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La cariátide (6)

en Grandes Relatos

LA CARIÁTIDE 6

Mientras conducía hasta mi destino tuve tiempo para pensar. Me vino a la memoria lo ocurrido quince días antes con Pili, cuando al regreso de un viaje de dos días y antes de llegar a su casa tuve el deseo de gozarla en la habitación de tapadillo. Antes de llamarla a ella llamé a la dueña del piso para que me reservara una habitación. No hubo problema. Luego llamé a Pili por teléfono, pero había salido. Pepita me dijo que seguramente estaría en casa de Manuela, una vecina muy amiga de Pepita y de Pili que vivía en la misma calle a escasos cien metros. Hablé con Manuela preguntando por Pili y me respondió que llamara dentro de diez minutos que no tardaría en regresar pues la había enviado a un recado. No me dijo cual.

Llamé al cabo de un cuarto de hora. Hablé con Pili y le dije que la esperaba en la habitación dentro de media hora. Sí, sí, de acuerdo, Nes, allí estaré. No sé por qué no quise subir a la habitación a esperarla. Algo me decía que la esperara en el bar que estaba frente al portal en el que teníamos que entrar. Me senté en una mesa con una cerveza delante. La vería llegar y entraríamos juntos. Tardó más de media de hora pese a que de la casa de Manuela a la habitación de tapadillo había escasamente diez minutos andando si apresurarse.

Me fijé en un taxi que se paraba junto a la puerta. Un Rosalía antiguo y grande de capota negra. Vi a Pili dentro y al hijo mayor de Manuela, Alejandro. Ella se reía y él se inclinó a besarla en la boca. La vi recostarse en el asiento mientras él la besaba; por la forma en que Alejandro movía el brazo izquierdo delante de Pili, sabía que le estaba magreando el coño. Salió del taxi riéndose y alisándose la falda. El taxi arrancó y ella entró en el portal. Nos encontramos en la habitación.

Mientras nos desnudábamos le pregunté:

-- ¿Otro amigo tuyo el del taxi?

-- ¡¡Ah!! Cariño, me has estado espiando, eso quiere decir que tienes celos y que me quieres.

-- Claro que te quiero – le dije metiéndosela hasta las bolas – te quiero follar ¿no lo ves?

-- Si, que tienes celos, no lo niegues – rió empujando las nalgas hacia atrás para sacársela entera y volver a metérsela con la mano – pues no los tengas, sólo te quiero a ti.

-- Ya lo sé, mujer, era una broma – y de dos sacudidas eyaculé con violencia mientras le apretaba las tetas con fuerza.

-- Me haces daño, Nes, y no puedo disfrutar. ¡¡Vaya, ahora se te ha bajado!! Claro, tienes tanta prisa.

-- Pues ya sabes como ponérmela derecha otra vez – dije, y me tumbe de espaldas.

Me miró con los ojos entrecerrados, creo que era algo miope, aunque nunca lo hubiera reconocido. Me miraba la verga, la cogí por el pelo y la amorré hasta que se la metió en la boca y chupó no sin cierta maestría hasta que la puso otra vez dura como un adoquín. Se subió encima y se la encajó de golpe, sacándosela y metiéndosela entera tal como a ella le gustaba. La dejé hacer y eyaculé de nuevo al cabo de veinte minutos sujetándola por las nalgas. Fue a lavarse inmediatamente y al regresar, de nuevo le hice que me la mamara hasta que de nuevo estuvo derecha y así tres o cuatro veces. Ya me importaba un carajo aquel putón verbenero cuyo furor uterino resultaba insaciable. Estaba muy buena, y me gustaba disfrutarla. Y de aquel recuerdo, mientras conducía, me vino a la memoria el de la noche pasada.

Y a todo lo ocurrido con Pepita mientras estuvo entre mis brazos y yo dentro de ella durante varias horas. Recordé lo que me había dicho sobre llevármela de su casa y vivir juntos los dos lo que no era pequeño problema de conciencia, un problema para mí muy relativo. Estaba tan loco por ella que comprendí que no es necesario practicarle el cunilinguo a una mujer asiduamente para estar encoñado con ella hasta la cejas. Hoy lo sé, pero no lo sabía entonces. Tenía un encoñamiento con mí adorada Pepita que me llegaba a la médula.

Para mi no era un problema pedir en la multinacional para la que trabajaba el traslado a una sucursal, llevarme a Pepita, alquilar un piso y vivir como marido y mujer. La tendría todas las noches, todos los días, a todas horas y ese pensamiento me empalmaba como un verraco.

A la hora de comer, cerca de las dos, me encontraba aún a medio camino debido al intenso tráfico de camiones. Sentía unos deseos inaguantables de hablar con Pepita. La añoraba, deseaba oír su voz de nuevo y asegurarle que pensaba en ella, que pronto tendría la solución que deseaba, sólo quedaba esperar a que la empresa atendiera mi solicitud de traslado.

Seguro que le agradaría saberlo pues sentía aún en mi oído su voz suplicando que la sacara de aquel monótono e insufrible vivir con un marido al que no amaba y al que no podía seguir soportando. Me paré en un restaurante de carretera conocido, ocupé una mesa libre y mientras el camarero la preparaba le dije que necesitaba hablar por teléfono. Sabía que el marido no llegaría a casa hasta las seis de la tarde. Corría el albur de que cogiera el teléfono Pili, en cuyo caso colgaría y en paz, pero ella había prometido estar al tanto. Marqué el número. Sonó dos veces antes de descolgar, oí su voz preguntando:

-- ¿Diga?

-- ¿Pepita?

-- Sí.

-- Supongo que me conoces.

-- Claro, Mercedes, por supuesto.

Me reí. Supuse que la hija estaba cerca. Mercedes era su peluquera y amiga de confianza.

-- Supongo que no estás sola.

-- Claro que no.

-- Pero yo si puedo hablarte, ¿o no?

-- Sí, claro.

-- Te quiero ¿y tú?

-- Ya lo sabes, pero hoy no puedo lavarme el pelo, Mercedes.

-- ¿Y eso? – pregunté riendo.

-- Acaba de llegar el pintor y ya sabes...

-- Vaya, supongo que la semana que viene ya se habrá marchado.

-- Espero que si, la semana que viene si que iré, lo necesito.

-- Y yo a ti, no sabes cuanto. Y ahora escucha con atención.

-- Dime.

-- Ya tengo la solución. Voy a solicitar el traslado a una sucursal y nos iremos juntos como marido y mujer y nos casaremos cuando llegue el divorcio que ya no puede tardar muchos más años ¿ qué te parece?

-- Estupendo. Espera un momento...

Oí que llamaba en voz alta a la hija y la enviaba a comprar algo que no entendí, también oí refunfuñar a Pili y el portazo al salir la ninfómana.

-- Dime, mi amor, ya estamos solos.

-- Pues eso, que te adoro, que no puedo vivir sin ti y que dentro de un mes estaremos ya en otra ciudad viviendo como marido y mujer.

-- Muy bien, pero quizá nos encuentre.

-- ¿Quién?

-- ¿Quién va a ser, cielo? El moro Muza, ya sabes.

-- ¿Entonces que quieres que haga?

-- Si pudiera ser en el extranjero, sería lo ideal. Allí no nos encontraría.

-- Igual, porque al único sitio donde podría pedir el traslado sería a Lisboa, pero tendríamos que esperar a que quedara plaza vacante.

-- ¿Y cuanto tiempo tendríamos que esperar?

-- No lo sé, pero mucho más que si lo pido a Madrid, por ejemplo. Madrid es una ciudad muy grande, sería difícil que nos encontrara.

-- Que te crees tú eso, cielo. No sabes como se las gasta. Y yo no puedo vivir más tiempo así.

-- Pero, cariño, yo no puedo hacer más de lo que hago. Si hay que plantarle cara pues se le expone el asunto y que tire por donde le plazca. Sólo es tu marido, no tu dueño.

-- Ya lo sé, mi amor, pero él no lo ve así, sino al revés. Dime otra vez que me quieres.

-- No te quiero, mi niña, te adoro. Ya te lo he dicho, no puedo vivir sin ti.

-- Yo tampoco sin ti, amor mío. Tenemos que encontrar una solución definitiva, ya lo pensaremos cuando regreses, ahora oigo el ascensor, seguro que es Pili. Muchos besos, mi amor, Adiós.

-- Adiós, nena – respondí, pero ya había colgado.

Comí a toda velocidad. Deseaba llegar a destino aquella tarde y, a poder ser, concertar la visita con el laboratorio que tenía que visitar al día siguiente. Si podía adelantar las visitas ganaría fechas y podría regresar antes con Pepita.

Un par de horas más tarde me paré a tomarme un cubata y llamé por teléfono al laboratorio para hablar con la persona a la que tenía que entrevistar. No puso objeción alguna en recibirme si llegaba antes de las ocho. Le dije que antes de las siete ya estaría en la ciudad. Y así fue.

Finalicé las visitas en cuatro días, ahorrándome uno a base de aprovechar todos los días el máximo de horas. Al regreso me paré en Madrid a comer en un figón del Callejón de la Ternera donde preparaban unos callos a la madrileña fabulosos. Y fue allí, precisamente, que al entrar me encontré en la barra con Torres que marchaba al Norte de ruta.

Nos sentamos juntos a comer los callos. También a él le encantaban como los preparaban en aquel figón de poco fuste. Durante la comida me habló de Monterde. Se había marchado el día anterior a Nicaragua, para poner fin a su desespero por la Pigmalión que lo había abandonado. Ya no recuerdo porqué salió en la conversación el nombre de Pili y le expliqué lo que había observado en el taxi cuando la sorprendí con Alejandro el hijo de Manuela. Recuerdo que respondió:

-- Tú no sabes en donde te has metido. Créeme, lo mejor para ti es largarte de esa casa cuanto antes.

-- Pero ¿por qué?

Permaneció en silencio mientras el camarero ponía las dos cazuelitas en la mesa y se quedó pensativo mirando como se alejaba. Luego miró la humeante cazuela, enarcó las cejas como si tuviera algún pensamiento desagradable en el tarro, cogió la frasca de vino tinto con sus manazas de gorila, sirvió dos vasos, me miró y comentó:

-- Nadie de la pandilla te va a explicar nada porque ya eres mayorcito y aquí cada palo aguanta su vela, y, además, pese a que salgamos de bureo alguna noche todos juntos, te conocen desde que yo te llevé al bar de Carlos y de eso hace pocos meses. Pero tu y yo hace tiempo que somos amigos, te aprecio, y aunque no soy partidario de meterme donde no me llaman, considero que debo ponerte en antecedentes para que sepas por donde van los tiros.

-- Joder, si ya sé que es un putón desorejado. No creas que voy a casarme con ella.

-- Mira, Toni, tu sigues con ese pendejo de Pili con la intención de tirarte a su madre que reconozco que es muy guapa y está más cachonda que la hija, pero...

-- Que no, Torres – corté rápido -- estás equivocado. Lo que pasa es que tengo un coñito que me cepillo cuando me place y que además es gratis. Me la cepillo hasta sin condón y aunque se quedara en estado...

-- Eso no debe preocuparte, ya no puede tener hijos – me indicó haciendo barquitos en la salsa -- Pero déjate de monsergas y escucha. Luego haz lo que te parezca, ya eres mayorcito y tu sabrás lo que te conviene. No quiero que digas que no te lo advertí.

Estuvo hablando durante hora y media. Eran las cuatro de la tarde cuando nos despedimos, él se fue al Norte y yo al Este.

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