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El sexo a través de la historia (2)

en Textos educativos

EL SEXO A TRAVÉS DE LA HISTORIA – 2 –

Cora Pearl

Cora Pearl ( 1835-1886) poseía el don de la puesta en escena como buena maestra en seducción que era: una vez, en el Café de París, se presentó vestida sólo con un collar de perlas de ocho vueltas tras salir de un pastel en forma de ostra como una Venus. Además, hacía beber a sus admiradores el champán en el que se había bañado previamente.

Eliza Emma Crouch, nacida en Plymouth (Gran Bretaña), tuvo el buen tino de cambiar su nombre por el mucho más evocador de Cora Pearl. Aunque, según sus detractores, era gritona y quizá demasiado vulgar en sus expresiones, fue capaz de convertir sus deficiencias en extravagancias apoyándose en su magnífico cuerpo y su brillante y larga cabellera pelirroja. El dinero de su padre hizo posible que recibiera educación en Francia.

Cora empezó su carrera cuando un desconocido la violó. Muy joven e inconsciente, aceptó alegremente tomar una copa con él; perdió la conciencia y se despertó doce horas después tendida junto al violador en una cama. Cuando se desperezó, el hombre le dio cinco libras. Este hecho hizo que Cora odiara y despreciara a los hombres y se jurara aprovecharse de ellos todo lo que pudiera.

Su carrera de actriz despegó cuando un empresario la contrató para cantar y bailar en un café en el West End. Se llamaba Bill y fue la primera víctima de Cora, que tenía por aquel entonces 16 años. Bill tenía 35 y le propuso que le acompañara a París. Cuando un mes después él tuvo que volver, Cora rechazó acompañarle.

Saquear a los pobres

A partir de ese momento comenzó su trayectoria rapaz con hombres que tenían poco dinero y a los que abandonaba después de haberles exprimido, pero su suerte cambió cuando al conocer a una persona del círculo de Napoleón III. Fue su entrada triunfal en los grandes ambientes.

En el currículum de Cora hubo muchos hombres arruinados. El caso más dramático fue el de Alexander Duval, hijo del famoso empresario que había amasado una gran fortuna fundando los restaurantes que llevaban su nombre. Al morir dejó a Alexander diez millones de francos. Alexander los invirtió en Cora. Previamente le había dicho: "Ordéname morir y moriré", pero ella repuso: "Prefiero que vivas y abones mis deudas". Además de pagar sus facturas también le entregó cien mil libras, creyendo que esta suma la iba a hacer feliz durante mucho tiempo, pero la misma noche que las recibió Cora se gastó seis mil en un banquete. Formaba parte de su estrategia de "alimentar al animal para vaciarle los bolsillos".

Alexander le regaló un precioso collar de diamantes, gruesos como un garbanzo, que le costó setecientos mil francos y un libro de ciento veinte páginas bellamente encuadernado que ella recibió con desprecio, hasta que le hicieron notar que cada página era un billete de mil francos.

Le recibía de cuando en cuando en su lecho, donde fingía un placer que no sentía, como confesó años más tarde en sus memorias oficiales, aunque en la segunda versión, mucho más jugosa, se mostraba más ardiente y sexual. Finalmente, cuando Alexander lo perdió todo, dejó de recibirle y le sustituyó por Achille Murat, hijo del general Joachim Murat, al que Napoleón I había hecho príncipe. El escándalo que suscitó el suicidio de Alexander la obligó a mudarse de París.

Gajes galantes

A los 28 años Cora protagonizó un duelo a latigazos con otra cortesana, Marta de Vere, en el Bois de Boulogne, para discutir quién se iba a quedar con un príncipe serbio. Durante varias semanas no pudieron mostrarse en público a causa de las heridas. Para acabar de estropearlo, el príncipe, que ni era príncipe ni tenía dinero alguno, se fugó con las joyas de ambas.

Las grandes seductoras no serían tales si no hubieran ideado todo tipo de extravagancias y se hubieran hecho propaganda con ellas. Con 30 años, Cora solía lucir una gruesa cadena de oro con doce medallones, cada uno de ellos con las armas de las más nobles y antiguas familias de Francia. En una ocasión tiñó de azul a su perro para que hiciera juego con su vestido y en otra comunicó a sus invitados que les iba a servir carne para comer, pero que ninguno de ellos se atreviera a cortarla. Una hora después, cuatro hombres aparecieron portando una honda fuente de plata. Cuando la descubrieron apareció Cora tendida, desnuda excepto por una o dos ramitas de perejil. Tenía cierta tendencia a usar fuentes para servirse a sí misma, era una de sus formas de expresar su total dominio sobre la situación y los hombres. El escultor Gallois la esculpió en mármol y se consideró su estatua como la rival de la Venus de Milo.

Su fortuna llegó a ser fabulosa, y entre sus amantes se contó el príncipe Napoleón; además, tuvo sus propios apartamentos en el Palais Royal.

En la capital francesa fue amante del duque de Morny, hermanastro de Napoleón III y ministro del Interior, y del príncipe Jerónimo Bonaparte, que la instaló en un magnífico castillo; como pago recibió una frase que se hizo célebre: "Nada de dinero, nada de amor".

Los presentes con que la obsequiaban no eran menos fabulosos. El príncipe Napoleón le regaló un coche lleno de violetas salvajes, compradas fuera de estación a un precio exorbitante, pero a Cora le parecieron poco y a punto estuvo de pisoterlas. Como una broma privada entre los dos, cuando ella averiguó el valor del regalo, en los banquetes que Cora organizaba en su casa, para al menos quince caballeros, la carne se servía en un lecho de violetas. Otro hombre le regaló una estatua de plata de un caballo llena de oro y piedras preciosas.

Al igual que Carolina Otero, que más tarde aparecerá en estas páginas, Cora también tenía el vicio de jugar.

Durante la guerra francoprusiana de 1870, Cora abrió su casa para albergar a los heridos que llegaban del frente y ella misma les atendió sin descanso. Cuando terminó la guerra esperó en vano algún tipo de reconocimiento por parte del gobierno, pero su turbio pasado lo impidió.

El mundo de esplendor que Cora había conocido desapareció y en lugar de la brillante sociedad del Segundo Imperio y sus fabulosas fortunas, quedó una burguesía con muy poco glamour y muy avara. Sobrevivió vendiendo sus cuadros, muebles y joyas y lentamente se arruinó.

La venta de la memoria

En 1884 escribió sus memorias para ganar cien luises que le habían prometido por ellas. Se cuenta que envió fragmentos a sus ex amantes para pedirles dinero a cambio de censurar los párrafos más escabrosos. El resultado fue bastante insípido, pero muchos años después salieron a la luz otras memorias, de las que se había hecho una edición reducida en las que revelaba con todo lujo de detalles las costumbres amatorias de los caballeros con los que había tenido relaciones. No hay forma de saber si son auténticas o no, pero lo cierto es que los lances que se relatan se ajustan a lo que se contaba sobre estos hombres.

En el invierno de 1886 murió de cáncer en medio de la miseria. Cuando su cuerpo iba a ser llevado a la fosa común, un caballero de aspecto aristocrático preguntó cuánto costaría el mejor entierro. Entregó la suma que le pidieron sin vacilar y Cora tuvo un funeral fastuoso. Emile Zola la inmortalizó en Naná como Lucy Stewart.

La inapetencia y eyaculación precoz del príncipe Napoleón

Sin ningún rubor, Cora contó como el príncipe Napoleón, primo del emperador, que tenía una de las vergas más largas que Cora había visto jamás, apenas aguantaba unos minutos en erección cuando estaba sobrio, mientras que si había bebido el suficiente coñac podía aguantar cuarenta minutos, lo que no convenía ciertamente a la cortesana.

Una noche en que se durmió y Cora sufrió una gran decepción, el príncipe halló una manera para compensarla: "Aquella misma noche volvimos a la ópera, y esta vez acompañados de un miembro de su séquito -el teniente de navío Brunet- y un joven amigo, André Hurion, que había sido actor en un teatro de provincias antes de heredar una modesta fortuna de un pariente lejano, convirtiéndose en un niño bonito. Los dos tenían la mitad de años que el príncipe [...]. Al acabar la cena, mientras bebíamos el coñac, Hurion, que estaba sentado frente a mí, me acarició la pierna con el pie mientras agarraba el fuste de la copa de tal forma que a nadie se le escapaba el significado.

»Yo me puse en pie pidiendo que nos marchásemos. Para mi sorpresa, Hurion nos acompañó al coche y a él subieron los dos con el príncipe, quien no hizo ningún gesto de desaprobación. Al llegar a casa ¡subieron las escaleras con nosotros y nos acompañaron al dormitorio! Yo empecé a sospechar lo que iba a ocurrir y, efectivamente, apenas se había cerrado la puerta los dos jóvenes estaban desvestidos.

»Querida -dijo el príncipe-, siento que mi conducta anoche te dejara insatisfecha, pero, como ves, te he traído dos de mis mejores bestias y espero que te den cierta compensación. ¡Mira! -exclamó señalando con su bastón las nalgas de Brunet-. Charles es válido para cualquier potra y André -hizo un gesto e dirección a Hurion, que ya estaba en forma- tiene unas piernas y unos riñones no inferiores a los míos en sus buenos tiempos. Caballeros, por favor, hagan como si yo no estuviera...», tras lo cual se acomodó en un sillón con una botella de coñac y un vaso a contemplar los acontecimientos.

»Los dos hombres, primero, con suma solicitud y no pocos murmullos de admiración, me desvistieron. Acabado esto, la virilidad de Hurion ya estaba enhiesta, una verga enorme, no tan grande como la del príncipe, pero evidentemente más vigorosa y presta para la batalla; era fuerte y gruesa, con una bolsa debajo con bolas de tamaño en consonancia, y se erguía desafiante sobre un vientre cubierto de pelo negro y rizado que se extendía hasta el pecho. Brunet, en cambio, era pequeño pero perfecto y parecía una estatua griega; el pelo de su cuerpo era tan claro que casi no se distinguía y lo tenía ensortijado en torno a su instrumento, que más que grande, era de corte clásico: un objeto artístico que sólo los insensibles no habrían admirado.

»A modo de inciso diré que sólo las mujeres que han tenido la oportunidad de ver muchos hombres en la intimidad saben cómo varían en tipo. Algunas vergas son más feas que el demonio y no siempre a juego con el rostro de su dueño. Otras son torcidas, otras rectas, otras demasiado delgadas, otras demasiado cortas y gruesas, algunas en reposo son pendulonas y gordas y cuando se excitan no superan mucho su estado original, otras aumentan desde el tamaño de una nuez al de una gran fruta en cuestión de segundos, Y lo mismo puede decirse de su sensibilidad, naturalmente. Algunas, al contacto de un dedo, derraman su jugo, otras son tan insensibles como madera, por lo que hay que dedicarles mucho esmero para que descarguen, aun con la mayor disposición de su dueño. Siempre ha sido para mí motivo de incesante curiosidad observar estas diferencias que, por cierto, no confirman los dichos tradicionales: los hombres de nariz grande pueden estar mal dotados, mientras que los dedos finos pueden tener cacharros enormes. La prueba ocular es la mejor.

»Aunque retraída al principio por la afabilidad del príncipe, ya que sus dos amigos se mostraban tan dispuestos a gozarme siguiendo sus orígenes habría sido innoble por mi parte no mostrar gratitud por su solicitud. Así, conduje a los dos a la cama y allí se tumbaron uno a cada lado, jugueteando con ternura con mis pechos y muslos, mientras yo disfrutaba con el efecto que producía la luz de los candelabros sobre la piel de sus cuerpos, uno tan oscuro que parecía el de un hindú y el otro tan blanco que se hubiera dicho el de una jovencita. Finalmente, Hurion se situó entre mis muslos y me fue penetrando suavemente, llenándome de inmenso placer. Conforme se movía lento pero persistente, levantó su pecho para que Brunet me besara las tetas y me pasara la lengua por los pezones, mientras yo le acariciaba la espalda y las nalgas. Sentí sus dedos moverse entre mi cuerpo y el de Hurion, acariciándonos a los dos cuando alcanzábamos el orgasmo.

»Al cabo de un rato, con cuidado para que Brunet alcanzara el placer que su amigo ya había gozado, insinué a Hurion que se levantara, apoyándose en las rodillas, de modo que mientras yo seguía empalada y le sostenía con los muslos, él quedara erguido dejando que su amigo se arrodillara frente a él y yo pudiese entretener mi boca. Por entonces ya estábamos los tres en la cumbre del placer y en un instante alcanzamos el orgasmo, consumando nuestra pasión en muto deleite. Estábamos tan absortos que nos sorprendieron los aplausos con que el príncipe, desde el sillón, celebró nuestros empeños».

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