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Memorias de un orate (11)

en Confesiones

MEMORIAS DE UN ORATE 11

COMO YA HE DICHO EN MÁS DE UNA OCASIÓN, la vida en el motel resultaba encantadora, bucólica y pastoril como corresponde a un edificio ubicado en paraje tan solitario y boscoso. Pero bien cierto es que la felicidad completa no existe.

Un año después de casarme, Davinia cogió una insolación en la playa que la puso a las puertas de la muerte y si no se murió fue porque mi íntimo amigo Galeno Pelafustán, un famoso médico valenciano, la estuvo cuidando día y noche sin apartase ni una hora del lecho del dolor.

Incluso le servíamos la comida en la habitación y como mi cama de matrimonio era bastante ancha descabezaba algún sueñecito cuando estaba muy cansado de vigilarla. Aunque le propuse traer una enfermera para que él pudiera dormir en otra habitación, se negó en redondo aduciendo que las insolaciones son peligrosísimas pues las emisiones solares de radiaciones magnéticas de rayos ultravioletas se filtran hasta el hemisferio craneal izquierdo afectando a los lóbulos izquierdo y derecho del cerebro magnetizándolos, por lo que era indispensable que un experto en radiaciones estuviera siempre vigilante ya que dichas radiaciones podían afectar posteriormente a las conversaciones telefónicas de Davinia al irradiar el cerebro los mismos rayos ultravioletas quemando los circuitos impresos de los micros y altavoces de los teléfonos.

Como yo no era un experto en medicina, mi íntima amistad con el doctor Galeno me aconsejaba seguir sus instrucciones al pie de la letra y evitar así que mi mujer quedara imposibilitada de por vida para hablar por teléfono.

No obstante, el coma de Davinia se prolongaba ya tres semanas y el doctor se acostaba en la misma cama de Davinia, si bien es cierto que sobre las mantas, yo tuve que dormir con Eufrasia que se mostró encantada de tenerme en su cama para prodigarme toda clase de mimos y consuelos, consuelos que le agradecía porque ella ganaba bastante dinero poniéndome verde en las televisiones que, al parecer, era una fuente inagotable de chismes e ingresos pues incluso yo me sacaba más de tres millones mensuales negando todo lo que Eufrasia me achacaba.

Lo que ya no me pareció del todo correcto fue ver a mi amigo cambiándole las compresas a mi mujer la semana que tuvo la regla, pero como también le ponía la cuña, le lavaba el cuerpo desde los pies hasta las cejas, le daba de comer y procedía en todo con total abnegación consideré que tenía a mi esposa en buenas manos.

Uno de aquellos días Nicanor trajo de la ciudad a uno de los más importantes banqueros del país que, informado del buen servicio que proporcionábamos y de las muy hermosas mujeres de que disponíamos, se presentó una noche dispuesto a llevarse al catre a dos "partenaires" de las más caras y bonitas para explicarles detenidamente el sistema financiero y bursátil durante toda la noche.

Interesado en aquel personaje me dediqué a observar en la pantalla desde el sótano de control las proezas del banquero, hombre con edad suficiente para ser el abuelo de las muchachas. Estuve observándolos un rato y grabé parte del "menage a trois" por si algún día lo necesitaba.

Como eran las tres de la madrugada me dispuse a regresar con Eufrasia cuando se me ocurrió conectar con la habitación de Davinia. Me quedé paralizado por la sorpresa porque los dos estaban desnudos entretenidos en un sesenta y nueve lleno de armonía, elegancia y ritmo tan acelerado que no tardaron en desbordarse sin que Davinia diera muestras de sofoco ante el diluvio lácteo.

Estaba tan sorprendido y furioso que ni siquiera tomé la precaución de grabarlo. MI primera reacción fue salir disparado dispuesto a cargármelos a los dos. Sin embargo, me salvó el hecho de tropezar con Beatriz al salir del sótano al jardín. Estaba apoyada en una de las mimosas, llorando a lágrima viva y me detuve para averiguar qué le ocurría.

No quería decírmelo, lloraba porque estaba triste y de ahí no había manera de sacarla. Sé por experiencia que la mejor manera de que una mujer te confiese sus secretos en meterte con ella en la cama y hacerle cosquillas.

Beatriz era una andaluza preciosa, con un tipo de curvas bien definidas como sólo una andaluza es capaz de tener y hacía tiempo que no le hacía cosquillas. Hice que nos preparan un refrigerio con vino dulce de Málaga que le gustaba mucho y poco a poco, casi sin darnos cuenta, nos encontramos desnudos bajo una ducha caliente con una botella de cava bien frío para ahogar las mutuas penas.

Después de hacerle un par de veces cosquillas con mi inseminador particular vine en enterarme que su novio la había dejado al enterarse que trabajaba horizontalmente, por eso le indiqué que el trabajo horizontal es tan honrado como otro cualquiera por mucho que digan lo contrario las malas lenguas.

-- Si ya lo sé, mi alma, pero ¿qué quieres? Me había jurado que se casaría conmigo y estoy ahorrando para la entrada del piso y ya ves.

-- ¿En que trabaja tu maromo, preciosa mía?

-- Es camionero.

-- ¿El camión es suyo?

-- No, es de una empresa sevillana de transportes.

-- ¿Y él sabía que estabas ahorrando para el piso?

-- Claro que lo sabía, pero imaginaba que aún seguía con la compañía de baile y eso que le dije que aquí ganaba casi el triple.

-- Pues, entonces, ese hombre no te merece. Te hubiera cargado de hijos, se te estropearía este tipo tan cachondo que tienes y dentro de dos o tres años parecerías una vieja fondona de cincuenta o sesenta. Estas mejor conmigo, cariño, ¿Te casarías conmigo?

- Miguel, si no estuvieras casado no lo pensaría dos veces, pero está Davinia y no puede ser.

-- Quizá Davinia no despierte nunca más de su coma.

-- Quiyo, no seas malage, por Dios. La verdad es que no entiendo que permitas al médico dormir en su habitación. No es normal por muy amigo tuyo que sea.

-- ¿Crees que se la estará cepillando?

-- Lo más seguro, porque tres meses atendiendo a una mujer como Davinia en el plan que él la atiende, tiene que poner a un tío tarde o temprano como un verraco. Vamos, eso creo yo.

-- Pero es médico.

-- Y también es hombre. ¿Otra vez tienes ganas? Pues fíjate en ti, ya vas por el tercero y no será porque te falten mujeres, así que imagínate él.

-- Y contigo ¿qué pasa? ¿No has disfrutado?

-- Mejor ni te cuento, mi niño.

-- ¿Es que no quieres?

-- Claro que quiero, mi alma, no siempre tiene una la ocasión de sentirse plenamente feliz con tan gran jeringa dentro del coño.

-- Bea, por favor, no seas mal hablada, pero dime ¿Te gusta?

-- De ti me gusta todo, mi alma.

Me preguntaba en mi fuero interno por qué no había utilizado con más frecuencia a Beatriz si era una de las mujeres más guapas y mejor hechas de todo el motel y, al mismo tiempo, empecé a cavilar en el modo de obtener ganancia y desquite tanto de mi mujer como de mi amigo.

No tenía que apresurarme, al contrario, dejar que todo siguiera igual y proceder cuando la ocasión se me presentara favorablemente. De momento tenía a Beatriz a mi disposición y, la verdad, es que resultaba encantadora. Se quedó dormida al cabo de dos horas más de cháchara entre mi jeringa y su estuche.

Fue a partir de entonces cuando comencé a grabar el baile de los vampiros que se desarrollaba en mi habitación todas la noches. Sin embargo, empecé a preguntarme como podía resistir Davinia tres meses en la cama estando tan sana como yo. No lo entendía, porque a mí me hubiera resultado imposible soportarlo tanto tiempo.

Sin embargo, quince días después de la primera grabación ocurrió lo que menos me esperaba. Bajé a grabar y al conectar la imagen me encontré la habitación vacía. Cerré el sótano y me dirigí a la habitación de Eufrasia. Eufrasia, su maleta y su ropa habían desaparecido y lo mismo ocurría con Davinia, Galeno y Nicanor.

El Mirafiori Perkins seguía en el aparcamiento pero se habían llevado el Opel Frontera y el Mercedes que le había regalado a Davinia. Noya, desde el bar, había visto por última vez salir del aparcamiento al Opel Frontera sobre las nueve y media de la noche conducido por Nicanor e imaginó que iba a buscar clientes.

Sin embargo no había visto salir al Mercedes. Era indudable que tanto Davinia como Eufrasia y el doctor se habían asegurado de que no los viera llevarse el coche, cosa nada difícil sabiendo escoger el momento apropiado.

Los lunes había poco negocio y aquella noche estaban libres Beatriz y Silvia de modo que tomamos un refrigerio a base de jamón ibérico de Guijuelo y queso manchego, nos bebimos dos botellas de Ribera del Duero tinto y decidí dormir entre las dos porque estaba muy triste y afligido a causa del abandono en que me había dejado Davinia.

La muy zorra ni siquiera tuvo en cuenta que la había llevado al Caribe en viaje de novios. Un buen marido como yo, guapo, alto, rico y potente abandonado por culpa de un medicucho de tres al cuarto con una pilila de quince centímetros escasos, bien mirado, no era tan amigo como yo creía. Acababa de cumplir veintisiete años y ya me habían puesto unos cuernos tan grandes como los del toro Osborne de carretera.

Toda la culpa era mía por no haber estudiado medicina y no por falta de dotes para la ciencia hipocrática; a poner inyecciones no me gana nadie. Al día siguiente decidí contratar un abogado para que solicitara el divorcio.

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