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Marisa (3)

en Grandes Relatos

MARISA 3

Estaba sola en la casa y, al verme entrar, me abrazó riendo y llorando al mismo tiempo. No sabía lo que le pasaba, pero a mí que no me gustaba verla llorar se me hizo un nudo en la garganta. La levanté, cogiéndola por la cintura y me besó ansiosa, mojándome las mejillas con sus lágrimas.

-- No llores, nena - le dije - sabes que no lo soporto.

-- No lloro tonto, es la alegría de tenerte otra vez, amor mío - respondió, riendo entre lágrimas.

Le había prometido verla todas las semanas y llevaba dos meses, de los dos y medio de vacaciones, sin poner los pies en Santiago, sin embargo nada me reprochó, ni una sola queja escuché de sus labios, pero la tristeza que se desprendía de su carita de porcelana, la amargura de su bella mirada y los contenidos sollozos que percibí cuando nos besamos, me dijeron mejor que las palabras todo su padecimiento. Me sentí culpable por el abandono, sin tener muy claro por cual de los dos abandonos padecía más, sí por el reciente de Sharon o por el antiguo de Marisa. Cierto que poseía el amor de la mujer más bella y femenina que un hombre puede desear y yo la abandonaba sin una sola palabra de disculpa. La había llamado por teléfono declarándole lo mucho que la quería (y lo hice después de que Sharon me hiciera gozarla doce veces en un día como despedida) anunciándole mi llegada para el día siguiente. Su voz me pareció apenada y triste, pero se mostró muy contenta. Estaba deseando volver a verme. Por la mañana, antes de salir de Vigo, le compré un perfume de Rochas, un broche de Dior de oro a juego con los pendientes y una muñeca de porcelana que me llamó la atención al verla en el escaparate. Porque, para mí, durante nuestras noches amor, ella era mi muñequita de porcelana.

Se mostró agradecida y alegre con los regalos, sobre todo con la muñequita. Elevó sus ojos hacia mí anegados en lágrimas y se me hizo un nudo en la garganta ante su mirada de pena.

Nunca he podido soportar las lágrimas de una mujer, y eso que he conocido algunas que parecían tener una esponja en la nuca. Es un arma que, algunas, utilizan con suma facilidad, quizá porque saben que es uno de sus mejores trucos para ablandar el corazón de un hombre. Pero creía que no era este el caso de Marisa. No eran los regalos lo que ella hubiera preferido en compensación por aquellos dos largos meses de ausencia.

Me enteré de que Merche y Mabel estaban todavía con los abuelos en Coristanco y que Purita tenía vacaciones hasta el día quince, fecha en la comenzaba el ajetreo en Santiago. Así pues teníamos la casa para nosotros solos y me propuse compensarla saciándola de mí hasta la extenuación.

Llevamos las maletas a mi habitación y la desnudé, pese a sus protestas. Quería deshacer las maletas antes de disfrutarnos. Hubiera aceptado de buena gana, porque no tenía mi horno para muchos bollos, pero ella no era tonta. La acosté en la cama y comencé a desnudarme lentamente sin dejar de mirada. Procedí con parsimonia, como recreándome en la dulce visión de su cuerpo desnudo, pero en realidad porque no deseaba que me viera con media erección. Pese a mis veinte años y a mi fortaleza física, acusaba el cansancio de los doce orgasmos del día anterior con Sharon, y mirando a Marisa desnuda la comparaba, sin querer, con el fabuloso cuerpo de Sharon, juvenil y radiante como el Sol entre los planetas.

Hundí mi cabeza entre sus muslos, arrodillado en la moqueta y sin quitarme los pantalones, fingiendo una ardiente necesidad de su sexo. Ella intentaba arrastrarme pero dejó de insistir y sus dedos se engarfiaron en mis cabellos. Oyéndola gemir recobré toda mi potencia, pero seguí con la caricia para hacerla gozar antes que yo, porque dudaba que pudiera hacer proezas aquel día y ella sabía muy bien de lo que yo era capaz.

Poco a poco fue relajándose, respirando más lentamente, hasta que, con un profundo suspiro de satisfacción, quedó aplanada y satisfecha sobre la colcha. Tenía los ojos entornados y me miraba con aquella leve sonrisa enigmática que hacía tiempo no veía en sus labios. Me quité los pantalones y mi verga se irguió congestionada ante sus ojos. La miró, su sonrisa se hizo más amplia y me acosté a su lado acariciando su sedoso cuerpo de arriba abajo con la yema de los dedos. Le encantaba aquella caricia y la ponía cachonda en pocos minutos.

-- Tenemos quince días por delante ¿Quieres que nos vayamos a pasar una semana a Lisboa?

-- No puedo, mi amor - respondió suspirando.

--¿No puedes o no quieres?

-- No puedo, cariño. Las niñas me llaman casi todos los días, si no les respondiera se asustarían y serían capaces de venir a ver que pasaba. ¿Entiendes, amor mío?

-- Si, lo entiendo - respondí, pensando en la repentina preocupación de las hijas.

Seguí acariciándola durante unos minutos, besando la suavidad de terciopelo de sus pechos, aspirando su lengua y metiéndole la mía hasta la garganta, mientras mis dedos repasaban de arriba abajo su herida húmeda hasta que se giró hacia mí, vientre contra vientre, pasando un muslo por encima de los míos. Por primera vez desde que la conocía íntimamente la cogió con dos dedos adelantando las caderas y hundiéndolo en su vientre por completo y allí se detuvo, produciéndome un deleite tan profundo que palpitó incontenible dentro de ella. Me miró con los ojos entornados, mordiéndose los labios, pero sin hablar. Una sonrisa comenzó a dibujarse en sus labios al notar mis palpitaciones.

Siguió mirándome y sonriendo de aquella manera enigmática con una pausada cadencia estuvo jugando durante unos minutos. En uno de esos lentos vaivenes en que forzaba su culo para metérselo hasta la mitad, le apreté las nalgas y adelanté las mías para clavándoselo hasta la raíz, cerró los ojos, se mordió los labios y me apretó la verga con dos contracciones de sus músculos vaginales para volver lentamente a sacárselo hasta que solamente el capullo quedó encerrado en su deliciosa vaina.

Me pareció maravilloso que su deseo de mí la llevara a jugar con su placer de aquella forma tan enervante. De cuando en cuando, le apretaba las nalgas hasta que se lo clavaba entero y ella contraía sus músculos vaginales sobre la erección, mordiéndose los labios, sonriendo enigmática y volvía a sacársela lentamente hasta que notaba que sólo el rojo y congestionado glande quedaba dentro de ella. Aquella manera de hacer el amor, deliciosa hasta el enervamiento, no por lenta era menos peligrosa, ya que me estaba llevando a una eyaculación de campeonato y seguía teniendo mis dudas de que mi erección se mantuviera tan firme al salir como al entrar. Pensé en el preservativo y se lo dije e hice intención de levantarme, pero, con una fuerza que no podía imaginar en cuerpo tan delicado, me lo impidió aferrándose a mí como una lapa y hundiéndoselo hasta el fondo de su sexo palpitante. Casi de inmediato sentí sobre la congestionada erección las fuertes contracciones de su orgasmo, la caricia inaguantable de la lluvia de su clímax sobre la satinada piel del glande y exploté mientras ella se retorcía de placer como una lagartija, chupándome las tetillas con las ansías de un bebé hambriento. Las fuertes contracciones sobre mi rigidez fueron decreciendo, su respiración volvió a la normalidad y, afortunadamente para mí, se levantó antes de que yo desfalleciera. Se fue al baño de su habitación a lavarse.

Sin embargo, en contra de lo que esperaba y pese a lo abundante de mi eyaculación, mi méntula siguió tan empinada como antes. Pero notaba que las ganas ya no eran las mismas y eso me preocupó porque me encontré de pronto pensando en los maravillosos momentos que Sharon y yo habíamos disfrutado todo aquel verano, en su cuerpo de vestal romana y en su sexo de niña virginal casi imberbe. Procuré desechar aquellos pensamientos y me levanté para lavarme. Me lavé con agua caliente para que supiera que mi apetito era tan voraz como había sido antes de marcharme de vacaciones.

Pero, para mi sorpresa, cuando regresó a la habitación completamente vestida no quiso continuar. Según ella, nos quedaban muchos días por delante para hacemos el amor y, ante tal declaración, yo tampoco me puse muy pesado.

Teníamos que arreglar las maletas, dijo, y cuanto antes mejor, porque aún tenía que hacer la comida. En algo menos de una hora teníamos todo colocado en su sitio y la habitación preparada para seguir por la noche. Nos fuimos a la cocina, besándonos por el pasillo, metiéndole mano intentando calentarla para que no sospechara. En la cocina intenté penetrarla sentada en la mesa. No hubo manera. Que no y que no, que nos sobraría tiempo por la noche. Le pedí que no hiciera la comida, no valía la pena sólo para nosotros dos, mejor coger el coche e irnos a comer fuera.

Después de mucho rogarle, fuimos a comer pescado fresco a un pueblecito pesquero cercano al Cabo Vilaño. Tomamos uno de los mejores percebes que haya probado en mi vida y una caldeirada de lubina y rodaballo como no digan dueñas. Estaba buenísima. Nos bebimos con la comida dos botellas de Albariños. Tomamos café, aguardiente de guindas y unos chupitos de orujo de hierbas con el postre. Ella bebió casi tanto como yo y creo que salió un poco piripi del restaurante porque se agarraba a mi brazo, me acariciaba, me besaba sin preocuparse de que la vieran y sin prejuicio alguno de los muchos que tenía antes de las vacaciones. Bueno, me dije, mejor así.

La tarde era fantástica, soleada y calurosa y hartos hasta la saciedad de comer y beber, nos fuimos sin rumbo fijo. De pronto vi que se soltaba el cinturón de seguridad, tumbándose con la cabeza sobre mis muslos. Sentí su mano bajándome la cremallera. Nada más metérsela en la boca y sentir la caricia de su lengua se levantó como una víbora alcanzándola en la glotis antes de que tuviera tiempo de sacarse la mitad de la barra. Noté que tenía arcadas, pero no desistió de su empeño y siguió con el ansia de un sediento extraviado en el desierto. Asombrado, más que asombrado, atónito, porque jamás antes había hecho nada igual ni yo me hubiera atrevido a pedírselo, siguió con tal pericia que, en pocos segundos, tuve que advertirla que si no paraba se lo soltaría todo en la boca y tendría que tragárselo, so pena de ponerme perdido los pantalones. Me dejó para decirme con voz pastosa:

-- Tú también haces lo mismo conmigo.

Y siguió con igual frenesí que al empezar. Decididamente - pensé - está medio trompa. Me estaba dando un placer tremendo y completamente nuevo para mí. Tuve que frenar el coche en un entrador de tierra mientras el semen hervía dispuesto a salir disparado. Cuando lo sintió palpitar se detuvo, sosteniéndolo por la raíz. El primer borbotón fue tan abundante que de nuevo sentí que tenía arcadas, pero se lo tragó sin mayores dificultades, igual que los cinco o seis borbotones siguientes. Cuando, al final, aspiró con fuerza e hizo deslizar las últimas gotas que quedaban, creí que se me diluían los huesos. Era lo mismo que yo le hacía a ella, lo que no imaginaba era que producía un placer mucho más intenso aún que la eyaculación. Se levantó para besarme inmediatamente metiéndome la lengua en la boca con las últimas gotas de mi semen. Luego se apartó sonriendo para preguntarme mimosa:

--¿Verdad que es más fuerte que el mío, amorcito?

--¿Cómo lo sabes? - pregunté a mi vez, conteniendo las ganas de lanzar un escupitajo por la ventanilla.

-- Porque tú me lo pones a mí inmediatamente después de hacerme gozar. ¿Te gusta? -- preguntó con una carita de niña inocente que me hizo sonreír. Ni siquiera fui capaz de darme cuenta de lo que aquellas palabras suyas significaban hasta mucho tiempo después.

-- Todo lo tuyo me gusta, ¿y a ti, te gusta? - pregunté a mi vez

-- Lo mismo que a ti, cariño - contestó, apartando su mirada con aquella languidez que me hechizaba y me volvía loco.

No pude contener las ganas de besarla y la atraje hacia mí violentamente, aplastándole sus labios con los míos y hundiendo mi lengua en su boca, chupando la suya donde aún perduraba el fuerte sabor. Sus ojos, tan cerca, me miraban intensamente. Su lengua tardó varios segundos en responder a mi caricia.

Volvimos despacio a Santiago con mi mano acariciando sus preciosos muslos de seda y su sexo hirviente, pero ella no participó de mi entusiasmo. Quiso bajarse antes de entrar en la ciudad.

Cerré el coche y subí al piso, totalmente silencioso. Eran las cinco y media cuando me tumbé en el sofá para fumarme un cigarrillo mirando la televisión. Tardó media hora en llegar para anunciarme que se iba a la Catedral. y sin salir de mi asombro me informó de que deseaba confesarse de sus pecados y comulgar para estar en gracia de Dios por lo mucho que yo la hacia pecar. Rezaría por los dos, pues los dos pecábamos con nuestro amor prohibido, aunque lo mejor, según ella, era que también yo fuera a confesarme y a comulgar. Decliné la invitación e incluso discutí lo procedente de tal determinación, podía ir al día siguiente pues aquella noche volveríamos a pecar con lo cual, confesándose al día siguiente, mataría dos pájaros con un solo tiro. No, ella iba a comulgar todos los domingos por la tarde y si no la veían en la iglesia, su confesor y todos sus conocidos se extrañarían. No pudiendo convencerla de su determinación me dispuse a esperarla mirando una película de vídeo de Paúl Newman: "Hombre", que no había visto y que Mabel tenía entre otras varias en el mueble del televisor.

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