IMPRESIONES DE UN HOMBRE DE BUENA FE - 3.
Chivos, cabritos y otros cornúpetas.
Desengañaos amigos míos, como explicaba en mi artículo anterior, el hombre no puede vivir sin la mujer. Le es tan necesaria como ese 21% de oxígeno que contiene el aire puro y cristalino de los grandes núcleos urbanos donde se comprimen cientos de miles los automóviles, autobuses y motocicletas.
Con ser muchos, no son estos emisores los que más contamina el ambiente, sino otras alimañas que, cual enjambre de bípedos humanoides, se encargan de emponzoñar con su pestilente hálito el entorno que, para nuestra desgracia, nos toca respirar. Pero, como me he propuesto no cabrearme más por culpa de estos anélidos que viven, como las sanguijuelas, a costa de la sangre ajena, olvidémonos de tales sabandijas y vayamos a ese cúmulo de belleza que conocemos con el genérico nombre de sexo débil; por cierto de débil, nada.
No me cansaré de repetir que, el hombre es, en su condición, lo mismo que el cabrito, o muere de pequeñito o termina de cabrón. Conocido este axioma ¿de qué nos extrañamos los humanos masculinos? El amor, que no es otra cosa que la tendencia a la unión sexual, deviene en pasión, y esta es a su vez resulta ser una perturbación o afecto desordenado del ánimo. La ciencia ha demostrado que la pasión en la hembra humana no dura más que cuatro años por término medio.
Naturalmente, esto ocurre desde que se inventó la famosa pastilla anticonceptiva que ha permitido a la mujer, en muy pocos años, destapar sin rubor (¡tan deseables como eran cuando aún se ruborizaban!) sus verdaderos instintos. ¿Y cuáles son estos?: Criar hijos para el cielo, según un catecismo del año 1942 que figura en mi biblioteca familiar, aunque otro del año 1.664, del padre Jerónimo Ripalda, indicaba en el quinto mandamiento indica: No fornicar.
Esta aparente contradicción de la Iglesia Católica en el corto espacio de tiempo de trescientos años, posiblemente es debido a que, al descubrirse las Américas, se descubrió también que las aborígenes caribeñas usaban, por toda vestimenta el mono-bikini de hierbas, supongo que aromáticas.
Imaginaos la escena:
Unos españoles con tres meses de abstinencia forzosa, vestidos de hierro de pies a cabeza, con una cruz por delante del tamaño de la del Calvario y espada en ristre, frente a unas señoritas despelotadas que, al ver a unos tíos tan fuertotes y relucientes bajo el sol de las Antillas, se ponen a bailar contentísimas el Devórame otra vez de la época. No me extraña que hasta Hernán Cortés tuviera que prenderle fuego a las naves porque, una vez desherrados los famélicos turistas, debió armarse la de dios es cristo.
Está claro que al padre Ripalda no le quedó más remedio que gritar a todo pulmón: ¡NO FORNICAR! Y el escriba que figuraba siempre en toda misión ecuménica evangelizadora española, tomó nota del berrido eclesiástico y así quedó hasta que. dada la mortandad ocasionada durante la guerra civil y despoblada España de gran parte de sus genes masculinos, marcados con la vocal O + flechita hacia el Noreste, a otro eclesiástico se le ocurrió lo de Criar hijos para el cielo, apresurando a todos los católicos a manufacturar niños en plan industrial. A su vez, el Dictador, estimuló crematísticamente a las familias numerosas de forma espléndida y así, hubo maestros de escuela, guardias civiles, oficinistas, labradores, albañiles etc., cuyas resignadas esposas vivieron en posición horizontal desde su matrimonio hasta su defunción. Fue una repoblación mucho mayor que la pantanosa y hasta creo que la forestal.
Por eso la mujer, al llegar la pastilla se dijo: ¿Si? Pues ahora es la mía y desde entonces los niños ya no vienen de Paris si no de África, ni los trae la cigüeña si no la patera, y llegan tan tostados que parecen recién sacados del horno e, incluso, a veces, vienen sueltos, aunque las más de ellas en rebaño. En fin, que si antes fue el Dictador quien repobló la piel de toro, ahora es el Ministro de Trabajo Caldera con su efecto llamada entregando papieles a todo indocumentado que se presente en el país.
En realidad, todo esto no es de lo que yo quería escribiros. Yo quería contaros cosas de una muchacha preciosa, de cabellos rubios, ojos verdes, nívea y encantadora sonrisa, cutis de porcelana, voz cantarina como el cristal de Sevres y de una geometría anatómica que ríanse ustedes de la de Thales de Mileto, el padre de esta disciplina. Se llama Mábel.
Debo reconocer que sus progenitores fueron unos verdaderos artistas porque, para haberla hecho a oscuras, les ha salido perfecta. Aclaremos, lo de a oscuras, lo imagino para la época, porque la muchacha tiene ahora unos veinte o veintiún añitos, y, aunque con las mujeres nunca se sabe porque siempre llevan en el bolso tres o cuatro años escondidos en el DNI, fuera como fuese, está la criatura para mojar pan.
He hablado con ella dos o tres veces en el Restaurante Mouriño durante los almuerzos y, por si fuera poco todo lo que os he explicado de las virtudes que la adornan, al revés que el común de las féminas hermosas, es culta, educada y, más importante aún, muy inteligente.
Aunque yo soy gato escaldado pues ¿qué queréis que os diga? Con Mábel no me importaría escaldarme un poco más. Ya comprendo que una muchacha así, con todos los encantos que os he descrito, le sobrará quien le cultive el huerto bien cultivado. No me he atrevido aún a preguntárselo. Vosotros ya sabéis lo tímido que soy con las mujeres y como además tengo edad suficiente para ser su padre vivo ahora mismo sin vivir en mí y deshojando la margarita ¿Se lo pregunto, no se lo pregunto? Le insinué algo a Rosendo que me miró de reojo, sonrió moviendo la cabeza y me dejó con la duda. A veces, este Mouriño, ni parece mi amigo.
Seguirla por la calle disimuladamente sería una solución pero, ¿Y si no me ve? Tendría que decir varias veces chist chist chist para que girara la cabeza y creo que a ella, siendo una muchacha tan hermosa y bien esculpida, la han chistado demasiadas veces para que se girara a mirar. Me expongo a que lo haga, sin embargo, algún recién salido del armario; mejor no chisto, porque él acabaría en el hospital y yo en Comisaría.
De un pensamiento al otro me acordé de la noche que invité a Lina al cine y del buen resultado que me dio. La película era de guerra, en v.o. inglesa, porque me interesaba conocer la verdadera voz de los actores y perfeccionar el idioma. A Lina no le gustaban las películas de guerra, se ponía muy nerviosa, muy excitada y me pellizcaba, con una regularidad de cronómetro, siempre en el mismo sitio y, claro, salía del cine en posición de "presenten armas".
En la película había un sargento negro malísimo que trataba a los marines
reclutas sin piedad. Por la menor falta ya les estaba gritando al oído con voz
atronadora:
-- Give me, fifty.
Lina me preguntó en un susurro: ¿Qué le dé cincuenta qué?
-- Nena, se entiende que son "bends, flexiones.
--¡¡Ah!! - Y no dijo nada más.
Pero aquella noche, poco después de acostarnos, me susurra:
-- "Give me, fifty" y yo, claro, encantado de haberla llevado al cine.
Treinta minutos después:
--"Give me, fitty". Sin problemas.
Pero después de cien flexiones, y con muy poca transición, cuando volvió a repetirlo empecé a ciscarme en las películas de guerra. Acabadas las ciento cincuenta flexiones se fue al baño porque estaba inundada según dijo. Claro pensé molido no queda engrudo ni para pegar un sello.
Oí correr el agua del bidet y el chapoteo subsiguiente. En el duermevela que
precede al sueño casi ni la oí regresar. Noté ligeramente como se clavaban sus
duros pitones en mi espalda, su brazo pasaba por encima del mío hasta descansar
la mano sobre mi pecho y su tibio cuerpo de seda pegado al mío. Empezó con unos
tironcitos de pelo suaves, un recorrido lento hacia el sur y casi de inmediato,
con la bandera a media asta susurró:
--"Give me, fifty"...
-- Nena, tienes que madrugar...
-- Es temprano, cariño...
-- Son las doce pasadas, y te levantas a las siete...
-- Yo no duermo tanto...
-- No es necesario que me lo jures y todo esto sin dejar de enredar con la mano hasta que el asta de la bandera llegó al techo y volvió a repetir:
-- "Give me, fifty"
No os extrañará, pues, que finalizada la puñetera guerra me durmiera como un
tronco. Los números fluorescentes de mi
radio-reloj-despertador-tocadiscos-mechero japonés fue lo último que recuerdo;
marcaba la 1:16. Pero lo que sí os extrañará es que, después de los trabajos de
Hércules, me despertara de improviso a las 4:21 sin motivo aparente. Me pareció
que no respiraba y le tomé el pulso; no pude encontrarlo y me preocupó. Tampoco
noté los latidos de su corazón en su cúpula de Bizancio izquierda, y me preocupé
más.
Sin embargo, estaba tibia, toda ella estaba tibia. Quizá se ha muerto hace poco
pensé aterrado ante la idea de estar durmiendo con un cadáver -- pero en un
sitio estaba más que tibia que en el resto y precisamente cuando lo estaba
comprobando en profundidad se dio la vuelta hacia mí y me espanté ante la
posibilidad de oír de nuevo el demoledor "Give me, fifty", y contuve la
respiración tanto tiempo que a poco más me ahogo.
Si, lo del cine me parece muy buena idea. Voy a mirar la cartelera a ver si encuentro una película de guerra. Eso no es difícil; lo difícil será encontrar un film de guerra con un negro tan malo como aquel.
Como no sé el tiempo que tardaré para localizar al puñetero negro, podíais ir pensando vosotros también en algún plan positivo porque ahora que me acuerdo cuando invité a Lina al cine, ya hacia tres días que vivíamos juntos. No sé qué hacer. Yo, la verdad, soy muy tímido con las féminas.
¿Alguien tiene una idea?