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Carla (3)

en Confesiones

LA SUCUBO 7 Carla 3

Tuve que sentarme en una silla. Nunca hubiera imaginado que Mouriño fuera adivino. Mirándola de espaldas con su cuerpo desnudo, caminando de un lado al otro, tuve que tragar saliva, lo que no es pequeño problema teniendo que pensar rápidamente, son dos temas distintos y nadie, que yo sepa, puede pensar en dos temas a la vez.

Me dije que aquel pequeño monumento de carne prieta y satinada no podía impedir que yo me casara con Lina, lo que no tenía muy seguro era lo que haría mi preciosa Lina si se enteraba del "menage a trois" que me traía entre manos, o mejor dicho, entre piernas. Y, encima, por si no era poco problema tener dos mujeres sin ser musulmán, estaba el maldito ectoplasma que, la verdad sea dicha, desde la llegada de Carla, me daba muy poca guerra. Aquella gatita de ojos azules se nos había ido metiendo en nuestras vidas hasta el punto de que ya no comía en la cocina, salíamos los tres a comprar y los fines de semana nos acompañaba de excursión y Lina en la Luna y tan contenta y yo encantado.

De pronto, sentándose en mis rodillas me suelta:

-- Te has quedado muy callado, no te gusta la idea ¿verdad?

-- Si que me gusta, pero no sé si le gustará a Lina.

-- Por Lina no te preocupes, yo me encargo, ¿es que siempre tienes que poner la mano ahí?, Eres un caso, nene, me estás poniendo cachonda, mi vida.

-- Soy muy amante de los gatitos y el tuyo es una preciosidad, separa un poquito los muslos, mi vida para que pueda entrar hasta el fondo el gato.

-- No, aquí no.

-- ¿Por qué no?

-- Porque me dejarás a la luna de Valencia, vamos a la cama.

Otra vez la lleve en brazos hasta la cama, y como le gusta montar a caballo pues se calzó el estribo y dijo:

-- Uf ¡¡qué maravillaaaa!! Es magnífica, creo que cada vez la tienes más grande.

Y cuando acabó de calzárselo entero se quedó quieta apoyada en el caballo, luego se levantó sobre los brazos y preguntó:

-- ¿Qué tal?

-- Muy bien, por mí ya puedes trotar.

-- No, ni hablar, así estoy muy bien – y sonreía mordiéndose los labios y mirándome con los ojos como faroles azules, y, mientras yo le barnizaba las satinadas cúpulas de Bizancio preguntó -- ¿Qué te parece?

-- Deticiozo –respondí con la boca llena.

-- Eso ya lo sé, me refiero a lo de quedarme a dormir.

Pónganse la mano en el corazón y díganme si existe algún caballo que le diga que no a la yegua en una situación como la mía ¿verdad que no? Pues eso, le dije que me parecía muy bien y que lo estaba deseando pero que era hora de ganar el Derby y que saliera arreando. Pues nada, a paso lento levantó la grupa levemente y volvió a preguntar que tal.

-- ¿Es que también quieres que relinche?

Se dejó caer sobre la montura riendo y mordiéndome los labios y entonces empezó un trote corto durante unos hectómetros, siguió al trote largo medio kilómetro y, finalmente, picó espuelas y se lanzó al galope.

Gané por una cabeza pero aquella cabeza la espoleó tanto que se puso colocada a toda leche, nunca mejor dicho. Resoplábamos como fuelles de fragua tras la galopada. Con ella es imposible hacer una sola carrera, tiene la facultad de situar al caballo en posición sin sacarlo del cajón de salida, y el caballo tan contento el muy animal. Por fortuna, aquella semana tenía bandera roja la otra pista. Se fue al baño y a poco la vi pasar ya vestida hacia la cocina.

Después de comer acompañé a Lina al banco. ¿Me remordía la conciencia? Claro que sí, por eso regresé a casa a toda marcha. Ya les expliqué lo virtuoso que soy con la armónica pero lo que me sorprendió agradablemente es lo bien que Carla toca el clarinete instrumento este que compagina muy bien con la armónica, hacíamos un dúo magnífico.

Empezamos interpretando mi canción preferida: "Devórame otra vez" y, en lo más álgido de la interpretación casi en la apoteosis final, veo el blanquecino ectoplasma de la súcubo flotando encima de Carla. Fue una visión terrorífica, aterradora, nos miraba de forma espantosa y terrible. Me quedé mudo y el terror me impidió hablar y, de pronto, la vi descender veloz como una flecha y meterse dentro del cuerpo de Carla que se estremeció violentamente, profirió un grito estremecedor se dobló hacia atrás como si le hubieran aplicado 2512 voltios, volvió a estremecerse y cayó de la cama al suelo rodando sobre la alfombra.

-- Carla, Carla – llamé asustado, nada, nada de nada, ni moverse.

La sacudí, la llamé, pero Carla no respondía. Me levanté tan asustado que me temblaban las manos como aquejado de Parkingson en tercer grado. ¡¡Maldita súcubo hija de pluma!!. No era capaz de encontrarle el pulso, no sentía latir el corazón ni notaba su respiración. Se me ocurrió ponerle un espejo delante de la boca, que es un truco que aprendí en la televisión, pero allí no tenía ninguno y me fui al tocador de Lina, ella si tenía un espejito pero estaba tan asustado que no lo encontraba. Abrí un cajón, y otro y otro, lo revolví todo pero el espejo no aparecía.

Sentado en el taburete me miré en el espejo del tocador, estaba pálido como un difunto. ¡¡Hombre, el espejo!! Claro que metro veinte por metro veinte es demasiado espejo – me dije caviloso -- pero no tengo otro. Hice correr el tocador hacia delante... Maldita sea, estaba clavado con dos maderas por detrás. Necesitaba un destornillador, pero ¿quién tiene un destornillador cuando lo necesita? yo no, así que fui a la cocina y cogí la machetita de cortar pollos. Hice astillas las maderas antes de poder desclavarlo pero, por fin, lo conseguí y lo levanté a pulso.

Tuve que salir esquinado de la habitación porque de frente el espejo no salía. Caminando de lado llegué hasta el otro cuarto y despacio lo puse encima de Carla. La cubría casi por completo, y aunque le torcía un poco la nariz, si lograba ver vapor en el cristal significaba que respiraba. Levanté un poco el espejo, pero nada de vapor. ¡¡Dios mío!! ¿Y ahora que hago? ¡¡Una inyección de adrenalina!! Pero, ¿quién tiene adrenalina? Yo tenía carretadas, pero no podía utilizarla. Vamos, piensa deprisa, la necesita urgente. Un médico. En el tercer piso tienes uno y aunque sea oculista supongo que la tendrá – me dije poniéndome a toda prisa el pantalón y la chaqueta. Salí disparado bajando los escalones de dos en dos.

Llamé al timbre furiosamente mientras pensaba qué contarle al doctor sobre Carla, no le voy a decir me he liado con la criada, le diré que la asistenta ha tenido un percance, suena mejor que criada. Ante mi apurada situación el doctor Penagos preguntó cerrando el maletín.

-- ¿Está seguro que fue una descarga eléctrica?

-- Seguro, seguro no lo sé, doctor, yo no lo vi porque ella se estaba duchando y seguramente el secador del pelo...

-- Mal asunto – comentó, mirándome con una ceja alzada el pelo del pecho y los pies desnudos -- 220 en mojado puede ser fatal, en fin ya veremos, aunque es probable que sólo sea un shock pasajero.

Parados delante de la puerta del piso preguntó:

-- ¿Qué le pasa ahora? Abra de una vez.

-- Es que no encuentro las llaves.

-- ¿Y cómo vamos a entrar?

-- Llamaré a los bomberos, pero, ¡¡maldita sea!!...

-- ¿Qué ocurre?

-- Que también me he dejado el móvil dentro.

-- Pero, hombre, Toni, cálmese, le va a dar un infarto con tanto nervio, así no solucionaremos nada, bajemos a mi piso, llamaremos desde allí a Lina.

-- ¡Nooo, a Lina, noooo!!

-- Supongo que ella tendrá llaves, ¿verdad?

-- Si, pero ¿y si las ha perdido? Adelantaremos tiempo llamando a los bomberos.

Empezamos a bajar la escalera y al llegar al tercer escalón se abrió la puerta y apareció Carla con una bata de Lina que le arrastraba medio metro.

-- ¿Qué ocurre?, he oído voces...

-- ¿Qué le ha pasado? – preguntó el doctor volviendo atrás -- ¿Se encuentra bien?

-- Claro que me encuentro bien, sólo fue un desmayo.

-- No debería utilizar aparatos eléctricos en la ducha, es peligroso.

-- ¿Aparatos eléctricos? Ah, ya, fue el espejo que me cayó encima, un desmayo sin importancia, ya estoy bien.

-- Mejor sería que la examinara.

-- No, doctor, muchas gracias, de verdad que estoy muy bien.

-- Bueno, como usted quiera, en fin, si se encuentra peor llámeme por teléfono, porque aquí el amigo...

-- Uy, el señor Toni es muy impresionable.

-- Sí, si, ya lo he visto, bueno, pues hasta la vista.

El doctor se fue escaleras abajo y nosotros entramos en el piso, Ella preguntó:

-- ¿Qué haces con ese espejo ahora, nene? Mira que ponérmelo encima ¿qué es lo que querías hacer?

-- Comprobar si respirabas.

-- Cómo iba a respirar, colega, si ha sido inmenso esta vez, creí que me moría de placer, ¡¡qué barbaridad!! Que virtuosismo tocando la armónica, hijo ¡¡pero que ocurrencias tienes!!, mira que ponerme un espejo encima.

-- ¿Entonces no viste....?

-- ¿Qué tenía que ver, nene, si estaba ciega?, Fue maravilloso, nunca había experimentado nada igual, Uf, he quedado servida. Bueno, voy a vestirme y a preparar la cena.

¿Y ahora que hago yo con el espejo? – me dije cabizbajo -- tendré que llevarlo otra vez a su sitio y a ver como lo aguanto sin las tablillas. Logré apoyarlo sobre el tocador aunque un poco inclinado en espera de encontrar madera para sujetarlo. No sabría que decirle a Lina si se daba cuenta, que sí se la daría porque hasta ahí llegaba mi mala suerte aquella tarde. La maldita súcubo se estaba vengando de mí a conciencia. Decidí buscar a alguien del ramo que la conjurase a marcharse, la triturase e hiciera con ella un puré ectoplásmico.

Con estos deseos en mente lo comenté una tarde en el restaurante Mouriño con la disculpa de que deseaba escribir un artículo sobre Espiritismo. Para mi sorpresa fue Salvador Ferrandis quien me proporcionó la dirección de un experto en esos temas. Incluso me dio una tarjeta de un famosísimo doctor, según dijo muy convencido. La tarjeta rezaba así:

SERVANDO CALLOSA REINA

Doctor en Ciencia Ocultas

Piragua, 27-2º-2ª

MALVARROSA- Valencia.

Se lo agradecí tan de veras que incluso lo invité a un cubata que fue visto y no visto, pero tratándose de Ferrandis no las tenía todas conmigo por lo que decidí pedirle información sobre el doctor a mi amigo el periodista de investigación Raúl Castelló. Prometió enviarme un dossier con todo lo que pudiera averiguar sobre el tan famoso doctor Callosa. Espero poder comentarles lo que me explique en el dossier mi amigo Castelló en un próximo escrito.

Para reponerme de tanto disgusto volví a tocar le la armónica a Carla en la cocina mientras pelaba patas para la cena. Sus zumos actuaron en mi como un potente afrodisíaco y pudo cabalgarme sentado en la silla dos veces sin sacársela. Fue magnífico. Luego me fui a Casa Mouriño antes de que llegara Lina del banco. Estoy muy contento con mi "menage a trois" clandestino. Esperemos que dure y Lina no nos descubra.

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