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La madame de Paris (4)

en Confesiones

LA MADAME DE PARIS –IV—

 

Si Beatriz había creído que el español se la había llevado para tenerla sólo para él, pronto quedó desilusionada. La utilizaba como modelo casi continuamente, pero por la noche siempre tenía amigos suyos a cenar, y Beatriz hacia entonces de cocinera. Después de cenar, la mandaba tenderse en el diván del taller, mientras él conversaba con sus amigos. Se limitaba a mantenerla a su lado y a acariciarla.

Los amigos no podían dejar de observar. La mano del español circundaba mecánicamente los maduros senos. Beatriz no se movía; echada, adoptaba una postura lánguida. Él tocaba la tela de su vestido apretando como si se tratara de su cutis. La mano valoraba, tentaba y acariciaba: ora describía un círculo sobre el vientre, ora, de pronto, le hacía cosquillas que la obligaban a retorcerse. O bien el español abría el vestido, sacaba un pecho fuera y le decía a sus amigos:

-- ¿Habéis visto alguna vez un pecho así? ¡Mirad!

Y ellos miraban, Uno miraba, otro dibujaba a Beatriz y un tercero hablaba pero todos miraban a Beatriz. Contra el negro vestido, el seno, tan perfecto en sus contornos, poseía el color del viejo mármol marfileño. El español pellizcaba el pezón, que enrojecía.

Después, cerraba el vestido de nuevo y tentaba a lo largo de las piernas, hasta que tocaba la prominencia bajo las braguitas.

-- ¿No están demasiado apretadas? Déjame ver. ¿Te han dejado marca?

Levantaba la falda y, cuidadosamente, metía el dedo bajo la goma de la ingle. Cuando Beatriz alzaba la pierna hacia él, los hombres podían ver las suaves líneas del muslo y la hendidura marcada por la fina seda sobre su monte de Venus. Luego se cubría de nuevo y el español reanudaba sus caricias. Los ojos de Beatriz se empañaban como si estuviera bebida, pero dado que ahora hacía el papel de la mujer del español, y se hallaba en compañía de los amigos de éste, cada vez que la descubría, luchaba por volver a cubrirse, ocultando sus secretos en los negros pliegues de su vestido.

Estiró las piernas y se quitó los zapatos. El fulgor erótico que despedían sus ojos, un fulgor que sus pesados párpados no lograban ensombrecer, atravesaban los cuerpos de los hombres como si fuera fuego.

En noches como aquella, el español no pretendía procurarle placer, sino que se dedicaba a torturarla. No quedaba satisfecho hasta que los rostros de sus amigos se alteraban y descomponían. Bajó la cremallera lateral del vestido de Beatriz e introdujo la mano:

--Hoy no llevas bragas, Beatriz

Sus amigos podían ver su mano bajo el vestido, acariciando el vientre y descendiendo hacia los muslos. Entonces se paraba y retiraba la mano. Observaban esa mano salir del vestido negro y cerrar de nuevo la cremallera.

En cierta ocasión el español pidió a uno de los pintores su pipa. La deslizó bajo la falda de Beatriz y la colocó contra su sexo.

-- Está caliente – comentó – caliente y suave.

Beatriz apartó la pipa, pues no quería que los amigos se percataran de que las caricias del español la habían puesto húmeda. Pero la pipa al salir puso de manifiesto este detalle.: estaba como si la hubieran sumergido en jugo de melocotón. El español se la devolvió a su dueño, aquel de este modo recibió un poco de olor sexual de Beatriz. Ella temía lo que el español podía inventar a continuación. Apretó las piernas. El español fumaba, y los tres amigos permanecían sentados alrededor de la cama, hablando despreocupadamente como si los gestos de aquél nada tuvieran que ver con su conversación

Uno de ellos hablaba de la pintora que llenaba las galerías con flores gigantescas que tenían los colores del Arco Iris.

-- No son flores – explicó el fumador de pipa – sino vulvas. Cualquiera puede verlo. Es su obsesión. Pinta una vulva del tamaño de una mujer adulta. Al principio tienen aspecto de pétalos, del corazón de una flor, pero uno acaba viendo los dos labios desiguales, la fina línea central, el borde los labios que, cuando están bien abiertos, parecen olas. ¿Qué clase de mujer puede ser exhibiendo siempre esa vulva gigante, desvaneciéndose sugestivamente, repitiéndose como una sucesión de túneles, yendo de una mas ancha a otra menor y a la sombra de ésta, como si en realidad uno estuviera penetrando allí? Te hace sentir como si estuvieras ante esas algas que sólo se abren para absorber los alimentos que pueden captar; se abren con los mismos bordes ondulantes.

En aquel momento el español tuvo una idea. Pidió a Beatriz que le trajera la brocha de afeitar

y la maquinilla. Beatriz obedeció. Estaba contenta de tener una oportunidad de moverse y sacudirse el letargo erótico que las manos del que pasaba por su marido había tejido a su alrededor. Pero la mente del español estaba urdiendo algo. Tomo la brocha y el jabón que ella le dio y empezó a mezclar la espuma. Colocó una nueva hoja en la maquinilla y le dijo a Beatriz:

--Échate en la cama.

--¿Qué vas a hacer? – preguntó – yo no tengo vello en las piernas.

-- Ya lo sé. Enséñalas.

Beatriz las extendió. Eran tan suaves que parecían haber sido pulimentadas. Relucían como alguna madera pálida y preciosa, muy abrillantada. No mostraban ningún vello, ni venas, ni asperezas, ni defecto alguno. Los tres hombres se inclinaron sobre aquellas piernas. Como ella las agitara el español las apretó contra sus pantalones. Luego levantó la falda; Beatriz luchó por volverla a bajar.

-- ¿Qué vas a hacer? – preguntó de nuevo.

El español apartó la falda y descubrió una mata de vello rizado tan esposo que los tres hombres silbaron. Ella mantenía las piernas juntas, con los pies contra los pantalone3s del español, donde él experimento de pronto una sensación de hormigueo, como si un centenar de insectos avanzaran sobre su sexo.

Pidió a los tres hombres que la sujetaran. Al principio, Beatriz se retorció hasta que se dio cuenta de que resultaría menos peligroso permanecer quieta, pues el vasco estaba afeitando cuidadosamente su vello púbico, empezando por los bordes, donde aparecía ralo y brillante sobre su vientre de terciopelo, que descendía en una suave curva. El español enjabonaba y luego afeitaba con cariño, retirando el jabón y los pelos con una toalla.

Como las piernas estaban fuertemente apretadas, los hombres no pudieron ver más que vello, pero a medida que el español iba afeitando y alcanzaba el centro del triángulo, dejó al descubierto un suave promontorio. El contacto de la fría hoja agitó a Beatriz, que se hallaba a medias furiosa y a medias excitada, intentado ocultar su sexo, pero el afeitado reveló dónde aquella suavidad descendía en una suave línea curva. Reveló también el principio de la abertura, la blanda y replegada piel que encerraba el clítoris y el extremo de los labios, más intensamente coloreados.

Quería huir, pero tenía miedo de que la cuchilla la hiriera. Los tres hombres que la sostenían se inclinaron para observar. Pensaron que el e4spañol se detendría allí. Pero el ordenó a Beatriz que abriera las piernas. La muchacha agitó sus pies contra él, con lo que no hizo más que aumentar su excitación. El español repitió:

-- Separa los muslos. Ahí abajo hay algunos pelos más.

Beatriz tuvo que separarlos, y el español empezó a afeitarla con cuidado. Allí el vello era otra vez ralo, delicadamente rizado a cada lado de la vulva.

Ahora todo quedaba expuesto: la boca, larga y vertical; una segunda boca que no se abría como la del rostro, sino que lo hacía si su dueña empujaba un poco. Pero Beatriz no empujaba, y los hombres sólo podían ver los labios cerrados, obstruyendo el camino.

--Ahora se parece a las pinturas de esa mujer ¿verdad? – preguntó el español

Pero en las pinturas la vulva estaba abierta, con los labios separados, mostrando el interior más pálido. Aquello Beatriz no lo mostraba. Una vez afeitado había vuelto a errar las piernas.

--Voy a hacer que las abras – comentó el español.

Tras enjugar el jabón de la brocha, se dedicó a pasarla por los labios de la vulva arriba y abajo,

suavemente. Al principio, Beatriz se contrajo más aún. Las cabezas inclinadas de los hombres se iban acercando. El español, apretando las piernas de la joven contra su propia erección, pasó meticulosamente la brocha por la vulva y por el extremo del clítoris. Entonces, los amigos, advirtieron que Beatriz ya no podía contraer por más tiempo las nalgas y el sexo, pues conforme se movía la brocha, sus nalgas avanzaban un poco más y los labios de la vulva se abrían, al principio de manera imperceptible.

La desnudez evidenciaba cada matriz de su movimiento. Ahora los labios estaban abiertos o exhibían una segunda aura, una sombra pálida, y luego una tercera, mientras Beatriz iba empujando, empujando como si quisiera abrirse ella misma. Su vientre se movía a compás alzándose y descendiendo. El español se inclinó con más firmeza sobre sus piernas, que se contorsionaban

-- ¡Para – suplicó Beatriz -, para!

Los presentes pudieron comprobar la humedad que rezumaba de ella. Entonces el español se detuvo, pues no deseaba procurarle placer; lo reservaba para más tarde.

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