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La cariátide (10)

en Grandes Relatos

LA CARIÁTIDE 10

Nota aclaratoria:

Este capítulo debió ser insertado entre el capítulo 9 y el capítulo 0 del epílogo. Les ruego me disculpen el error.

 

 

Sonó el timbre dos veces, creí que era ella que se había olvidado algo. Supe que iba a morir al abrir la puerta. Lo sucedido lo recuerdo ahora como las secuencias de una película proyectada a cámara lenta. Vi el fogonazo, atronó el disparo en la escalera, sentí un agudo dolor en el hombro. La fuerza del proyectil me envió contra la pared y abrí la boca aspirando aire. Oí el segundo disparo, noté un horrible dolor en la cabeza a la altura de la sien y todo se volvió negro. No recuerdo nada más.

Seguramente estaba muerto. Tenía la sensación de que mi espíritu se había separado de mi cuerpo y flotaba ingrávido en el habitáculo del furgón mirando al hombre tumbado en la camilla con una mascarilla de oxígeno tapándole la nariz y la aguja hipodérmica de la bolsa de sangre clavada en una de las venas de la mano. No me sorprendió comprobar que el hombre de color cadavérico tendido en la camilla era yo. Dos enfermeros se inclinaban sobre mi cuerpo y hablaban aunque no podía entender lo que decían. Oía la estridencia de la sirena de la ambulancia lanzada a toda máquina por las calles de la ciudad. La visión despareció de repente y de nuevo me invadió la oscuridad más absoluta. Cuando de nuevo desperté estaba en una sala en penumbra, entubado, rodeado de otras camillas, con enfermeras silenciosas vestidas de azul. Comprendí que estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos, en la UCI. Me dormí, o quizá me desmayé, ya no recuerdo.

Me pesaban los párpados y me deslumbró la intensa luz blanca al abrir los ojos. Tenía una visión borrosa, desenfocada, y no supe de donde provenía tanta claridad; fue aclarándose mi visión poco a poco hasta que se centró sobre dos tubos de neón casi encima de mi cama. Al girar la cabeza un terrible dolor me hizo cerrar los ojos de nuevo. Notaba el apretado vendaje rodeando mi cabeza desde la nuca hasta la zona ciliar. Mi hombro y mi brazo izquierdo los notaba inmovilizados por la escayola. El dolor fue remitiendo y abrí los ojos despacio procurando no mover el tarro. Girando los ojos lentamente hacia un lado y otro comprobé que estaba solo en la habitación.

La cama de hierro blanca, las sábanas blancas y el olor a formol me hicieron comprender que me habían trasladado a una habitación del hospital y eso quería decir que mi gravedad había disminuido. No podía morirme, no ahora, el odio que sentía me impulsaba con toda energía a seguir viviendo. Empecé a marearme, la habitación giró como un tiovivo un par de veces y me desmayé de nuevo. No sé el tiempo que pasó. Sólo recuerdo que noté que alguien me estaba cambiando el vendaje de la cabeza y abrí los ojos.

Había tres personas en la habitación. La enfermera que retiraba el vendaje de la cabeza, una morocha linda, de senos prominentes casi pegados a mi boca, con amplias caderas y olor a hembra caliente, tuve ganas de morder sus cúpulas atrevidas; el médico de bata blanca con el fonendoscopio colgado del cuello detrás de la enfermera y un hombre alto y fornido a su lado vestido de paisano con toda la pinta de pertenecer a la pasma.

<Me ha madrugado el muy cabrón, fue lo primero que pensé, debí haber estado más atento y no haberme confiado. Te has dejado cazar, pendejo, te ha partido la madre y casi te envía a platicar con Dios cuando era el muy chingado quien debía estarle platicando. Órale. Fue cuestión de horas. Yo tenía planificado la forma de apiolarlo. Sí, me demoré. Por fortuna aún estoy vivo. El gatillero, un hombre moreno, delgado, de rostro agitanado debía de ser un novato, o se había puesto nervioso ante el estruendo del primer disparo de la Phyton 357, retumbando en la escalera como un cañonazo>

El hombre de la pasma habló al oído del médico que negó con la cabeza e hizo un signo con la mano como indicando <después, o mañana>, movió los labios pero no oí sus palabras y me pregunté si el disparo en la cabeza me había afectado el sistema auditivo. No tuve tiempo de pensar nada más porque la enfermera se retiró dejando pasó al galeno, moreno, algo mayor que yo, con barba de varios días y ojos marrones que parecían cansados quizá a causa de una guardia nocturna. Se inclinó sobre mi, movió los labios sonriéndome sin que lograra entenderlo, dio un tirón sobre el último vendaje de mi cabeza y el agudo dolor de nuevo me dejó inconsciente.

No sé el tiempo que permanecí desvanecido o durmiendo. Cuando desperté, de nuevo estaba sólo en la habitación. Seguía teniendo sueño. Seguramente la bolsa de suero colgada a la cabecera de la cama, medio llena, contenía algún sedante porque no sentía ningún dolor, ni sed ni hambre. Me encontraba más despabilado, mi visión ya no tenía telarañas delante de los ojos, y oía pasos y voces contenidas en el pasillo. Eso me alegró. Estaba vivo, el brazo y el hombro seguían escayolados, pero el vendaje de la cabeza era menos aparatoso. Moví el cuello lentamente, el dolor era menos intenso, más soportable y desaparecía rápido.

Pensé en ella, la hermosa mujer de la que estaba enamorado, a la que durante meses había gozado, disfrutando de su cuerpo soberano, un espléndido cuerpo de ánfora romana, la que decía estar tan enamorada que estaba dispuesta a abandonarlo todo por mi y eso hubiéramos hecho de no haberme dejado madrugar pese a que estaba avisado de lo que podía ocurrirme. Fue el marido quien se adelantó, como si hubiera adivinado la hora y el día en que también yo tenía preparado su paso de frontera. No él directamente, que de nuevo tendría una buena coartada, una coartada inatacable que lo eximiría de toda culpa, como años atrás ordenó la muerte de su hombre de confianza por las mismas razones que había ordenado ahora la mía. El odio que sentía se clavaba en mi estómago como un agudo estilete.

La policía quería saber quién me había disparado, si reconocería al hampón que lo había hecho. El motivo estaba claro que había sido el robo, pues se habían llevado del piso la tele, el video, una cadena de música, mi reloj y mi anillo de oro, y varios miles de pesetas de mi cartera que encontraron a mi lado. Nunca supieron cuantas porque yo no lo dije. Cara de despistado, el disparo en la cabeza me había dejado amnésico, no recordaba nada, ni siquiera la cara del ladrón que me había disparado. No quise reconocerlo en el álbum de fotografías. El no era el culpable. Le habían ordenado hacerlo y lo hizo. Mejor para mí si creían que se trataba de un robo.

Gracias a Dios mi fuerte constitución hizo que me recuperara en tres semanas, incluso la clavícula cerró perfectamente. Tuve suerte de que hubiera utilizado proyectiles perforantes, si llegan a ser proyectiles Dum-Dum estaría criando malvas. Pedí el traslado a Madrid que se me concedió en una semana. Antes de marchar de la ciudad hablé con Manuela por teléfono y le indiqué lo que debía explicarle a Pepita para poder hablar con ella personalmente. La recogí en una furgoneta alquilado una mañana en una estación de ferrocarril a veinte kilómetros de la ciudad, después de asegurarme que nadie la seguía. Eso hubiera tenido que hacerlo antes y no haberme confiado y dejarme madrugar.

Estuvimos hablando casi dos horas y haciéndonos el amor como desesperados sobre unas mantas en el habitáculo de carga de la furgoneta que escondí entre los árboles de un solitaria carretera de tierra. Estuvo de acuerdo en esperarme el tiempo que hiciera falta. Quizá tarde un año, le dije. Pues un año, respondió, paladeando por última vez mi orgasmo. No le dije lo que pensaba hacer, pero, por la forma en que me respondió supe que lo intuía. El odio es tan difícil de disimular como el amor. Nos besamos ansiosos y apasionados antes de que ella cogiera el tren de cercanías para regresar a la ciudad.

Nunca logré averiguar por qué el marido tenía tantas amistades con el hampa de la ciudad. Ya no importaba. Devolví la furgoneta. Recogí el 1500 bifaro y aquella misma noche estaba ya instalado en la capital de España. Durante todo el trayecto la fría cólera que me embargaba me hizo más corto el trayecto. Comprendía perfectamente que no podía apresurarme. No podía ni debía. La venganza es un plato que se toma frío.

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