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El orgasmómetro (5)

en Confesiones

La bellísima novicia Angélica temblaba de placer como una hoja al viento. Susurraba cogida a mis cabellos:

¡Oh, Dios mío!... ¡Oh, Dios mío!...

Conforme el orgasmo se le aproximaba, alzaba las nalgas, separando los muslos como un compás para ofrecerse completamente abierta a las caricias de mi lengua sobre su clítoris. Su carne íntima tenía un sabor delicioso, virginal, que me enloquecía de placer, chupaba y lamía aquella suavidad rosada con el ansia de un sediento en el desierto. Ella gemía, levantaba las nalgas, me estiraba del pelo, y se ofrecía a mi caricia con gemidos cada vez más agudos, susurraba entrecortadamente:

-- ¿Qué me haces? mi vida ¿qué me haces? ¡Dios mío! Cariño… Mi vida… Me muero, mi vida.

Noté que sus piernas y sus muslos se estremecían de placer, la dulce corriente nerviosa del éxtasis le subía desde los talones y sorbí con fuerza el clítoris cuando ella casi gritó:

--¡¡Me mue..ro… mi vida. Me mue…ro, ¡Ooooh Dios míooo! – gritó de pronto arqueándose como una ballesta.

Bajé la cabeza hasta abertura vaginal para sorber el néctar de sus virginales entrañas. Una gleba de espesa gelatina, de sabor a mantequilla salada, cayó sobre mi lengua y la paladeé con placer y seguí sorbiendo hasta arrancarle la última gota de su sabroso licor que el violento y profundo orgasmo había arrancado de su coño con mis caricias. Sentía sobre mis labios las suaves mariposas de sus labios vaginales alteando en los últimos estertores del clímax.

Fue relajándose poco a poco y el cuerpo se desmadejó sobre las sábanas; su precioso y pequeño coñito dejó de latir conforme su respiración se fue normalizando.

Apoyado en un codo, miraba su preciosa carita, la perfección de sus juveniles pechos y la estrecha cinturita que enmarcaban la rotundidez de sus caderas y el pequeño Delta de Venus rubio. Abrió los ojos para mirarme con los ojos vidriados por el placer. Murmuró volviendo a cerrarlos:

-- Creí que… me moría, mi vida… yo... nunca…

No dijo nada más. Se había quedado dormida. No podía creerlo pero sí era, se había dormido con sus jugosos labios ligeramente separados y me di en pensar que la niña, y las monjitas en general, se levantan antes del amanecer, a la hora de los maitines para rezar. No era nada extraño pues que tuviera sueño después del descomunal orgasmo experimentado y con sueño atrasado.

Sin embargo, no comprendía que en un cuerpo tan pequeño, seguramente mediría menos de un metro sesenta, se encerrara tanta perfección. Suspiró profundamente expulsando el aire de golpe, se giró sobre el lado derecho y continuó durmiendo tranquilamente con el brazo derecho extendido hacia delante ligeramente doblado por el codo con la palma de la mano apoyada en la almohada. Procurando no despertarla me levanté despacio y salí de la habitación cerrando la puerta. No podría salir hasta que desconectara toda la seguridad del chalet.

Me dirigí al cuarto de control y encendí las pantallas de la habitación rosa y azul. La jovencita Sor Angélica seguía durmiendo apaciblemente pero me quedé alucinando al ver a Sor Paulina desnuda, arrodillada en la alfombra delante de la cama con los codos apoyados en el colchón y las manos en plegaria; el leve murmullo del rezo lo oía a través del micro como un ligero bisbiseo. Tenía unas cachas magníficas, rotundas y respingonas como las de una potranca.

Luego la vi persignarse y acostar del lado derecho igual que Ángela con una mano bajo la mejilla y la otra extendida hacia delante.

Las ganas de follar se despertaron en mí con una virulencia de volcán en erupción. Apagué las pantallas y me dirigí a la habitación azul. Marqué el código que me permitía abrir la puerta y volví a cerrar. Ella o no me oyó o también se había dormido. Me acosté a su lado con sus respingonas nalgas pegadas a mi erección. Ni se movió. Seguramente esperaba que la atacara de inmediato, pero no hice nada de eso. Pasé un brazo bajo su cuello y con la yema de los dedos acaricié en círculos y suavemente las areolas de sus pezones.

En principio no sucedía nada, ella continuaba dormida, pero a los pocos minutos de aquella caricia, noté bajo mis dedos como se erguían los pezones que ricé con suavidad entre los dedos. Se mantuvo quieta, con las piernas juntas y extendidas, pero oí claramente un susurrante… hummmm, que volvió a repetirse poco después. Con la otra mano bajé hasta su sexo para abrirle los labios de la vulva y acariciarle de arriba abajo lentamente humedeciéndome los dedos en su vagina antes de detenerme en su botoncito de placer que casi de inmediato comenzó a llenarse de sangre y a endurecerse.

Su pierna derecha pasó sobre la mía dejándome sitio para que pudiera acariciarla con mayor facilidad.y eso seguí haciendo hasta que separó el otro muslo cuando mi erección pasó entre sus nalgas rozando con el congestionado capullo los labios de su vulva. Separé los labios vaginales y encaré mi glande hacia la entrada. Tampoco se movió cuando la dura y roja cabeza la penetró despacio, lentamente, centímetro a centímetro pero oí claramente el suspiro de placer y el… ronroneo gozoso del… huuuummmm… huuummm… varias veces conforme la gruesa barra de carne la iba penetrado.

Reculaba las nalgas para que la penetrara con mayor rapidez, pero no era esa mi intención. Sabía que ella estaba completamente repleta con menos de la mitad de la verga en su interior. Podía calcular que mis veintiocho centímetros, gruesos como un antebrazo, le dilataban la vulva completamente y seguí acariciándole el clítoris y las tetas mientras me hundía en ella milímetro a milímetro. Quería sentir su orgasmo antes que el mío, notar en mi dura carne la caricia de su licor bañándolo de arriba abajo.

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