¡¡¡OH, LAS MUJERES!!!
Tengo dos amigos en la aldea; Amaro Sabral, el maestro y el coronel Trombón. Es especialmente agradable su compañía porque ambos son dos neuróticos que me sirven de consuelo para darme cuenta de que la neurosis que me pronosticó el médico nada tiene que ver con mi estado psíquico.
La simple presencia del maestro incita a llorar; si habla, se piensa en el suicidio. Ha descubierto que el hombre está incesantemente rodeado de inminentes peligros, y lleva su vida con el cuidado de quien es portador de un frágil vaso.
Es un individuo menudo y cenceño, en el último grado de miseria fisiológica, el más mínimo esfuerzo lo pone en trance de agonía. Su erudición a propósito de las enfermedades que puede sufrir un hombre parece sencillamente asombrosa, y tanto el coronel como yo le admiramos por ella.
Sin embargo, Sabral no es feliz. Se advierte acosado por enemigos peligrosos. Millones, billones, trillones y cuatrillones de cuatrillones de seres le han de clarado la guerra y se han propuesto su exterminio. Le acosan incesantemente, le rodean, espían cualquier descuido suyo; son incontables e incoercibles, A veces Don Amaro mata varios millones, pero surgen más. Esto basta para preocupar a cualquiera. Digámoslo pronto: los seres implacables que han jurado matar a don Amaro son los microbios.
Don Amaro un día vio el mundo tal y como es. Se dio cuenta de que todo, alrededor de él, estaba poblado de invisibles asesinos de formas quiméricas y virulencia incontenible.
Se enteró de cuántos viven en un vaso de agua, de cuanto pueden flotar en el aire de un teatro o de un cine, en el salón de un casino; de cuántos podía inhalar él a cada aspiración, Sabe que los guarda, en legión incontable, en su boca, en sus manos, en sus pulmones, en su sangre
Pensó acabar con todos es imposible; vivir en un medio completamente aséptico, también. ¿Qué podía hacer él? Verdaderamente, nada. Entonces se sintió transido de horror.
Parece ser que en el campo hay algunos microbios menos que en la ciudad. Don Amaro, carente de fortuna, hizo oposición a una escuela de aldea y huyó de los pueblos.
Pero quién sabe que hordas ferocísimas de microbios le acechaban aquí asimismo. El pobre se defiende como puede; no bebe agua sin hervirla, aspira mentol, se lava las manos veinte o treinta veces al día y las enfunda en guantes de cirujano perfumados con ácido fénico. La cantidad de microbios que por este procedimiento mata cada día debe ser astronómica.
-- No obstante suele decir con melancolía todo es inútil sé que acabarán conmigo.
El coronel Trombón cree que Don Amaro ve los microbios, y asegura que una vez presenció como aplastó a uno con el pulgar.
Pero no se puede hacer mucho caso de Trombón, que siempre está preocupado con la idea de que "siente" funcionar su propio organismo.
Los pobres diablos que presumen de normalidad fisiológica no podrán comprender nunca el suplicio del coronel; pero alcanzarán a barruntarlo si se dedican un cuarto de hora nada más a estar pendientes de los latidos de su corazón o a regir la respiración por la voluntad, privándola de lo que podríamos llamar su automatismo y su inconsciencia. Entonces verán que no hay nada más fatigoso en el mundo y que ningún tormento, ni aún los que solían inventar los dioses del Olimpo, pueden comparársele.
Esta sucinta referencia de ambos personajes basta para que el lector se dé cuenta de que su trato me ofrecía incomparables deleites. Una persona perfectamente sana es de una soporífera vulgaridad y, des luego, tan poco atenta, que no resiste ni aún media hora una charla sobre nuestros males. Esto no quiere decir que valgan mucho más los atacados de cáncer o de hiperclorhidria o de cualquier otra dolencia de concreta definición.
No hablemos ya de los tísicos o neumónicos, cuya sociedad es absolutamente incultivable, a no ser cuando tiene uno la suerte de visitarlos en pleno delirio. Al lado del coronel y de Sabral no había ocasión de aburrirse.
Debo advertir que más de una vez hacíamos un involuntario trueque de nuestras preocupaciones, y daba yo en lavarme cuarenta veces las manos, y Sabral en contar sus latidos, mientras el coronel lloraba a hilo esto estrechaba fuertemente nuestra amistad.
Poco después de haber hecho el traspaso de Sara, recayó nuestra conversación sobre la mujer. Sabral en cuanto fue enunciado el tema adquirió todo el aspecto de un trapo mojado que pendiese de algún sitio por un extremo. Quiso alzan un brazo en un ademán condenatorio; pero no logró reunir la energía precisa.
Le miramos en silencio y vimos un temblor en sus párpados, bajo los cuales luchaban los ojos por esconder la pupila. Creímos que se iba a desmayar.
-- Amigo mío indagó Trombón -- ¿le pasa a usted algo?
-- ¿Se encuentra usted peor? inquirí
-- No, no; era sencillamente, que quería mirar al cielo para exclamar: ¡Oh, las mujeres! Pero los párpados me pesan hoy como plomo.
-- Incline usted la cabeza hacia atrás aconsejé
-- ¡Es verdad! exclamó, encantado del fácil descubrimiento.
Y echando la cabeza hacia atrás pudo mirar al cielo y exclamar:
-- ¡Oh, las mujeres!
-- Muy bien aplaudió el coronel Y ahora, ¿tiene usted algo más que decirnos?
Sí; Sabral tenía que contarnos una historia de dolor. Hacía tres o cuatro años, en un estío rutilante, había llegado a la aldea una dama dedicada exclusivamente a veranear. Era joven y fuerte, y se aburrió muy pronto de recorrer los campos debajo de su graciosa sombrilla japonesa.
En dos leguas a la redonda, la única persona capaz de sostener unos minutos de charla eran don Amaro, y la joven se arbitró su amistad. Alos ocho días le contó que tenía un novio. A los doce días vertió sobre este novio, una menuda lluvia de improperios, acusándole de tenerla abandonada en aquella soledad. Unos días después expuso su firmísima creencia de que el tal novio se estaría divirtiendo en La Coruña, y declaró que sentía la tentación de parodiarle. Después confesó que Don Amaro era un hombre atrayente. Por fin, le preguntó cierta vez:
-- ¿Cómo se las arregla usted aquí en este desierto.
Sabral tardó en comprender. Cuando ella, riente, aclaró sus palabras, Sabral confesó con gran naturalidad que se había conservado siempre casto sin esfuerzo alguno. Gracias a eso observó iba viviendo.
Estaba seguro de que en cuanto se permitiese la menor disipación de fuerzas, los microbios que le circundaban se lanzarían, con grandes gritos de júbilo, por la brecha que su descuido les abriría.
Dice Don Amaro que nunca vio reírse más a criatura humana que a aquella mujer que oyó su confidencia.
--Desde tal instante agregó sordamente se propuso perderme.
Todo género de insinuaciones y demostraciones fue puesto en práctica por la joven. Sabral tenía que atarle los zapatos catorce veces al día. Sabral tenía que buscarle por la espalda o por el escote que ella decía haber sentido pero que no aparecían nunca. Sabral tenía que sujetarle la escalera por la que ella subía a los frutales y Sabral impertérrito.
-- Pero una noche la voz de nuestro amigo se hizo más opaca -, una noche quiso que nos sentásemos en el bosquecillo de castaños que hay junto a la carretera, y me atacó hábilmente.
Yo gemí:
--¡Mi salud!... ¡Los microbios!...
Inútil. Perdí la noción de mi conveniencia y me entregué ¡La maldita! Después no pude ni moverme de allí Unos aldeanos me encontraron tres horas mas tarde y me llevaron a mi casa en brazos. Desde entonces no volví a levantar cabeza. Nunca podré cubrir aquel déficit en mi economía orgánica.
Suspiro; un cefirillo agito sus brazos colgantes como podía agitar dos gallardetes. El coronel, con las cejas fruncidas, pálido el semblante, miraba con obstinación el suelo. Creímos que se estaba escrutando la función de su hígado o asistiendo al proceso de la quilificación. Cuando advirtió nuestro contemplativo silencio, alzó el rostro, dio un suspiro que hizo tambalear a Don Amaro y explicó:
-- Mi tragedia es mucho más horrible, señores. No ha sido tan sólo la salud lo que he pedido por una mujer, sino mi carrera y hasta mi alma
mañana más.