sé como se me ha podido extraviar.

-- Claro, y se te ha ido a extraviar entre los muslos de Pepita ¿verdad? Menudo pájaro estás tu hecho.

Tuve que taparle la boca con un beso, pero me dijo que olía a marisco que apestaba y eso me enfadó porque se estaba pasando de la raya. Cuando la amenacé con irme de casa se dejó hacer mientras Pepita se giraba de espaldas. Al cabo de un rato volvió tener un apretón de tripa y cuando desapareció empecé a consolar a Pepita en debida forma sin preocuparme poco ni mucho cuando regresó. Estuvo refunfuñando un buen rato hasta que se durmió y pude seguir consolando a Pepita a toda máquina. Al amanecer quedó consolada del todo.

Dormí casi hasta el mediodía, momento en el que sonó insistentemente el timbre de la puerta. Cristina y Pepita ni siquiera se despertaron. Pepita porque había trabajado mucho aquella noche y Cristina porque una diarrea tan fuerte como la que ella tuvo, lo deja a uno molido. Así que me levanté procurando no despertarlas y puede comprobar por la mirilla que eran los mismos maderos que habían estado llamando en mi anterior vivienda. No me gustó nada aquella nueva intromisión. Si continuaban llamando acabarían por despertar a las mujeres.

Decidido a coger el toro por los cuernos abrí la puerta y me encaré con ellos pidiéndoles que se identificaran. El más alto, delgado, cejijunto, ojos de víbora, bigote negro y copioso era el inspector Matías Retuerto de la BIC, el otro, algo más bajo, más gordo y más joven, con cara de huevo y ojos saltones, el inspector Plácido Domingo, como el tenor. Querían llevarme a comisaría para interrogarme sobre mis andanzas de los últimos quince días.

Como nada tenía que temer, les dije que esperaran a que me vistiera y les cerré la puerta en las narices. Antes de salir de casa llamé por teléfono a Santiago Cantueso, mi abogado, explicándole lo que pasaba. Me dijo que no me preocupara, que él se personaría en comisaría para enterarse de por qué me detenían. También avisé a Pepita y a Cristina de que tenía que salir con unos amigos que habían venido a buscarme y que no tendría tiempo de quedarme a comer pero que era casi seguro que regresaría a la hora de cenar para acabar de consolar a Pepita y curarle la diarrea a Cristina.

En comisaría les dije, en plan muy americano, que no declararía nada sin la presencia de mi abogado y aunque me estuvieron cosiendo a preguntas sobre dónde había estado tal y tal día a tal y tal hora, permanecí más mudo que Belinda mirando un espejo de la pared que imaginé traslúcido y con alguna persona mirándome sin que yo pudiera verla. Incluso llegaron a decirme que tenían un testigo que me había visto en compañía de Antonia Martínez, la cajera del supermercado asesinada y violada en su domicilio; en compañía de Sarita Bermúdez, la muchacha que asesinaron en la montaña; en compañía de Margarita Gautier, la rubia que estrangularon en el ascensor y, por si fuera poco, intentaban que me declarara culpable del incendio que había asolado media provincia. En fin, lo de siempre.

Todos los crímenes que había cometido el asesino múltiple me los achacaban a mí, lo que era el colmo de la mala leche. Permanecí tranquilo porque sabía seguro que no tenían ningún testigo, todo era un farol para hacerme caer en un renuncio, en alguna trampa para que firmara una declaración que ya tenían preparada. ¿Serán gilipollas? ¿Por quién me habrán tomado estos cenutrios? Anda y que os den por el culo, pensaba, riéndome interiormente de la desfachatez de los guripas.

Yo sabía que todo aquello estaba ocurriendo porque tenía antecedentes y por haber estado internado durante diez años en el frenopático sin culpa ninguna. Más de seis horas estuvieron interrogándome sin que yo soltara ni media palabra. Hicieron de todo para que firmara la declaración, me amenazaron con darme una paliza con una toalla mojada y no sólo me amenazaron sino que me sacudieron con ella en el cogote haciéndome ver las estrellas.

Luego lo intentaron por las buenas invitándome a café y a cigarrillos que les tiré a la cara y me soltaron una hostia que me tumbó de espaldas con silla y todo. Cuando llegó mi abogado tenía un ojo cerrado y tan negro como el ala de un cuervo. Lo primero que hicimos cuando salimos de Comisaría fue hacerme una fotografía y presentar una denuncia en el juzgado que, como siempre, no servirá de nada porque los guripas declararán que ya tenía el ojo morado cuando entré en comisaría.

Cuando Cristina y Pepita me vieron el ojo se asustaron mucho y tuve que inventarme una pelea en un bar ayudado por mis amigos de la que habíamos salido vencedores, aunque con algún golpe y como soy muy buen actor se tragaron la trola hasta el estómago. Me pusieron un bistec crudo y, con bistec y todo, le puse el termómetro dos veces a cada una sin que protestaran. Cristina no se enfadó porque tuve la deferencia de ponérselo a cada una en su habitación, lo que fue un detalle por mi parte. Después de cenar le hice sexo oral a Cristina hasta que se quedó derrengada durmiéndose en seguida. El resto de la noche lo pasé con Pepita.

Espero que se tome la pastilla porque si no, con la cantidad de veces, lo menos cinco, que eyaculé es casi seguro que se quedará embarazada. Supongo que sabrá lo que hace. Si se queda embarazada es su responsabilidad, no la mía. Otra vez me despertó al timbre de la puerta cuando mejor dormía.

De nuevo han venido a detenerme, esta vez dos policías nacionales, nada menos que con una orden del juez para tomarme declaración por la muerte de Eduardo del Pulgar Izquierdo, el policía nacional novio de Pepita. Por lo visto, en la culata de la pistola había una huella mía, así que yo era el asesino porque nadie se suicida, según el juez, disparándose en la nuca con su propia pistola. Gracias a que mi abogado, Cantueso, pudo probar que vivíamos en el mismo piso y que teníamos suficiente confianza y amistad para que alguna vez, al enseñarme el arma, la hubiera tocado, esa y no otra era la causa por la que aparecía mi huella en la culata.

Pero el juez, que es un cabronazo de mucho cuidado, me hizo examinar por los psiquiatras del frenopático, los mismos que me habían examinado hace diez años. Hablé con ellos más de dos horas, elogiando sus grandes conocimientos médicos y su reconocida pericia en diagnosticar en su día que ya estaba curado. Les dije también que, ahora, desde que me habían curado, mi vida había cambiado por completo ya que sólo me dedicaba a procrear todos los días con cuanta mujer deseaba ser madre porque, como es sabido, España es uno de los países de más baja natalidad y todos estamos obligados a contribuir a que dicha tasa de natalidad aumente geométricamente.

Se mostraron de acuerdo conmigo y diagnosticaron a mi favor, asegurándole al juez que estaba sano y sabía muy bien lo que hacía porque mis teorías sobre la natalidad eran las correctas. Sin embargo, y como ya he dicho, el juez, que es un hijoputa, para dejarme en libertad me pidió una pasta gansa que tuve que apoquinar porque, sino, me enviaba al frenopático otra vez o quizá a la cárcel. Son todos unos corruptos. Como decía un alcalde andaluz: En España la justicia es un cachondeo y, como todos sabemos, ahora aún es mayor el cachondeo que cuando lo dijo el alcalde.

Suerte tuve que Cristina, que ya no puede vivir sin mi, pagó religiosamente el soborno y regresé a casa para seguir dándoles satisfacción a las dos con tanto ardor que, esta noche pasada, me han pedido por favor que me durmiera. Por si lo del soborno fuera poco, encima me impuso la obligación de ir a firmar al juzgado todas las semanas. Estoy seguro que no quiere perderme de vista para poder pedirme más dinero en cuanto se haya gastado los treinta mil euros que le pagó Cristina. Mal rayo lo parta, así le sirvan para envenenarse con ellos.

Ojalá se los tenga que gastar en medicinas. No hay derecho a que un ciudadano honesto y honrado como yo, tan preocupado por la tasa de natalidad de la nación, tenga que pasar por el bochorno de tener que acudir todas las semanas al juzgado como si fuera un temible delincuente, o peor aún, un asesino múltiple. Ni que yo fuera el Estrangulador de Boston, cuando todo el mundo sabe que fue Toni Curtis.

Los errores judiciales son tan abundantes que la historia de la judicatura está plagada de ellos. Y no digamos nada de los investigadores policíacos que, a más de un siglo de distancia, aún no saben quien fue Jack the Ripper. Es un misterio tan insondable como averiguar de donde vinieron los vertebrados. Muchas teorías pero muy pocos resultados definitivos. Lo único que se sabe con certeza es que, cada animal, es la suma de sus sistemas orgánicos. Por eso todos tenemos corazón, hígado y páncreas, menos los políticos, los jueces y los policías que, como los tiburones, no tienen huesos. Son como los perros, no pueden ver los colores, pero olfatean el dinero a cien kilómetros de distancia y así va el mundo que, como ya he dicho más de una vez, es una puta mierda.

Pero, en fin, creo que va siendo hora de que nos dejemos de filosofías y metafísicas que a nada conducen si no es a hacerse mala sangre y que se la acaben a uno las ganas de procrear.

Volvamos pues a las "Memorias de un Orate"

CUANDO SALIMOS DE LA DISCOTECA DE VINAROZ regresamos hasta Las Casas de Alcanar para recoger al difunto Javier Maldonado que no se había movido de la caja. Como el Mirafiori con motor diesel Perkins era bastante rumoroso algunos vecinos del pueblo salieron a la calle a protestar. Las cuatro de la madrugada no eran horas de molestar haciendo tanto ruido. Incluso despertaron al alcalde para que nos echara del pueblo cuanto antes.

Davinia y yo permanecimos en el Lamborghini hasta que el motín se calmó al desaparecer el Perkins camino de la autopista seguido de la furgoneta fúnebre. Como mi coche era muy rápido, los vecinos habían regresado a sus dormitorios y yo estaba ardiendo por culpa del cunilinguo que le hice a Davinia en la discoteca, recliné el asiento de mi futura, le quité la tanga y la minifalda y le hice el amor dos o tres veces aunque ella aseguraba que ya estaba harta de tanto amor, tenía sueño, quería dormir y aunque yo seguí al ataque, tuve que dejarlo porque amanecía y teníamos un corro de pescadores alrededor del coche mirando la función muy interesados.

Me molestaba que, por mi culpa, abandonaran sus barcas y dejaran de pescar, ello repercutiría en su economía familiar y yo no estaba dispuesto a cargar con esa responsabilidad. Salí disparado por la autopista alcanzando a la caravana del occiso en una gasolinera cerca del motel. Nicanor repostaba gasoil. Javier Maldonado continuaba difunto y el conductor de la furgoneta se encontraba en el servicio orinando el barril de cerveza cuando detuve el Lamborghini. Eufrasia dormía igual que Davinia pero despertaron poco después al llegar a destino.

Eufrasia se quedó con la boca abierta, no sé si porque bostezaba, o por la impresión que le causó el edificio. Todas las chicas estaban durmiendo y según me aseguraron Silvia y Noya que se encontraban de guardia, todas estaban ocupadas porque había acudido una convención de visitadores médicos que las contrataron para toda la noche lo cual era una gran noticia y así se lo dije a Eufrasia, la nueva "Madame", después de presentarle a Silvia y a Noya.

Pero la nueva "Madame" tenía un tablón de andamio y un sueño que no se aguantaba derecha, por lo tanto la envié a dormir en compañía de Nicanor; Noya los acompañó hasta la habitación lo mismo que a Davinia que les presenté como mi futura esposa. Se acostó en mi habitación porque, según dijo, se encontraba descuajaringada. Al fiambre lo metimos con caja y todo en el cuarto de los congelados en espera de encontrarle mejor acomodo.

Tiburcio, por fin me enteré como se llamaba el conductor de la furgoneta, quería acostarse con Silvia. Tuve que informarle que el precio de aquella muchacha lo dejaría sin ingresos por el alquiler de la furgoneta, pero estaba tan encalabrinado con la bella encargada que se mostró conforme y allá se fueron los dos a afilar el lápiz. Así que tuve que quedarme de guardia con Noya haciendo caja y controlando los ingresos, ingresos que alcanzaban una cifra más que considerable.

En espera de que empezaran a desfilar los visitadores médicos para poder acostarme con Davinia, Noya me miraba con hambre atrasada, decidí complacerla y me acosté en el sofá colocándola debajo porque estaba más mullida que los muelles del tresillo. Se portó muy bien, siempre me había tenido un especial cariño y, por mi parte, también la apreciaba, aunque pocas veces la inseminaba porque con el personal de servicio hay que ser muy mirado.

Cuando Silvia acabó de afilar el lápiz de Tiburcio, éste recogió velas, subió en la furgoneta y se largó a toda pastilla para Tarragona renegando de la carestía de la vida. Yo aproveché para acostarme, por fin, con Davinia que dormía como una marmota y no me atreví a despertarla, conformándome con tenerla estrechamente abrazada y dejarla descansar. También yo me quedé dormido, pero a las doce, mientras mi futura seguía durmiendo, me levanté. Eufrasia y Narciso también estaban ya levantados interesándose por las peculiaridades del negocio. Se lo tomaban tan en serio y tan a pecho como si en toda su vida hubieran hecho otra cosa que regentar un motel de carretera.

Eufrasia aprendió en seguida a manejar la caja registradora, aunque no me pareció bien que para desayunar se tomara un par de cubatas y tuve que advertirla que se olvidara de ellos, porque delante de las muchachas, de cundir el ejemplo, nos pasaríamos el día acarreando cajas de ginebra Beefeter a toneladas, y no era ese el caso. En aquellos momentos tenía a mi cargo veinticuatro personas y cuarenta y ocho cubalibres por hora representaban al día mil ciento cincuenta y dos cubalibres y, lo que era peor, tendría que cambiar el rótulo del motel y ponerle "Motel Las Etílicas" lo que nos hubiera llevado al fracaso sin remedio.

Me aseguró que sólo bebería cubalibres a escondidas para que las muchachas no la imitaran. Tampoco estuve de acuerdo, una "Madame" no puede regentar un motel viéndolo todo doble, haciendo eses y desgañitándose todo el día cantando tangos de Gardel. Prometió enmendarse y no beber más cubatas hasta que me casara con su hija. Y para celebrar su promesa se tomó otros dos como despedida. Hice precintar las botellas de ginebra con una cadena y un candado cuya llave le di a Noya. Aquello la ofendió y dijo que se iba a la cocina porque ella no aguantaba indirectas de nadie y en la cocina, en compañía de Arosa, nadie la molestaría.

La dejé ir para no discutir el primer día y me fui a hablar con Nicanor que estaba arreglando los arriates del jardín. Nicanor era un hombre sencillo, regordete, fuerte, con unas gafas cuyos cristales parecían los lentes de un telescopio astronómico, barbilla partida, ojos negros, tonsura de obispo, parco de palabra, trabajador incansable, que me había caído bien desde el primer momento. Le dije que después de comer cogiera el Opel Frontera para ir a Valencia a buscar a seis clientes que tenían reservadas chicas y habitaciones para aquella noche. Le daría la dirección después de la comida. Me escuchó muy atento, sin abrir la boca para ahorrar palabras. Asintió con la cabeza y eso fue todo.

Quince minutos, no más, estuve hablando con él y regresé a la cocina. No vi a Eufrasia y le pregunté a Arosa en donde estaba. Me indicó el cuarto frigorífico:

-- Ya ha entrado seis veces -- me dijo con sorna -- saca los tomates de uno en uno, no lo entiendo, entra y sale cada dos minutos.

Y de pronto la veo salir con una lechuga y cantado...Adiós muchachos compañeros de mi vida, farra querida... y al verme dejó el tango para decirme con voz pastosa:

-- Miguel, majete, mira que lechuga más grande he encontrado.

-- Eufrasia – comenté secamente – será mejor que te vayas a dormir un rato.

-- No tengo sueño, además tengo que preparar las ensaladas – respondió tirando la lechuga en el fregadero – Voy a buscar otra, con esta no hay suficiente.

La vimos abrir la puerta del cuarto frigorífico y volver a cerrarla. Arosa me miró, movió la cabeza y se encogió de hombros. Yo no podía consentir que las chicas vieran a Eufrasia trompa perdida, porque, indudablemente, los cuatro cubalibres en ayunas la habían producido un etilismo agudo. Decidí cortar por lo sano y entré en el frigorífico. Cerré la puerta para que Arosa no viera a Eufrasia amorrada a una botella de Valdepeñas blanco que se usaba para guisar.

En cuanto me vio me ofreció la botella comentado con voz zarrapastrosa:

-- Querido yerno, brindemos por el feliz acontecimiento. Toma, bebe, hombre, no seas tímido.

Le quité la botella de las manos cogiéndola de un brazo y arrastrándola fuera. Farfullaba protestas y tenía que aguantarla porque se iba de lado. Estaba empeñada en que tenía que hacer las ensaladas para la comida o nos moriríamos de hambre, la lleve hasta su habitación para meterla debajo de la ducha, pero no quería mojarse el vestido y empezó a desnudarse sacándose la ropa a tirones hasta quedarse en cueros. ¡Joder –pensé al verla en pelota picada -- no está mal la Eufrasia!

Mas de Jotaene

La niña de mis ojos

Así somos los gallegos

El fondo del alma

Edad media y leyes medievales

¡Oh, las mujeres!

Hetairas. cortesanas y rameras (1)

La loba

Lo potencial y lo real

Una vida apasionante (3)

Una vida apasionante (5)

Una vida apasionante (4)

Arthur Shawcross

Bela kiss

Romasanta, el hombre lobro

Poemas de Jotaene

Anuncio por palabras

Una vida apasionante (2)

Una vida apasionante

La semana tráquea

Relatos breves y verídicos (1)

El parricida sonámbulo

Curvas Peligrosas

Un fallo lo tiene cualquiera

Mujer prevenida vale por dos

La prostituta y su enamorado

Tiberio Julio César, el crápula

Caracalla, el fratricida incestuoso

Despacito, cariño, muy despacito (8)

Cómodo, el incómodo

El matriarcado y el incesto (4)

El matriarcado y el incesto (1)

Incestos históricos (4)

El matriarcado y el incesto (3)

El matriarcado y el incesto (2A)

Viene de antiguo

Viene de antiguo 2

El gentleman

Margarito y la virgen de Rosario

La multivirgen

Un grave encoñamiento (7 - Final)

Un grave encoñamiento (6A)

Un grave encoñamiento (6)

Despacito, cariño, muy despacito (7)

Despacito, cariño, muy despacito (6)

Despacito, cariño, muy despacito (5)

Incesto por fatalidad (8)

Academia de bellas artes

Un grave encoñamiento (5A)

Orgasmos garantizados

Un grave encoñamiento (5)

Un grave encoñamiento (4)

El sexo a través de la historia (2)

El sexo a través de la historia (3)

Despacito, cariño, muy despacito (4)

Despacito, cariño, muy despacito (3)

Un grave encoñamiento (3C)

Un grave encoñamiento (3B)

Un grave encoñamiento (3A)

Un grave encoñamiento (1)

La leyenda negra hispanoamericana (3)

Un grave encoñamiento (2)

Incestos históricos (3)

Despacito, cariño, muy despacito (1)

La leyenda negra hispanoamericana (2)

Incestos históricos (2)

La leyenda negra hispanoamericana (1)

Incestos históricos (1)

Incesto por fatalidad (5)

Incesto por fatalidad (6)

El dandy

Incesto por fatalidad (2)

Incesto por fatalidad (1)

Incesto por fatalidad (3)

Incesto por fatalidad (4)

Hundimiento del acorazado españa

Un viaje inútil

Como acelerar el orgasmo femenino

La máquina de follar

Sola

Follaje entre la nieve

Placer de dioses (2)

Placer de dioses (1)

Navegar en Galeón, Galero o Nao

Impresiones de un hombre de buena fe (7)

El Naugragio de Braer

La Batalla del Bosque de Hürtgen

El naufragio del Torre Canyon (1)

El naufragio del Torre Canyon (2)

El naufragio del Torre Canyon (3)

La batalla de Renade

Impresiones de un hombre de buena fe (6)

Impresiones de un hombre de buena fe (4)

Impresiones de un hombre de buena fe (7-A)

Olfato de perro (4)

Hundimiento del Baleares

Olfato de perro (5)

No sirvió de nada, Mei

Cuando hierve la sangre (2)

Cuando hierve la sangre (1)

Paloduro

Impresiones de un hombre de buena fe (2)

Impresiones de un hombre de buena fe (1)

Olfato de perro (2)

Impresiones de un hombre de buena fe (3)

Olfato de perro (3)

Olfato de perro (1)

La hazaña del Comandante Prien

Una tragedia Marítima olvidada (5 Fin)

Una tragedia Marítima olvidada (4)

Una tragedia Marítima olvidada (3)

Una tragedia Marítima olvidada (2)

Una tragedia Marítima olvidada (1)

La Hazaña el Capitán Adolf Ahrens

Derecho de Pernada (4)

Derecho de Pernada (2)

Derecho de Pernada (3)

Derecho de Pernada (5)

Derecho de Pernada (1)

La maja medio desnuda

Oye ¿De dónde venimos?

Mal genio

Misterios sin resolver (2)

Misterios sin resolver (3)

Crónica de la ciudad sin ley (10)

Crónica de la ciudad sin ley (9)

El asesino del tren

Tanto monta, monta tanto

Crónica de la ciudad sin ley (8)

El timo (2 - 1)

Testosterona, Chandalismo y...

El canibalismo en familia

¿Son todos los penes iguales?

Código de amor del siglo XII

Ana

El canibal japones.

El canibal alemán

El canibal de Milwoke

El anticristo Charles Manson

Crónica de la ciudad sin ley (6)

Crónica de la ciudad sin ley (7)

El 2º en el ranking mundial

El timo (2)

El vuelo 515 (3)

El bandido generoso

El carnicero de Hannover

El Arriopero anaspérmico

El vuelo 515 (2)

El vuelo 515 (1)

El carnicero de Plainfield

El petiso orejudo

La sociedad de los horrores

Don Juan Tenorio con Internet

Andrei chikatilo

El buey suelto

Gumersindo el Marinero

La confianza a la hora del sexo

El timo (1)

Los sicarios de satán

The night stalker

Barba azul

¿Serás sólo mía?

Hasta que la muerte os separe.

¿Quién pierde aceite?

Encuesta sobre el orgasmo femenino

Virtudes Teologales

El mundo del delito (8)

El sexólogo (4)

El barco fantasma

Captalesia

El sexólogo (3)

El mundo del delito (7)

The murderer

El sotano

El signo del zorro

Memorias de un orate (13)

Memorias de un orate (14 - Fin)

El orgasmómetro (9)

El orgasmómetro (10)

El sexólogo (1)

El sexólogo (2)

La sexóloga (4)

La sexóloga (5)

La sexóloga (3)

La sexóloga (2)

Memorias de un orate (12)

El mundo del delito (4)

El mundo del delito (5)

Memorias de un orate (11)

La sexóloga (1)

Memorias de un orate (10)

Memorias de un orate (9 - 1)

Qué... cariño ¿que tal he estado?

¿Que te chupe qué?

Memorias de un orate (7 - 1)

Memorias de un orate (7)

Memorias de un orate (6)

Memorias de un orate (9)

Memorias de un orate (5)

Memorias de un orate (4)

Enigmas históricos

Memorias de un orate (3)

Ensayo bibliográfico sobre el Gran Corso

El orgasmómetro (8)

El viejo bergantin

El mundo del delito (1)

El mundo del delito (3)

Tres Sainetes y el drama final (4 - fin)

El mundo del delito (2)

Amor eterno

Misterios sin resolver (1)

Falacias políticas

El vaquero

Memorias de un orate (2)

Marisa (11-2)

Tres Sainetes y el drama final (3)

Tres Sainetes y el drama final (2)

Marisa (12 - Epílogo)

Tres Sainetes y el drama final (1)

Marisa (11-1)

Leyendas, mitos y quimeras

El orgasmómetro (7)

Crónica de la ciudad sin ley (5-2)

El cipote de Archidona

Marisa (11)

Crónica de la ciudad sin ley (5-1)

La extraña familia (8 - Final)

Crónica de la ciudad sin ley (4)

La extraña familia (7)

Crónica de la ciudad sin ley (5)

Marisa (9)

Diálogo del coño y el carajo

Esposas y amantes de Napoleón I

Marisa (10-1)

Crónica de la ciudad sin ley (3)

El orgasmómetro (6)

El orgasmómetro (5)

Marisa (8)

Marisa (7)

Marisa (6)

Crónica de la ciudad sin ley

Marisa (5)

Marisa (4)

Marisa (3)

Marisa (1)

La extraña familia (6)

La extraña familia (5)

La novicia

El demonio, el mundo y la carne

La papisa folladora

Corridas místicas

Sharon

Una chica espabilada

¡Ya tenemos piso!

El pájaro de fuego (2)

El orgasmómetro (4)

El invento del siglo (2)

La inmaculada

Lina

El pájaro de fuego

El orgasmómetro (2)

El orgasmómetro (3)

El placerómetro

La madame de Paris (5)

La madame de Paris (4)

La madame de Paris (3)

La madame de Paris (2)

La bella aristócrata

La madame de Paris (1)

El naufrago

Sonetos del placer

La extraña familia (4)

La extraña familia (3)

La extraña familia (2)

La extraña familia (1)

Neurosis (2)

El invento del siglo

El anciano y la niña

Doña Elisa

Tres recuerdos

Memorias de un orate

Mal camino

Crímenes sin castigo

El atentado (LHG 1)

Los nuevos gudaris

El ingenuo amoral (4)

El ingenuo amoral (3)

El ingenuo amoral (2)

El ingenuo amoral

La virgen de la inocencia (2)

La virgen de la inocencia (1)

Un buen amigo

La cariátide (10)

Servando Callosa

Carla (3)

Carla (2)

Carla (1)

Meigas y brujas

La Pasajera

La Cariátide (0: Epílogo)

La cariátide (9)

La cariátide (8)

La cariátide (7)

La cariátide (6)

La cariátide (5)

La cariátide (4)

La cariátide (3)

La cariátide (2)

La cariátide (1)

La timidez

Adivinen la Verdad

El Superdotado (09)

El Superdotado (08)

El Superdotado (07)

El Superdotado (06)

El Superdotado (05)

El Superdotado (04)

Neurosis

Relato inmoral

El Superdotado (03 - II)

El Superdotado (03)

El Superdotado (02)

El Superdotado (01)