EL VAQUERO.
Esta historia me la explicó un anciano vaquero en Needlas, ciudad fronteriza entre California y Arizona, al final del desierto de Mojave. Era yo un joven tercer oficial de puente de la marina mercante que había recalado en el puerto de Los Ángeles para reparar una avería bastante complicada en el eje de la transmisión que casi destroza por completo los cardanes de la hélice alabeando sus palas a punto de dejarnos sin gobierno.
La reparación costaría un par de semanas, era cuestión de los astilleros y de los oficiales de máquinas y quedé libre de guardias para diez o doce días. Alquilé un coche y me dispuse a recorrer California. Circulaba sin prisa, no sólo porque en EE.UU. la velocidad está limitada a 90 kilómetros por hora, si no porque me detenía en aquellas poblaciones que me parecían interesantes.
Después de pasar por San Bernardino me dirigí hacia la próxima ciudad, Victorville, situada al norte de la primera. Desde esta ciudad, bordeando el desierto de Mojave por una carretera de tierra fui a parar a Leedlas alojándome en una pensión con nombre muy español "La Tahona" y en verdad que el nombre se correspondía con lo que anunciaba pues tenían en la parte trasera del edificio una panadería donde fabricaban un pan tan parecido al de España que decidí quedarme un par de días. No sólo por el pan, si no porque la ciudad tenía tantas reminiscencias de mi patria que hasta la comida era diferente a la típica comida norteamericana.
Fue en la "taberna" del pueblo donde, ya muy avanza la noche, conocí al viejo Casey el vaquero medio trompa de whisky y cerveza, de piernas arqueadas, tez de pergamino arrugado y mascador empedernido de tabaco, que me contó la historia que voy a relatarles y que empezó así, entre vaso y vaso de whisky y cerveza:
<<No conocí a una mujer hasta los veinte años, No es que fuese retrasado, aunque crecí en un valle en el mismo rancho que poseo ahora a sesenta kilómetros del pueblo.
Cuando cumplí catorce años, mi padre me regaló una potranca mesteña para que yo mismo la domara. Era lo más hermoso que había visto nunca, aunque salvaje como un venado. Descendía de un enorme y viejo semental palomino que pastaba en las montañas, con su partida de yeguas. Como bebían en un manantial a algunos kilómetros de la casa, pocas veces los veíamos. Mi padre nunca les hizo caso hasta que un día se acercó allí con unos jornaleros para que le ayudaran, y casó para mi esa potranca.
Cuando la vi, la potranca usaba por primera vez un ronzal de juncos y parecía dispuesta a matar al primero que se pusiera a su alcance. Me volví loco de orgullo; siempre había vivido rodeado de caballos, pero jamás había tenido montura propia
--Te diré una cosa- indicó mi padre sonriendo ante mis excitació --: Tú mismo tendrás que domarla. Nadie más deberá tocarla si quieres que el animal te obedezca con un silbido.
Era más fácil decirlo que hacerlo. Aunque pasaba con ella hasta el último minuto que podía robarla al trabajo y a la escuela, pasó una semana antes de que me permitiera tocarla. Lo primero que me enseñó aquella potranca fue a ser paciente. Solía sentarme sobre la cerca del corral y hablarle mientras ella me miraba de reojo. Cada vez que me disponía a coger el ronzal, que colgaba hasta el suelo, se alejaba tímidamente. Cuando finalmente logré cogerlo, la hice trotar a mí alrededor, alargando el ronzal en toda su longitud.
De pie en el centro del corral, y girando mientras ella me rodeaba, le repetí cientos de veces lo hermosa que era, porque los animales, aunque no te lo creas, entienden lo que les dices. Su pelo era de un bonito color alazán que se volvía más blanco en el hocico. La cabeza era de líneas finas y frente recta, la barriga era tersa y suave, las piernas esbeltas, como las de un pura sangre, eso que llaman patas de galgo, y sabía hacerse respetar. Aún no le había dado nombre, porque necesitaba encontrar uno adecuado. No pensaba dárselo hasta después de domarla.
Durante la primera semana el viejo semental permaneció cerca de la casa. De noche le oíamos relinchar como una trompeta. Como temía que pudiera entrar en el corral, todas las noches encerraba a mi potranca, sin fiarme de la cerca. Ella no me dejó tocarla hasta que el viejo semental se cansó de acudir. Fue un milagro. Hacía una hora que sujetaba el ronzal mientras ella trotaba a mí alrededor con altivo desdén. Poco a poco fui acortando distancias. Lo había hecho otras veces, pero en esa ocasión no pareció notar queme acercaba cada vez más hasta que el notar que me hallaba cerca de ella se detuvo. Tembloroso, alargué la mano. Sentí que el temblor de mi caricia se comunicaba a su cuerpo, como si hubiera visto una serpiente de cascabel. Contuvo la respiración, pateo con los cascos delanteros pero no me huyó. Bajo la cabeza y echó su aliento cálido sobre mi mano. Si no fuera porque ya tenía catorce años, me hubiera echado a llorar.
Se puede estropear una potranca de una hierba si se intenta montarla antes de que sus huesos se hayan endurecido. Pasé mucho tiempo mimándolo hasta conseguir que me siguiera como un perro. Le echaba el pienso todas las noches, la cepillaba y le pasaba la almohaza mientras comía. Creció rápido ¡Y que hermosa y esbelta era!
Un día cogí una vieja silla de montar y se la enseñé. Se asustó mucho pero después de llevarla yo un tiempo en la mano se acostumbró a verla. Un día se la puse al lomo. Salió corriendo y no dejó que me acercara en una semana.
Como ves, no quería domarla de la manera que solíamos domar a nuestros caballos, es decir, montarla y hacerla correr hasta fatigarla. Deseaba subirme de una sola vez cuando llegara el momento, sin problema alguno. La convencí para que aceptara la silla de montar, colocándola al principio flojamente sobre su lomo y luego apretando cada vez más la sobrecincha. Luego llené un saco de tierra y la acostumbre a llevar el peso muerto mientras trotaba por el corral.
Aguardé todo el invierno y la mayor parte de la primavera antes de subirme a la silla. En ese momento tenía bastante confianza. Pero me equivocaba. Aquella hermosa yegua mesteña después de un tembloroso minuto de ira, perdió la cabeza. Se levantó sobre los cuartos traseros
Casi en vertical intentado derribarme; luego hizo varias corvetas y al segundo movimiento salí disparado de la silla. Pero no había terminado; mientras yo estaba en el suelo del corral, asombrado y dolorido, se lanzó sobre mi. Me cubrí la cabeza con las manos y rodé hasta la cerca en un remolino de polvo y pezuñas. Fue una suerte salir con vida.
>La cosa estaba muy clara: suave, obediente y amorosa siempre que yo tuviera los pies en el suelo; pero cuando notaba mi peso, su única intención era derribarme y matarme. Procuré ser tan tozudo como ella. Mi padre empezó a hablar de venderla como ganado de rodeo. Afirmaba que la había convertido en un animal consentido, malcriándola hasta estropearla. Me negué a venderla y juré que la montaría aunque hubiera de ser lo último que hiciera.
Estuvo a punto de conseguirlo. Debió derribarme al suelo más de cien veces. Finalmente caí mal; salí despedido de la silla y me rompí un brazo, y mi padre me prohibió volver a intentarlo. Era una situación humillante. Dondequiera que yo iba, la potranca me seguía tan cariñosa como una puta de diez dólares., o me tocaba la espalda como el hocico Apretaba el morro contra mi hombro para llamarme la atención. Hacía todo lo que yo quería, incluso trucos tontos, como dar la mano o arrodillarse y bajar la cabeza cualquier cosa menos dejarse montar.
Un día me estaba refrescando los pies en el manantial había ido a buscar un cubo de agua - y ella mordía hojas tiernas allí cerca. La miré con odio por su obtención y de pronto pensé,: por Dios que si no puedo montarte te joderé.
Tenía quince años y a esa edad era tan ardiente como siempre he sido y debe saber usted que en plena erección tengo un miembro más grande y tan grueso como su antebrazo (involuntariamente me miré el antebrazo y sonrió antes de comentar) si, amigo, más de treinta centímetros. La única mujer que conocía era la maestra mi madre nos había abandonado antes de que yo cumpliera los cinco años, y en mi clase solo había una chica Sadie Weatherall que era bizca., tenía dientes de mula y un carácter acorde con estas característica. Con que lo único que podía hacer para apagar mi ardor, de vez en cuando, era con la mano. Hasta ese momento.
Con las piernas flojas y las ingles calientes, saqué los pies del agua y me acerqué a ella. La acaricié con mano temblorosa y la apoyé contra una roca de tamaño adecuado. Ella sabía leer mis pensamientos cuando intentaba montarla, pero, como no era eso lo que pensaba en aquel momento ni había silla de montar, no se asustó lo más mínimo cuando me situé detrás y me desabroché la bragueta.
De pie sobre la roca, con la verga en la mano, aparté su cola y le miré la vulva, con intención de metérsela allí dentro. Estuve a punto de correrme solo de pensarlo. Le metí un dedo para ver como reaccionaba. Como sólo se agachó un poco, la penetré despacio. En mi vida me hubiera imaginado que el sexo de una yegua estuviera tan caliente y fuera tan acogedor, mucho más caliente y acogedor que el de una mujer.
Le aseguro que enloquecí cuando aquel coño acarició toda mi verga. Supongo que el animal se sorprendió bastante con esta nueva artimaña. Naturalmente, ella no esperaba una verga casi del tamaño de la de un semental, que entraba y salía con fuerza de su ardiente coño. Debía de gustarle porque, de cuando en cuando, notaba como apretaba aquellos labios gruesos casi aspirándome el miembro hacia su interior. Se agachaba ligeramente, como si quisiera que la penetrara más profundamente, pero yo no tenía más porque no era un semental de su raza. Y de pronto se pone a mear, pero yo estaba a punto de eyacular y lo hice, sintiendo un placer tan intenso que me desplomé sobre sus poderosas ancas soltando borbotón tras borbotón.
Cuando se la saqué comprendí que no podía regresar a casa con los pantalones mojados con los orines de la yegua, así que decidí lavarlos en el arroyo y lo puse a secar sobre una roca bajo el sol. Tapado con los faldones de la camisa, me senté al lado del arroyo. La potranca se acercó por detrás y empezó a tocarme el cuello con el hocico. Le acaricié los ollares, pensado que quizá a ella también debió gustarle porque parecía estar invitándome a que lo repitiera. Y eso hice.
De nuevo la puse en la misma posición junto a la roca, agachó ligeramente el lomo y volví a penetrarla notando de nuevo aquel calor descomunal abrasándome la erección y de nuevo noté como su vagina se contraía sobre mi verga una y otra vez hasta que me hizo eyacular con tanta intensidad que de nuevo tuve que recostarme sobre su rotunda grupa mientras eyaculaba borbotón tras borbotón más intensamente incluso que la primera vez.
Luego, después de ponerme los pantalones ya secos, sin reflexionar muy bien en lo que hacia la agarré por las crines y de un saltó me senté en su lomo esperado que se rebelara, pero no lo hizo. Sólo tembló durante un largo minuto, y luego torció el cuello para mirarme. Intenté imaginar lo que pasaba por su cabeza. Tal vez lo estaba recordando todo. No lo sé. Yo era un estúpido ser humano que intenta hacer cosas estúpidas como joderla cuando ni siquiera estaba en celo y montarla a pelo. Seguramente decidió que podía soportar mis caprichos, Sin prisas se dirigió a casa, al paso, como si hiciera años que la montaba.
Durante los siguiente cinco años monté a Querida, así la llamé desde entonces. Follaba a Querida cuantas veces lo deseaba como debe amar un hombre a una buena mujer. En todo ese tiempo jamás miré a ninguna muchacha. Sí, asistía a reuniones sociales como barbacoas, bailes y esas cosas. Incluso bebía un poco de whisky y tal vez participé en tres o cuatro peleas. Pero de vuelta a casa sabía que iba follar a mi Querida y disfrutar del amor que un joven necesita sin preocuparse de las complicaciones que el conejito de una mujer puede ocasionar.
Cuando estaba en celo, aumentaba la frecuencia porque podía pararme detrás de ella y ver como se contraía su coño, rojo y dispuesto, y cuando la penetraba su sexo se movía, acariciándome la verga como me lo hubiera acariciado el coño de una mujer. Supongo que si mi padre no hubiera perdido el rancho, habría vivido como un solterón satisfecho, sin saber jamás como era joder con una mujer. Tenía veinte años cuando el Banco nos embargó y supe que, en realidad Querida jamás había sido mía. Fue muy amargo ver como se la llevaban en un camión con el resto del ganado.
Luego mi padre encontró trabajo como vigilante en la cárcel del Condado y yo me marché a trabajar en un racho turístico en donde abundaban las mujeres caprichosas. La primera vez que follé a una, fue a una mujer grande como una mula. La apodábamos Gertie Dos-Toneladas, pesaba más de noventa quilos y la follé estilo perro porque ella lo quiso así. Bramó como una becerra cuando se la hundí en el sexo, escondido entre los montones de grasa de sus muslos y comentó:
-- Mi ex marido decía que joder al estilo perro le hacia sentirse como si estuviera metiéndosela a un animal. Así que no te demores, estoy caliente como un horno y tu gigantesca verga es lo que necesito muchacho.
Parecía una yegua. Mi yegua, pensé, y sentí cierta exaltación. Si tenía que joder a una mujer tenía que hacerlo así, con mis manos sobre sus ancas y sus muslos contra los míos. ¿Movería la grupa como siempre había hecho Querida? Cerré los ojos y se la metí. Su sexo era grande, más grande y húmedo que el de la yegua, pero no tenía su calor.
Estuve en aquel rancho dos años jodiendo casi todos los días, pero, al principio, alguna mujer no soportaba el volumen de mi verga y pese a ello, querían sentirla dentro y se esforzaban para tragársela entera y siempre lo conseguían. Pero no encontré a ninguna que me diera el placer que me había dado mi potranca, por eso no me casé hasta que encontré a María con la que me casé. Tenía el coño tan caliente como mi yegua Querida, y Quizá por eso permanecimos casados casi durante cuarenta años, hasta que se murió.
Y de pronto, Casey, borracho como una cuba, se derrumbó como un fardo desde la silla al suelo y allí se quedó dormido, cuando ya amanecía.
También yo me fui a dormir, para regresar al día siguiente a Los Ángeles, pensando en aquella historia que me había contado el viejo Jeremy Casey.