miprimita.com

Sharon

en Confesiones

SHARON

MI ABUELO JORDI, EL PADRE DE MI MADRE, murió de un infarto aquel verano durante las vacaciones de mi primer curso de Facultad. Mi abuela materna, demasiado viejecita ya, se fue a vivir con su hija, mi tía Nuria. La tía Nuria, casada aunque sin hijos, pero muy catalana y muy suya, ya tenía bastante con cuidar de su madre y de su marido, casi inválidos los dos.

Según mi tía Nuria les comunicó a los abuelos por carta, Sharon tendría que venirse a vivir con sus abuelos de Vigo, ella no podía atender a dos personas casi impedidas y además a una niña que requería tantos cuidados y atenciones como su marido y su madre. Una niña que ya tenía trece años, y es que para mi tía Nuria, de cuarenta años para abajo todos eran niños.

Cierto día de las vacaciones de aquel verano al regresar de la playa, llegué a casa y me abrió la puerta una señorita despampanante que me echó los brazos al cuello, me besó en los labios, me metió la lengua en la boca y luego me dijo que era Sharon. Yo, rojo como un tomate, dudé mucho de que aquella escultura en carne mortal, la chica más bonita que había visto en mi vida, fuera mi hermanita Sharon. Si que tenía unos preciosos ojos verdes como ella, pero coño, Sharon sólo tenía trece años y aquella tía debía tener por lo menos diecisiete. Cuando, finalmente, bajé de las nubes y comprendí que tenía razón, que si, que era mi hermanita Sharon, volví a ponerme colorado pensando en el recibimiento que me había hecho.

Era tan guapa y tan simpática que me tuvo embobado durante quince días. Y hubiera seguido embobado si ella también hubiera seguido tan amable como lo fue durante las primeras dos semanas. Pero...

A partir de la tercera semana, más o menos, las cosas cambiaron radicalmente. No sé las causas de su cambio, ni por qué la tomó conmigo. No hacía nada a su gusto. Cuando quería hacerle una gracia, resultaba que la hacía llorar, cosa que yo no soportaba y tenía que consolarla sin saber de qué coño tenía que consolarla.

Si no le decía nada y pasaba de ella, me buscaba las vueltas de forma tan sibilina y sagaz que, cuando reventaba y le decía cuatro frescas, también se ponía a llorar, y ya me tienes a mí llevándome las manos a la cabeza, a punto de volverme loco viéndola acongojada y, encima, recibiendo una bronca de la abuela. Porque esa era otra: Mi abuela Begoña, que desde el primer momento la tomó bajo su protección por las muchas carantoñas que la niña (la niña es una manera de decir, porque de niña, nada) le prodigaba, me tenía muerto. Parecía no darse cuenta de lo sibilina y astuta que era, o quizá no quería darse cuenta.

Estaba tan harto de mi deslumbrante hermana que si no llega a ser por el abuelo Tomás, me hubiera ido a trabajar de peón en las autopistas. Menos mal que yo era su ojito derecho y cuando estaba en casa, nadie se atrevía a buscarme las pulgas. ¡Ah! Pero como casi siempre se pasaba el día en el club o jugando al golf, pues la cría me las hacía de todos los colores.

¡Maldita cría! ¡Me tenía frito! Y lo bueno del caso es que, cuando ya me había hecho pasar las penas del infierno y me largaba de casa dando un portazo para no estrangularla, al volver, todo eran arrumacos, carantoñas y besitos. Claro, era guapísima, era mi hermanita pequeña, yo la quería y me dejaba engatusar como un imbécil.

Cuando me di cuenta de la tramoya que se traía entre manos, me largaba nada más levantarme, regresaba a comer y volvía a largarme hasta la hora en que sabía que el abuelo regresaba y aquello pareció ser la solución. Bueno, pensé aliviado, ya encontré, por fin, la manera de vivir tranquilo.

Que te crees tú eso, majo.

Como lo hizo no lo sé, lo que sí sé es que, de golpe y porrazo, el abuelo un día me dice que tenía que darle clases de mates, porque la niña, que había aprobado el segundo curso de BUP con una nota media de notable alto, o sea 8, necesitaba repasar durante el verano las matemáticas, asignatura en la que sólo había conseguido un aprobado pelado, o sea 5. De no haber sido por esa asignatura mi astuta e inteligente hermanita hubiera aprobado con nota media de sobresaliente.

Una nota media de notable alto no la saca en segundo de BUP una acémila, sino alguien verdaderamente inteligente y estudioso. ¿Para qué necesitaba pues que yo le diera clases de mates? Para nada, sólo por jorobarme las vacaciones. Sé, casi seguro, como fue su jugada. Más o menos debió ocurrir de ésta manera:

Le dijo a mi abuela Begoña que casi había suspendido matemáticas, que necesitaba repasarlas durante el verano y que necesitaba un profesor, o alguien que supiera más que ella para repasar la asignatura. Si no fue así, fue algo parecido. Mi abuela sabía que yo, en matemáticas, estuve siempre entre los primeros de mi clase durante todo el bachillerato. Era mi asignatura preferida. Naturalmente, de eso a pensar que yo era el más indicado para ayudar a mi hermana sólo había un paso, y el paso era hablar con el abuelo. Y el abuelo no me lo exigió, porque nunca me exigía nada ni le hacía falta; con una indicación suya yo tenía bastante. Y ya me tienes a mí todas las tardes de cuatro a cinco, dándole lecciones de matemáticas a mi preciosa e insoportable hermana Sharon. ¡Maldita sea! - pensé sacando espuma por la boca como una nécora en agua hirviendo : ¿Es que no va a dejarme tranquilo ni un solo día en todo este maldito verano? Pues ni más ni menos, así era. No pensaba dejarme tranquilo ni por la tarde ni por la mañana porque, a mayor abundamiento, a primeros de Julio se le ocurrió que debía acompañarla a la playa. No estaba bien que a una señorita como ella se la viera sola tomando el baño. Por supuesto, la abuela Begoña también estaba más que convencida de que yo eras el más indicado para ser el guardián de tan preciosa joya. Además, tampoco a mí me vendría mal corretear por la playa. Según mi abuela sólo pensaba en lucirme con el Celica por todos los puti-clubes de la geografía gallega. Eso era mentira, lo que hacía era irme a Santiago a ver al amor de mi alma, a mi Marisa, la mujer más femenina y tierna que haya pisado la faz de la tierra.

-- No, no te vendrá nada mal acompañar a la niña durante el verano, por lo menos yo me quedaré más tranquila sabiendo que está contigo - me dijo muy convencida la abuela, mientras la otra me hacía cucamonas a su espalda.

¿Y los partidos de fútbol qué?

¿Y mis amigos qué?

¿Y mis vacaciones qué?

¿Y Mi Celica deportivo qué?

¿Y mi amor del alma qué?

Todo eso al carajo, primero es tu hermana. No me lo dijo así, porque la abuela era muy educada, pero la traducción era esa, más o menos.

¡Maldita cría! ¡Menuda faena me había hecho el abuelo Jordi muriéndose!

Un mes justo después de llegar de Barcelona se encaprichó por conocer la playa de La Lanzada. La primera vez que la llevé en el Celica para ir a esa playa se mostró como quien era. Iba tan cabreado que de Vigo a La Lanzada, con curvas y todo, llegué en diez minutos. Le gustaba cabrearme, porque sino no me lo explico:

-¿Por qué corres tanto? No sé a que viene tanta prisa.- Toma las curvas un poco más rápidas, pareces un caracol - Tampoco te pases, caray.- ¡Pásale ya, nos ves que es un Seiscientos!

Y así todo el camino, y yo bufando como una locomotora, pero para dentro.

Por fin llegamos a la playa. Fue visto y no visto, desapareció como un fantasma. Aún no había cerrado el coche cuando regresó con los pies embadurnados hasta los tobillos, abrió la puerta y me puso las alfombrillas como el palo de un gallinero. Yo que me lo cuidaba y lo tenía limpio y brillante como una patena creí que me daba un infarto. Lo había hecho a propósito, estaba seguro, y estuve a punto de matarla de un guantazo.

Se quitó la batita de verano porque, según ella, hacía un calor espantoso. Cuando la vi en bikini lamenté haber salido de casa con ella. Aquello aún me cabreó más..

¡Joder, joder, joder! - que diría Arturo Fernández.

Rubia, guapísima y con aquel cuerpo - me dije - follón seguro Tomy. Llévala al desierto donde no puedan verla en bañador, porque sino la batalla de Solferino será de juguete comparada con las que te esperan. No la dejes salir del coche, Tomy, o acabarás en el hospital. Piensa, piensa rápido, Tomás.

--¿Quieres desayunar? - pregunté, mirando al mar como Jorge Sepúlveda.

-- Tomy, eres un encanto. Estaba pensando lo mismo. ¿Adónde vamos?

-- Coño, ¿A donde quieres ir, joder? Al bar, naturalmente.

--¿Pero por qué eres tan mal hablado cuando estás a solas conmigo? Se lo diré a la abuela. Ya estoy harta de oír tantas palabrotas – gimoteó.

-- Perdona, bonita - dije, comprendiendo que tenía razón - no le digas nada a la abuela, y no volveré a decir palabrotas.

-- ¿Seguro? - preguntó, poniendo una mano sobre mi brazo.

Me giré para mirarla. Nunca lo hubiera hecho. Girada hacia mí, apoyaba la espalda en la portezuela con los muslos separados, las esculturales piernas extendidas, el bikini del tamaño de un sello de correos y sus ojos de gata destellando como faroles... uf, tuve que apartar la mirada de su cuerpo, so pena de que notara mí desasosiego. Señor, Señor... como era posible ser tan bonita, estar tan bien hecha como una escultura de Fidias y hacerme la vida más amarga que la cicuta.

-- Claro, mujer, tan seguro como que estamos en el coche - respondí pensando con tristeza: « en la mierda de coche que me has dejado, vamos»

-- Para mi vale, vámonos pues.

-- Jo... - me contuve a tiempo- pero ¿A donde quieres ir? Ahí mismo hay un chiringuito.

-- ¡Venga ya! ¿A un chiringuito me quieres llevar? Amos anda, roñica, llévame a La Coruña.

--¡Pero si hay doscientos kilómetros! - exclamé atónito - llegaremos muy tarde a casa.

-- Bueno ¿y qué? Les llamas desde allí y comemos en La Coruña. Dicen que es una ciudad preciosa. Anda, hombre, no seas roñica.

--¿Y tus lecciones de matemáticas? Si comemos en La Coruña a las cuatro aún no estaremos de vuelta.

-- ¡Ah, si, es verdad! Oye, pues no me acordaba. Vale, vayamos hasta Finisterre, que está más cerca. Anda, grandullón, llévame a Finisterre, di que si, guapito y te daré un beso - se me tiró encima, mimosita como una gata y me mordisqueó el lóbulo de la oreja.

-- Esta bien, criatura... vamos a Finisterre - respondí, tan paciente como Job.

-- ¡Ole, ole! ¡Que chico más guapo tengo! - me giró la cara y me dio un mordisco en el labio inferior que casi me lo arranca.

--¡Me has hecho daño! Caray. No seas tan...

-- ¿No sea tan qué, quejica? - preguntó guasona

Arranqué el coche y salí disparado hacia hacía Finisterre sin esperar a que se pusiera el cinturón. Estuvo a punto de darse de cabeza contra el parabrisas. Ojalá te rompas la crisma - pensé -lamiéndome el labio dolorido.

-- ¡Bruto! ¡Animal! Ya sé que quieres matarme - gritó haciendo pucheros- Pero yo también te mataré a ti ¡Asesino!

Paré el coche en un entrador de tierra. Le puse el cinturón. Me volvió a morder en la oreja al inclinarme hacia ella y lo hizo con tan mala leche que no me la arrancó de milagro. Cuando me vio bramando de dolor, entonces se puso a besármela, a lamérmela y a decirme que me quería mucho, mucho.

Joder - me dije intranquilo - ¿Tendrá la rabia esta criatura?

Me cogió la cara con la mano estrujándome los labios, y me besó suave y prolongadamente, más prolongadamente de lo necesario, según mi criterio. No sé cómo lo hizo, pero se me pasó el dolor del labio.

Luego, con los ojos de gata todavía húmedos me pregunta de repente:

-- ¿Hacemos las paces?

-- Claro - respondí atemorizado.

Miré hacia la carretera, pero volvió a girarme la cara.

-- ¿Estás enfadado, no quieres ni verme ¿verdad? Me tienes miedo ¿A qué sí? Grandullón.

-- ¡Miedo de ti, criatura! - me sonreí con suficiencia acariciándome la oreja, no podía decide que no, que lo que en realidad le tenía era pánico - Estás de broma, tienes la olla hirviendo, renacuajo.

Me soltó la cara con gesto tan despreciativo que le hubiera arreado un sopapo con toda mi fuerza. Se recostó en el asiento y arranqué despacio hasta llegar al empalme. Luego salí disparado tomando las curvas a más de ciento veinte esperando que se mareara y echara las tripas. La oí comentar con suavidad gatuna:

-- Tú si que eres un renacuajo, grandullón. Me tienes más miedo que al Sida.

-- ¡Que mierda te voy a tener miedo yo a ti! De medio sopapo te envío a Barcelona otra vez - mascullé enfadado.

-- Te conozco, bacalao... ¡Y tanto que me tienes miedo!

Me hice el sordo. No sabía ella cuán cerca estaba de la verdad, porque para matarla sólo me faltaba otro mordisco. Por el rabillo del ojo supe que miraba al frente. Me concentré en conducir a toda leche. De marearse nada. Sólo se mareaba cuando le convenía. Y así, en silencio, hicimos lo menos noventa kilómetros. Como llevaba rato sin hablar y ni se movía pregunté sin mirarla:

--¿Quieres que paremos en Camota para desayunar?

Silencio.

-- Tiene una playa preciosa.

Silencio.

-- y muy grande.

Silencio.

-- Con una arena blanquísima.

Silencio.

--¿Que té pasa?

Silencio.

--¿Te mareas? - pensé preocupado. Sólo faltaría que me echaras la mascada aquí dentro. Te ahogo, vamos. Bajé la velocidad a cien por sí acaso. Bueno, pensé, ¿qué le he hecho yo a esta? Nada que yo sepa. Y si te has enfadado ya era hora, yo llevo enfadado todo el verano. y de pronto:

-- Para el aire acondicionado, está muy fuerte.

Apagué el aire acondicionado. Eran las nueve y media y el sol pronto convertiría el coche en un horno. Casi no tuve tiempo de pensarlo:

-- Hace calor, pon el aire acondicionado.

-- A sus órdenes, mi general, ya está conectado.

Dios me dé paciencia. ¡Señor, Señor! ¿Por qué me has abandonado?

Estábamos llegando a Carnota. La playa se extendía blanca y brillante a lo lejos, desapareciendo intermitentemente de la vista a causa de las curvas. De todas la playas, ésta era mi preferida, limpia, silenciosa, ancha y larga, en forma de hoja de guadaña, con el fondo verde y blanco de las olas batiendo mansamente a lo lejos en la bajamar. Siempre me daba la impresión de estar vacía, cuando en realidad, en pleno agosto, de ser la mitad de larga, hubiera estado abarrotada. Una de las pocas playas en donde cualquier familia numerosa dispondría de medio kilómetro cuadrado para plantar la sombrilla. En ella, al oscurecer, había disfrutado de uno de mis placeres favoritos: bailar desnudo con el menú mini faldero del día y a los sones casi siempre de las melódicas canciones del Trío Los Panchos de mi compac-disc portátil. Muy apropiadas para levantar el espíritu más alicaído antes de acostarse en la blanca y entibiada arena.

-- ¿Esta es la famosa playa? - preguntó de pronto en tono despectivo.

-- Si, esta es - respondí abatido y nostálgico.

-- Pues vaya longaniza. Además está desierta, debe de ser peligrosa.

-- ¡Oh, sí! Hay serpientes de cascabel (como tú) Víboras venenosas (como tú) y hasta Dinosaurios, que no los ves porque están escondidos bajo la arena ¿sabes?

-- Uy qué gracioso... me troncho, Moncho - respondió sarcástica.

-- Bueno, qué, ¿desayunamos o no? - pregunté, parando el coche delante de una cafetería.

-- No tengo ganas, vete tú.

-- De acuerdo - me quité el cinturón, retiré las llaves del contacto y me dispuse a bajar.

--¿Y me vas a dejar aquí sola?

-- Puedes venir, si quieres - empezó a hervirme la sangre.

Se quitó el cinturón y se dispuso a abrir la puerta.

-- ¡Eh! Alto rapidilla. Hazme el favor de ponerte el vestido, o te dejo encerrada aquí dentro - y bloqueé las cerraduras con el mando a distancia.

Intentó abrir, pero no pudo. Se giró hacía mi como una centella, echando fuego verde por los ojos. Estaba tan rabiosa que no le salían las palabras. Tomó aíre como un fuelle, y la expulsó con tal fuerza sacando el labio inferior que se le movió el flequillo.

-- ¡Antiguo, carroza! - explotó, recogiendo la bata del asiento - ¡eres una carroza!

No tenía ni puñetera idea del por qué de su enfado, pero yo estaba en la gloria y disfrutando de lo lindo al verla tan cabreada. La tomé del brazo al salir y se soltó como se la hubiera picado una avispa.

-- No me toques, puedo ir sola.

-- Naturalmente, tienes dos piernas y dos pies.

--¡Imbécil! ¡Idiota! Te crees muy gracioso ¿verdad? Eres un cretino.

-- ¡Eh! Para el carro, si continuas así doy la vuelta y regresamos a casa.

-- Por mí puedes dar la vuelta cuando quieras.

-- Venga, pues al coche - exclamé cabreado y parándome antes de subir a la acera.

Ni caso. Se metió en la cafetería sin esperarme y tuve que seguirla porque sabía que era muy capaz de ponerme en evidencia delante de todo el mundo. Aquella maldita criatura me estaba cabreando de verdad. De modo que empujé la puerta de vaivén con demasiada violencia, retrocedió tan deprisa que me arreó un golpe en el hueso de la música que vi las estrellas. Lo que me faltaba, pensé rabioso, masajeándome el codo.

El local estaba casi vacío; el barman y un parroquiano tomando un café en la barra. Ni rastro de Sharon. El camarero me indicó por señas el servicio de señora.

-- Gracias - sonreí, pasando de largo.

Le encargué el desayuno al sentarme, mientras la esperaba. Un plato de pulpo a la gallega para picar, una centolla más que mediana, media docena de nécoras, pan de bolla de Muros y una botella de Albariños reserva. Fui a sentarme frente al mar, en una mesa del balcón. Encendí un cigarrillo mirando como las olas se deslizaban hacia la playa saltando enroscadas en tirabuzones de blanca espuma al batir contra la arena. Era un espectáculo que nunca me cansaba de admirar. Aquella inmensidad líquida y verde reventando blanca sobre la arena ejercía una benéfica influencia sobre mi espíritu, como una sedante y armoniosa sinfonía arrulladora. Una sinfonía que se rompió en pedazos cuando la vi salir del servicio sin bata y en bikini con el bolso de playa colgado del hombro. Sólo estábamos tres hombres en el local, pero los tres, como tres pasmarotes, nos quedamos mirándola con la boca abierta. Si alguien nos hubiera filmado, seguro que le dan el Oscar de Hollywood a la mejor escena cómica, porque el encuadre no tenía desperdicio.

De momento no lo comprendí, pero algo raro notaba yo, algo disonante, algo que no estaba en ella cuando entró. Me di cuenta cuando se acercó y vi sus zapatos playeros topolino con tacón de casi diez centímetros. Claro que notaba algo raro. Como que era más alta y, al haberse recogido el moño en un rodete sobre la cabeza, parecía una joven mujer a la que cualquier hombre miraría con la boca abierta, igual que nosotros. Aquella fiera sabía el efecto que causaba sobre el sexo contrario. La coquetería innata de la mujer, el eterno femenino con la que todas nacen, estaba tan desarrollado en Sharon como en una mujer de treinta años y lo explotaba con la maestría con que un domador utiliza el látigo para obligar a hacer piruetas a un fiero león. Me quedé tan pasmado que ni siquiera pude cabrearme, a pesar de que vi cómo cuchicheaba el cliente con el barman mientras la miraban caminar hacia mi mesa con la seguridad y empaque con que una diosa pagana se acerca al ara en la que van a sacrificar en su honor la vida de su víctima.

Sin dirigirme ni una mirada, seria y distante como si yo formara parte del mobiliario, colgó el bolso en el respaldo de la silla, se sentó muy erguida y sin mediar palabra arrambló con el paquete de Marlboro, encendió un cigarrillo y echó el humo por su preciosa naricilla con un gesto de asco que a poco me hace soltar la carcajada.

-- Pero ¿quién te ha dado permiso para fumar? - pregunté frunciendo el ceño.

Una mirada despreciativa fue la respuesta. ¿Pero, qué demonios le habrá pasado? - me pregunté sin acertar a contestarme.

Dejé de mirar al mar para mirarla a ella. Ella miró al mar para no mirarme a mí. Seguía siendo una escena de película cómica.

Allí estaba más tiesa y bonita que la Sharon Stone, arrugando la nariz al echar el humo y esparciéndolo a manotazos para que no se le metiera en los ojos, sin dejar de mirar a la playa vacía e ignorándome olímpicamente.

Cuando el camarero comenzó a extender el mantel, apartó la silla, cruzó los soberanos muslos para que se los viera bien, y continuó mirando fijamente la playa, quizá esperando ver salir de la arena algún Dinosaurio.

-- Traiga una Coca- Cola para la señorita - pedí al camarero al acabar de poner la mesa. Era la bebida que más le gustaba.

-- No quiero Coca- Cola - respondió aplastando el cigarrillo en el cenicero.

--¿Qué quieres, pues? - pregunté, dándome cuenta que el camarero se recreaba la vista sin perder detalle de su anatomía. Debía de estar pensando: « Menudo bombón, chico».

-- Vino, con gaseosa - respondió deslumbrando al camarero con la luz verde de sus dos semáforos y una sonrisa de nívea blancura a lo Sharon Stone.

El camarero me miró, me encogí de hombros y volví a preguntarle cuando marchó:

--¿Me quieres decir qué mosca te ha picado, guapa?

-- La mosca Tse-tsé - respondió sin mirarme.

-- Estarías durmiendo ya, niña.

--Tú sí que eres un niño, y peor que la Tse-tsé. Te crees muy hombre y eres un mocoso.

--¿Mocoso? Será por el constipado - reí burlón.

-- Que gracioso... es el mocoso.

-- Ya veo, estás dispuesta a darme el día ¿verdad? Encima que me molesto en llevarte a la playa, pasearte de aquí para allá según tus caprichos, tengo que aguantar tu malhumor, pues ¿sabes lo que te digo? Que es el último día que salimos juntos. Ni que me lo pida el abuelo, y ahora discúlpame. Tengo que ir al lavabo.

Mientras vaciaba la vejiga pensaba: Tiene razón, soy un mocoso. Mira que cabrearme por culpa de este renacuajo ¿será posible? Desde luego no salgo más de casa con ella. Así se hunda el Universo, no salgo y no salgo, que le den morcilla a la gilipollas esta. Enséñale matemáticas, llévala de paseo, haz de niñera y encima, soy un imbécil, soy un mocoso y soy un cretino. Si que lo eres, joder, porque otro en tu lugar ya la habría llevado de vuelta a casa. Me miré al espejo, y mientras me lavaba las manos dialogué con la imagen: ¿Tú, Tom Berenger? ¡Una mierda pinchada con un palito! Tú eres otro gilipollas, y acabarás tan sonado como ella si le haces caso. Después de secarme las manos con un aire tan caliente que me hizo sudar, regresé a la mesa cuando el camarero volvía de servimos.

-- Me parece que ya lo tiene todo, si quieren algo más ya me avisará - me dijo muy amable.

-- Muchas gracias - respondí, enseñándole los dientes.

Cuando llegué a la mesa ya estaba comiendo una nécora y para mi sorpresa se había puesto otra vez el vestido, quizá porque el aire acondicionado estaba bastante fuerte, pero lo que me dejó turulato fue oírla comentar muy contenta:

-- Oye, están de muerte, grandullón - y me dirigió su mejor sonrisa Profidén.

-- Vaya, me alegro, y eso que te estás comiendo un macho. La hembra es más gustosa respondí en plan especialista.

Yo tampoco tenía remedio.

-- Siempre lo son, pero ¿cómo sabes que es un macho? - y me fulguró con risueños rayos verdes.

-- Mira, ves - dije poniendo un macho y una hembra patas arriba - ¿Notas la diferencia?

-- No, no noto nada, para mí son igualitas.

-- No, mujer, fíjate bien - y le señalé la tapa.

-- Ah, ya caigo - dijo, mirando muy interesada - está es más redondita y esta más picuda - y sonriendo pícaramente me miró señalándola acertadamente - ¿A qué éste es el macho?

--¿Por qué? - pregunté levantando una ceja algo mosca.

Ladeó la cabeza sin dejar de sonreírme, igual que un cachorrillo travieso:

-- Porque tiene pico, como todos los machos, ja, ja, ja - rió divertida - ¿a qué sí?

Se le saltaban las lágrimas con la risa.

No tuve más remedio que sonreír. No podía mantener el enfado mucho tiempo con ella, imposible, era un diablillo, era mi hermanita pequeña, y yo era un imbécil. Ella era más madura a los trece años que yo a los diecinueve, aunque, por aquél entonces, creía lo contrario.

Comió con un apetito voraz, bebió Albariños con gaseosa la primera vez, pero luego lo encontró tan fino y agradable que se bebió otro vaso sin mezclarlo y no bebió más porque no la dejé. No quería llegar a casa con ella en brazos.

-- Sabes, el camarero me ha dicho que en La Punta del Loro...

-- Punta de Louro, Sharon.

-- Bueno, como sea, pues que en esa punta hay una playita preciosa. ¿Me llevarás? Podemos volver a comer aquí. Hay un marisco estupendo. Será un plan de fábula, ya veras. Es una playita muy resguardada del viento y tiene una arena...

-- La conozco, renacuajo, pero aún es más solitaria que Camota porque para llegar allí, la carretera es espantosa.

--¡Vaya! Ya sabía yo... - exclamó apoyándose en el respaldo con la cabeza gacha.

-- Vale, vale, iremos a Punta de Louro, chinche de los demonios, no te pongas así.

Sabía que la carretera era mala, aunque sólo tenía tres kilómetros de tierra y la playa era poco más grande que la concha de una vieira, pero muy bonita y resguarda del viento. Una caleta en donde el agua se remansaba con olas diminutas, un estanque entre las rocas que la rodeaban formando una herradura muy cerrada. Lo malo es que había que bajar saltando de roca en roca en un largo de casi cien metros, pero bueno, parecía tan ilusionada y estaba tan contenta de pronto... ¿Qué otra cosa podía hacer yo?

-- Oye, Sharon, son casi las diez ¿A qué hora quieres comer?

--Tarde, porque quiero ponerme morena, estoy más blanca que la leche... - y al darse cuenta del doble significado de la frase soltó otra carcajada. Y de pronto se echó las manos a la cabeza.

--¿Qué pasa, Sharon? - pregunté intranquilo, pensando si le habría sentado mal el vino.

-- Calla hombre - respondió con las manos en las mejillas - que me he dejado la crema para la piel, ¡qué tonta soooooy!

-- Menos mal - suspiré aliviado - enfrente hay una librería en donde venden de todo.

Después del café dejé encargada la comida para las tres, tenían un comedorcito en el primer piso frente al mar. Nos reservaría la mesa. No había problema.

Entramos en la librería para comprar la crema. Quiso unas gafas de sol, quiso unas zapatillas de colores, quiso seis revistas, quiso que me comprara unas gafas, quiso una pamela y yo quise sacarla de allí arrastrándola por un brazo.

Eran las once y el coche parecía un horno. Tuve que poner el aire acondicionado a tope antes de sentamos y por fin nos dirigimos a Punta de Louro por su infame carretera. Cuando me detuve frente al mar cerca de las rocas, el coche había dejado de ser rojo para convertirse en color paja. Bueno - me dije resignado - más ha pintado Picasso.

Desde arriba no se veía la caleta. Con las bolsas de playa al hombro comenzamos a descender por las rocas.

--¿Podrás bajar por aquí? - pregunté señalándole la bajada.

-- Claro, hombre, ni que fuera una inválida. No, no necesito que me cojas de la mano, yo iré detrás de ti.

Comencé a bajar sin apresurarme. Cuando me giré a mirarla aún estaba en la primera roca.

--¿Que pasa, Sharon?

-- Me hago daño en los pies.

-- Ponte las playeras.

-- Me resbalan y se me tuercen.

--¿Y que quieres que haga? Ya te dije que había que bajar por las rocas.

Me miró encogiéndose de hombros e intentó saltar hasta la próxima roca. Se va a matar pensé. Mejor será que vayamos a otra parte. Retrocedí saltando como una cabra. Ella no quería ir a otra parte, quería ver la playita, quería estar en la playita. ¿Por qué no la bajaba a caballito? Pues a caballito. Le puse mi bolsa en el otro hombro, me agaché y se montó en mi espalda rodeándome el cuello con los brazos. La sujeté firme por los prietos y soberanos muslos. Para estar tan maciza pesaba bien poco. Chilló asustada cuando salté hasta la otra roca.

--¿Qué pasa, Sharon?

-- Tengo miedo, Tomy.

-- Cierra los ojos.

tener paciencia con la niña, que venga Dios y lo vea. Seguí saltando como una cabra hispánica de roca en roca. Cuando vio la caleta comenzó a saltar y a gritar de júbilo sobre mi espalda, resbalé y caímos en un montón sobre la caliente arena. Se reía como una loca abrazada a mí apretándome cada vez más fuerte.

--¿Quieres ahogarme o qué? - exclamé escupiendo arena.

-- Si, quiero ahogarte, grandullón - comentó mordisqueándome la oreja.

Me di la vuelta y se soltó. Nos miramos, parecíamos dos payasos con las caras llenas de arena blanca y reluciente. Soltó la carcajada apuntándome con el dedo como con una pistola. Se puso a gritar y a tirarme arena, feliz como un gato con un ratón. Luego se levantó, se quitó el vestido y de nuevo tuve que apartar la mirada, incapaz de soportar sin un mal pensamiento la escultural esplendidez de su cuerpo de escultura griega. Extendió las toallas y se tumbó cuan larga era.

Me tumbé a su lado encendiendo un cigarrillo, mirando como se ponía crema en las piernas y los muslos. Joder - pensé sin poder evitarlo - ¡quien fuera crema! Un pensamiento verdaderamente repugnante, pero, coño, uno no es de piedra.

Ella era mucho más hermosa que todo lo que yo conocía y su cuerpo mucho más perfecto y escultural que ninguna de las que trataba, incluí a Marisa, aunque por su culpa se me habían acabado las nenas de faldita corta, las visitas a Santiago y yo tenía un apetito voraz, de tiburón cuando menos. La oí girarse y preguntarme:

--¿Vas a bañarte ya, grandullón?

-- Ahora mismo, Sharon.

Salí disparado para zambullirme en el agua helada maldiciéndome por mi concupiscencia. No tenía disculpa, era un verraco lujurioso y un degenerado. ¡Por el amor de Dios, desgraciado, es tu hermana! Y encima sólo una niña. Comencé a nadar con largas brazadas de crawl, pensando en rebajar la marca de los cien metros. Me di la vuelta al cabo de diez minutos, las olas eran bastante altas y casi no veía la playa. Sharon era un punto sobre la arena que desaparecía intermitentemente. Cuando regresaba noté el comienzo de un calambre en la pantorrilla derecha. ¡Lo que me faltaba! El agua estaba tan fría que tenía la impresión de que de un momento a otro chocaría con un iceberg, como el Titánic. Leche, pensé, sólo falta que no pueda regresar. Me encogí en redondo, conteniendo la respiración bajo el agua friccionando el músculo con todas mis fuerzas. Se estaba poniendo tenso como la cuerda de una guitarra. Me sofocaba, pensé que si me ahogaba tan cerca de la arena me estaría bien empleado por verraco. Me puse de espaldas nadando hacia la playa con fuertes paladas de brazos y sin mover las piernas. Me dolía el músculo como si fuera a romperse. Vi las rocas de la herradura a menos de cuatro metros, tenía que seguir nadando hasta el interior de la herradura; por la parte del mar abierto las olas me hubieran despedazado contra las peñas. Volví a tocarme el calambre, pero me hacía tanto daño que de nuevo nadé de espaldas y seguí braceando hasta que noté que el agua se remansaba. Había pasado al interior de la herradura, me giré para hacer los últimos treinta metros de cara a la playa. Veía a Sharon de pie en la orilla del agua. Levantaba los brazos, gritaba, aunque no lograba entender lo que decía. Cuando pude hacer pie salí cojeando como un inválido de la Segunda Guerra Mundial.

-- Me has dado un susto de muerte ¿Por qué te has ido tan lejos? - preguntó gimoteando

-- ¿Por qué estás en top-less?. Ponte el sostén ahora mismo, caray.

--¿Qué te pasa en la pierna? - preguntó sin hacerme caso.

-- Me ha dado un calambre, ya se me pasará, no te preocupes. Haz el favor de ponerte el sostén.

-- Pero ¿por qué?

-- Por qué, por qué, ¡por que sí, coño!

-- ¡Pero si estamos solos!

-- Precisamente por eso - bramé, tirándome de golpe sobre la toalla.

-- Ya entiendo - dijo, poniéndome la pierna sobre sus muslos.

Comenzó a friccionarme el músculo, a pellizcarlo con las uñas con tanta fuerza que me las marcó en la piel, pero, leches, consiguió que el músculo se relajara y el dolor fue desapareciendo poco a poco. Estaba tiritando, aunque el sol pegaba en el fondo de aquella herradura como en el desierto de Gobi donde, por cierto, nunca había estado. Cerré los ojos y me dispuse a descansar.

De pronto noté sus manos grasosas pasando arriba y abajo por mis piernas, las rodillas, los muslos, en el interior, en el lateral y otra vez en el interior hasta casi tocarme el paquete. Ya estamos - pensé intranquilo -, esto no puede ser. De cuando en cuando notaba la crema cayendo sobre mi piel para seguir untándome de forma tan... mejor no decirlo. Dejó los muslos, me untó el vientre, metiendo la mano bajo la goma del bañador hasta rozas la rígida cabeza roja, siguió hacia arriba, estirándose sobre mí para llegarme al pecho y clavándome su par de pomelos en el estómago. Los arrastró sobre mi cuerpo hasta que sus manos alcanzaron mi cuello. Príapo protestó y con razón y ella tuvo que notarlo por fuerza, pero siguió como si tal cosa, embadurnándome la cara y la frente como si de aquella faena dependiera mi vida. Notaba sus duros pomelos abrasándome sin compasión. ¿Por qué me provocaba? ¿Por qué le dejaba que me provocara? Uno de sus muslos entre los míos, su pubis sobre la dura carne de Príapo, y la suave respiración de su boca sobre mi mejilla.

¡Cómo el fogonazo de un flash me vino a la memoria mi sueño erótico de años atrás y abrí los ojos como platos mirándola fijamente!

En sus labios se fue iniciando una sonrisa, sus ojos fulguraron verdes y maliciosos. Susurró sobre mi boca con su aliento cálido:

--¿Te ha gustado eh, y yo qué?

¡Joder! ¿Así que fue un sueño, eh? Pues toma sueño... Se acordaba, la muy... ¡se acordaba! Yo también me acordaba, había querido engañarme durante todos aquellos años. Había sido demasiado real para ser un sueño. Acababa de repetirme las mismas palabras de aquella noche. No pude soportarlo más. La abracé como un loco y me di la vuelta dejándola debajo, exclamando rabioso y exaltado:

--¿Que es lo que quieres de mí? ¿Di, que quieres de mí, maldita seas?

Sus ojos verde mar me miraron fulgurando de nuevo. Vi en ellos la satisfacción por mi derrota, mi completa y absoluta, triste y desgraciada derrota. Seguía sonriendo enigmática.

-- Que te quites de encima, pesas demasiado - respondió lentamente.

La besé como un loco, como un loco de atar, sin que protestara, pero sin responder a mis besos.

--¿Vas a violarme? - preguntó enarcando una ceja mientras aquella media sonrisa distendía nuevamente sus labios, suaves como pétalos de una flor.

La solté, di media vuelta y me dispuse a lanzarme al agua dispuesto a no regresar, no quería volver a verla nunca más, pero se movió con la rapidez del rayo y sentí sus manos atenazando mi tobillo derecho. Me caí cuando largo era sobre la arena y se deslizó sobre mi cuerpo, rápida como una sierpe.

-- Tomy, por favor, ¿quieres ponerme crema en la espalda? Anda, sé bueno, yo te la he puesto a ti. No te enfades hombre, aunque estás muy guapo cuando te enfadas - sonreía mimosa - por favor, Tomy ¿quieres?

No quería mirarla, sabía que sus ojos verdes, su boca, su cara, me trastornarían de nuevo. Yo era como la mantequilla en el horno bajo su cuerpo de vestal romana. No podía claudicar, no debía hacerlo, pero claudiqué:

-- Sin favor - respondí, cerrando los ojos para no verla.

Era un pelele, una marioneta con la que jugaba a placer moviendo los hilos a su antojo.

--Tú estás mucho más moreno que yo. Debes de ir mucho a la playa con los amigotes, y alguna que otra amiguita, supongo - comentó pausadamente.

-- Supones mal, no voy con amigotes, voy con alguna que otra amiguita.

-- No podía ser de otra forma... ja, ja... el Tom Berenger y sus enamoradas ¿Tienes muchas? No es que me importe, ¿sabes? Pero seguro que deben ser seis o siete.

-- Docenas - respondí, maldiciendo interiormente.

-- No me extrañaría, porque de ti se puede esperar cualquier cosa - respondió girando la cara hacia el otro lado para comentar sin transición - ponme bastante o me saltará la piel.

Comencé a frotarla suavemente. No quería manchar el tirante del biquini y pasé la mano bajo él.

-- Desabróchamelo, con la experiencia que tienes sabrás como se hace - comentó sarcástica - si no, me lo mancharás todo de grasa.

Se lo desabroché. Joder - pensé, tragando saliva - sólo tiene trece años ¿cómo es posible que tenga una espalda tan fenomenal? Y qué cintura y qué piel más suave, y que cachas más redonditas. Le puse crema desde la nuca hasta la breve cinturita. No sé como se me ocurrió, pero poco a poco, bajando de las axilas hasta su pecho fui metiendo la mano un poco más adentro hasta tocar el lateral de su seno. Increíble, estaba duro como el mármol y ni la arena era capaz de aplastarlo. Me pasé al otro lado... igual de duro. Maldita sea, me dije, ¿Qué estás haciendo, desgraciado?

-- Toma el tubo, Sharon, ya está - dije, soltando la crema como si quemara, dispuesto a largarme.

-- Espera un momento, grandullón -- se puso de pie antes que yo - Vamos a nadar, anda.

-- No, en top-less ni hablar - respondí sin mirarla.

-- Está bien - dijo suspirando - dámelo.

Cogí el sostén del bikini, me levanté, se giró de espaldas y dijo mimosa:

-- No puedo abrocharlo sola, ¿quieres ayudarme?

Levanté los brazos y se giró tan rápida abrazándose a mi que no me dio tiempo a reaccionar. Sus senos, duros como piedras, se incrustaron en mi estómago, sus muslos en los míos y me mordió en el pecho, luego, levantando la cabeza hacia mí, comentó burlona apretando su pubis contra el mío:

-- Tu hermanito está que se agacha por la pared, grandullón.

-- Suéltame, Sharon, no me hagas enfadar.

-- No me da la gana, te quiero para mi sola ¿me oyes?

-- Eres mi hermana, maldita sea. ¡Suéltame o te doy un cachete!

-- Yo no te quiero como un hermano, te quiero como te quise aquella noche - murmuró apretando de nuevo su pubis contra mi erección, y de nuevo burlona - ¡Tu que me vas a dar un cachete! Anda ya.

--¿Pero es que te has vuelto loca, Sharon?

-- Si, por ti, ya te lo he dicho, te quiero a ti y a éste. Ya te lo dije aquella noche: tienes que ser mi marido - respondió, apretándomelo sobre el bañador con todas sus fuerzas - ¡vaya leño de borrico!

-- Suéltame, eres una descarada, corcho - me aparté simulando enfadado - Esta bien, creo que todo es una tornadura de pelo. Vamos a bañamos, anda.

-- Vale, pero después, ya sabes... si refréscate, pobrecito - comentó con guasa - buena falta te hace.

Me cogió de la mano, salimos corriendo y nos chapuzamos a un tiempo. Estuvimos jugando, nadando, se subió a horcajadas sobre mis hombros para tirarse de cabeza, riéndose como la niña que era pese a su cuerpo de mujer. Me gustaba cuando estaba de buen humor, me gustaba tenerla tan cerca, me divertía haciéndola rabiar y reír. Tenía una dentadura blanquísima y pareja que le he envidiado siempre, no porque yo la tenga mal, sino porque la de ella es perfecta. Se colgaba de mi espalda, gateaba como una ardilla hasta mis hombros y se sentaba con su preciosa entrepierna sobre mi nuca. Besaba sus muslos de ensueño disimuladamente, notando el salado sabor del agua sobre la piel de seda, hasta que ella me tiraba del pelo y me pedía las manos para ponerse de pie. Pocas veces lo lograba, pero se zambullía y se reía a carcajadas al salir del agua.

-- Tengo hambre - comentó resoplando y frotándose los ojos con los pulpejos de la mano.

-- Pues vamos a comer, Sharon.

-- Después - dijo, guiñándome un ojo.

--¿Después de qué? - pregunté frunciendo el ceño.

-- No te hagas el tonto - respondió quitándose el sostén del bikini - Venga, vamos.

Salió disparada hacia las toallas, tiró el sostén a lo lejos como si fuera una jabalina y comenzó a quitarse la parte inferior del bañador. Me di la vuelta, no quería seguirle el

juego. No podía ser. Ya se cansaría. Me puse a pasear lentamente y no tardé mucho en llegar a las rocas de la herradura mirando hacia el horizonte, temiendo girarme.

Silenciosa como una víbora no la sentí llegar hasta que sus brazos me rodearon bajándome el bañador. Me di la vuelta intentado detener sus manos. O ella fue más rápida o yo demasiado lento. Se pegó a mi tan desnuda como yo, presionando con fuerza su vientre sobre mi excitación.

-- Suéltame, Sharon, nos están mirando - mentí, simulando pánico.

-- Que miren, disfrutarán un buen rato - respondió tranquilamente, obligándome a bajar la cabeza para besarme.

Me quedaba bien poca o ninguna resistencia a aquellas alturas. Su boca y su cuerpo eran una tentación demasiado potente para mi poca resistencia ante el radiante esplendor de su cuerpo de niña-mujer. Me arrastró paso a paso hasta las toallas, pegada a mí como una lapa, y caímos sobre ellas. Cómo se las arregló para colocarse encima no lo sé, pero recuerdo que mi muslo estaba entre los suyos, su boca sobre mi boca y su lengua jugaba con la mía moviéndose como una lagartija.

Su cuerpo era la culminación del Universo. Su delta de amor, el más pequeño y perfecto triángulo que jamás viera, y su sexo, de gordezuelos labios sedosos, un tesoro escondido y recóndito, inexplorado, un Arca Perdida cuyo camino no había sido hollado todavía. Las pequeñas ánforas de sus pechos se alzaban desafiantes, sumum de la belleza que creó en verso libre hasta el fin de los siglos el poeta del Cantar de los Cantares, cúpulas níveas del celestial firmamento. La estrecha cinturita, marcaba la curvatura de la tierra en sus caderas y la unión de las columnas del Sagrado templo de la Vida, la más perfecta obra de arte salida de mano de escultor habido; cincelados los muslos, esculturales las piernas, bella y hermosa toda ella cual diminuto camafeo hecho carne sedosa y satinada.

Cuando sus nalgas se levantaron, a mi mente acudió lo mismo que pensé aquella noche, cinco años atrás: se va a hacer daño y desistirá. Sin embargo, poco a poco, mordiéndose los labios, fue descendiendo lentamente, enterrándome, milímetro a milímetro en el delicioso y húmedo calor de su estuche amoroso, hasta la raíz. Me miró con los ojos desmesuradamente abiertos, fulgurando verdes y ansioso mientras subía y bajaba sus nalgas con una cadencia lenta y premeditada que me llevaba una y otra vez a detener con inauditos esfuerzos mis incontenibles deseos de inundarla. No quería que ocurriera lo que años atrás había ocurrido. Deseaba saciarla de mí, antes de saciarme yo ella y esperé.

Esperé, disfrutando de su maravilloso y escultural cuerpo durante mucho tiempo, esperé sorbiendo su lengua cuyo dulce sabor siempre me ha asombrado, esperé oírla gemir y esperé casi quince o veinte minutos, oyendo sus arrullos y sus sofocados gemidos de placer. Se movía siempre al mismo ritmo, produciéndome un tormentoso alud de sensaciones alucinantes, deliciosamente increíbles e inexplicables, sensaciones que nunca antes había experimentado, ni siquiera con Marisa, pero, sin lugar a dudas, Sharon sabía llevarlas hasta límites inauditos.

De pronto su vaivén se hizo más rápido, sus besos más profundos, sus caricias me arrastraban una y otra vez hasta el paroxismo. Mis manos rozaban su nacarada piel de seda desde el cuello hasta las nalgas, duras, prietas, macizas, que presionaba con fuerza hundiéndome en ella hasta la raíz a cada embestida. Comencé a temblar en el umbral del orgasmo, me miró con los ojos inmensamente abiertos, y, de repente, me mordió el labio inferior con tanta fuerza que me cortó en seco el orgasmo y se apartó de mí como una flecha.

--Tengo hambre, vamos a comer - dijo, mirándome burlona, y corriendo acto seguido hacia el mar. Llevaba en los muslos las marcas sanguinolentas de su desfloración. Luego salió del agua y después se puso el biquini.

Me había dejado con la miel en los labios y con uno sangrando atravesado por sus dientes de gata, tenía en la boca el sabor de mi sangre. ¿Por qué demonios coronados lo había hecho? Ve tú a saber - me dije, perplejo y de mal humor - está sonada la maldita gata, y te está bien empleado por incestuoso. Tuve intenciones homicidas, meterle la cabeza en el agua hasta que se ahogara, nadie se daría cuenta de que había sido un asesinato. Se ahogó nadando - diría yo a la policía - no pude hacer nada, me había quedado dormido.

-- Venga, vamos, ¿qué haces ahí tumbado al sol como un lagarto? Tengo hambre. Vamos, grandullón, muévete.

Corrió hacia las rocas trepando por ellas con el bolso en bandolera, descalza y ágil como una cabra hispánica. Se giró al llegar a la mitad de las rocas. Hasta mí llegaron sus gritos:

-- Muévete, grandullón. Es tarde y tengo hambre.

Me vestí, recogí las toallas y subí despacio, intentado aplacar mis deseos de asesinarla. Cada salivazo de sangre me arrancaba una maldición. Se me había hinchado y lo notaba abultado como un pepino. Cuando llegué arriba me miró desde el otro lado del coche. No estaba muy segura de mi reacción y, por si acaso, interponía una barrera entre los dos Pero cuando vio que tenía la barbilla con chorretes de sangre se asustó, vino corriendo con un pañuelo, lo mojó en saliva y comenzó a limpiármela haciendo pucheros y diciéndome que ella o quería hacerme tanto daño.

La cogí por la garganta y sus ojos me miraron cariñosos y amables. Si hubiera apretado las manos le habría partido el cuello, pero aquellos preciosos e inmensos ojos verdes me miraban serenos y confiados.

-- Si quieres matarme, mátame, me da igual - dijo, apretando los labios y cerrando los ojos.

Le di un empujón y se dio de nalgas contra la chapa del coche. Pegó un salto como un canguro chillando a grito pelado. La verdad es que la chapa ardía de haber estado tantas horas al sol. No sentí ningún remordimiento. Sin hacer caso de sus lloros abrí las portezuelas para que el coche se ventilara y encendí el aire acondicionado. Me miré el labio en el espejito, tenía un corte de dos centímetros y todavía sangraba un poco. Volví a escupir justo en el momento en que ella se acercaba. El salivazo sanguinolento fue a darle en uno de sus deslumbrantes muslos. Debió de pensar que lo había hecho a propósito, pero me daba igual. Se lo miró, me miró a mí y se agachó limpiándose con el pañuelito refunfuñando algo que no logré entender.

Encendí el motor poniendo a tope el aire acondicionado. Debió de pensar que, con el cabreo que llevaba, me marcharía sin ella porque la vi correr para dar la vuelta hacia su puerta. Todavía estaba en biquini. Esperé a que cerrara y salí hacia atrás a toda pastilla. Si no se sujeta con las manos en el salpicadero se da de morros contra el cristal. Bufó, me miró de soslayo y se puso el cinturón. Luego muy mimosa comentó:

-- Lo siento, de verdad, cariño, lo siento mucho. Pero estabas a punto de gozar. Tú me hiciste lo mismo aquella noche. Ahora ya sabes lo que se siente y estamos en paz.

El asombro me hizo dar un volantazo que a poco más nos envía a la cuneta. No podía creérmelo, seguramente lo había entendido mal. Era imposible que hubiera esperado cinco años con la idea de tomarse cumplida venganza. No me cabía en la cabeza semejante idea, pero lo había dicho. Permanecí en silencio dándole vuelta y vueltas a sus palabras. Cinco años - me dije, atónito - ha esperado esta criatura para engatusarme con la maravilla de su cuerpo fidiano, para tomarse la revancha de algo ocurrido un siglo antes; porque teniendo en cuenta su edad, cinco años por lo menos representan un siglo. ¿Por qué? ¡Inconcebible!

-- Dime algo, grandullón, no estés tan enfadado, yo te quiero mucho, te quise siempre. Ahora ya estamos empatados, la próxima vez disfrutaremos juntos y......

-- No habrá próxima vez - corté rápido, haciendo una mueca por culpa del labio.

-- ¿Ah, no? Ya veremos. Tú, aunque no lo sepas, me quieres tanto como yo te quiero a ti. Bueno, tanto no, pero casi.

-- Yo te quiero porque eres mi hermana, y nada más.

-- Y nada más... y nada más - remedó burlona - iY un rábano, nada más! No te engañes, grandullón, tú y yo, algún día, seremos marido y mujer y tendremos dos hijos preciosos. Ya te lo dije aquella noche.

-- Estás más sonada que las vacas locas de Inglaterra -, y pese al dolor del labio, no pude

por menos que sonreír.

-- Ríete... ríete... tú si que estás loco... pero por mí, como yo lo estoy por ti.

-- Pues no me quieras tanto, porque sino acabarás conmigo.

-- No volverá a ocurrir, cariño mío.

Aparqué el coche delante del restaurante cerrando las puertas antes de que pudiera salir vestida sólo con el biquini. En las braguitas se destacaba nítida una mancha de sangre como prueba evidente de su desfloración. Me sentí avergonzado y culpable de haber consentido aquel incesto. Pero ella parecía muy satisfecha por lo ocurrido.

-- Me gusta que tengas celos de que me vean en bañador. Eso me demuestra lo mucho que me amas, aunque tú no lo sepas, grandullón - comentó en voz baja guiñándome un ojo con picardía.

--¡Venga ya, no desbarres! Hazme el favor de vestirte - respondí de mal humor sólo de pensar que pudiera tener razón.

-- Si, amor mío, si, ya me pongo el vestido - comentó, sacándolo de la bolsa de baño, luego me miró sonriendo - ¿vale así?

-- Date un poco de carmín, aún tienes los labios hinchados.

Bajó el espejo de cortesía, se miró y se aplicó suavemente el rojo de labios.

--¿Así que no me quieres? Pues si llegas a quererme me matas - comentó mirándome

risueña y alegre - vale, grandullón, ya puedes dejarme salir.

-- Sharon... siento mucho lo ocurrido, de verdad, toda la culpa ha sido mía. ¿Estás segura de que te encuentras bien?

-- Tomy, no estés preocupado, amor mío, ha ocurrido porque yo quise que ocurriera, deseaba que ocurriera. He estado años esperando este momento - me besó el labio lastimado muy suavemente pasándome la mano por la mejilla.

-- Es que... aún tienes una mancha de sangre en el biquini - comenté para preguntarle nuevamente - ¿Estas segura de que te encuentras bien?

-- Me encuentra perfectamente, amor mío. Déjalo ya ¿quieres?

Comió con apetito de lobo, mirándome de cuando en cuando el labio con ojos preocupados. Tuve que comer despacio debido al picor que me causaba la sal del marisco sobre la herida. Sin embargo, el dolor desapareció poco a poco y el salobre desinfectó la herida logrando reducir la hinchazón hasta casi hacerla desaparecer.

Me juré que lo ocurrido no volvería a repetirse. De ninguna manera dejaría que sucediera por tercera vez un incesto tan repugnante. Me hice el firme propósito de acabar con aquello para siempre. Hablé poco durante la comida y el poco gasto que se hizo de conversación corrió a cargo de Sharon, limitándome yo a contestar a sus preguntas. Lo mismo ocurrió en el coche durante el camino de regreso. Me limité a oírla desbarrar sobre lo mucho que me amaba desde siempre, desde niña pequeña. Cuando en el colegio una amiga mayor que ella le explicó como se hacían los niños, y que para ello necesitaba aquel trozo de carne que tenían los hombres entre las piernas, fue cuando decidió entregarse al hombre que amaba a la primera ocasión que se le presentase. Cuando la desprecié, dándole la espalda y dejándola sin el hijo que deseaba, se enfadó tanto que durante los cinco años siguientes sólo estuvo pensando en hacerme el mismo desprecio. Claro que entonces no sabía que a su edad, ni a la de su grandullón, les era imposible engendrar un hijo. Todos los chicos de la escuela y más tarde del Instituto andaban como perros en celo detrás de ella, pero para ella no había más hombre que su grandullón, ni nunca lo habría. Ahora ya sabía que no podríamos tener hijos hasta dentro de unos años, cuando los dos nos quedáramos solos en el mundo y no tuviéramos que dar cuenta de nuestros actos a nadie.

-- Estás deseando que se mueran los abuelos ¿verdad, Sharon? - no pude por menos de preguntarle mirándola directamente a los ojos, incapaz de soportar durante más tiempo tanto disparate.

-- No, de verdad que no. Te lo juro, pero tendrá que suceder aunque yo no lo quiera. Yo te quiero, te amo ¿es que tu no me amas ni siquiera un poco?

-- Sharon, te quiero... como una hermana ¿comprendes? Aunque te amara como a una mujer, no podríamos tener hijos, es peligroso, según la genética demuestra...

--¡Déjate de genética y de demostraciones! Tú conoces como yo a esos dos hermanos, gallegos precisamente, que viven como marido y mujer y tienen tres hijos preciosos. Los has leído en Interviú, igual que yo ¿o no?

-- Si, pero ellos se enamoraron sin conocerse, vivieron juntos sin saber que eran hermanos, además tienes que tener en...

-- ¡Valiente argumento el tuyo! No quiero tener nada en cuenta, sólo sé que te amo y que tú me amas a mí. Con eso me basta.

-- Yo no te amo, Sharon, te quiero y nada más.

-- Tú me deseas como yo te deseo a ti, y ese deseo tan fuerte sólo puede darse en dos personas que se aman como tú y yo. Atrévete a negármelo, anda - me miró con los ojazos abiertos de par en par, con la misma expresión ansiosa que puso cuando la penetré en la playa.

-- No, no es lo mismo desear que amar. Tú me provocas, eres tú quien lo hace todo. Tú me posees a mí. Yo no te lo impido, es cierto, pero no puede volver a ocurrir, Sharon, y no ocurrirá.

Se puso a llorar silenciosamente y tuve que parar el coche, abrazarla, acariciarla, besarla y llevarla en brazos hasta debajo de unos pinos. Hasta allí llegaron mis propósitos de no dejarme seducir. Cuando lentamente fui penetrándola, sus verdes ojos de gata fueron abriéndose desmesuradamente, húmedos aún de lágrimas.

--¿Me amas? Di ¿me amas? - preguntó en un susurro, besándome apasionada.

¿Que podía decirle? ¿Qué mi amor era Marisa? No me atreví, porque ya no estaba seguro.

-- Si te amo, nena, te amo - respondí, comenzando a bombearla despacio para no lastimarla.

Era una fruta prohibida por todas las leyes humanas y divinas, pero era una fruta deliciosamente fresca y hermosa. No sé si la amaba, pero ella tenía razón al decir que la deseaba con todas las fibras de mi cuerpo. La sentí llegar cuando su pequeño y casi imberbe sexo comenzó a palpitar sobre el mío. Esperé, notando sus jugos tibios y acariciantes bañándome en una caricia inaguantable. Me dejé ir inundándola ferozmente de semen contenido. Con el primer y potente borbotón exclamó:

-- i Oh, mi vida, esto era!

En los siguientes borbotones volvió a repetir:

-- Amor mío... esto... era... . iOh, si, esto, esto, esto era! i Oh, voy a des... ma... yar... me!

Y su grito rebotó como un eco bajo la copa de los árboles mientras su cuerpo quedaba desmadejado entre mis brazos con los bellos ojos desmesuradamente abiertos. Cuando su respiración se normalizó, sus párpados fueron cerrándose poco a poco y sonrió satisfecha y feliz.

--¿Me amas? -- volvió a susurrar con los ojos cerrados.

-- Si te amo, pero esta es la última vez, Sharon.

-- Si, mi vida, lo que tu digas - respondió sin moverse.

Nos disfrutamos apasionadamente durante dos horas más por última vez. Ya no me importaba llegar tarde a casa, ni las clases de matemáticas ni nada que me impidiera amarla y tenerla sólo para mí.

A partir de aquel día y durante todo el mes de julio y agosto, Sharon y yo, disfrutábamos uno del otro todos los días. En la playa, en la montaña o en cualquier sitio donde tuviéramos oportunidad de hacemos el amor y, eso sí, siempre por última vez. Pero era en casa, durante las clases de matemáticas, cuando se sentaba a estudiar encima de mis muslos que, casi sin movemos, procurando hablar normalmente, nos disfrutábamos siempre al unísono. Era sintomático, en cuanto yo sentía las pulsátiles contracciones de su sexo, me dejaba ir inundándola con unos borbotones tan abundantes y potentes que se volvía loca de placer. Tenía que taparle la boca porque, si no, sus gritos hubieran atraído incluso a la policía.

Cada día que pasaba aumentaba mi ansia de Sharon y la de ella por mí. Tuve que convencerla de que teníamos que seguir peleándonos como antes, sin exagerar, pero procurando no reímos cuando yo la llamaba renacuajo o ella simulaba enfadarse haciendo pucheros. Fue quizá aquel disimulo lo que nos mantenía deseándonos a todas horas.

Llegamos a disfrutarnos ocho veces en un día y no por eso perdíamos el mutuo deseo de poseemos. Aún estando hartos hasta la saciedad, nuestro deseo perduraba más allá de toda explicación razonable.

A primeros de septiembre antes de comenzar el segundo curso en la Facultad, tuvimos que separamos sin remedio, disimulando nuestro desconsuelo ante los demás. Fueron los días más tristes del verano. Era hora de volver con Marisa de la que no me había vuelto a acordar.

Mas de Jotaene

La niña de mis ojos

Así somos los gallegos

El fondo del alma

Edad media y leyes medievales

¡Oh, las mujeres!

Hetairas. cortesanas y rameras (1)

La loba

Lo potencial y lo real

Una vida apasionante (3)

Una vida apasionante (5)

Una vida apasionante (4)

Arthur Shawcross

Bela kiss

Romasanta, el hombre lobro

Poemas de Jotaene

Anuncio por palabras

Una vida apasionante (2)

Una vida apasionante

La semana tráquea

Relatos breves y verídicos (1)

El parricida sonámbulo

Curvas Peligrosas

Un fallo lo tiene cualquiera

Mujer prevenida vale por dos

La prostituta y su enamorado

Tiberio Julio César, el crápula

Caracalla, el fratricida incestuoso

Despacito, cariño, muy despacito (8)

Cómodo, el incómodo

El matriarcado y el incesto (4)

El matriarcado y el incesto (1)

Incestos históricos (4)

El matriarcado y el incesto (3)

El matriarcado y el incesto (2A)

Viene de antiguo

Viene de antiguo 2

El gentleman

Margarito y la virgen de Rosario

La multivirgen

Un grave encoñamiento (7 - Final)

Un grave encoñamiento (6A)

Un grave encoñamiento (6)

Despacito, cariño, muy despacito (7)

Despacito, cariño, muy despacito (6)

Despacito, cariño, muy despacito (5)

Incesto por fatalidad (8)

Academia de bellas artes

Un grave encoñamiento (5A)

Orgasmos garantizados

Un grave encoñamiento (5)

Un grave encoñamiento (4)

El sexo a través de la historia (2)

El sexo a través de la historia (3)

Despacito, cariño, muy despacito (4)

Despacito, cariño, muy despacito (3)

Un grave encoñamiento (3C)

Un grave encoñamiento (3B)

Un grave encoñamiento (3A)

Un grave encoñamiento (1)

La leyenda negra hispanoamericana (3)

Un grave encoñamiento (2)

Despacito, cariño, muy despacito (1)

Incestos históricos (3)

La leyenda negra hispanoamericana (2)

Incestos históricos (2)

La leyenda negra hispanoamericana (1)

Incestos históricos (1)

Incesto por fatalidad (5)

Incesto por fatalidad (6)

El dandy

Incesto por fatalidad (2)

Incesto por fatalidad (3)

Incesto por fatalidad (1)

Incesto por fatalidad (4)

Hundimiento del acorazado españa

Un viaje inútil

Como acelerar el orgasmo femenino

La máquina de follar

Placer de dioses (1)

Sola

Placer de dioses (2)

Follaje entre la nieve

Navegar en Galeón, Galero o Nao

Impresiones de un hombre de buena fe (7)

El Naugragio de Braer

La Batalla del Bosque de Hürtgen

El naufragio del Torre Canyon (1)

El naufragio del Torre Canyon (2)

El naufragio del Torre Canyon (3)

La batalla de Renade

Impresiones de un hombre de buena fe (6)

Impresiones de un hombre de buena fe (4)

Impresiones de un hombre de buena fe (7-A)

No sirvió de nada, Mei

Olfato de perro (5)

Hundimiento del Baleares

Cuando hierve la sangre (2)

Cuando hierve la sangre (1)

Olfato de perro (4)

Paloduro

Olfato de perro (1)

Impresiones de un hombre de buena fe (1)

Impresiones de un hombre de buena fe (2)

Olfato de perro (3)

Impresiones de un hombre de buena fe (3)

Olfato de perro (2)

La hazaña del Comandante Prien

Una tragedia Marítima olvidada (5 Fin)

Una tragedia Marítima olvidada (4)

Una tragedia Marítima olvidada (3)

Una tragedia Marítima olvidada (2)

Una tragedia Marítima olvidada (1)

Derecho de Pernada (5)

Derecho de Pernada (4)

Derecho de Pernada (2)

Derecho de Pernada (3)

La Hazaña el Capitán Adolf Ahrens

Derecho de Pernada (1)

La maja medio desnuda

Oye ¿De dónde venimos?

Mal genio

Misterios sin resolver (2)

Misterios sin resolver (3)

Crónica de la ciudad sin ley (10)

Crónica de la ciudad sin ley (9)

El asesino del tren

Tanto monta, monta tanto

Crónica de la ciudad sin ley (8)

El timo (2 - 1)

Testosterona, Chandalismo y...

El canibalismo en familia

¿Son todos los penes iguales?

Código de amor del siglo XII

Ana

El canibal japones.

El canibal alemán

El canibal de Milwoke

El anticristo Charles Manson

Crónica de la ciudad sin ley (6)

Crónica de la ciudad sin ley (7)

El 2º en el ranking mundial

El timo (2)

El vuelo 515 (3)

El bandido generoso

El carnicero de Hannover

El Arriopero anaspérmico

El vuelo 515 (2)

El vuelo 515 (1)

El carnicero de Plainfield

El petiso orejudo

La sociedad de los horrores

Don Juan Tenorio con Internet

Andrei chikatilo

El buey suelto

Gumersindo el Marinero

La confianza a la hora del sexo

El timo (1)

Los sicarios de satán

The night stalker

Barba azul

¿Serás sólo mía?

Hasta que la muerte os separe.

¿Quién pierde aceite?

Encuesta sobre el orgasmo femenino

Virtudes Teologales

El mundo del delito (8)

El sexólogo (4)

El barco fantasma

Captalesia

El sexólogo (3)

El mundo del delito (7)

The murderer

El sotano

El signo del zorro

Memorias de un orate (13)

Memorias de un orate (14 - Fin)

El orgasmómetro (9)

El orgasmómetro (10)

El sexólogo (1)

El sexólogo (2)

La sexóloga (4)

La sexóloga (5)

La sexóloga (3)

La sexóloga (2)

Memorias de un orate (12)

El mundo del delito (4)

El mundo del delito (5)

La sexóloga (1)

Memorias de un orate (9)

Memorias de un orate (11)

Memorias de un orate (10)

Memorias de un orate (9 - 1)

Qué... cariño ¿que tal he estado?

¿Que te chupe qué?

Memorias de un orate (7 - 1)

Memorias de un orate (7)

Memorias de un orate (6)

Memorias de un orate (8)

Memorias de un orate (5)

Memorias de un orate (4)

Enigmas históricos

Memorias de un orate (3)

Ensayo bibliográfico sobre el Gran Corso

El orgasmómetro (8)

El viejo bergantin

El mundo del delito (1)

El mundo del delito (3)

Tres Sainetes y el drama final (4 - fin)

El mundo del delito (2)

Amor eterno

Misterios sin resolver (1)

Falacias políticas

El vaquero

Memorias de un orate (2)

Marisa (11-2)

Tres Sainetes y el drama final (3)

Tres Sainetes y el drama final (2)

Marisa (12 - Epílogo)

Tres Sainetes y el drama final (1)

Marisa (11-1)

Leyendas, mitos y quimeras

El orgasmómetro (7)

Marisa (11)

El cipote de Archidona

Crónica de la ciudad sin ley (5-2)

Crónica de la ciudad sin ley (5-1)

La extraña familia (8 - Final)

Crónica de la ciudad sin ley (4)

La extraña familia (7)

Crónica de la ciudad sin ley (5)

Marisa (9)

Diálogo del coño y el carajo

Esposas y amantes de Napoleón I

Marisa (10-1)

Crónica de la ciudad sin ley (3)

El orgasmómetro (6)

El orgasmómetro (5)

Marisa (8)

Marisa (7)

Marisa (6)

Crónica de la ciudad sin ley

Marisa (5)

Marisa (4)

Marisa (3)

Marisa (1)

La extraña familia (6)

La extraña familia (5)

La novicia

El demonio, el mundo y la carne

La papisa folladora

Corridas místicas

Una chica espabilada

¡Ya tenemos piso!

El pájaro de fuego (2)

El orgasmómetro (4)

El invento del siglo (2)

La inmaculada

Lina

El pájaro de fuego

El orgasmómetro (2)

El orgasmómetro (3)

El placerómetro

La madame de Paris (5)

La madame de Paris (4)

La madame de Paris (3)

La madame de Paris (2)

La bella aristócrata

La madame de Paris (1)

El naufrago

Sonetos del placer

La extraña familia (4)

La extraña familia (3)

La extraña familia (2)

La extraña familia (1)

Neurosis (2)

El invento del siglo

El anciano y la niña

Doña Elisa

Tres recuerdos

Memorias de un orate

Mal camino

Crímenes sin castigo

El atentado (LHG 1)

Los nuevos gudaris

El ingenuo amoral (4)

El ingenuo amoral (3)

El ingenuo amoral (2)

El ingenuo amoral

La virgen de la inocencia (2)

La virgen de la inocencia (1)

Un buen amigo

La cariátide (10)

Servando Callosa

Carla (3)

Carla (2)

Carla (1)

Meigas y brujas

La Pasajera

La Cariátide (0: Epílogo)

La cariátide (9)

La cariátide (8)

La cariátide (7)

La cariátide (6)

La cariátide (5)

La cariátide (4)

La cariátide (3)

La cariátide (2)

La cariátide (1)

La timidez

Adivinen la Verdad

El Superdotado (09)

El Superdotado (08)

El Superdotado (07)

El Superdotado (06)

El Superdotado (05)

El Superdotado (04)

Neurosis

Relato inmoral

El Superdotado (03 - II)

El Superdotado (03)

El Superdotado (02)

El Superdotado (01)