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La madame de Paris (2)

en Confesiones

LA MADAME –II—

Madame conocía los provocativos encantos de la meridional Ana. Su carne era de cálidos rescoldos, contagiosa; incluso la piel más fría se calentaba con su tacto. Dominaba la intriga y el juego. En primer lugar le gustaba sentarse en el bidé para la ceremonia de lavarse, Con los muslos separados sobre el pequeño asiento de porcelana, presentaba unas nalgas prominentes, con dos enormes hoyos en la base de la columna vertebral y un par de caderas de color oro viejo, amplias y firmes como los cuartos traseros de un caballo de circo. Cuando se sentaba las curvas se hacían más abultadas. Si el hombre se cansaba de ver su espalda, podría mirarla de frente y observar cómo echaba agua sobre su vello púbico y entre los muslos, cómo se separaba los labios suavemente al enjabonarse.

Ahora la cubría la blanca espuma, de nuevo el agua, y los labios emergían rosados y brillantes. A veces se los examinaba con calma. Si aquel día habían pasado demasiados hombres, veía que estaban ligeramente hinchados. Al español le gustaba mirarla entonces. Se secaba con suavidad para que la irritación no aumentara. El español, acudió uno de esos días y adivinó que podía beneficiarse de la irritación. Otros días Ana se mostraba aletargada, pesada e indiferente. Yacía con el cuerpo como en alguna pintura clásica, para acentuar las tremendas ondulaciones de sus curvas. Se acostaba de lado con la cabeza reposando sobre el brazo; su carne de tonos cobrizos se reflejaba como si la estuviera macerando el oleaje de la caricia de alguna mano invisible. Así se ofrecía a sí misma, suntuosa y casi imposible de excitar. La mayor parte de los hombres ni lo intentaban.

Apartaba su boca de ellos, con desdén, y ofrecía su cuerpo con desgana. Podían abrirle los muslos y mirarla fijamente el tiempo que quisieran; no lograban extraerle ningún jugo. Pero, una vez el hombre estaba poseyéndola, se comportaba como si estuviera destilando lava candente en su interior y sus contorsiones eran más violentas que las de las mujeres que gozan, porque las dramatizaba para fingir que eran reales. Se retorcía como una pitón, se sacudía en todas direcciones como si la estuvieran quemando o golpeando. Sus poderosos músculos imprimían a sus movimientos un deseo que excitaba los deseos más bestiales. Los hombres luchaban por calmar la danza orgiástica que ella ejecutaba a su alrededor, como si estuviera clavada a algo que la torturase.

De pronto cuando su capricho se lo dictaba, se inmovilizaba. Su perversa indiferencia a mitad de camino de su furia en aumento enfriaba a los hombres de tal manera que la sensación de plenitud quedaba pospuesta. Ella se convertía en una masa de carne inerte y empezaba a chupar suavemente, como si se chupara el dedo gordo antes de quedarse dormida. Y su letargo irritaba a los hombres. Trataban de excitarla de nuevo, tocándola por todas partes y besándola. Ella se sometía impasible.

El español, aguardaba su vez. Contemplaba las numerosas abluciones de Ana que aquel día estaba resentida por los muchos asaltos. Por pequeña que fuera la suma que le pagaran, nunca impedía que un hombre se satisficiera.

Los grandes y ricos labios, restregados en exceso, se hallaban ligeramente distendidos, y una fiebrecilla los consumía. Él se mostró amable. Depositó su pequeño obsequio sobre la mesa, se desnudó y prometió a Ana un bálsamo, un algodón, un verdadero colchoncillo. Estas delicadezas la hicieron bajar la guardia. La manejó como si fuera una mujer: sólo una pequeña caricia allí, para apaciguar y suavizar la fiebre. La piel de la joven era tan morena como la de una gitana: suave y limpia, incluso cuando se daba polvos. Los dedos del español eran sensibles. La tocaba como por casualidad, rozándola, y dejaba descansar su miembro en el vientre de Ana, como un juguete, simplemente para que ella lo admirase. El miembro del español respondía cuando le hablaba. El vientre vibraba a causa del peso, que aumentaba ligeramente al sentirse allí.

Como el español mostrara impaciencia por moverlo a donde quedara abrigado y encerrado, ella se permitió el lujo de abrirse, abandonándose. La glotonería de otros hombres, su egoísmo y su afán de satisfacerse sin consideración hacia Ana, volvían a ésta hostil. Pero el español se mostraba galante. Comparaba la piel de la muchacha con el raso, su cabello con el musgo, y su olor con la fragancia de las maderas preciosas. Colocó la erección junto a la abertura y preguntó:

-- ¿Te duele? No quiero empujar si te hace daño.

-- Duele un poquito – repuso -- pero inténtalo

Avanzó sólo un centímetro.

--¿Duele?

Se ofreció a retirarse. Ana tuvo que presionarle:

--Sólo la punta. Prueba otra vez.

La punta se introdujo dos o tres centímetros y se detuvo.

Ana tuvo tiempo de sentir su presencia; el tiempo que no le concedían otros hombres. Entre cada pequeñísimo avance en su interior, podía darse cuenta de lo placentera que resultaba la presencia del pene entre las suaves paredes de carne, de lo bien que se ajustaba, ni demasiado prieto ni demasiado suelto. El español esperó de nuevo y avanzó un poco más. Ana pudo sentir lo bueno que era ser penetrada, lo bien que le sentaba a la concha femenina tener algo que sostener y retener. El placer de sujetar algo allí, de intercambiar calor, de mezclar las dos humedades. Él se movió de nuevo. La intriga. La conciencia de vacío cuando el se retiraba: la carne de ella se secaba casi en seguida. Cerró los ojos. La gradual penetración irradiaba invisibles corrientes que anunciaban a las regiones mas hondas de las entrañas que alguna explosión iba a producirse, algo hecho para encajar en el túnel de paredes suaves, para ser devorado por sus hambrientas profundidades, donde aguardaban los nervios intranquilos. Su carne pedía más, más. Y él siguió penetrando.

-- ¿Duele?

Se retiró. Ana se sintió defraudada y no quiso confesar que se había quedado seca por dentro al faltarle la expansiva presencia del español. Se vio forzada a suplicar.

-- Introdúcela otra vez.

Era suave. La introdujo sólo hasta la mitad, donde ella pudiera sentirla pero no retenerla, donde no pudiera encerrarla del todo. El español parecía querer dejarla a medio camino para siempre. Ana quiso erguirse para introducírsela del todo, pero se reprimió. Quería gritar. La carne que el hombre no tocaba ardía ante la proximidad. En el fondo del sexo la carne exigía ser penetrada; se curvaba hacia dentro, dispuesta para la succión. Las paredes se movían como anémonas marinas, tratando de hacer el vacío para atraer aquel sexo, pero éste a la distancia a que se encontraba sólo podía enviar corrientes de agudísimo placer.

El español se movió de nuevo y miró a la mujer a la cara. Vio entonces que tenía la boca abierta. Ella quiso levantar el cuerpo para engullir todo el miembro, pero aguardó. Con este tormento a marcha lenta, el español puso a Ana al borde de la histeria. Ella abrió la boca, como para manifestar la abertura de su sexo, su hambre, y sólo entonces él se sumergió hasta el fondo, hasta sentir las contracciones de Ana y sentirse rociado por la miel del profundo orgasmo femenino al que siguió el suyo derramándose a borbotones tibios y espesos en un clímax que les pareció inmortal e infinito.

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