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Un grave encoñamiento (1)

en Grandes Relatos

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UN GRAVE ENCOÑAMIENTO.

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"Hay amores tan bellos que justifican todas las locuras que hacen cometer." Plutarco.

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Primera parte.

 

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Las causas por las que tuve que marcharme de mi ciudad no hacen al caso; fueron estrictamente familiares. Explicarlas sólo ocuparía espacio y tiempo. Por lo tanto, lo mejor es ir al grano.

A los dieciocho años entré a trabajar en un laboratorio farmacéutico en la capital de España. Empresa pequeña, y más que pequeña podíamos decir que se trataba de una empresa familiar dirigida por el marido y la mujer. El era un hombre excesivamente obeso lo que disimulaba su estatura de poco más de metro ochenta al que yo le sacaba toda la cabeza, pero él pesaba sesenta kilos más. Tenía veinte años más que yo. Se llamaba José, aunque todos sus empleados, unos doce, le llamábamos, señor Cuesta.

Ella, diez años más joven que él y doce mayor que yo, era tan alta como un tapón de balsa y algo más delgada que el zepelín de la Goodyear. Se pintarrajeaba más que una mona con una paleta de pintor.

La boca de labios finos y algo más pequeña que la de un rape de diez kilos, se la pintaba de rojo, los párpados de azul, las mejillas de rosa, las cejas y las pestañas de negro viuda. No era ni fea ni guapa, pero tenía una piel suave y tersa como una niña de quince años.

Antes de cumplir el año de trabajo en la empresa ya me estaba tirando los tejos diciéndome que su marido la tenía abandonada y que no le hacía ni caso. Le respondí que el señor Cuesta, su marido, era un hombre con muchas responsabilidades y que si esto y que si aquello. Estuvo unos días poniéndose más pintura encima de la que tiene la Capilla Sixtina, supongo que para parecer más guapa y empezó a utilizar unas blusas con un escote que le llegaba hasta el estómago y unas minifaldas que, la verdad sea dicha, enseñaba unos muslos que me parecieron magníficos. Como vio que se los miraba volvió a repetirme lo del abandono del marido. La misma respuesta.

Yo vivía en una habitación de alquiler porque el sueldo no daba para mucho más. No sé cómo se las agenció para aparecer un sábado por la tarde en mi habitación con unos papeles de un balance que no le cuadraba. Joder – pensé – ésta me va a perseguir hasta la muerte si no me la cepillo.

El balance no le cuadraba, pero las hojas no quería enseñármelas. Inmediatamente me dijo que yo ganaba muy poco y que vivir solo en una habitación tenía que ser muy triste. Le dije que sí y puse cara de afligido.

Ella estaba dispuesta a pagarme un piso para mí sólo; naturalmente – añadió – sin que se entere mi marido. Yo no voy a decírselo – respondí sin moverme pero mirándole las bragas de encaje negro que me enseñaba con los muslos separados sentada en el único sofá que le hundía el culo subiéndole las huesudas rodillas hasta casi el mentón. Yo estaba sentado en la cama mirándole el encaje negro que era muy bonito. Os puedo asegurar que, a buena hambre, no hay pan duro.

Guardó los papeles en el bolso antes de levantarse e inicié el movimiento de levantarme a mi vez. Pero ella rápidamente se sentó a mi lado para preguntarme con la barbilla temblorosa:

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Pero ¿de verdad no te gusto nada?

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No le respondí porque la tumbé de espaldas en la cama, le saqué las tetas del sujetador y le mamé los pezones alternativamente, mientras con la otra mano le amasaba la góndola que la tenía hirviendo de calentura, la pobrecita. Comencé a desnudarla rápidamente y ella a mí; yo tenía una congestión del tamaño de un obelisco. Cuando la vio en todo su esplendor soltó un ¡Atiza! de asombro que me demostró que tenía más hambre que Carpanta y sin mediar otra palabra, sosteniéndola por la cepa, se la metió en su pequeña boca de rape hasta el esófago sin hacer arcadas.

Me hizo una felación de campeonato que podía figurar por derecho propio en el Record Güines. Aquello sí que era mamar y no lo que hacían los bebés a las mamás. No tuvo ningún problema para tragarse el violento y abundante primer borbotón, ni los cinco o seis que le siguieron y cuando finalizó la emisión aspiró con fuerza haciendo salir de mis testículos los últimos restos de semen que aún quedaban en las bolsas, produciéndome un placer mucho más intenso que el de la propia eyaculación.

Procurando que no me besara por temor a quedarme sin muelas, la monté rápidamente y allí tuve mi primera sorpresa. Tenía el conejo hirviendo pero era tan estrecho como el de una adolescente y me costó trabajo metérsela hasta la raíz. Siempre imaginé que, como no tenía caderas ni cintura, su conformación pélvica era como el de una niña pero ¡qué coño, si tenía dos hijos de siete y diez años internos en un colegio escolapio!

Mientras la bombeaba, no soltaba ni un gemido, ni decía media palabra pero su boca se pegó a mi cuello como una ventosa hasta que eyaculé por segunda vez. Me dejó una marca tan evidente de que era un chupón de mujer, que anduve una semana tapándome con una bufanda, diciéndole al quelonio del marido y a los otros empleados que tenia faringitis para lo cual tuve que hablar en voz baja y ronca que me provocaba tos.

Desde entonces y durante todo el tiempo que fui su gigoló sólo le permitía que me chupara la herramienta, porque lo hacía muy bien.

Volvamos a la primera tarde. Después de eyacular la segunda vez me soltó la sanguijuela del cuello y se quedó mirándome quizá en espera de que mi erección desfalleciera para vestirse. Como no ocurrió así, comenzó a amasármela con los músculos vaginales de manera tan especial que pensé si tendría en el húmedo estuche alguna especie de mecanismo de relojería que funcionaba cuando a ella le apetecía y la verdad es que le apetecía siempre.

Sin sacársela me hizo dar la vuelta y se colocó encima y allí empezó una nueva sorpresa, pues, no sólo hacía unas felaciones de campeonato nacional, si no que, como dicen los mexicanos, sabía coger, ¡vaya si sabía!

Con los brazos extendidos y las manos apoyadas en el colchón a cada lado de mi cuerpo, levantaba la grupa tan despacio que tardaba casi diez minutos en sacársela hasta el reborde del glande para amasarlo allí vaginalmente durante unos segundos; bajaba con la misma lentitud hasta la mitad de la barra moviéndose a derecha e izquierda, y de nuevo se la sacaba hasta el reborde mirándome sin decir ni una palabra aunque, de cuando en cuando, cerraba los ojos y se mordía los labios y era entonces cuando, siempre con la misma lentitud, bajaba hasta metérsela entera sin dejar de mover el culo en círculos que me hacían bramar de placer.

Aquella forma de hacer el amor duró más de una hora, durante la cual eyaculé dos veces más cuando ella se la metía entera, y allí se esperaba con toda dentro para comenzar de nuevo cuando comprendía que la eyaculación había terminado y la méntula seguía tan dura como si no hubiera gozado.

Finalmente dijo que se le hacía tarde y que tenía que marcharse. Cuando se espatarró en la cama y le miré el conejo tenía una rosquilla de leche del tamaño de un Donuts rodeándole la entrada vaginal, prueba evidente de que había gozado una cantidad de veces incalculable para fabricar tanta lefa. Sin embargo, yo no había notado ninguno de sus orgasmos. Por supuesto que ni se me ocurrió probar aquella rosquilla blanquecina.

Se limpió en el lavabo con una toallita de papel que también sacó del bolso. Ya vestida y antes de marcharse abrió de nuevo el bolso y me entregó un sobre de papel Manila diciéndome que me mudara inmediatamente, que al día siguiente, domingo por la tarde, quería estar conmigo otro ratito. Me dio un beso rápido, abrió la puerta y se largó.

Cuando abrí el sobre comprobé que había billetes de banco en cantidad suficiente para representar mi sueldo de un mes. Pero no sólo eso, una nota con una dirección y un llavero con un par de llaves. Bien, me dije… ¿tengo que hacer de gigoló? Pues lo haré. No está mal pagado y encima puedo abrir el grifo con toda tranquilidad dejándole todo el semen en la vagina sin responsabilidad alguna, lo que para mí era muy gratificante como pude comprobar aquella tarde. Por lo tanto, ella fue la primera mujer a quien hice el amor sin preocuparme si quedaba embarazada o no. Si a ella le gustaba follar más que a un calvo un crece pelo, yo no me quedaba atrás.

Como tenía pocas pertenencias también tenía una sola maleta y un bolso de viaje. En ellos me cupo todo, incluidos los libros. Pagué la habitación, me despedí y le di al taxista el papel con la dirección. Al principio creí que se dirigía al Laboratorio, pero no, siguió adelante cinco o seis minutos en medio de un intenso tráfico, y se detuvo en una solitaria calle de un barrio residencial.

Cuando abrí el piso, nueva sorpresa. Estaba amueblado con muy buen gusto, y aunque sólo tenía cuatro habitaciones pequeñas, cocina, baño, comedor y habitación de matrimonio con una cama de dos metros de ancha, no le faltaba de nada. Hasta tenía un mueble bar con una respetable provisión de bebidas alcohólicas.

La nevera estaba cargada a tope con latas de conserva y de comida rápida, cervezas, cubiteras, en fin, que no me faltaba de nada. Me preparé un café con leche condensada y un chorro de whisky Chivas que me supo a gloria. A la hora de comer lo hice en un restaurante próximo desde donde llamé a mi madre para interesarme por su salud.

Ella estaba bien, yo estaba bien y muy contento en el trabajo. Me dijo que ya lo sabía por el señor Cuesta al que había escrito interesándose por mi salud y mi comportamiento. También me dijo que estaba muy contenta porque en la contestación que recibió todo eran elogios para mí y eso demostraba que yo era un buen chico como ella siempre había sabido. ¡Pobre ingenua, si supiera…! pero era mejor que no supiera nada.

Sobre las cuatro de la tarde de aquel domingo llegó la jefa. Hablamos durante un rato y mientras recorríamos el piso preguntó si me gustaba.

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Naturalmente que sí, lo encuentro precioso.

Pues si te portas bien, amor mío, dentro de un mes iremos al notario y lo pondré a tu nombre. Así tendremos nuestro propio nidito de amor.

Me parece estupendo. (Y no me quedó más remedio que besarla con lengua y todo. Era muy romántica)

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Cuando comenzó a desnudarse ya tenía yo una erección más que respetable. La misma faena que la noche anterior. Una felación de respeto antes de metérsela en el vientre para subir y bajar de aquella manera tan lenta que me producía, justo es reconocerlo, un placer considerable. Era como si estuviera haciendo el amor a cámara lenta, pero muy lenta. Muy agradable, en verdad. Duró cuatro horas, pues se marchó pasadas las ocho de la noche. Se corrió tantas veces que el Donuts esta vez era el doble de grande que el de la noche anterior. Se lavó en el bidet, se vistió, me dio un besito de despedida con lengua y dijo:

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Hasta el martes.

¡Ah! ¿El martes volverás, cielo?

Claro, amorcito, ¿O es que no quieres?

Todos los días, mi amor, ¿Podría ser? – disimulé encantado.

No, cielo, todos los días no puede ser, pero seguro que los martes después de las siete y hasta la nueve, si, y luego los sábados por la tarde y los domingos, por la mañana y por la tarde ¿Te parece poco?

Más me gustaría todos los días – mentí descaradamente porque el piso bien lo valía.

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Tal como me había prometido al cabo de un mes firmé ante el notario la escritura del piso a mi nombre. Me pagaba por semanas y no contenta con eso, me llevaba a los mejores sastres de la ciudad cada temporada y me hacia un par de trajes de lo mejorcito; me compró un reloj de oro Omega con cadena también de oro de caja incrustada que debía valer una fortuna, máquina de afeitar eléctrica, un anillo de oro macizo con un diamante del tamaño de un guisante, en fin que todo le parecía poco para su amor clandestino.

Naturalmente, yo me guardaba muy mucho de aparecer por la oficina con trajes hechos a medida, zapatos italianos, corbatas y camisas de seda y hasta tenía un reloj barato para todos los días. Y el Seat 600 que me compró al cabo de unos meses lo guardaba en el parking, porque el piso también tenía plaza de garaje.

En este plan vivimos más de dos años y, para aquel entonces ya con veintiuno años cumplidos, tenía una pequeña fortuna en el banco, un piso de mi propiedad en una de las zonas residenciales de Madrid, y como nunca fui malgastador, ahorraba todo lo que podía pues siempre supe que la vida activa de un gigoló, como la de los futbolistas, no dura muchos años. El tiempo, ese enemigo mortal de los humanos, no perdona.

Pero eso no era todo. Además existía otra causa en la que no quería pensar porque me amargaba la existencia. Dicen que la distancia es el olvido, pero habían pasado casi tres años y yo no olvidaba, al contrario, cuanto más soplaba el vendaval con tanta mayor fuerza rugía el incendio.

El sentimiento de pérdida definitiva se me hacía insoportable; ramoneaba en el fondo de mí cerebro comiéndose mis ilusiones juveniles, transformado mi carácter en lo que nunca había sido, la de un ser huraño, triste y amargado. Me costaba Dios y ayuda sobreponerme a lo que consideraba un castigo divino; hasta que cierto día decidí acabar la carrera de Peritaje Industrial que había dejado a medio camino. Posiblemente, pensé, enfrascado en los estudios después del trabajo, no tendré tanto tiempo libre y dejaré de pensar continuamente en lo imposible.

Y estudiando estaba, cuando una noche sonó el teléfono:

¿Diga? – pregunté

Toni, soy mamá. ¿Cómo estás?

Estaba estudiando, mamá.

Cuánto me alegro, hijo mío. ¿Piensas acabar la carrera?

Me faltan tres asignaturas para conseguir el título. ¿Y Yeya como está? – pregunté. El teléfono permaneció mudo, pero me pareció oír que sollozaba. Era lo último que me esperaba, y achaqué su silencio a que intentaba serenarse porque sabía que no soportaba sus lágrimas, me ponían frenético

¿Qué es lo que pasa, madre? -- volví a preguntar nervioso y enfadado.

No pasa nada, hijo – su voz ya era más serena – Yeya acabó el año pasado Empresariales.

Entonces ¿Por qué estás llorando?

No, no lloro, hijo – los trémolos de su voz decían todo lo contrario. Me armé de paciencia y volví a preguntar:

¿Me quieres decir de una vez que es lo que pasa, madre? ¿Necesitas dinero?

No, no, nada de eso, hijo mío. Lo que necesito es que te lleves a tu hermana contigo, que la saques de aquí y de las malas compañías que frecuenta. Está liada con Pucho. Imagínate.

Fui yo el que me quedé mudo de asombro, Pucho era un cantante compañero de facultad mío que se había dedicado a la música abandonando la carrera y formando un grupo que sólo un gobierno socialista podía permitirle salir por la Tele completamente borracho, pero sin el bien hacer y las humoradas de un Bertín Osborne que hasta borracho tenía gracia y distinción el hombre. Pucho, por el contrario, era de lo más tirado y chabacano que pueda uno imaginarse. Pese a todo pregunté:

¿Sabes lo que me pides, madre? En cuanto volvamos a vernos…

Prefiero eso que no verla convertida en una drogadicta – sollozó sin disimulo – Además, no tengo otro sitio donde enviarla, hijo mío.

Mamá, deja de llorar, sabes que no soporto tus lágrimas, por favor, no llores. Todo se arreglará. Métela en el tren y envíamela.

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No se querrá ir.

Bueno, mamá, no te preocupes, si tienes problemas para que te obedezca porque ya es mayor de edad, vuelve a llamarme y pediré unos días de vacaciones adelantadas para ir a buscarla.

Gracias, hijo. No sabes el peso que me quitas de encima.

Vale, mamá. Hasta mañana.

Hasta mañana, hijo mío. ¿Quieres que vayamos a esperarte a la estación?

No madre, alquilaré un coche.

¡Ay, Dios mío! No corras, Toni, que la carretera es muy peligrosa.

Madre, no te preocupes más, caramba.

Bueno, pues hasta mañana.

Sin esperar ni un minuto más, guardé los libros, me vestí de veintiún botones, puse en una bolsa de viaje camisas y mudas interiores y llamé por teléfono a la casa particular de mi jefe. Hablé con él, indicándole que tenía problemas familiares y necesitaba salir de viaje aquella misma noche y que, a cuenta de vacaciones me tomaba una semana libre. No puso ninguna objeción aunque si preguntó si eran problemas graves de salud.

Graves no, pero sí problemas.

Espero que todo se te solucione bien.

Gracias, Buenas noches.

Buenas noches Toni.

Saqué el Seat 600 del garaje y no paré más que para repostar, hasta llegar a mi ciudad a las ocho de la mañana cuando mi madre estaba a punto de salir hacia el Ministerio.

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Mi hermana estaba durmiendo todavía, se había acostado a las tres de la madrugada. Mi madre me explicó todos los detalles y tuve tal cabreo que estuve en un tris de salir corriendo para buscar Pucho y deslomarlo de una paliza. Ella me contuvo asegurándome que el problema no era Pucho, si no mi hermana.

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Mamá – le dije después de tranquilizarla besándola en la húmedas mejillas – Pasaremos por la oficina a despedirnos.

¿Tú crees que la convencerás, hijo?

Puedes darlo por hecho. Aunque tenga que llevármela amarrada con una cuerda.

No le hagas daño, procura convencerla, tú eres un hombrón y no te das< cuenta de la fuerza que tienes, hijo mío.

Mira, madre, te voy a llevar al trabajo. Estás haciendo tarde.

Por lo menos tú has logrado hacer carrera. Mira a ver si consigues hacer que ella siga tus pasos.

Lo procuraré, madre.

El coche es muy bonito, pero no corras tanto, hijo, que no está tan lejos el Ministerio.

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Regresé a casa a toda pastilla. Yeya aún dormía. Retiré las ropas echándolas hacia los pies de la cama sin que diera señales de despertarse. Como siempre, dormía desnuda. Era preciosa, pequeñita y escultural. La muchacha más bonita que yo había visto en mi vida.

Me senté en el taburete a su lado procurando no hacer ruido. Observé que no tenía ni un solo pinchazo en el cuerpo y supuse que aún estaba en la fase de esnifar cocaína. Era tan hermoso y tan perfecto su pequeño cuerpo de ánfora romana que me la hubiera comido a besos, pero opté por permanecer sentado mirándola dormir. Sus facciones de muñequita de porcelana, sus jugosos labios siempre rojos, sus rasgados ojos verdes ahora cerrados, sus pómulos altos, las espesas y largas pestañas y la fina naricilla, unida a la elegante curvatura de sus cejas formaban unas facciones hermosísimas, de una perfección casi etérea.

Se giró sobre el lado derecho quedando frente a mí. Debía sentir frío porque buscó la sábana y acabó colocando una mano entre los muslos tapándome la visión de los gordezuelos labios de la imberbe vulva y los escasos rizos de su pubis. Nunca se había depilado y siempre achaqué su falta de bello en las axilas y su sexo a un exceso de estrógenos.

Yo sabía que los estrógenos determinan la distribución de la grasa del cuerpo, que le confieren el contorno característico a la silueta femenina. De este modo, el cuerpo de la mujer presenta una acumulación de grasa en la región de las caderas y alrededor de los senos. Los estrógenos también promueven la pigmentación de la piel, sobre todo en áreas como los pezones y la región genital. Así mismo, el comportamiento de la mujer, en particular el deseo sexual (o libido), está claramente influido por la acción de los estrógenos en el cerebro y, justamente, también contribuyen a que la mujer tenga el cuerpo casi lampiño.

Y, mirando incansable la perfección inigualable de aquel delicioso bibelot, con estos pensamientos en la cabeza abrió los ojos y volvió a cerrarlos durante unos segundos para, finalmente, abrirlos como platos parpadeando atónita:

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Pero, Toni ¿qué haces tú aquí?

He venido a buscarte. .

Pero… pero… si no es posible. Debo de estar soñando ¿Qué hora es? – preguntó sin dejar de mirarme.

Las diez y cuarto. Tenemos que despedirnos de mamá.

¿Mamá sabe que estás aquí?

Pues claro, he llegado a las ocho.

¡¡Serás bandido!! ¿Y por qué no me has despertado?

Ya lo he hecho. Venga, ¿te levantas o no?

Sí, sí, cariño, qué alegría tengo de que estés aquí – pareció darse cuenta entonces de que estaba desnuda y estiró de la sábana colocándosela delante.

Yeya – exclamé decepcionado -- ¿A estas alturas?

Ahora tengo novio, tu amigo Pucho – sus faroles verdes me miraron desafiantes.

Nunca fue mi amigo.

Él dice que sí que erais amigos y como ahora es famoso porque sale por la tele y todo, pues imagino que te agradará volver a verlo.

Si quieres que lo deje sin dientes, vamos a verlo.

¡Ya salió el grandullón con sus amenazas! – exclamó haciéndose la ofendida -- Pues has de saber que canta muy bien y tiene muchas fans. No todas pueden ser su novia.

¡¡No me jorobes, Yeya!! Siempre ha tenido una voz de culo afónico que parece el chirrido de una bisagra oxidada. No sé cómo te puede gustar. Pero olvídate de Pucho y vístete que vamos a despedirnos de mamá.

Yo no me voy. Quítatelo de la cabeza. Pucho no es mal chico. Ha cambiado mucho desde que estudiabais juntos. Ya no es el tarambana que era.

No, ahora es un borracho drogadicto, que es peor.

Eso te lo ha dicho mamá.

No mezcles a mamá en nuestros asuntos, Yeya. Yo te quiero para mí solo y ya te dije más de una vez que algún día seremos marido y mujer, tendremos hijos y seremos muy felices.

Movió la cabeza de lado a lado. Su larga melena rubia se movió en abanico sobre su espalda, pero sus dos hermosas colinas gemelas permanecieron inmóviles, firmes y desafiando la ley de la gravedad como si dicha ley no existiera. Comentó con media sonrisa:

Creí que habías madurado, pero veo que sigues tan cabra loca como siempre. ¡Ah, y por cierto, ya puedes disfrutar dentro de mí!! – exclamó muy ufana.

¿Cómo es eso? – pregunté extrañado.

Me tomo la pastilla, tonto, me gustará sentir tus golpetazos de semen en mi útero.

¡¡Me cago en la leche, Yeya!! – exclamé enfadado – Si te veo tomar una pastilla más te parto en dos.

Pero, ¿por qué? ¿No quieres gozarme dentro? Nunca pudimos hacerlo.

No te reconozco, Yeya, eso debe ser el efecto de la cocaína.

Yo no esnifo cocaína, animal, burro, siempre serás el mismo – exclamó más enfadada aún.

¡Cómo que no! si aún tienes polvo blanco en la nariz – mentí gritándole para ver su reacción.

Toni, cariño, te pones muy guapo cuando te enfadas – pero se limpió la nariz con el dorso de la mano y supe que había acertado.

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Yeya vístete, nena, o si no…

Oh si no, ¿qué? – desafió rápida

Como hay Dios que te visto yo, Yeya, ya me conoces.

Eso habría que verlo. Mira éste, se cree el dueño del mundo porque vive en Madrid y viene aquí dando órdenes como si…

No esperé más. Le arranqué la sábana de las manos, la levanté de la cama y con ella al hombro pataleando y dándome puñetazos en la espalda entré en el cuarto de baño cerrando la puerta por dentro y dejándola en el suelo sentándome en la banqueta.

¡Dúchate, y luego vístete! – exclamé cruzándome de brazos, pero ella, sin hacerme caso, se sentó en el borde de la bañera cruzándose también de brazos y mirándome con unos morritos que me hicieron reír.

Como sabía que era muy capaz de estar allí sentada durante horas, empecé a desnudarme. Cuando vio que mi erección sobresalía del bóxer y me pasaba del ombligo comentó riendo a carcajadas:

Mi juguete aún ha crecido más, si continúa creciendo vas a tener que llevarlo en una carretilla.

Procuré mantenerme serio hasta que el agua salió tan caliente como a ella le gustaba y le ordené:

Venga, adentro Yeya – y para mi sorpresa obedeció a la primera, pero se agarró a su juguete con las dos manos hablándole como si fuera una persona:

¡Bandido! Tenerme abandonada tres años y sin visitarme ni una sola vez.

Se puso el gorro de plástico recogiéndose su larga melena rubia para que no se le mojara y empecé a enjabonarla. Ella siguió hablándole a su juguete:

Buen lote te vas a dar hoy, eh – le dijo, cuando comencé a frotarle las tetas – Yo también te voy a frotar a ti, no te preocupes y no me escupas antes de tiempo.

Cuando bajé por su vientre hacia su góndola y enjaboné su vulva, volvió a comentar agarrada a su juguete:

Mira a ver si le dices a tu dueño que haga el favor de subirme, porque si no creo que se va a partir el espinazo de tanto inclinarse.

La subí en brazos por la estrecha cinturita hasta que su cara estuvo a la altura de la mía. Seguía sin soltar su juguete. Nos miramos, tenía sus jugosos labios tan cerca que me fue imposible resistir la tentación de besarlos y en ese momento me abarcó las caderas con sus soberanos muslos encajándose el glande en su góndola. Me mordisqueo el cuello, susurrándome al oído:

Es inútil que intente olvidarte, mi amor, ni aunque viviera cien años.

-- Tampoco yo he podido, vida mía --- respondí, mientras su juguete se introducía despacio en su góndola hasta casi la raíz.

Con sus ebúrneos brazos rodeando mi cuello, sus divinas y macizas colinas gemelas oprimidas contra mi pecho, notando como se me clavaban sus duros pezones, mis manos sostuvieron sus respingonas y firmes nalgas, mientras su boca gemía sobre mi boca estremecida de deseo. No era menor el mío. Casi tres años soñando con ella, dando por imposible el amor y la pasión que siempre habíamos sentido el uno por el otro desde que, por primera vez, me hizo experimentar mi primer orgasmo, tenerla ahora entre mis brazos, sentir la suavidad húmeda de aquel sexo por el que deliraba en mis noches de soledad, me parecía un sueño, una entelequia, del que temía despertar.

Pero no, no era un sueño, era muy real; ella subía y bajaba despacio procurando enterrar hasta la raíz su juguete produciéndonos una locura de placer tan sublime que terminé explotando con violentos borbotones y, al sentirlos, creí que enloquecía de gusto pues me costaba trabajo mantener sus violentas contorsiones cuando su clímax explotó al compás del mío.

Calmados ya, sin que se soltara de mi cuello, ni yo rebajara un ápice mi excitación, comentó:

¡Oh, santo Dios! Ha sido glorioso, mi vida, mi amor, glorioso. Cuanto tiempo hacía que no dis…

Se detuvo, pero yo no necesité más para saber que Pucho no la satisfacía nunca; la tenia para gozarla él porque estaba cojonudamente buena, sin importarle lo que a la muchacha pudiera ocurrirle. Estaba claro quién le proporcionaba las pastillas anticonceptivas y la cocaína. Si lo hubiera tenido delante lo hubiera machacado como a un gusano.

Luego nos vestimos. Se quedó mirándome sin decir palabra hasta que me puse la chaqueta.

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¡Qué elegante! – exclamó mientras se ponía la minifalda-- Y hasta con reloj de oro y todo. Como se nota que te van bien las cosas.

Y coche a la puerta – aclaré

¿Pero también tienes coche?

Pues claro ¿en qué te crees que vamos a viajar? Tenemos toda la semana de vacaciones por delante. Lo pasaremos muy bien.

Al final aún me harás creer que serás millonario.

Y que te casarás conmigo – añadí, seriamente – pero cuando estés más gordita, como a mí me gustabas.

Las chicas gordas no molan.

Y las cañas de pescar tampoco – y soltó una carcajada.

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Mientras acababa de pintarse y hacer la maleta, llamé a la oficina para explicar que acaba de llegar a destino y que mi madre, gracias a Dios, si bien estaba grave no corría, de momento, peligro de muerte.

Luego, con las maletas en la mano, cogida de mi brazo, bajamos en el ascensor hasta el coche. Al abrir el portaequipajes, exclamó:

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¡Caramba! Pero si es nuevo.

¿Pues qué te creías, muñequita, que era un fotingo?

¿Qué es un fotingo?

Un Ford de pedales.

¿Yo soy tu muñequita? – preguntó cuando le abrí la puerta.

Tú eres toda mi vida. Lo sabes muy bien.

Y usted es la mía, caballero – respondió con nívea sonrisa al sentarse.

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Nos despedimos de mamá, que se hartó de darle consejos. Que me obedeciera en todo y que hiciera siempre lo que yo le dijera, que gracias a Dios tenía un hermano con la cabeza sobre los hombros como deben ser los hombres. En fin, que la ingenuidad de mi madre era cada día mayor.

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Una tragedia Marítima olvidada (4)

Una tragedia Marítima olvidada (2)

Una tragedia Marítima olvidada (1)

La hazaña del Comandante Prien

La Hazaña el Capitán Adolf Ahrens

Derecho de Pernada (3)

Derecho de Pernada (2)

Derecho de Pernada (4)

Derecho de Pernada (5)

Derecho de Pernada (1)

La maja medio desnuda

Oye ¿De dónde venimos?

Misterios sin resolver (2)

Mal genio

Misterios sin resolver (3)

Tanto monta, monta tanto

El asesino del tren

Crónica de la ciudad sin ley (9)

Crónica de la ciudad sin ley (10)

¿Son todos los penes iguales?

Crónica de la ciudad sin ley (8)

El timo (2 - 1)

Testosterona, Chandalismo y...

El canibalismo en familia

Ana

Código de amor del siglo XII

El canibal de Milwoke

El canibal japones.

El canibal alemán

El anticristo Charles Manson

Crónica de la ciudad sin ley (7)

Crónica de la ciudad sin ley (6)

El 2º en el ranking mundial

El bandido generoso

El vuelo 515 (3)

El timo (2)

El petiso orejudo

Don Juan Tenorio con Internet

La sociedad de los horrores

El vuelo 515 (1)

El buey suelto

El vuelo 515 (2)

El Arriopero anaspérmico

El carnicero de Hannover

Andrei chikatilo

El carnicero de Plainfield

Barba azul

Los sicarios de satán

El timo (1)

The night stalker

Hasta que la muerte os separe.

¿Serás sólo mía?

¿Quién pierde aceite?

Gumersindo el Marinero

La confianza a la hora del sexo

Captalesia

El sexólogo (4)

Encuesta sobre el orgasmo femenino

Virtudes Teologales

El barco fantasma

El sexólogo (3)

El mundo del delito (8)

El mundo del delito (7)

The murderer

El sotano

El signo del zorro

La sexóloga (4)

La sexóloga (5)

Memorias de un orate (13)

Memorias de un orate (14 - Fin)

El orgasmómetro (9)

El orgasmómetro (10)

El sexólogo (1)

El sexólogo (2)

La sexóloga (2)

La sexóloga (3)

Memorias de un orate (12)

El mundo del delito (4)

El mundo del delito (5)

La sexóloga (1)

Memorias de un orate (9)

Memorias de un orate (11)

Memorias de un orate (10)

Memorias de un orate (9 - 1)

Qué... cariño ¿que tal he estado?

¿Que te chupe qué?

Memorias de un orate (7 - 1)

Memorias de un orate (7)

Memorias de un orate (6)

Memorias de un orate (8)

Memorias de un orate (5)

Memorias de un orate (4)

Enigmas históricos

Memorias de un orate (3)

Ensayo bibliográfico sobre el Gran Corso

El orgasmómetro (8)

El viejo bergantin

El mundo del delito (1)

El mundo del delito (3)

Tres Sainetes y el drama final (4 - fin)

El mundo del delito (2)

Amor eterno

Misterios sin resolver (1)

Falacias políticas

El vaquero

Memorias de un orate (2)

Marisa (11-2)

Tres Sainetes y el drama final (3)

Tres Sainetes y el drama final (2)

Marisa (12 - Epílogo)

Tres Sainetes y el drama final (1)

Marisa (11-1)

Leyendas, mitos y quimeras

El orgasmómetro (7)

Marisa (11)

El cipote de Archidona

Crónica de la ciudad sin ley (5-2)

Crónica de la ciudad sin ley (5-1)

La extraña familia (8 - Final)

Crónica de la ciudad sin ley (4)

La extraña familia (7)

Crónica de la ciudad sin ley (5)

Marisa (9)

Diálogo del coño y el carajo

Esposas y amantes de Napoleón I

Marisa (10-1)

Crónica de la ciudad sin ley (3)

El orgasmómetro (6)

El orgasmómetro (5)

Marisa (8)

Marisa (7)

Marisa (6)

Crónica de la ciudad sin ley

Marisa (5)

Marisa (4)

Marisa (3)

Marisa (1)

La extraña familia (6)

La extraña familia (5)

La novicia

El demonio, el mundo y la carne

La papisa folladora

Corridas místicas

Sharon

Una chica espabilada

¡Ya tenemos piso!

El pájaro de fuego (2)

El orgasmómetro (4)

El invento del siglo (2)

La inmaculada

Lina

El pájaro de fuego

El orgasmómetro (2)

El orgasmómetro (3)

El placerómetro

La madame de Paris (5)

La madame de Paris (4)

La madame de Paris (3)

La madame de Paris (2)

La bella aristócrata

La madame de Paris (1)

El naufrago

Sonetos del placer

La extraña familia (4)

La extraña familia (3)

La extraña familia (2)

La extraña familia (1)

Neurosis (2)

El invento del siglo

El anciano y la niña

Doña Elisa

Tres recuerdos

Memorias de un orate

Mal camino

Crímenes sin castigo

El atentado (LHG 1)

Los nuevos gudaris

El ingenuo amoral (4)

El ingenuo amoral (3)

El ingenuo amoral (2)

El ingenuo amoral

La virgen de la inocencia (2)

La virgen de la inocencia (1)

Un buen amigo

La cariátide (10)

Servando Callosa

Carla (3)

Carla (2)

Carla (1)

Meigas y brujas

La Pasajera

La Cariátide (0: Epílogo)

La cariátide (9)

La cariátide (8)

La cariátide (7)

La cariátide (6)

La cariátide (5)

La cariátide (4)

La cariátide (3)

La cariátide (2)

La cariátide (1)

La timidez

Adivinen la Verdad

El Superdotado (09)

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Neurosis

Relato inmoral

El Superdotado (03 - II)

El Superdotado (03)

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El Superdotado (01)