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El invento del siglo (2)

en Confesiones

LAS GAFAS PRODIGIOSAS 2

Apoyada en la jamba de la puerta de la cocina permaneció en silencio mirándolo cocinar. Tampoco en esta ocasión mostró interés alguno por mirarla pese a que la había oído taconear sobre las baldosas del pasillo. Inconscientemente su vista de nuevo se dirigió hacia su entrepierna. El imponente falo colgaba hasta medio muslo e imaginó su enormidad cuando alcanzara su máxima potencia. La desconcertada el poco caso que le hacía y sentíase herida en su orgullo pues estaba cansada de oír que tenía un cuerpo fabuloso y un rostro de belleza arrebatadora. También sabía que estaba enamorado de ella desde hacía mucho tiempo. Claro que según él y sus famosas pastillas aunque estuviera vestida podía verla desnuda. Mabel sabía muy bien que todos los hombres la desnudaban con los ojos cuando caminaba por la calle, pero no era lo mismo, ahora la tenía cerca en carne y hueso

-- Huele muy bien, ¿Qué estás haciendo?

-- Lubina al hinojo – respondió atento a la cazuela que tenía sobre la vitro cerámica.

-- Es uno de mis platos preferidos – comentó.

-- Ya lo sé.

-- Ah, claro, me olvidaba que puedes leerme el pensamiento.

-- Ahora no, se me ha pasado el efecto de las pastillas – respondió girándose a mirarla por primera vez. Sonrió comentando – Eres una preciosidad, Mabel.

-- Ya me lo has dicho. ¿Qué has hecho de mi ropa?

-- Está en la lavadora. Oye, ¿quieres llevarte la ensalada al comedor y preparar la mesa? Encontrarás lo necesario en el aparador.

-- Por supuesto – respondió, separándose de la puerta y recogiendo la fuente con la ensalada. Al colocarse a su lado volvió a mirarlo. El levantó una ceja en señal de interrogación:

-- No sé porque siempre andas tan desaliñado y sucio. Afeitado y peinado pareces otro.

-- No tengo tiempo para preocuparme de mi aspecto.

-- Claro, tú y tus famosos inventos – comentó con sorna saliendo de la cocina.

-- Oye ¿te gusta el vino blanco "Perla" de las bodegas Jumilla?

-- No lo sé, no lo he probado nunca – respondió levantando la voz.

Acababa de poner la mesa pensando en regresar a la cocina cuando apareció él con la lubina en dos fuentes, limpia de espinas, con guarnición de espinacas con piñones y pasas. Se le hizo la boca agua. Tenía apetito, y tuvo que reconocer en su fuero interno que no sólo tenía hambre de comida. Se estaba exponiendo demasiado, se estaba jugando por un capricho tonto algo más que la buena vida que le proporcionaba Juliano Xantina, un calabrés celoso como un moro, uno de los más importantes jefes de la Mafia italiana.

Volvió él a la cocina y regresó al cabo de un momento con una botella dentro de una cubitera rodeada de hielo. Escancio dos copas y le ofreció una. El vino estaba delicioso, frío y ligeramente abocado. Brindaron con los brazos entrelazados y, por primera vez, notó contra su cuerpo desnudo como se erguía la temible herramienta del hombre. Era un palmo más alto que ella pero su miembro le llegaba casi hasta las tetas. Calzarse aquella herramienta sería una experiencia difícil de olvidar.

-- Oye, la lubina está de muerte y, por cierto, ¿qué vinagre has puesto en la ensalada?, está buenísima.

-- Vinagre de Módena, me alegra que te guste, pero tú estás mucha más buena.

-- Gracias.

-- Las tuyas, preciosidad. Luego tendrás que pagar tu deuda ¿No te habrás olvidado?

-- No, no me he olvidado, pero con esa atrocidad de herramienta vas a partirme en dos.

-- ¡Venga, ya! No me harás creer que eres virgen.

-- No lo soy, pero jamás he visto cosa parecida.

-- ¿Lo dices en serio?

-- Nunca he hablado tan en serio.

-- No te preocupes, seré cuidadoso. ¿Es por eso que te has quedado? – preguntó sin darse cuenta de la grosería.

Ella lo miró con frialdad y él se apresuró a disculparse:

-- Perdona, he sido un maleducado, ¿me perdonarás? – y le acarició suavemente la mejilla mirándola con ojos de mártir.

-- No me hagas reír, Carlos. Si puedes leerme el pensamiento para que voy a disimular, pero no ha sido un comentario afortunado.

-- Lo reconozco, dime que me has perdonado.

-- ¿Tanta importancia tiene para ti? – preguntó ella bebiendo después un sorbo de vino sin dejar de mirarlo.

-- Si, tiene mucha importancia. Tú sabes que estoy muy enamorado de ti desde hace tiempo y ya te he dicho que quiero que te cases conmigo, por eso me preocupa haberte ofendido.

-- Vale, pues no te preocupes más, te he perdonado – comentó sonriendo.

-- ¿Eso significa que te casarás conmigo?

-- Es imposible, Carlos. El sólo hecho de estar aquí puede resultar fatal para los dos.

-- ¿Por qué, puedes explicármelo?

Lo miró como si lo viera por primera vez. Le parecía imposible que después de dos años viviendo en el mismo edificio, aún no supiera que era la amante de Xantina, el hombre que le pagaba todos sus gastos y caprichos, que eran muchos. Afortunadamente Juliano se encontraba fuera de la ciudad, de otro modo no se hubiera atrevido a quedarse con Carlos.

Después del café y los licores lo vio levantarse de la mesa y recoger los platos. Se levantó para ayudarlo, caminando detrás de él mirándole la fuerte musculatura de los brazos y piernas, las nalgas, duras y estrechas y la amplitud de sus hombros. Desde luego desnudo parecía otro hombre. Regresaron a la mesa. Carlos se había puesto las gafas de nuevo y ella lo miró extrañada pero no hizo comentario alguno. Sabía que el piso de Carlos era el más grande de la finca, aunque no sabía que era de su propiedad. Tampoco sabía que de las tres viviendas que tenía cada planta, dos eran de Carlos y se comunicaban. La segunda vivienda era la que el hombre tenía habilitada como laboratorio. De todas formas, dado que era uno de los barrios más elegantes de la ciudad y lo grande que el piso era debía pagar una renta elevada, pero por muy elevada que fuese, Carlos no podía permitirse mantener el lujo de una mujer como ella y aún en el caso de que pudiera, estaba Juliano y el calabrés era muy capaz de ordenar que los liquidaran si se enteraba de lo que estaba haciendo.

-- ¿En qué piensas? – preguntó él de pronto encendiendo dos cigarrillos y alargándole uno.

-- ¿Ya no puedes leerme el pensamiento? – preguntó sonriendo con picardía.

-- Ya te he dicho que se me ha pasado el efecto de las pastillas - mintió con todo descaro, pues deseaba que ella se lo explicara verbalmente.

-- ¡Ah, si, claro, las famosas pastillas! Pues es una lástima porque me evitarías muchas explicaciones.

-- Tengo que decirte, Mabel, que por el dinero no te preocupes, tendrás todo el que necesites y más, ya te lo he dicho, pero si hay alguna otra razón deberías decírmelo ¿No crees?

Se quedó pensativa, sintiendo como la mano masculina le acariciaba con la yema de los dedos el pezón de su bien formada mama derecha. Le apartó la mano, preguntando:

-- ¿Conoces a Juliano Xantina?

-- No, no lo conozco – mintió, sin dejar de observarla.

-- ¡Pero si me has visto más de una vez con él en el ascensor! – exclamó sorprendida

-- Puede ser, pero no lo recuerdo. Soy bastante despistado y yo sólo me fijo en ti. Me fijé desde el primer día y me enamoré de ti en ese momento.

-- Pues, mi querido Carlos, si se enterara que estoy desnuda en tu piso no sé si llegaríamos a mañana.

-- No será tanto. Además, si te casas conmigo…

-- ¡Ja! ¡Casarme contigo! – Cortó ella rápida -- ¿Es que no has oído lo que te he dicho?

-- Si que lo he oído, pero yo también sé protegerme, princesita.

-- No digas chorradas, Carlos, se ve que no lo conoces.

-- Ni tú a mi tampoco. Si quieres casarte conmigo, por Juliano no tienes que preocuparte.

La risa de la muchacha brotó cantarina y espontánea. Su mano acarició la mejilla del hombre con la misma ternura que podría acariciar a un niño.

Se quitó él las gafas guardándolas en el cajón del aparador y la levantó de la silla como si fuera una pluma llevándola en brazos hasta el dormitorio y depositándola en la cama con tanta delicadeza como si fuera una figurita de porcelana. Se acostó a su lado, mientras ella miraba no sin cierta aprensión la descomunal rigidez del miembro, grueso y largo como su antebrazo. Fumaron en silencio mientras él le acariciaba con la yema de los dedos los pechos y los pezones que notaba duros como canicas de piedra. Acabaron de fumar en silencio y cuando pensaba que él acabaría subiéndole encima y había separado los muslos casi en compás, el hombre metió la cabeza entre ellos y comenzó a acariciar su intimidad.

-- Pero ¿Qué haces? – preguntó arqueándose ante el agasajo.

-- Lubricarte, querida.

Tuvo un orgasmo casi de inmediato, y al primero siguieron otros dos aún más intensos. Ella le tiró del pelo y él subió encima con su tremendo falo presionando sobre su sexo. Se mantuvo quieto, sin penetrarla. Fue ella quien adelantó las caderas y de un golpe se engulló el grueso glande no sin cierta dificultad.

-- Dios, qué cosa más grande.

-- ¿Te hago daño?

-- No, sigue, anda. ¡Oh, Jesús, que barbaridad! – volvió a exclamar sintiendo como la descomunal verga la penetraba despacio.

-- Si quieres que me detenga, avísame.

-- No, no te detengas, cariño, dame un poco más, aún tienes la mitad fuera, no se si podré con todo.

-- Si podrás, mi niña, la vagina es muy elástica.

Se detuvo definitivamente cuando el congestionado glande tropezó con el pico del útero sin que la rígida barra de carne hubiera entrado entera. Gemía ella de placer, mordiéndose los labios suavemente cuando él, sujetándola por las nalgas giró sobre su cuerpo colocándola encima. Abrió los ojos, vidriados por el placer, para mirarlo y fue entonces cuando él preguntó:

-- ¿Te casarás conmigo?

-- Pero qué canallita eres, mi niño. Sabes que no puede ser.

-- Si te casas conmigo no tendrás nada que temer.

-- Si, amor, lo que tu digas, pero sigue.

Nunca en toda su vida había sentido tanto placer ni tan profundo. Jamás había tenido orgasmos tan intensos como los que aquella tarde tuvo. Se notaba completamente repleta, llena y dilatada por el descomunal falo masculino. La primera eyaculación del hombre fue bestial, una catarata de semen que la inundó golpeando su matriz con la fuerza de un geiser y creyó perder el sentido de la realidad cuando, casi al unísono, también ella empapó de arriba abajo el inmenso falo con tal intensidad como jamás hubiera creído que pudiera hacerlo. Quedó desmadejada sobre el hombre mientras en los estertores del orgasmo su vagina se contraía una y otra vez sobre la descomunal herramienta y se admiró, al finalizar, que él siguiera tan rígido como al empezar. Fueron horas de amor frenético. Ella perdió la cuenta de sus orgasmos y él la disfrutó seis veces casi seguidas. Caía la tarde cuando por fin se separaron.

-- Nena, ¿Quieres que sigamos?

-- No, por Dios, cariño, estoy agotada y tengo más hambre que Carpanta.

-- Eso es fácil de remediar, iremos a cenar a un restaurante, pero…

-- Pero ¿qué? – preguntó cuando él se detuvo.

-- ¿Podrías quedarte toda la noche?

-- No, cariño, cuando está fuera acostumbra a llamarme por la noche.

-- ¿No tienes móvil?

-- Si, pero al móvil sólo me llama de día. Es muy desconfiado y creo que hasta me hace vigilar cuando se va de viaje.

-- Eso no es vivir, princesa, es lo mismo que estar encerrado en una prisión.

-- Lo sé, ¿pero qué puedo hacer? Le tengo miedo y tú deberías tenérselo también.

-- Si no estuviera Juliano, ¿te casarías conmigo?

Dudó un momento antes de responder, mirándolo muy seria. Bajó la cabeza y susurró:

-- Creo que sí. Estoy harta de soportarlo

-- Bueno, pues vamos a ducharnos y a cenar al Restaurante"Flor de Lis".

-- ¡Estás loco! Ahí nos conocen a Juliano y a mí. Siempre comemos en ese restaurante cuando está en la ciudad.

-- Vamos a ducharnos. Anda, levántate. ¿O quieres que te lleve en brazos?

-- No estaría mal – sonrió la muchacha.

La levantó como a una pluma y ella aprisionó las caderas masculinas con sus muslos, dejando caer las nalgas parra que la nueva erección de Carlos la penetrara hasta despacio hasta que tropezó en el fondo de la vagina con el pico del útero. Se mordía los labios de placer y él la sujetó por las nalgas acompasando su vaivén al de ella. S estaba corriendo de nuevo cuando en ese momento sonó el teléfono y el se detuvo mirando al aparato contrariado porque estaba a punto de correrse también, pero levantó el aparato y preguntó:

-- ¿Diga? – y en ese momento comenzó a correrse y ella sintió los fuertes borbotones golpeando su matriz.

-- Si, yo mismo – la miró mientras le acariciaba los bien formados pechos sin dejar de eyacular sonriendo. Ella volvió a gozar al sentirse inundada. La sonrisa del hombre fue desvaneciéndose conforme escuchaba. Al final le oyó decir.

-- Vale. Voy en seguida – respondió colgando el aparato.

-- ¿Qué pasa? – preguntó ella

-- Nada, princesita, un encargo que tengo que realizar, no te preocupes – comentó besándola mientras caminaba por el pasillo hacia la ducha..

Después de la ducha, envuelta en una toalla, recogió su ropa de la galería del patio de luces. Estaba seca. Se puso bragas y sostén y el vaporoso vestido de verano.

-- ¿Estás listo, Carlos?

-- Si ya voy, princesita – respondió en el momento en que se ajustaba la pistolera a la axila y se ponía la chaqueta.

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