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Marisa (7)

en Confesiones

MARISA 7

Desperté con ella en brazos, casi en la misma posición en que se había dormido. Era una niña - pensé al mirarla - no aparenta más de doce años pese a su cuerpo de ánfora romana.

Dormía tranquila e inocente sus sueños de amor y pasión. Espero que no se quede embarazada ¡Maldita sea mi estampa! Tendríamos que casamos sin remedio, puesto que es menor de edad. No me disgustó la idea y estaba seguro de que al abuelo le gustaría aquella inocente criatura. Quizá había cometido otra barbaridad, pero tenía la esperanza de que aquella niña, de la edad de Sharon, sería la única persona capaz de impedirme seguir pensando en mi hermana y en su cuerpo despampanante. Tenía que amarla, tenía que enamorarme de ella, y pensé, con toda honradez, que enamorándome de Merche encontraría la fuerza suficiente para olvidarme no sólo de Marisa, su madre, cuyos dengues de mujer temerosa de Dios me tenían más que harto, sino también de Sharon, y eso era lo más importante para mí. Como si supiera que estaba pensando en ella, se despertó, me miró y sonrió cerrando los ojos de nuevo sin cambiar de postura, murmurando perezosa.

-- Soy muy feliz, Tomy ¿Qué hora es?

-- Las siete y media. Todo el día es nuestro, nena – comenté, besándola suavemente.

--¿Aún me deseas?

Tenía una erección de caballo que ella notaba contra su vientre. Y volví a penetrarla despacio,

-- Oooh... mi amor... que bandido eres - y buscó mi lengua con la suya al tiempo que adelantaba la pelvis.

--¿Eres feliz, nenita? - pregunté, pensando en las enseñanzas de su madre y lamiéndole los labios suaves y tiernos como pétalos.

-- Si... si... si... me gustas todo tú... toda tu virilidad...

--¿Disfrutas así? - pregunté de nuevo hundiéndome en ella despacio.

-- Oh, si, por fa... vor, más... más... más... -- suplicó, mordisqueándome los labios.

Hundió la cabeza en mi pecho y volvió a succionarme una tetilla con tanta fuerza que me hizo daño con los dientes. Le apreté una de sus preciosas tetitas y me soltó, gritando de dolor.

--j Oh!, que malo eres, estaba a punto de...

--¿De qué? - pregunté haciéndome el inocente.

-- Ya sabes... de eso.

-- No, no sé lo que es eso - dije, para hacerla rabiar.

-- De... de... venirme... caramba.

--¿Quieres disfrutar ya?

-- Sí. Sí... quiero sentir... como me disfrutas.

--¿Y qué pasará si te quedas embarazada?

-- Pues que tendré un hijo tuyo, un hijo guapísimo, más guapo aún que tú.

--¿Te imaginas el escándalo? – pregunté, mientras la penetraba profundamente.

-- Me importa un pito el escándalo... te amo... te deseo... no me lo saques... por favor, así, así... mi amor... más... más... más

Le susurré mordisqueando su lóbulo de la oreja:

-- Cuanto más te aguantes, más profundo y largo será tu orgasmo luego.

--¿De verdad? - preguntó deteniéndose.

-- Ya lo verás, déjame hacer y no te muevas.

Durante más de quince minutos continué con el lento vaivén. De cuando en cuando se la hundía hasta la raíz. Entonces abría la boca como un pez fuera el agua, dilatando las aletas de la naricilla cuando comenzaba a sacársela despacio, me detenía, volvía a hundírsela hasta la mitad, salía y así hasta que no pudo más y reventó con un orgasmo descomunal, gritando casi a pleno pulmón mientras se retorcía entre mis brazos como una anguila, me vacié por completo y tan prolongadamente al sentir como me

succionaba los labios con ansia. Tanto ella como yo, perdimos el mundo de vista durante unos segundos. Fue un éxtasis inenarrable, larguísimo e intenso.

Nos dormidos. Cuando de nuevo me desperté dormía casi con los brazos en cruz y los muslos abiertos. La destape, admirando sus preciosas y delicadas formas. Chupé uno de sus pezones muy levemente, luego el otro y la miré. En sueños, distendió los labios con signo de felicidad. Se removió en sueños, levantando levemente las caderas para ofrecerse a la caricia, y la penetré lentamente mirando como el potente dios se escondía en su habitáculo natural. Abrió los ojos y sonrió cansadamente. Me dejó hacer pero no participó. Eyaculé mirando su carita infantil y su sonrisa inocente.

Me levanté para ducharme y ella se estiró como una gata, poniéndose de lado tapada hasta las cejas. Se levantó cuando oyó que abría la puerta.

--¿Adónde vas? - preguntó sentándose en la cama y tapándose con la sábana como si fuera la primera vez que la veía desnuda.

-- Dentro de una hora, más o menos, volveré. Arréglate, ponte guapa y coge un neceser con tus cosas de aseo personal.

--¿Por qué?

-- Quiero llevarte conmigo de viaje. ¿Te gusta el plan?

-- Si... ya lo creo pero, ¿y si regresa Mabel o mamá y no me encuentran?

-- Déjales una nota con cualquier excusa.

Le di un beso y cerré la puerta.

Saqué el coche del garaje, reposté gasolina, y me dirigí hacia ''El Picadero ", pues me tenía intrigado Lalo Randeiro y su estancia en Santiago. No podía comprender por qué me había mentido. Paré el coche un poco antes del chalecito. La alameda estaba silenciosa, e igual que todo Santiago, no se veía un alma en las calles, excepto los madrugadores y católicos feligreses y los sacerdotes de la Catedral. El resto de la gente dormía la juerga de la noche anterior.

También el chalet estaba silencioso. Parecía deshabitado. Di la vuelta por la parte de atrás e intenté abrir la puerta de la cocina, pero no pude. Volví a la puerta principal y llamé al timbre dos o tres veces con insistencia. Miré las ventanas del primer piso a tiempo de ver como los visillos se movían. La cara de Lalo apareció somnolienta, desgreñado y ojerosa: Comprendí que estaba desnudo. Le hice señas de que bajara, se encogió de hombros, indicándome con la mano que esperara y preguntándome por señas que hora era. Le enseñé nueve dedos extendidos y medio. Las nueve y media, dije con los labios. Movió la cabeza disgustado, haciéndome señas de que esperara.

Tardó casi cinco minutos en abrir la puerta, sosteniéndola de forma que me impedía el paso.

-- Vaya horas de despertar a la gente, joder.

--¿Piensas tenerme aquí en la puerta?

Sabía que si le daba un empujón él y la puerta saldrían por la ventana.

-- Entra, hombre, entra, pero no hagas ruido, aún duerme - se hizo a un lado y me llevó hasta la cocina.

--¿Mabel?

-- Joder, no, no es Mabel- murmuró en voz baja.

--¿Y por culpa de una chavala me contaste aquel rollo peliculero del Parador Nacional de Gondomar? ¡Joder, qué amigo tengo!

-- No levantes la voz, coño. Hace dos horas que nos hemos dormido. Pero dime de una vez que es lo que pasa, leches.

-- Coño, que me dijiste que te quedabas en Vigo y tengo que enterarme por los demás que estás en Santiago ¿A qué viene tanto misterio? ¿Es que te estás tirando a la sobrina del arzobispo o qué?

Movió la cabeza negativamente mientras encendía dos cigarrillos. Me alargó uno, expelió el humo a toda velocidad y comentó:

-- Es que me vas a joder el plan si te vas de la lengua, y no quiero perderla, es una mujer casada y espero que comprendas por qué no te dije nada.

-- Pues no, no lo comprendo. ¿Hace mucho que estás liado con ella?

-- Desde el mes de Julio.

-- ¡Cinco meses! ¡Joder! ¿Y aún sigues encaprichado con ella? Si que debe de estar cojonuda la tía para que a ti te dure tanto.

-- Lo está, y te aseguro que estamos muy enamorados, créeme.

-- Lo creo, coño, y tanto que lo creo. Para que tú no me hayas dicho nada en todo este tiempo, tienes que estar encoñado hasta las cachas. Pero, ocultármelo a mí, hombre qué quieres que te diga, me ha sabido a cuerno quemado, la verdad.

-- Ya sabes como son estas cosas, primero lo sabe uno, luego otro y al final lo sabría hasta el marido y acabaría perdiéndola sin remedio y, además, le buscaría la ruina ¿comprendes?

-- Si, hombre, claro que lo comprendo. Y te agradezco la confianza que te merezco.

De pronto, al ver un bolso colgado en el respaldo de una de las sillas de la mesa de la cocina, tuve que hacer un violento esfuerzo para contenerme. Conocía el bolso de piel de cocodrilo que pocas mujeres en Santiago podían permitirse el lujo de lucir. Lo conocía muy bien, porque yo lo había comprado en Lisboa un año antes.

-- Pero claro... siendo una mujer casada - logré comentar con voz neutra - Bien, hombre, bien, y tienes miedo de que yo vaya a pregonarlo por ahí. Ese es el concepto que tú tienes de mi amistad. Me alegra saberlo, Lalo. Y como no quiero violentarte más, me largo.

--Tomy, por favor, cucha...

-- No tengo nada que escuchar, prefiero el silencio a una mentira más, y tú lo sabes --

respondí, caminando hacia la salida oyendo sus protestas, sin hacerle caso. Me giré antes de salir y le espeté a boca jarro sin cuidarme del tono de voz

- Dile, de mi parte a la zorra que tienes arriba, que me alegra mucho saber que su padre se encuentra tan recuperado del infarto. Chao, Lalo, nos vemos.

Se quedó parado, mirándome con la boca abierta sin saber que decir, ni como podía haber averiguado quien era la tía que estaba en la cama. Cerré la puerta y me largué caminando por la alameda silenciosa, hirviendo de ira por dentro y sin saber muy bien contra quien iba dirigido mi encabronamiento.

Ahora comprendía de golpe y porrazo todas sus ausencias, sus negativas y sus engaños, sus dengues, sus confesiones casi diarias y sus malditos embustes. Se había encaprichado de otro, y cuando pasara el capricho de Lalo, lo engañaría a él igual que a mí. Debió de reírse a gusto cuando simulé cancelar mi viaje con Lalo Randeiro, viaje tan simulado como la llamada telefónica. Acababa de regresar a casa destrozada de tanto follar con él y yo haciendo el imbécil simulando una conversación que supo, desde el primer momento, que era falsa. Me hubiera dado de bofetadas si eso me hubiera servido de algo.

Comprendí, mientras conducía, que la culpa de Lalo era muy relativa. Seguramente ella ni siquiera le había explicado que estaba liada conmigo desde el año anterior. Me molestaba sentirme herido en mi orgullo de macho pero, al fin y al cabo, yo la había engañado a ella con Sharon, con Purita y con su propia hija. De modo que estábamos en paz y como lo único que faltaba era que supiera que me follaba un coño más tierno que el suyo que, además, era el de su hija más joven, decidí llevarme a Merche a Portugal los días que me faltaban de vacaciones. Decidí también que la niña le dejara un escrito en su habitación bajo sobre cerrado, explicándole que yo la había invitado a Lisboa a pasar unos días de vacaciones y que había aceptado porque estaba enamorada de mí. Marisa tendría que achantarse y tragar saliva, yo podía hacerle a ella mucho más daño que ella podía hacerme a mí y, encima, dejarla sin los saneados ingresos que percibía. Si tenía la mala suerte de dejar preñada a la hija, siempre me quedaba el recurso de llevármela a Londres y regresar con el problema resuelto, o lo mejor de todo, casarme con ella y acabar con mis problemas de conciencia de una vez.

Rey muerto, Rey puesto, macho, que le den por el culo a la vieja, si no le han dado ya. Salimos de Santiago a toda velocidad, porque imaginaba que no tardaría en regresar a casa explicándole a la hija que el abuelo ya estaba recuperado del infarto.

En Tuy compré dos alianzas de oro, una para ella y otra para mí. Eran bastante ostentosas, pero eso era, precisamente, lo que deseaba; que se vieran al primer golpe de vista para evitarme explicaciones. Cuando regresamos al coche para seguir camino, me besó derretida de amor y llamándome, mimosita, su maridito guapo. Llagamos a Ancora cerca de las doce del mediodía.

El restaurante, La Selva Verde, estaba medio vacío y nos atendieron muy bien. Merche se entretuvo mirando el marisco del acuario y preguntando al obsequioso camarero el nombre portugués del marisco. Los gallegos y los portugueses se entienden bastante bien porque el idioma es casi el mismo, aunque con diferente música.

Al final, escogió un buey de Francia que pesaba más de dos kilos, suficiente por si sólo para hartar de marisco a tres personas, por lo que, de primer plato, sólo pedí angulas para los dos. Quizá fue el vino o el licor pero, de repente, viéndola enfrente, niña asombrada y curiosa, preguntando por todo, queriendo saberlo todo, feliz de encontrarse conmigo, admirándose del decorado, riéndose de verse reflejada en las columnas de espejos y hasta en el techo, sentí el deseo de disfrutarla inmediatamente. Cuando se lo dije, me miró desilusionada, preguntándome si ya no quería ir a Lisboa.

-- Claro que si, cariño, pero aquí, en Ancora hay un buen hotel, el Meira, y podemos pasar una tarde y una noche de locura ¿No te gustaría?

-- Lo que tú digas - respondió sumisa - si eso es lo que deseas...

-- Verás, nena, lo haremos si te apetece follar, sino, lo dejamos para la noche, no quiero que te sientas obligada a complacerme contra tu voluntad.

-- Supongo que mañana tendremos tiempo de ver Lisboa - respondió, para preguntar seguidamente - Pero, ¿por qué utilizas siempre esa palabra tan fea?

--¿Cuál? - pregunté a mi vez, para oírsela pronunciar.

-- Esa de... follar, es horrible. Es mucho más educado y más elegante decir: hacer el amor.

-- Pero también es mucho más largo decir: hacer el amor que decir follar ¿no te parece? - pregunté con una sonrisa de conejo.

-- Eres imposible, cariño, siempre estás pensando en lo mismo ¿es que no te cansas nunca?

-- Bueno, verás - respondí, simulando reflexionar - de hacerte el amor si me canso, pero de

follarte no me canso nunca.

-- Pero si es lo... - se detuvo a tiempo al darse cuenta, se rió, cerró la mano y me dio con el puño en el brazo - eres un granuja.

Eran casi la una y media al acabar de comer. Llevé el coche hasta el aparcamiento del Hotel. Pedí habitación doble, el recepcionista echó una rápida mirada a Merche, pero no dijo nada. Le di mi carné de identidad procurando que viera la alianza de matrimonio y sin más comentarios me entregó la llave de la habitación. El mozo subió mi maleta y su neceser, le di una generosa propina y se deshizo en reverencias informándome de que, si deseábamos algo, no tenía más que decirlo, por lo tanto, le encargué una botella de Oporto Lacrima Cristi y dos vasitos. Volvió al cabo de cinco minutos, firmé la nota y desapareció haciendo reverencias. Puse el letrero de no molestar y cerré con seguro.

Nos miramos y corrió hacia mí para abrazarme. Metí la mano entre sus muslos sosteniéndola por el Puente de la Fortuna, presionando los gordezuelos labios de su sexo con la palma de la mano y con la otra rodeándola por la cinturita la levanté del suelo hasta mi altura, me echó los brazos al cuello y me besó con ansia, quizá porque el vino, el marisco y los licores habían actuado en ella como un afrodisíaco. Luego comencé a desnudarla, al tiempo que le besaba y le lamía todo su cuerpo desde la frente hasta el delta del amor. Me recreé en sus tetas de pezones ya erectos.

Descorché la botella y escancié dos vasitos. Lo saboreó despacio, comentando lo mucho que le gustaba. Su acostó, mirándome mientras me desnudaba lentamente.

-- Fuiiooo - silbó entre dientes al ver la erección.

Puse una de las almohadas bajo sus nalgas, atravesándola a ella en la cama con las piernas

colgando casi hasta el suelo. Me senté en uno de los pequeños taburetes y puse sus piernas sobre mis hombros separándole los muslos. Era tan niña que hasta la tierna carne de su intimidad era de un color rosa intenso, casi carmesí.

--¿Qué vas a hacer? - susurró, levantando la cabeza para mirarme.

-- Ya lo verás, tu no te muevas - respondí llenando de nuevo los vasos.

Eché el Oporto poco a poco en su vientre sorbiéndolo a lametones. El nuevo sabor de la bebida mezclado con el de su piel, era encantador. Tuve que pedirle que no se moviera porque se retorcía como una anguila y el licor se esparcía por sus ingles. Cuando lo lamí entre su vulva y su ingle gimió, pero temí que si el alcohol llegaba a tocar la carne íntima le produciría tanto escozor que bramaría de dolor. Le llené el ombligo con el Oporto y me lo bebí a pequeños sorbos mientras ella reía diciéndome que le hacía cosquillas.

Se retorcía de placer, gemía cada vez más fuerte; tremolaban sus preciosos muslos contra mis mejillas, adelantaba su pubis y acabó explotando entre agudos gemidos de placer. Gozaba con tal potencia que sus dedos, engarfiados entre mi pelo, me estiraban del cabello con tanta fuerza como profundo era el goce que experimentaba. Con un grito largo y sofocado quedó sobre la colcha desmadejada, respirando a bocanadas en demanda de aire.

-- Ha sido demasiado... demasiado... parece irreal- murmuró entrecortadamente.

--¿Irreal? Pues repitámoslo, querida - comenté, volviendo a lamerla dulcemente.

Al cabo de diez minutos me pidió que la dejara descansar un poco, no podía más y la coloqué en la cama en la posición correcta mientras, sosteniéndome sobre los brazos, fui penetrándola lentamente y así estuvimos durante horas.

Pedí la cena en la habitación, mientras ella tomaba un baño caliente. Cuando de nuevo quedamos solos me quité el batín y no le permití que se vistiera y desnudos, con ella sentada sobre mis muslos enterrado en ella placenteramente, le fui dando de comer como a un bebé y dándole de beber algo más de lo que ella era capaz de aguantar. Acabamos la botella de Lácrima Cristi y la de champan mientras nos disfrutábamos abundantemente. Eyaculaba dentro de ella con furiosos borbotones de esperma que la hacían bramar de placer. Se emborrachó como una cuba, no se aguantaba derecha y tuvo que correr al baño. Inclinada sobre la taza del inodoro, se la metí por detrás sujetándola con una mano por el hombro y otra por la cadera, bombeándola hasta correrme de nuevo mientras vomitaba con violentas arcadas que me comprimían la punta de la verga a causa de las violentas contracciones de su estómago y de su vientre, produciéndome un orgasmo más intenso y prolongado, un orgasmo sádico y vengativo, pues mientras gemía de dolor pensaba en lo muy zorra que era la puta que la parió. Tuve que bañarla de nuevo porque estaba hecha un asquito. Se me durmió en el agua tibia de la bañera y, en brazos, la lleve a la cama. Dormida como un tronco encima de mí, la penetré de nuevo metiéndosela hasta las bolas y me corrí sin que ella diera muestras de despertar. Y en aquella posición, eyaculé tres veces más hasta que el semen me corrió por los muslos. Era cerca de la una de la madrugada cuando me dormí, después de limpiarme en el bidé.

Desperté cerca de las cinco, seguía encima como una muñequita de trapo. Tenía ganas de orinar y una erección de caballo. No acaba de comprender qué me pasaba. Sólo cuando volví, encendí la luz y le di la vuelta metiendo la cabeza entre sus muslos, se despertó mirándome con ojos extraviados.

-- Me duele la cabeza, cariño.

Me levanté. Llamé a recepción y pedí un par de aspirinas efervescentes que le administré juntas con medio vaso de agua. Cuando de nuevo metí la cabeza entre sus muslos, preguntó con voz desfallecida:

-- No puedo más, Tomy, por favor, estoy muy cansada.

-- Está bien, cariño, dejémoslo para mañana - respondí, acostándome a su lado.

-- Gracias, amor mío.

Se acurrucó de espaldas y la abracé con una mano en un pecho y la otra encima de su sexo. Sus nalgas contra mi erección, y sus muslos sobre los míos, como un cuatro, se quedó dormida casi de inmediato. Esperé un tiempo prudencial ante de levantarle un muslo suavemente y volver a penetrarla lentamente para no despertarla. Aún hoy no me explico mi comportamiento de aquella noche con la pequeña Merche. Quizá era la rabia que sentía contra su madre la que me hacía ser despiadado con la hija, no lo sé, pero me comporté como un verdadero rufián con la pobre chiquilla. Comencé a pensar en ello después de haber disfrutado a la niña dormida un par de veces. Me prometí que, al día siguiente en Lisboa, le compraría un ajuar completo para llevarla al Grand Hotel de Estoril y con este pensamiento tranquilizador me dormí, pero la verdad no muy tranquilo porque, evaporado ligeramente los vapores del alcohol, sabía que me había comportado como un canalla para lo que no había disculpa posible.

Cuando de nuevo desperté cuatro horas más tarde, entraba claridad por las rendijas de las persianas y nosotros seguíamos en la misma posición. Dormía como un bebé y no quise despertarla.

Volví a dormirme y fue ella quien me despertó casi a las diez al levantarse para ir al servicio. Sentí que tiraba de la cadena y me levanté entrando en el baño en el momento en que ella se lavaba los dientes. Nos miramos a través del espejo. Su cara estaba demacrada, y le aconsejé que se maquillara después de bañarse. Jugamos un rato con el agua tibia, intentando ponerla cachonda, porque imaginaba que con el deseo en el cuerpo se recuperaría más pronto. Cuando la vi arreglada y pintada no parecía la misma.

Pagué el Hotel, subimos al Celica, y enfilé la autopista de Oporto a toda pastilla, adelantando a los otros coches como si estuvieran parados. La aguja marcaba los doscientos diez en muchos tramos y ella parecía asustada de tanta velocidad. Una hora y diez minutos más tarde nos detuvimos en Oporto para comer pasado el puente sobre el Duero, en un restaurante típico. Tomó sopa y un buen plato de vitela a la portuguesa con arroz y pimientos que le gustó mucho. Un vasito de vino con gaseosa. Desde el mismo restaurante reserve habitación para tres días en el hotel de Estoril.

Después de comer y en taxi dimos una vuelta por Oporto para conocer lo más significativo de la capital, indicándole finalmente al taxista que nos dejara en el barrio comercial del centro de Oporto para ir de tiendas suponiendo que le gustaría tanto mirar escaparates como a mi hermana Sharon. Le compré una maleta de piel, tres vestidos y uno largo de noche que le sentaban como un guante. Su talla era la más pequeña pero estaba rellenita y sólo de largo hubo que retocárselos. Un abrigo, una estola de piel de zorro blanco, zapatos de tacón alto, un bolso de vestir y otro para el traje de noche, un collar de perlas majóricas que le gustaron mucho y unos zarcillos portugueses de oro de los que se encaprichó. Para el abrigo y el vestidito marino y blanco le compré un sombrero Davinia que le hacía juego. En una boutique de ropa interior se compró tres juegos de braguitas y sostenes de encaje y satén, pantis y dos bodys que me parecieron muy bonitos y que, según me dijo, le quedaban divinos. Salió de la tienda vestida como una modelo, estaba preciosa y radiante de felicidad. Teniendo en cuenta que solo le había dejado coger el neceser, necesitaba con toda urgencia aquel ajuar.

Sentada en el taxi, rodeada de paquetes, le susurré al oído:

--¿Eres feliz?

-- Estando contigo, siempre soy feliz - musitó, besándome fugazmente.

-- Esta noche te comeré entera hasta dejarte seca.

-- Tomy, por favor, no seas mal hablado - respondió, bajando la cabeza y sonrojándose.

--¿Es que no te gusta que te coma el coñito? - susurré de nuevo

-- Tomy, mi amor, ¿por qué me hablas así? - preguntó, a punto de llorar.

-- Perdona, cariño, tienes razón. Soy un maleducado.

Giró la cabeza y me besó en la mejilla y en los labios, tenía los ojos húmedos y la abracé, besándola en la frente cariñosamente, ella no tenía culpa de que su madre fuera un pendejo. Cargamos los paquetes en el portaequipajes del Celica, y a toda velocidad, como si me persiguiera el diablo, emprendí el camino de Estoril.

Aunque era noche cerrada pudo admirar la bella iluminación del casino y del Grand Hotel.

La suit que había reservado la dejó muda de asombro y si el lujo del restaurante de Ancora ya le había parecido magnífico ante el del restaurante del Grand Hotel se quedó pasmada. La dejé en el departamento de peluquería y esteticien, indicándole a la encargada que me sorprendiera cuando pasara a recoger a mi esposa. Tenía que esperar una hora y cuarto y lo hice en el bar tomándome un par de combinados y leyendo la prensa. Valió la pena, porque cuando fui a recogerla me sentí muy complacido de poder lucir a mi lado a aquella joven doncella, porque eso era lo que parecía, una virgencita inocente y pura. Sus ojos celestes brillaban de felicidad cuando se cogió de mi brazo para llevarla hasta el comedor.

Cenamos con buen apetito una fabulosa bullabesa, bogavante con salsa de cangrejo, lubina al hinojo y souflé de postre. No bebió más que dos vasitos de agua, pero, pese a la cogorza de la noche anterior, tuve que pedirle al camarero Lácrima Cristi porque deseaba volver a probar el delicioso néctar de las bodegas de Cintra en Oporto. Tornamos el café en el Casino donde había cambiado varios miles de duros en fichas de la ruleta. Tuve que explicarle las reglas del juego. Empezó a jugar a caballo, entre dos números. Ganó las dos primeras veces y palmoteó ilusionada con las ganancias, pero cuando perdió todo lo ganado dijo que no le gustaba el juego y que mejor era irse al salón de baile. Corno me quedaban más de la mitad de las fichas le di una para que jugara pleno al quince.

--¿Por qué al quince? - preguntó, levantando su mirada hacia mí.

-- Porque son los años que tienes. Seguro que toca -le indiqué, guiñándole un ojo.

Puso la ficha en la casilla, pero no salió y le hice repetir la jugada dos veces más y las perdió en las dos siguientes jugadas.

--¿Cuánto vale cada ficha? - preguntó de pronto con la ficha en la mano.

--¿Que importa eso? Tú juega al quince, saldrá, ya lo verás.

Tardó tanto tiempo en decidirse que cuando lo hizo el croupier ya había cantado ríen ne va

plus y tuve que detenerla. Tampoco salió el quince. Se quedó pensativa con la ficha en la mano y de pronto veo que la pone en el 34. Con las manos juntas sobre el pecho, como si rezara, pendiente de la bola que corría a toda velocidad, contenía el aliento corno si de ello dependiera la suerte de la jugada. Me sorprendí al ver que se paraba en el 34 y ella saltó de alegría abrazándome jubilosa. El croupier le dio un par de fichas de color rojo y más grandes que las amarillas que jugaba. Preguntó:

-- Se ha equivocado ¿verdad, Tomy?

-- No, cariño, no se ha equivocado. Esas dos fichas valen treinta y cinco veces más que la que tú has puesto.

--¿Y eso cuanto es? - volvió a preguntar recogiendo las fichas

-- Pues... no sé - mentí entregándole otra ficha amarilla - ya te lo dirán cuando las cambies. Cuando vi que volvía a poner la ficha en el 34, le dije:

-- Esta vez si que te has equivocado, cariño.

--¿Por qué? - preguntó sin mirarrne, pendiente de la bolita que corría a toda velocidad.

-- Porque es casi imposible que vuelva a salir el 34, nena - respondí

-- Ya lo veremos - respondió sin apartar la mirada de la bola

Salió otra vez el 34 y empezó a aplaudir, riéndose jubilosa.

--¿Así que no iba a salir? Pues mira... si que ha salido.

Le di otra ficha amarilla y de nuevo la jugó al 34. Miré al croupier, la estaba mirando con media sonrisa en los labios mientras recogía el resto de fichas no premiadas.

Rodó la bolita de nuevo y ella volvió a juntar las manos sobre el pecho en actitud orante. Cuando la bolita volvió a pararse en el 34 miré al croupier y al jefe de mesa. Estaban tan impávidos como siempre. Le dieron las fichas correspondientes y yo volví a darle otra ficha amarilla, ella volvió a jugar al 34; en la casilla comenzaron a amontonarse fichas de otros jugadores y comprendí que no volvería a salir el 34 durante un buen rato. Perdió aquella jugada y las tres siguientes. Se desanimó y quiso marcharse a bailar preguntándome cuanto habíamos ganado. Haciendo cálculos mentales cada jugada de mil duros eran treinta y cinco mil por jugada así que en total habíamos ganado cerca de novecientas mil pesetas.

Al ver la cantidad de billetes que me cambiaron por las fichas quedó asombrada. La llevé al salón de baile, nos bebimos una botella de Clicot entre baile y baile, que duró hasta las tres de la madrugada. Estaba guapísima con su vestido de noche, su bolsito, el sofisticado peinado y el perfecto maquillaje de su rostro. Los hombres la seguían con la mirada y hasta las viejas señoras sonreían benévolas ante su juvenil belleza y su infantil alegría. Envidiándola seguramente al pensar en su propia juventud, cuando también ellas eran merecedoras de que les prodigaran toda clase de caricias, como pensaba hacer yo dentro de pocos minutos con mi joven mujer. Se me empinó sólo de pensarlo y ella notó mi excitación pues levantó la mirada hacia mí preguntando:

--¿Es que no eres capaz de pensar en otra cosa?

-- Yo no tengo la culpa de que estés tan cachonda, nenita -le susurré al oído.

No me respondió y volvimos a la mesa cuando finalizó la orquesta. Antes de que volvieran a empezar me indicó que estaba cansada, que deseaba acostarse y que si no me importaba le gustaría que nos retiráramos a descansar. Acabé la copa de champán y comenté mientras le ponía la estola sobre los hombros:

-- Descansaremos después de una buena follada, pero primero te voy a comer el coñito hasta que grites de gusto, preciosa mía.

Movió la cabeza con gesto de resignación, sin levantar la mirada del suelo. Subíamos solos en el ascensor y la besé, metiéndole la lengua hasta la garganta mientras le apretaba las duras cachas y le acariciaba el sexo. Tenía una erección de caballo que apretaba contra su vientre, pero también tenía unas horribles ganas de orinar. Al entrar en la habitación le cogí el pequeño bolso, lo abrí y saqué del bolsillo uno de los fajos de cien mil escudos que habíamos ganado a la ruleta.

--¿Qué haces? - preguntó extrañada cuando le devolví el bolsito.

-- Eso es para ti, nena, es tuyo - y ante su cara de disgusto pregunté - ¿te parece poco?

-- No, me parece demasiado, gracias - comentó secamente, dejando el bolsito sobre la cama y bajándose la cremallera del vestido largo.

-- No, no es demasiado, cariño, tú vales mucho más, pero perdóname, debo que ir al baño cerré la puerta abriendo el grifo del agua caliente de la bañera, oriné lo menos cinco litros y comencé a desnudarme tirando la ropa por el suelo. Una vez dentro del agua tibia me estiré con un suspiro de satisfacción. Sentí ganas de comerle el coñito allí, dentro del agua tibia, para oírla gemir de placer. La llamé:

-- Merche, va nena, ven a bañarte, cariño.

No me contestó y pensé que se habría dormido o que quizá estaba enfadada. A las mujeres no hay dios quien las entienda. Me había gastado en ella cerca de trescientas mil pesetas en Oporto y encima le regalo cien mil y se enfada... una coña, vamos. Claro que la noche anterior mi comportamiento había sido rufianesco, pero estaba tan borracha que seguramente ni se acordaba, por lo menos, en todo el día no había hecho ni un solo comentario al respecto. Bueno, en cuanto empiece a comerle el coño, seguro que se le pasará, y si está dormida se despertará. Faltaría más.

-- Merche, cariño, ¿no quieres bañarte? - grité de nuevo.

Esta vez tampoco me contestó y pensé que se habría dormido. Ya la desenfadaré - me dije, comenzando a enjabonarme - una buena follada le abrirá los ojos de palmo. No, ella no abre los ojos cuando se corre, eso lo hace Sharon. ¡Joder, maldita sea! Ya estoy otra vez a vueltas con Sharon. Procura concentrarte en Merche, porque no me extrañaría que, de seguir así, acabaras llamándola Sharon mientras la disfrutas. Con la toalla sobre el cuello abrí la puerta:

-- Merche, cariño... - me detuve, extrañado.

El vestido de noche estaba sobre la cama, pero ella no. La llamé dos veces más sin que me contestara. Miré por todas partes. Ni rastro. Abrí los armarios, y allí estaban todas las joyas y la ropa que le había comprado, incluido el bolsito de noche del que faltaban los cien mil escudos. Sólo faltaba el neceser, la mitad de cuyos cachivaches seguían en el cuarto de baño, el vestido y los zapatos conque había salido de Santiago.

¡La madre que la parió, esta tía se ha largado! ¿Pero qué coño le he hecho yo? ¡Malditas sean esta y todas las demás mujeres! Y entonces, paseando como un león enjaulando de un lado al otro, fue cuando vi el sobre con mi nombre sobre la mesa escritorio.

Abrí el sobre y leí:

Tomy:

He recibido mi paga y me voy.. Creí que podría producirse el milagro, pero me equivoqué. El resto del dinero que me sobre del viaje, lo encontrarás en tu habitación.

Merche.

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