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Un grave encoñamiento (2)

en Grandes Relatos

UN GRAVE ENCOÑAMIENTO – 2 –

Emprendimos camino por la autopista de Vigo, y ella preguntó por qué íbamos a Vigo. Le expliqué que en Vigo había muy buen marisco y como a ella le encantaba el marisco y además necesitaba ropa nueva, tanto interior como exterior, se la compraría en la boutique del Corte Inglés. Cuando estuviera más gordita ya la compraría más.

Nos detuvimos en Portonovo, a la hora de comer. Conocía a Antonio el de la Casa Manolito, que prepara un pulpo da feira y unas caldeiradas capaces de resucitar a un muerto y no digamos nada de los percebes, que los hace tan en su punto que se pueden comer hasta las uñas.

Bebió tanto Albariño reserva como quiso y acabó medio piripi, porque al salir del restaurante y entrar en el coche, se me echó encima y apretándome la méntula comentó que ella tampoco había podido olvidarme nunca, ni a su "juguete". Al fin y al cabo yo era el hombre que la había desflorado y eso ninguna mujer lo olvida jamás.

No quise recordarle que fue ella quien me desvirgó a mí y la primera mujer, mejor sería decir niña, que me provocó el primer orgasmo de mi vida. Pero yo la amaba demasiado para recriminarle nada.

Me sentí muy complacido de que el vino le hiciera hablar de sus pensamientos más íntimos. Incluso me enteré de que si yo había subido a buscarla era porque ella se las había ingeniado para conseguir que nuestra madre se viera obligada a llamarme haciéndola creer que se volvería una drogadicta si continuaba con Pucho.

Solo una vez había probado cocaína y no le gustó. ¿Pero verdad que he disimulado muy bien cuando me limpié la nariz? Mira tú, -- me decía en mi fuero interno – si tu niña te quiere y lo que ha llegado a hacer para tenerte a su lado Por la cocaína no tenía que preocuparme. Lo importante es que ya estábamos juntos y lo estaríamos el resto de nuestra vida. Me amaba y me había amado siempre, tenía que reconocerlo. Yo era su único amor.

Comenzó a llorar, y como no puedo soportar sus lágrimas, me detuve en un entrador bajo los pinos para beberme sus lágrimas acariciándole la vulva, metiéndole el dedo medio en la vagina mientras le acariciaba el clítoris con el pulgar. Se corrió dos veces en cinco minutos, y acabó apoyando su rubia cabecita en mi hombro. La dejé dormir antes de emprender de nuevo el camino hacia Vigo y siguió durmiendo hasta que metí el coche en el parking del hotel.

El sueño le sentó de maravilla porque se despertó serena preguntando en donde estábamos y cómo era posible que ya fuera noche cerrada, no podía ser que hubiera dormido tantas horas, hasta que le aclaré que estábamos en el parking del Hotel Bahía de Vigo, que íbamos a reservar habitación de matrimonio para aquella noche y que hiciera el favor de no meter la pata llevándome la contraria. Me respondió que haría todo lo que yo le ordenara. Bien, le dije, pues desde ahora eres mi mujer ¿Te enteras?

-- Sí, cariño, -- respondió mimosa -- hace muchos años que eres mi marido.

Le abrí la puerta, recogí las maletas y entramos en recepción. Ningún problema. El joven matrimonio estaba en viaje de novios. Nos entregaron la suite nupcial como regalo de la casa previo pago de su importe y creí que se desmayaba ante lo que le pareció un lujo asiático. Hicimos el amor en la ducha antes de cambiarnos, sosteniéndola por las duras nalgas con sus macanudos muslos rodeándome las caderas, y todo "su juguete" enterrado en su divina feminidad.

Bramó de placer cuando de nuevo sintió mi semen golpeándole una y otra vez el útero con violentos y espesos borbotones. Nuestro mutuo deseo era insaciable.

De nuevo volvimos a gozarnos en los probadores del Corte Inglés, mientras se probaba la ropa interior. Tuvo un orgasmo descomunal, quizá debido al almuerzo pues, como se sabe, el marisco es un gran afrodisíaco. Tuve que taparle la boca con la mía mientras gozaba, porque no podía contener los fuertes gemidos que le provocaba el orgasmo.

Hice que bajaran los paquetes hasta la caja del parking y la llevé a la peluquería y la esteticien. Le dije que, cuando estuviera arreglada, subiera a buscarme a la Cafetería en donde la esperé más de una hora tomando un par de cubatas. Cuando se acercó a mí, no la conocía y se rió de mi despiste porque ello le demostraba que estaba muy guapa y eso era lo que ella quería, que la encontrara muy guapa para que no mirara a ninguna otra mujer. Me la hubiera comido a besos, si hubiéramos estado solos.

Estuvimos bailando en una discoteca antes de cenar. Estaba tan deliciosamente hermosa que allí mismo le hubiera comido su adorable coñito. Con tanto ruido, debido a una música a todo volumen hecha exclusivamente para sordos, comprendí que no se encontraba a gusto, porque cuando le pedí regresar al hotel para cenar y acostarnos, casi me besa delante de todo el mundo.

Cuando entramos en la suite nupcial encontramos en el salón del recibidor un ramo de flores para la novia y una bandeja llena de frutas tropicales, una cubitera con champán repleta de cubitos de hielo. No fue necesario pedir más cena. Los dos desnudos, sentada en mi regado con su "juguete" enterrado en su sexo hasta la cepa se corrió dos o tres veces y volvió a correrse desaforadamente cuando notó los borbotones de semen batiendo contra su útero con toda la fuerza de mi deseo de ella.

Luego estuve besándole y mordisqueándola la vulva de cuando en cuando y nos bebimos poco a poco la botella de cava; acabó besándome ansiosa y pidiéndome que la penetrara otra vez

La atraje hacia mi sillón, sentándola sobre su "juguete" de nuevo que se calzó poco a poco entre suspiros de gozo. Así nos acabamos casi toda la fruta. Se corrió en cinco minutos mordiéndome los labios. Por mi parte, con una mano le acariciaba los pezones rizándoselos con dos dedos, con la otra mano y la verga hundida hasta las bolas, le masajeaba el clítoris. Gozaba cada cinco minutos bramando de placer. Sentirla gozar era para mí tan delicioso como gozarla.

Al final tuvo que ir al baño. Cuando salió yo ya estaba en la cama y le comenté que deseaba comer almeja al natural toda la noche. Por su sonrisa, verdaderamente cautivadora y adorable, comprendí que no le parecía mal, de modo que comencé de inmediato, besándole la cara interior de los satinados muslos, deteniéndome en la conjunción de las ingles con los labios de la vulva, allí donde su carne era más sensible y tierna. Aquella caricia la ponía a mil por hora.

Cuando le aspiraba de la vagina los zumos de su placer, desfallecía estremecida de gusto hasta casi perder el sentido. No le permití que me chupara el miembro como quería hacerlo. No, ella era para mí más que mi mujer. Era, como le dije aquella mañana, toda mi vida. Finalmente, después de dos horas gozando cada cinco o diez minutos, dijo que estaba agotada de las emociones de todo el día y de tenerme, por fin, con ella.

Por mi parte, llevaba más de veinticuatro horas despierto y le pedí que me dejara dormir con la verga dentro de ella. Sonrió cansadamente, pero no se opuso. Dormía cuando eyaculé por última vez dentro de su vagina con fuertes borbotones de semen, pero creo que ya ni los notó.

También yo acabé durmiéndome hasta que me despertó la mujer de la limpieza a las doce del mediodía. Como ella seguía durmiendo, me puse el batín y le recomendé silencio con ademanes de regresar más tarde. Entendió a la primera, y regresé al lado de mi adorada muñequita para verla dormir. Nunca me cansaba de mirarla. Nunca.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SEGUNDA PARTE

Salimos de Vigo hacia Portugal después de comer y, por cierto, aunque renegó un rato le hice acabarse el solomillo de ternera que estaba buenísimo; ella necesitaba sustanciosos alimentos con toda urgencia.

Paré en Tuy diciéndole que deseaba que me acompañara porque necesitaba su consejo. Cuando entramos en la joyería preguntó en un susurro:

¿Nunca se te acaba el dinero? No necesito ninguna joya.

Cállate y no se te ocurra llevarme la contraria – le susurré a mi vez.

No, señor, mi sargento – respondió llevándose la mano a la frente antes de entrar en la joyería.

Buenas tardes ¿Qué desean? – me preguntó una joven dependienta con un acento gallego tan pronunciado que casi me hace reír.

Verá, necesito dos alianzas de oro. Una para mi esposa y otra para mí.

¡Ah, muy bien! Pero siéntense, por favor, enseguida le saco el muestrario.

Nos sentamos. Escoge lo que más te guste – le dije – y no se te ocurra preguntar el precio. Eso es cosa mía. ¿Vale? Asintió con la cabeza sin pronunciar palabra llevándose de nuevo la mano a la frente con saludo militar. Tuve que girar la aveza hacia la calle para no reírme. Era adorable mi niña. Cuando la dependienta trajo el muestrario en tres bandejas diferentes tapadas con un paño azul y destapó la primera, vi que observaba con atención y negó con la cabeza. En la segunda ocurrió lo mismo, y creí que igual ocurriría con la tercera. Llegué a pensar que intentaba, como muchas otras veces a lo largo de nuestra vida, hacerme la puñeta. Pero no, nada más abrir la tercera bandeja no lo dudó ni un momento.

Sus elegantes y finos dedos de muñeca señalaron sin dudar lo que le gustaba. También a mí me parecían las mejores alianzas de oro labrado que habíamos visto y me alegré de coincidir con ella. En vista de lo cual decidí comprarle algo más y así se lo indique a la dependienta, pero le advertí que fuera algo original y moderno. Sacó un juego portugués de anillo, pulsera y pendientes que era una filigrana. La miré y vi que le resplandecían los ojos con las ganas de lucir el juego. Le dije a la dependienta que la señora y yo nos llevaríamos puesto todo lo comprado y así fue. Pagué con la Visa y me despedí de la muy amable dependienta. Ella saludó con la mano desde la puerta.

¿Ya puedo hablar? – me preguntó nada más pisar la acera.

Pero, cariño…

¡Eres un machista! – exclamó enfadada sin dejar por eso de colgarse de mi brazo – Ya no soy una niña, soy una mujer desde hace años.

Lo sé, mi amor. No te enfades, no volverá a ocurrir.

¿Me lo prometes?

Te lo juro, mi vida.

Pues a ver si es verdad. ¿Y ahora adónde vamos?

A cambiar las pesetas por escudos que es la moneda de Portugal.

¡Ah, claro! – exclamó pellizcándome en el brazo – Estoy en el mundo para que haya de todo.

Estás en el mundo para ser mi esposa.

Sí, claro, crees que un par de anillos, aunque sean de oro y preciosos, ya es una boda. Además tú y yo no podremos tener hijos.

¿Por qué no?

Porque saldrían tarados, y no querrás eso ¿Verdad?

Me acorde entonces que acababa de salir aquella semana la revista Interviú con un reportaje sobre dos hermanos que se habían casado sin saber que eran hermanos y tenían dos hijos sanísimos. Era toda una historia rocambolesca, pero cierta porque venían las fotografías de toda la familia y eran, precisamente de la tierra en la que estábamos. En la primera librería que encontré detuve el coche, le dije que esperara y compré la revista. Me senté al volante, encendí el motor y antes de arrancar busqué el reportaje y le dije que lo leyera, y comenzó a leer muy atenta. Luego cambié en una agencia las pesetas por los escudos.

Crucé el puente de hierro atiborrado de turismos y camiones. Ella seguía leyendo sin prestar atención al precioso panorama del río Miño.

Mientras ella leía pensaba yo cómo solventar el problema de su permanencia en Madrid, porque de ninguna manera quería que se enterara de mis apaños con mi querida y si vivía conmigo se enteraría el primer día que mi jefa entrara en la vivienda para recibir su ración de sexo. El único sitio en donde podía esperar era en el cuarto trastero, pero deseché la idea porque mi preciosa hermana no tenía un pelo de tonta. No, Toni – me dije - piensa en otra cosa.

Podía buscarle un trabajo en la oficina de la Compañía de Seguros donde un amigo mío, Santiago Torres, era jefe de sucursal, seguro que no se negaría y, en último extremo, si era necesario yo le pagaría el sueldo. La idea me pareció más acertada, aunque seguía teniendo el inconveniente de los sábados y los domingos.

Por más que me estrujaba la mollera sólo encontraba un camino, buscar yo otro trabajo y vivir con ella como marido y mujer. Claro que los ingresos ya no serían los mismos, pero para solventarlo podía trabajar doble jornada.

Aunque no lo sabía, me estaba preocupando en vano porque, al final, el asunto se solventó de la manera más inesperada; manera que narraré en su momento. Cuando acabó de leer estábamos ya en Ancora a 30 kilómetros de la frontera y entré en la población porque en la carretera había visto el anuncio del Hotel Meira, un hotel de tres estrellas.

Me di cuenta en aquel momento de que ella no tenía pasaporte y ni siquiera DNI. Bueno, me dije, que sea lo que Dios quiera y lo que Dios quiso fue que nos dieran una habitación de matrimonio después de entregar mi pasaporte. Le dije al conserje que hiciera subir las maletas a la habitación porque nosotros íbamos a cenar. Al preguntar si había servicio de habitaciones me dijo que después de las doce el comedor y la cocina cerraban.

Había tan sólo un matrimonio de mediana edad cenando y quizá por eso no me exigieron el pasaporte de mi "esposa". Les saludé con unas buenas noches y buen provecho al que respondieron con unas "muchas gracias" muy castizo. Después de sentarnos, ella, mujer al fin, nos preguntó sonriendo:

¿Recién casados?

Sí, señora. Nos casamos esta mañana. Somos de Vigo.

¡Qué casualidad! – exclamó – Nosotros también. ¿Y de qué parte de Vigo son?

La he cagao – pensé de inmediato y pensando a toda velocidad sólo se me ocurrió responder:

De Balaidos – porque es el estadio de fútbol del Celta.

Pues tiene usted una mujer preciosa.

Muchas gracias, por eso me casé con ella – respondí enfrascándome en la carta para que dejara de preguntar.

¿Qué vas a tomar, nena? – le pregunté observando que la mujer mayor no dejaba de mirarla y pensé si sería lesbiana.

No entiendo nada de lo que dice aquí ¿Qué es frango?

Pollo – respondí

¿Y vitela a la portuguesa?

Ternera y a la portuguesa es muy buena. Te la aconsejo.

¿Y tú qué cenarás?

Primero una ensalada primavera y luego vitela a la portuguesa y para finalizar Tarta de Almendra

Pues yo lo mismo, pero sin la tarta.

Te tomarás la tarta igual que yo – dije en tono serio acariciándole una de sus pequeñas y bien formadas manos con la yema de los dedos y rascándole la palma con el índice.

No hagas eso.

¿Por qué?

Nos está mirando. No me quita el ojo de encima.

A lo mejor quiere dormir contigo. Le has gustado mucho ¿No te has dado cuenta?

No seas mal pensado, pobre mujer. Si es de la edad de mamá.

No, mamá es más joven.

Le hice una seña al camarero y mientras esperábamos a que nos sirvieran le pregunté en voz baja:

¿Qué te ha parecido al artículo de los hermanos gallegos?

Puede ser una casualidad y además no se conocían cuando se casaron.

¿Y por eso dejaban de ser hermanos?

No, claro.

Has de saber corazón – le aclaré en plan doctoral – que las malformaciones y otros problemas de consanguineidad suelen aparecer en la tercera generación.

¿Cómo Carlos II el Hechizado? – preguntó de inmediato.

Exactamente – respondí sin tener ni puta idea de la genealogía del rey austríaco.

Bueno, es igual, tú y yo, no podemos casarnos, por lo menos en España, y no querrás abandonar y dejar sola a mamá ¿Verdad?

No, claro que no, pero ella volverá a encontrar otro hombre y formará otra familia. Es joven aún y puede tener más hijos. Pero nosotros podemos vivir en California y casarnos allí.

Ni que fueras millonario, Tony, eres un caso.

No lo soy, pero lo seré.

Tendría que tocarte la lotería y tú nunca juegas. Anda, anda, no sueñes despierto. Además, ya me tienes cuando quieres.

Sí, ciertamente, pero con eso no me basta.

¿Por qué no?

Porque quiero tener hijos tuyos y fundar una familia.

¿Y si yo me enamoro de otro qué harías?

No lo quiera Dios, pero si eso ocurriera, tus hijos tendrían que ser míos y no de tu marido.

¡Qué pedazo de bestia eres, Toni! – exclamó riendo a carcajadas.

No, te rías no. A lo mejor se me cruzan los cables y te mato y luego me suicido.

¿Y por qué no lo haces al revés? – preguntó, soltando otra carcajada.

Eso querrías tú – y no me quedó más remedio que reírme con ella.

Eres un caso, cariño, no hay otro como tú.

Por eso soy el hombre de tu vida. Los soy desde que tenías siete años ¿Te acuerdas?

No, no me acuerdo.

No mientas. Te subiste encima de mí y te la metiste hasta las bolas. Tenías siete años y yo nueve. Fuiste la primera mujer que me provocó un orgasmo y quizá fue entonces cuando me enamoré de ti.

Bueno, vale, ya está aquí el camarero. ¡Madre mía que pedazo de ensalada! – exclamó al ver la fuente -- ¿Quién se va a comer todo esto?

Pues nosotros. – respondí apretándole un muslo.

Estate quieto que nos miran.

En ese momento la pareja de mediana edad se levantaba de la mesa. La mujer se acercó a la nuestra e inclinándose ligeramente nos dice:

Que sean muy felices, y usted cuídela mucho porque parece tan delicada como una muñequita de porcelana.

Muchas gracias, señora – respondí con mi mejor sonrisa – Es usted muy amable.

Adiós y buena suerte.

Adiós.

Cuando cerraron la puerta, suspiré comentando y sobándole una teta:

-- Al fin solos, muñequita de porcelana.

-- Estate quieto, cariño, puede venir el camarero.

-- Hablando del rey de Roma. Ya está aquí la vitela.

Aún no se había acabado la ensalada. Cuando la apartó no dije nada pero ella si comentó que los portugueses eran unos bárbaros con la comida porque ponían suficiente para comer dos con una sola ración y, en verdad, que su biftec de ternera con un flan de arroz, se salía de la fuente. Se lo hice acabar, quería dejar la mitad pero, a tranca y barrancas, se la comió casi entera con media botella de vino maduro.

Lo que si comió a gusto fue la tarta de almendra rellena de crema, con un vasito de Oporto Dulce y creo que de nuevo acabó medio piripi porque aquella noche, lamiéndole goloso la cara interna de los satinados muslos, las ingles, los morritos de la imberbe vulva y el clítoris, me bebí cuatro o cinco orgasmos aspirándoselos de la vagina, lo que la volvía loca de placer.

Creí que no querría hacer el amor después del prolongado cunilinguo, pero sí tuvo suficiente apetito para subírseme encima dispuesta a calzarse el "aparatoso aparato", según decía. Antes de que se lo metiera le puse en la vagina una pastilla de cera espermicida que al calzarse el rabo hasta la cepa fue a derretirse a la entrada de las trompas. Tuve que explicarle para que era:

--Lo mismo que la pastilla anticonceptiva, vida mía, pero sin tanto riesgo para la salud, tendrás más apetito incluido el de hacer el amor, pues las pastillas lo reducen y ningún riesgo de flebitis, o cualquier otra complicación coronaria provocada por las pastillas.

-- Pues no sabes tú poco, cielo – exclamó con los ojos entornados por el placer – Lo que no sé es por qué demonios tienes que tener un leño como el que tienes. Y además, ¿de dónde sacas tú esa cera espermicida?

-- Te olvidas que trabajo en un Laboratorio Farmacéutico.

-- ¡Ah, claro! Es verdad

Me lo dijo sonriendo cuando tuvo todo el miembro dentro de su fascinante estuche, y además, dijo, que de tanto hacer el amor y de tanto comer se pondría como una vaca.

-- Tienes que engordar por lo menos diez kilos, corazón. Sólo pesas cincuenta kilos y cuando estés en tu peso, que son sesenta estarás como para poner derecha la Torre de Pisa.

-- ¿Pero como sabes tú que peso cincuenta? – me preguntó riendo y contrayendo su deliciosa vagina.

-- Te he tenido muchas veces en brazos, corazón – respondí después de chuparle a modo un pezón, duro como un guijarro.

Tuve que detenerla porque subía y bajaba las nalgas tan deprisa que temía se hiciera daño y al día siguiente no pudiera ni sentarse. Cuando le expliqué cómo debía hacerlo lo entendió enseguida. Gemía suavemente con tanta lentitud pero observé que a los dos o tres minutos volvía a tener los pezones tan erectos copa la copa de un pino.

-- Uy, que delicia, mi vida, que delicia – susurraba, encendida de pasión – Es que la tienes tan larga y tan gruesa que tardo media hora en subir y bajar.

-- ¿Es que no te gusta así?

-- No es que me guste, es que alucino en colores, bandido, ¿Quién te enseñó esto? Porque solo no lo aprendiste.

-- ¿Importa mucho eso? – pregunté acariciándola con la yema de los dedos desde las nalgas hasta el cuello.

-- Uy, uy, Dios mío… que bueno, que maravilla, mi cielo… como te vea con otra… te mato.

Se derrumbó sobre mi pecho incrustándome los duros pezones en el pecho, respirando afanosamente y estremecida entre mis brazos como una hoja al viento. Me besaba con toda la boca, metiéndome la lengua y chupando la mía mientras su vagina se contraía una y otra vez con los espasmos del clímax

Casi era la amanecida cuando nos dormimos definitivamente. Estábamos exhaustos, pero al final, me dormí dentro de ella duro como una roca, pese a haber eyaculado tres veces. Lo mismo ocurrió en Oporto, en Aveiro, en Mafra, en Santarem, en Lisboa, en Évora, en Badajoz, en Mérida, y por fin en mi piso de Madrid desde donde decidí llamar a la casa particular del señor Cuesta para informarle que tardaría más de lo previsto debido a que deseaba dejar a mi madre completamente restablecida. No puso ninguna objeción, al fin y al cabo eran días de ausencia a cuenta de vacaciones.

Avisé a la empresa porque, como jamás nos saciábamos el uno del otro la necesitaba más que el aire que respiraba. Habían sido tres años de ausencia y tenía que recuperarlos. Fue una maravillosa semana, una semana durante la cual fui el más feliz de los mortales.

Llegamos un martes a las once de la noche. Subimos desde el parking en el ascensor y allí se me presentó el primer problema al deshacer las maletas.

--¿Dónde guardo mi ropa? – me preguntó.

-- Pues en el armario. Tiene cuatro cajones, dos están ocupados con mi ropa. Los otros dos son para ti – estaba pensando a toda velocidad. Me quedaba hasta el sábado siguiente y antes debía encontrar una solución.

La jefa nunca miraba los armarios y si por casualidad encontraba la ropa, ya tenía la disculpa preparada: Era para regalársela a mi hermana Mireya cuando viniera de vacaciones. Y si no era esta disculpa ya encontraría otra.

Aquella noche, antes de enseñarle el piso, nos duchamos. Después de disfrutarnos un par de veces bajo el agua, nos secamos el uno al otro y con ella de la mano, tan desnudos como cuando nacimos, fui enseñándoselo. Preguntó si pagaba mucho de alquiler. Lo puedo aguantar, respondí, no es de los más caros, porque como ves es un piso pequeño:

-- ¿Pequeño? -. Preguntó levantando la mirada hacia mí – Para ti solo ¿Qué más quieres?

-- Bueno, ahora somos dos. Luego vendrán los churumbeles…

-- ¿Churumbeles? Tú estás majareta, mi vida. ¡Ay Dios mío!... qué cabra loca tengo por marido – y se reía a carcajadas tirándome del rabo.

-- Tenemos que cenar algo, Yeya. ¿Vamos a un restaurante?

-- No, ya vale de gastar dinero. ¿No tienes nada en el frigorífico?

-- Sí, algo hay, latas de conserva, comida precocinada y…

-- Pues vamos a la cocina – cortó, tirándome del rabo que ya no le cabía en la mano. Sin tacones y en chancletas era tan pequeñita que no me llegaba a las tetillas. Era un bibelot, una preciosa muñequita, una frágil figurita de porcelana, tal como había dicho la señora de Ancora al despedirse después de cenar.

Preparó una cena como no digan dueñas y cenamos opíparamente bebiéndonos una botella de cava casi congelado del mucho tiempo que llevaba en el frigorífico. Tomó un primer sorbo y se estremeció toda.

--¿Qué te pasa, Yeya?

--Que me hace cosquillas en la nariz.

--¿No te gusta?

-- Ya lo creo, pero ¿Qué quieres? Si me hace cosquillas en la nariz no puedo evitarlo...

-- No me hagas reír, Yeya, que tengo el labio partido – y me reía de buena gana.

-- No te rías, no, que es cierto.

-- ¿Nos vamos a la cama?

-- Pero ¿es que no te cansas nunca?

-- De ti, no y ¿tú de mí?

-- Tampoco, aunque a veces me dejas molida, como tienes ese falo tan descomunal.

-- ¿Es que no te gusta?

-- Claro que me gusta, mira éste, si no me gustara no me lo metería, lo que pasa es que me dilatas tanto que luego me duele ¿sabes?

-- ¡Vaya! – exclamé pesaroso – sí que lo siento.

-- Pues no lo sientas porque estoy muy contenta con mi juguete.

-- Podemos tomar la última copa de cava sentándote en mis muslos. ¿Qué te parece?

-- Que no, quiero gozarlo en la cama de esa manera que me has enseñado

-- Vale, pues brindemos por… ¿por quién brindamos, Yeya?

-- Por mamá y porque tu amor por mí dure toda la vida.

-- ¿Y el tuyo por mí no?

-- Mira que eres quisquilloso, Toni. No me aprietas tanto el pezón que me duele, ¡caramba!.

-- Pasa, pasa, culito de rana, si no pasas hoy pasarás mañana – dije dándole un lengüetazo en el pezón a cada palabra.

-- Déjame, tengo que fregar los platos y limpiar la cocina.

-- Ya lo harás mañana, Yeya.

-- ¡Mañana! – exclamó levantándose – Eso dicen todos los vagos… Ya lo haré mañana. Pues, no señor, hay que hacerlo ahora.

-- Sabes una cosa- dije mientras ella lavaba los platos y yo le miraba las rotundas y respingonas cachas.

-- No ¿qué?

-- Lo menos has engordado tres kilos en estos días. – respondí echando el humo del cigarrillo hacia sus magníficas nalgas.

-- Ya te dije que me voy a poner como una vaca si continuo comiendo así.

-- Nada de eso, cada día estás más cachonda. Mira como se me ha puesto de mirarte las cachas y los morritos de tu conejito cuando te agachas hacia el cubo de la basura. Es precioso, Yeya.

-- Pues mi juguete aún es más bonito – respondió, después de echarle una rápida mirada a mi erección y sonriéndome con aquella divina sonrisa suya que tanto me hechizaba

-- Ojalá pienses toda tu vida lo mismo – comenté en voz baja.

-- ¿Qué has dicho? – preguntó volviendo a girarse

-- Que eres, divina, mi amor.

-- ¿Seguro que has dicho eso? Dime la verdad, Toni – comentó en tono de amonestación.

-- He dicho, mi niña, que ojalá pienses lo mismo toda tu vida.

-- Lo mismo ¿de quién?

-- De tu juguete.

-- Eso no cambiará jamás – respondió muy convencida.

-- Encontrarás a alguien, te enamorarás y te olvidarás de mí.

-- ¿Olvidarme de ti? – preguntó dejando la bayeta y girándose a mirarme asombrada – Ya te conozco bacalao, aunque vengas disfrazao, lo que tú quieres es darme la noche y hacerme enfadar. O quizá porque tú pienses olvidarme a mí un día u otro, que será lo más seguro.

-- Eso es imposible, muñequita – respondí alargando la mano para cogerla del brazo y atraerla hacia mí. Vi que tenía los ojos húmedos y me maldije por haberla disgustado.

-- No me repitas eso nunca más – comentó, abrazada a mi cuello.

-- Era una broma, cariño, olvídalo – y nos besamos en la boca con el ansia de dos sedientos extraviados en el desierto.

En brazos la llevé hasta la cama y la deposité con tanto cuidado encima de la colcha como si verdaderamente fuera una frágil figurita de porcelana. Le lamí los muslos desde las rodillas hasta las ingles y pasé la lengua plana por encima de los morritos de su exquisito y delicioso sexo una y otra vez hasta que ella misma, sin poder aguantarlo más, se abrió la vulva dejándome ante los ojos el púrpura de su desgarro femenino, brillante y tierno como si jamás hubiera sido mancillado.

Muchas veces me he preguntado por qué a sus diecinueve años sólo tenía un pequeño triángulo de rizos del color del trigo maduro que comenzaba justamente el principio de los labios mayores de su vulva y éstos permanecían tan imberbes como cuando tenía siete años; ni siquiera tenía vello en las axilas y jamás se las había visto depilar. No podía achacarlo más que a un exceso de hormonas femeninas. Y en verdad que toda ella era la quinta esencia de la feminidad. Sin embargo, tenía una melena que le llegaba casi a la cintura.

Alguna vez, mi madre, que era morena con los ojos negros, me había dicho que Yeya había heredado el mismo pelo y los mismos ojos verdes de su abuelo, el padre de mi madre. Según las leyes de Mendel era la única explicación razonable, porque mi padre y yo también éramos morenos.

Tampoco entendía la pasión y el amor que sentía por ella. No un amor de hermano, si no el amor y la pasión que siente un hombre por una mujer y, en honor a la verdad, nunca la vi como una hermana sino como la mujer de la que estaba perdidamente enamorado. Y ¿por qué era yo casi un gigante cercano a lo dos metros y ella no alcanzaba el metro sesenta? Todo eran preguntas sin ninguna respuesta lógica.

Aquella noche, pensando en lo que me había dicho de lo dolorido que tenía el sexo, no la penetré y la hice gozar con la boca tantas veces que, en una de ella, levantó la espalda y me preguntó:

--¿Por qué tú me puedes hacer esto y yo no te lo puedo hacer a ti? A ver, ¿por qué no?

-- Por qué no – respondí

-- ¡Eres un machista, Toni!

-- Y porque, además – comenté apartando la boca de su sexo – te quiero demasiado para dejar que te comportes como una furcia y también para que se te calme completamente el dolor que te provoca "tu juguete".

-- ¡Oh, Dios mío! – comentó tumbándose de nuevo – Siempre tienes respuesta para todo.

Finalmente, después de casi dos horas de cunilinguo, me dijo que ya no podía más, que descansáramos un rato. Se durmió casi de inmediato y yo me acosté a su lado estrechándola suavemente entre mis brazos, con una erección que hasta me dolía de rígida que estaba.

Cuando desperté y miré el reloj de la mesita pasaban de las once y ella continuaba durmiendo. Yo tenía la misma erección con la que me dormí. Me levanté despacio para no despertarla, me fui a la cocina y preparé un desayuno con tostadas, mantequilla, mermelada, zumo de naranja y café con leche. Puse la bandeja en el carrito y regresé a la habitación. La cama estaba vacía y se oía correr el agua de la ducha.

Salió envuelta con mi albornoz blanco que le arrastraba medio metro y una toalla a modo de turbante en la cabeza. Me quedé mirándola embobado. Estaba hermosísima con el pelo recogido.

--Estás que revientas, ¿verdad? – comentó observando el descomunal bulto del pantalón del pijama – La culpa es tuya por ser tan idiota.

-- Gracias, mujer.

-- Es la verdad, Toni, así que ahora mismo vas a penetrarme, tengo ganas de hacer el amor con mi juguete dentro.

-- Primero desayunaremos – le indiqué – sino se nos enfriará todo y no comerás a gusto.

-- Tú siempre tan considerado – comentó sentándose en la cama.

-- No, lo hago por propio egoísmo.

-- ¿Cómo es eso? – preguntó untando una tostada con mermelada de fresa que le encantaba.

-- Porque quiero que recuperes cuanto antes tu peso ideal, que es cuando más cachonda estás ¿Comprendes?

-- A otro perro con ese hueso – rió, mirándome pícara.

-- Vale, pues lo que tú digas, pero tienes que acabarte las cuatro tostadas que te corresponden, la naranjada y el café con leche.

-- Sí, mi sargento – comentó haciéndome un saludo militar con una sonrisa blanca como el armiño. Aún tenía en la comisura de los labios pasta blanca dentífrica que le limpié con una servilleta, momento que aprovechó para apretarme el miembro con todas sus fuerzas.

-- ¡Santo Dios! – exclamó – es más dura que el granito. Uy, lo que voy a disfrutar hoy con ella. ¿O tenemos que salir?

-- Si tienes que hacer tú la comida, tenemos que salir a comprar en el supermercado y si quieres comer en el restaurante también tenemos que salir. Por la tarde sobrará tiempo para que tu juguete quede satisfecho por completo.

-- No me lo creo – comentó untándose la última tostada.

-- ¿Por qué no?

-- Porque nunca lo he visto satisfecho, siempre está encabritado.

-- Eso ocurre porque te quiere con toda su alma, nena.

-- Y porque hace tres años que me tenía abandonada.

-- Eso también es cierto, mi niña – repliqué – Por eso tiene que recuperar el tiempo perdido. Y como ya hemos acabado de desayunar acaba de arreglarte mientras friego los platos.

--Ni hablar, los platos los friego yo mientras tú te duchas ¿vale? Pero, dime una cosa.

-- ¿El qué?

-- ¿Vas a salir a la calle con mi juguete todo encabritado? Se te nota mucho, cariño. ¿No será mejor calmarlo un poco?

-- ¿Tantas ganas tienes?

-- Sí, tengo ganas pero a mí no se me nota – respondió soltando una carcajada.

-- Eres un diablillo, Yeya. No te preocupes, voy a darme una ducha con agua fría para bajarle los humos.

Mientras rodaba con el carrito hacia la cocina se giró en la puerta para decirme con su sonrisa de armiño:

-- Bájale los humos, pero no apagues la hoguera – y desapareció riendo por el pasillo.

-- La hoguera sólo la puedes apagar tú, mi amor.

Creo que no me oyó y me metí en la ducha abriendo el grifo del agua fría y en verdad que lo estaba pese a lo cual me costó un buen rato lograr que se calmara, tanto que ella tuvo tiempo de fregar los platos, arreglar la cocina y regresar para preguntarme:

-´- ¿Aún estás bajándole los humos? – y sin más abrió la puerta justo cuando salía del baño - ¡Vaya! – exclamó a carcajada limpia – Es la primera vez que lo veo con la cabeza gacha.

-- Anda, vete a cambiar mientras me afeito y, por favor, tráeme un cigarrillo del paquete que está en la mesilla de noche y el mechero.

Salimos casi cerca de las doce. Me dirigí hacia el híper más cercano. Procurando sortear el endemoniado tráfico de Madrid tanto a la ida como a la vuelta, regresamos con el portaequipajes repleto de paquetes casi a la una y media. Cuando todo estuvo colocado en su sitio ya no pude aguantar más y nos gozamos desnudos sobre la cama y desnudos continuamos mientras hacia la comida y comíamos. La volví a gozar en la cocina al estilo perro mientras pelaba patatas y tuve que quitarle el cuchillo de las manos cuando empezó a gemir. Sólo faltaría que, por mi culpa, se corta los dedos.

Luego de fregar los platos nos tumbamos sobre la cama para ver la tele mientras nos acariciábamos hasta que ya no podíamos aguantarlo más y acabábamos gozándonos para comenzar de nuevo cuando la excitación era inaguantable. Ella gozaba mucho más rápido que yo, pera también se reponía antes. Creo que hasta que nos dormimos pasamos por todas las posiciones del Kama Sutra. Volvimos a despertar con la amanecida para volver a disfrutarnos como locos.

De nuevo despertamos casi a la hora de comer y, entre los dos, hicimos la comida, comimos y de nuevo a la cama y así hasta el viernes por la mañana día en el que decidí enseñarle la ciudad. Le gustó la Cibeles, el Palacio de Comunicaciones, El Retiro, y en el Museo del Prado se extasiaba ante los cuadros originales de los pintores famosos tanto españoles como extranjeros.

Tomamos un vermut con aceitunas rellenas en la Cafetería Manila de la Gran Vía y de allí, casi a las tres de la tarde, nos dirigimos al Callejón de la Ternera para degustar los mejores callos a la madrileña de Madrid. Y allí fue adónde no debía haber ido. Nada más entrar estuve por salir corriendo, pero ya era tarde. Debía haberme acordado que San Isidro es la fiesta de la ciudad y nadie trabaja.

Mis jefes, los dos, comiendo callos. ¿Cómo iba yo a suponer que me los encontraría allí un viernes por la tarde? Él no me vio, pero ella sí. No nos quedó más remedio que acercarnos.

Buenas tardes, que aproveche. Acabamos de regresar – dije intentado parecer calmoso – Les presento a mi hermana Mireya. Nena, estos son mis jefes, el señor Cuesta y la señora Cuesta

¡Ah! Guapa chica, encantado de conocerte – dijo él levantándose para besarle la mano porque presumía de ser un perfecto caballero y, hasta cierto punto lo era – Pero sentaros, por favor.

Gracias, Señor Cuesta. Mi hermano me ha hablado mucho de usted y de su esposa. Está muy contento con ustedes – dijo después de besarse en las mejillas con mi querida que no le quitaba la vista de encima.

No sé de donde se había sacado aquel rollo macabeo mi preciosa hermana porque yo no le había dicho ni media palabra de mis jefes, pero habló con ellos como si los conociera de toda la vida. Explicó lo de la enfermedad de mi madre inventándose sobre la marcha una historia por demás creíble, de tal forma que ni yo mismo la hubieras superado. Todos la escuchábamos en silencio, aunque mi cabeza hervía de ideas para poder llevármela y poder continuar follándola a placear.

Por lo visto, según la historia de mi hermanita, habíamos salido de viaje casi a las cinco de la madrugada para poder estar en Madrid a la hora de comer, porque yo le había dicho que conocía un sitio en Madrid donde se comían los mejores callos a la madrileña de toda España, y por lo que estaba probando, no la había engañado pues aún que venía con la idea de probar una cosa buena no imaginaba que lo fueran tanto, "si hasta tiene morcilla asturiana" dijo con tono admirativo y como ellos sabían que lo éramos soltaron la carcajada. En fin, que se los metió en el bolsillo en menos de una hora de charla, casi toda a cargo de ella.

Pero el putón desorejado de mi jefa que no perdía ripio de lo que decía, en una de sus pausas, le preguntó con toda mala leche:

¿Y en donde vas dormir?

Eso ya lo ha arreglado Toni por teléfono – y siguió con su historia sin darle ocasión a seguir preguntando.

Yo pensé, ya la puedo dejar sola. Esta preciosa Yeya mía es un prodigio, se la voy a meter y no se la voy a sacar en los tres días que me faltan para regresar a la oficina. Mi jefe no le quitaba el ojo de encima y hasta dijo que se parecía a la jovencita Michelle Pfeiffer que acaba de aparecer en escena en los cines españoles. Me dije que tenía que ver alguna película de dicha actriz para ver hasta donde llegaba el parecido. Y de pronto él viejo quelonio, como quien no quiere la cosa, preguntó:

¿Te vas a quedar mucho tiempo en Madrid?

Bueno – comentó despacio – Ya me gustaría. Mi madre se ha quedado con mi tía Amparo hasta su alta definitiva. Si encuentro trabajo y ella no me necesita ya me gustaría quedarme. Ya tengo diecinueve años y tengo que buscarme la vida.

Claro – le espetó el putón de mi querida pero ella fue más rápida y preguntó a su vez:

¿Verdad que tengo razón?

Por supuesto – remachó él que ya le caía la salsa por la barbilla de tanto mirarla.

Es que Toni quiere que, cuando él tenga que regresar al trabajo dentro de tres días, coja el tren para regresar a casa.

Pues te equivocas, muchacho, tiene que tener su oportunidad y ahora es la hora. Vamos, eso creo yo -- comentó el viejo quelonio dirigiéndose a mí – Y por el trabajo no tienes que preocuparte, Magdalena, nuestra cajera, se casa dentro de dos meses y antes tenemos que buscarle una sustituta, para que vaya poniéndose al corriente. Vamos, si te interesa el trabajo.

Muchas gracias, señor Cuesta, claro que me interesa, es un alivio encontrar trabajo tan pronto. ¿Ves, Toni? Ya está todo arreglado, así que, de momento, no tengo que regresar a casa.

Incluso puedes dormir en nuestro piso. Sobran habitaciones ¿Verdad, Pepe? – la vieja zorra buscaba algo aunque de momento no sabía qué.

Por su puesto, mira tú, no lo había pensado. Es cierto, sobran habitaciones y así podrás ahorrar el sueldo íntegro.

Me abruman ustedes con tanta amabilidad – comentó muy diplomática Yeya – pero sería un abuso por mi parte…

De abuso nada, Mireya, ni lo pienses – cortó el quelonio -- Estaremos encantados de que vivas con nosotros.

Ay, ay, ay, me dije, éste se la quiere beneficiar y ella con tal de tener el piso libre para ponerle los cuernos es capaz de metérsela en la cama, la muy bandarra. No me gustaba un pelo, pero no podía negarme en absoluto, yo había caído en las redes de mi propia trampa y de todos modos, Yeya, como siempre, si se empeñaba haría su santa voluntad.

Tuvimos una larga sobremesa hablando de todo un poco. A la hora de despedirnos querían llevársela ya con ellos. Tuve que agarrarme a las disculpa de Yeya, diciéndoles que ya le tenía reservado habitación hasta el lunes. Y así quedamos. El lunes ella se trasladaría con sus bártulos al magnífico piso que los Cuesta tenían en el Paseo de La Castellana, cerca de la Plaza Castilla.

Yo sabía que en el piso de los Cuesta había dos doncellas y una cocinera que incluso dormían en la casa, de modo que por ese lado estaba tranquilo, además Yeya se lo encontraría todo hecho y viviría como una reina y yo no debía ser tan egoísta como para privarle de una vida muy acomodada.

Pensándolo detenidamente, mientras dábamos dos vueltas a la manzana para darme tiempo a despistarlos, se me había solucionado el problema de Yeya que tanto me preocupaba. Pese a todos mis razonamientos no las tenía todas conmigo, aunque no sabía muy bien por qué. Cogida de mi brazo, charlando como una cotorra, oigo que me pregunta:

¿Qué te pasa, Toni? Estás muy callado.

No me pasa nada, Yeya.

A mí no me engañas, cabezón, que te conozco muy bien. ¿Es que he hecho algo mal?

Yo no lo hubiera podido hacer mejor, Yeya.

No quieres decírmelo, ¿verdad? Creo que sé lo que es, pero vida mía, si aunque viva en casa de tus jefes siempre podrás tenerme cuando quieras, si es que estás preocupado por eso.

Le abrí la puerta del coche, se sentó y volví a cerrarla. Encendí un cigarrillo procurando sacar de la cabeza mis lúgubres pensamientos. No había, ni existía ninguna razón para tenerlos. Así que en cuanto me senté al volante y encendí el motor le dije antes de arrancar:

¿Quieres ir al cine?

No, ya tenemos tele.

¿Adónde quieres ir?

Adónde tú quieras, cariño.

Si nos vamos a casa, Yeya, te desnudaré, te la meteré hasta la raíz y no te la sacaré hasta el lunes antes de ir a trabajar.

Pues a ver si es verdad, pero tendremos que aguantar sin orinar muchas horas ¿crees que podremos?

Lo intentaremos a ver quien aguanta más antes de reventar, ¿vale?

¿Cuándo empieza la prueba? – preguntó aguantando las ganas de reírse.

En cuanto la tengas dentro.

Pues echa a correr que para luego es tarde – comentó a carcajada limpia.

Y así, entre bromas y cuchufletas, dejamos el coche en el parking y entramos en el piso. Lo primero que hice fue pasar el cerrojo de seguridad. Sabía sin lugar a dudas que al día siguiente por la tarde estaría llamando al timbre al no poder entrar con la llave, por lo tanto lo desconecté y lo mismo hice con el teléfono. Sólo entonces comencé a desnudarla y ella a mí.

Estuve dentro de ella todo el fin de semana, pero, naturalmente, sin pruebas de competición de micción. Sentir la caricia de su sedosa y húmeda vagina era suficiente para mí, incluso sin gozarla, que sí lo hacía, aunque ella gozara el doble que yo. No me importaba, al contrario, verla y oírla disfrutar ya era en sí mismo un placer intensísimo al notar en mi miembro las contracciones y espasmos de su vagina y los estremecimientos de su soberano cuerpo de seda estrechamente abrazado al mío.

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