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Memorias de un orate (7)

en Confesiones

CRISTINA TIENE TANTA HAMBRE DE SEXO como tenía años ha, Remedios, mi infantil profesora en el arte de Venus. Esta noche la hemos pasado otra vez sin punto de reposo. A Cristina, la modosita, la finolis, la señora de alto ringorrango, le gusta el cunilinguo más que a un mono los cacahuetes y se desmelena, se retuerce y se encabrita como una potranca ante un garañón y, al final, quiere sentirse inundada con un Niágara de esperma. A mí ya me va bien y aunque no fuera así, el piso, de trescientos metros cuadrados, bien vale la pena. Tiene seis habitaciones, tres cuartos de baño, uno de los cuales está en nuestra habitación de matrimonio, una cocina enorme, y una galería que bien tendrá cuarenta metros cuadrados.

Calculo que no valdrá menos de doscientos millones, cantidad suficiente para que uno haga cualquier sacrificio, sobre todo si son tan dulces como los que tengo que hacerle yo a Cristina. París bien vale una misa y este piso dos o tres docenas. Eso sin contar lo que la vivienda contiene sólo en cuadros de grandes pintores. Por ejemplo, en el recibidor puede verse el cuadro más famoso de interiores de café que pintó Degas. Conocido como El Ajenjo, que está lleno de influencia de los grabados japoneses, las líneas en zigzag se colocan rápidamente detrás de los personajes que está sin conexión entre sí por lo que, bajo mi punto de vista, resulta insuperable.

Como todo el mundo sabe, la modelo es Ellen Adrée y el modelo es Marcellin Desboutin; vale comparar éste crudo y real cuadro con el retrato encantador de Ellen que pintó Renoir. Como se sabe, El Ajenjo, fue una obra escandalosa cuando se expuso en Londres en 1893, claro que por entonces los ingleses eran unos gilipollas que aseguraban que era una alegoría al alcoholismo, por lo que supongo que estaban borrachos perdidos cuando hicieron el comentario, pero Degas quería mostrar las facetas bohemias de la vida impresionista y lo hizo cojonudamente. Yo imaginaba que este cuadro estaba en el museo del Louvre, pero se ve que alguien se lo vendió al marido de Cristina que está muy orgullosa de él y asegura muy convencida que el cuadro bien vale por diez pisos como el que tiene y, verdaderamente, ya puede estar orgullosa y yo aún más porque si consigo que me lo regale durante un arrebato en sus noches de pasión, lo que no sería nada difícil, ya tengo la vida solucionada para los restos.

Y no sólo está este cuadro, en el comedor hay otro de Degas, se ve que su marido tenía predilección por este pintor: "Ensayo de ballet en el escenario"  del que Degás pintó tres versiones idénticas pues quedó fascinado, según dicen, cuando vio este ensayo en vivo. Uno de los cuadros está en el Museo de los Impresionistas según creo, otro en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York y el tercero es la que tiene Cristina. Yo también soy mo sabido en cuestiones de puntura, la prueba evidente es que enseguida sé cuando una mujer tiene la regla. El secreto no pienso decirlo a nadie.

En esta obra predomina un ritmo vivo y ligero y una composición circular que conecta a todos sus personajes, cada uno con su propia personalidad ; es un dibujo rítmico que gracias al pastel se expresa contundentemente debido a los magistrales trazos rápidos que a mi me enajenan tanto como las obras amarillas de Van Gohg. Bien valdrá unos cuantos cientos de millones. O sea que Cristina merece toda mi atención, aunque no sea más que por su amor al arte.

Además, Pepita, la hija, está cada día más cachonda y habría que estar ciego para no verlo. Supongo que se presentará alguna ocasión para endilgarle en su Jardín del Placer un palmo de mi inseminador personal que está deseando inseminarla en cuanto Eduardo, el policía nacional, se descuide un par de horas.

Comprendo que es demasiado prematuro, sólo llevo dos días con ellas, pero debo prepararme estratégicamente y desarrollar la táctica precisa para que caiga rendida de pasión sobre mi inseminador, ayudada por unos polvitos mágicos, extracto de Yohimbina, que mi amigo Jordi, el del sex-shop, me asegura son tan efectivos que tendré que despegármela con disolvente. Está tan seguro de su efectividad que me ha dicho: Si fallan no te los cobro. Tampoco debo esperar mucho, primero porque estoy impaciente por saber como funcionan los polvitos de marras, y segundo porque yo también tengo ganas de probar carne joven y fresca. Quizá ésta noche aproveche algún descuido para sacudirle en la bebida la ración que Jordi, el de sex-shop, me ha recomendado. Esta tarde he estado hablando con ella a solas. Su madre se ha ido a la peluquería y Eduardo tiene servicio. Le he preguntado que tal funcionaba su novio, muy bien, dijo guiándome un ojo:

-- Cuando necesites ayuda, me avisas – le indiqué, amablemente

-- Claro, ¿para que te crees que te he traído a casa? – respondió sonriendo.

-- ¿Puedo ayudarte ahora mismo? – pregunté, pensando que ya no necesitaría la ayuda de los polvos mágicos de Jordi.

-- Pues anda que no eres tú rápido – comentó, riendo a carcajadas -- ¿Y qué me harías?

-- Lo que te apetezca.

-- Aún no me has dicho si a mamá le gusta el cunilinguo.

-- Más que el Gordo de Navidad – respondí rápido.

Volvió a reírse a carcajadas, antes de comentar:

-- Eduardo en ese aspecto está un poco verde, pero ya aprenderá.

-- Mientras aprende yo puedo ayudarte. Ni siquiera necesitas levantarte del sillón.

-- Pues no sé como, hijo, porque...

-- Fácil – corté, lanzado ya – Una pierna en un hombro, la otra en el otro y la boca en donde caiga.

A Pepita le gusta reír y tiene una risa contagiosa, cuando acabó me preguntó:

-- A ver ¿cómo es eso?

-- Primero quítate las bragas, la minifalda subirá sola.

-- Vale – dijo, sin parar de reír mientras se despojaba de la prenda.

Entonces vi que lo tenía depilado y me empalmé como un garañón ante una yegua en celo. Solo tuve que arrodillarme, pasar sus piernas por encima de mis hombros y hocicar el morro. Casi de inmediato la oír exclamar:

-- ¡Oh, nene, qué me haces! Pero qué me haces, sigue, madre mía, eres un virtuoso...

Cuando explotó tenía los dedos engarfiados en mis cabellos, estirándolos hasta hacerme daño, me bajé los pantalones y la tumbé en la alfombra penetrándola despacio hasta que abrió los ojos mordiéndose los labios y volvió a entornarlos acompasándose a mis embestidas hasta que de nuevo volvió a palpitarle el sexo y la inundé con tanta abundancia que siguió destilando licor cuando yo ya había cerrado el grifo.

-- Uf – exclamó levantándose – que barbaridad, chico. Mi madre debe estar encantada.

-- Creo que sí, por lo menos eso dice.

-- Perdóname un momento, voy al baño, ella no tardará en llegar y no quiero que me vea tan sofocada. Podría pensar mal.

-- Pues no tiene motivos.

Se marchó riéndose de nuevo a carcajadas. Creo que lo voy a pasar muy bien con éstas dos hembras. Lástima que Cristina salga poco de casa, habrá que encontrarle alguna ocupación y creo que ya se cual es: convencerla que está un poco gruesa y que debe hacer footing un par de horas diarias corriendo por la Alameda del Astronauta, tampoco es cosa de que eche el hígado por la boca el primer día. Cuando Pepita regresó del baño y se sentó, le dije:

-- Es una pena que no podamos seguir un par de horas más.

-- A ver si va a resultar que es verdad lo que me dijiste.

-- ¿Qué te dije? – pregunté, sin saber a qué se refería.

-- Que en vez de un cohete, eres una traca.

-- Yo no miento nunca, nena.

-- No, ¡Qué va! A veces largas cada dislate que pareces que estés chalao.

Aquello me ofendió, y tuve que contenerme para no darle cuatro hostias, suerte que tengo un gran dominio sobre mí mismo, por eso le pregunté con indiferencia:

-- Vaya, no sé qué comentario puede haber sido ese.

-- No es sólo uno, son varios, pero vamos tampoco tiene mucha importancia.

-- Es que me gustaría saberlo.

-- Ayer, por ejemplo, mientras mirábamos la tele en el salón, dijiste que a la locutora deberían abrirla en canal y colgarla de un gancho para despellejarla como una vaca y todo porque dijo que andaba suelto por la ciudad un asesino en serie ¿Mi madre no te dijo nada?

-- Tu madre ha vivido más que tu y sabe que sólo fue una broma.

-- Pues me pareció que lo decías bastante en serio. Esa fue, al menos, la impresión que tuve. Yo creo...

-- Vale, vale, de acuerdo. Fue una broma poco afortunada, pero ¿no te gustaría que siguiéramos la sesión? Eres una fruta tan deliciosa que...

-- Miguel, mi madre tardará poco ya y no quiero que sospeche de nosotros, así que cuando oigas la puerta lo mejor será que te vayas a tu habitación a escribir en el ordenador.

-- Entonces es que no te gustó la sesión.

-- Sí, Miguel, me gustó mucho, pero no quiero que sospeche porque si sospecha, ya nunca más nos dejará solos ¿Comprendes?

-- Sí, creo que tienes razón, cariño mío. Incluso he pensado que bien podría ir todos los días a correr un par de horas por la Alameda del Astronauta, como hacen otros ancianos.

-- Mi madre no es una anciana, tiene cuarenta y nueve años y tampoco está tan gruesa como para tener que rebajar kilos corriendo.

-- Pero el ejercicio es muy sano. Lo digo por su salud.

Soltó una carcajada, comentado luego:

-- Si, ya, su salud, lo dices para hacer el amor conmigo más tiempo, pero no le digas nada que es más lista de lo que tu te crees. Ese asunto déjamelo a mi que lo haré mejor que tu porque la conozco mejor. A mi también me gusta hacer el amor, ya te lo dije, pero hay que tener cuidado tanto con mi madre como con Eduardo. De modo que delante de él procura darle la impresión que estás perdidamente enamorado de mi madre.

-- De quien estoy enamorado es de ti, y tú lo sabes.

-- Pues tendrás que disimularlo, o acabaremos como el Rosario de la Aurora.

-- Vale, haremos como tú digas.

-- ¿Oyes? Ya está aquí. Vete a tu habitación.

Le di un beso y salí a escape.

De modo que, como ya que estoy ante el ordenador, voy a continuar con las "MEMORIAS DE UN ORATE".

Les decía que sentado frente a la muchacha sin poder apartar la mirada de su rostro mientras ella tomaba su café con leche y las pastas y miraba distraídamente la televisión, le pregunté:

-- ¿Hace mucho que estás casada?

-- Seis meses.

-- Casi estás en la Luna de miel todavía, pero no recuerdo tu nombre...

-- Es que no te lo dije, me llamó Davinia.

-- Precioso nombre, aunque no tanto como su dueña.

-- Gracias, muy amable – y me dirigió la sonrisa más angelical que había visto nunca.

-- Lo que no entiendo es que viviendo en Valencia queráis pasar aquí una semana, en medio de los pinos y las encinas.

-- Por eso, precisamente, porque es un sitio retirado y nadie vendrá a molestarnos. En Valencia, cuando no son mis padres son los suyos, siempre estamos rodeados de gente, aquí por lo menos podremos hacer lo que nos de la gana sin estar obligados a hacer el paripé a unos y a otros.

-- Sí, eso es cierto. Tranquilidad cuanta queráis y comida sana, casera y abundante. Tengo una de las mejores cocineras de la provincia.

-- Sí, me lo dijo Javier que se lo había recomendado un amigo que estuvo aquí hace unos meses.

De mirarle las piernas y la parte de los muslos que la minifalda dejaba al descubierto tenía otra vez una erección de caballo. Por suerte la tendría cerca durante una semana y una semana es muy larga y pueden ocurrir muchas cosas, aunque dado lo muy enamorada que se la veía en cuanto hablaba de su marido poca o ninguna posibilidad tenía con ella. Por primera vez comprendí que con aquella mujer no valdría mi arrebatador encanto. Sería muy difícil fascinarla estando tan enamorada, pero, como dice el refrán, la esperanza es lo último que se pierde.

Y de pronto vi que adelantaba el cuerpo mirando la tele con mucha atención. Estaban dando la noticia de un accidente de automóvil ocurrido en la autovía de Tarragona a Salou a la salida del Polígono Industrial de La Pineda. Hacía más de una hora que había ocurrido, quizá a causa de que la carretera estaba mojada por la lluvia, y un camión hizo la tijera al frenar para entrar en el polígono y el coche que venía detrás se empotró debajo del trailer quedando segado por la mitad. Era impresionante el montón de chatarra. Cuando vimos la matrícula la vi ponerse de pie y exclamar temblando asustada:

-- ¡Ay, Dios mío, es el coche de mi marido! – y pálida como un difunto se desplomó en el sillón sin conocimiento cuando la locutora dijo que el conductor del Opel Vectra lo habían llevado al hospital en estado muy grave.

Noya que estaba detrás de ella mirando el accidente corrió a buscar agua fresca y un paño para ponérselo en la frente. Volvió en si, pero sin recuperar el color, mirándome con ojos de espanto. Procuré calmarla. Le dimos una infusión de tila y le indiqué que posiblemente la televisión había exagerado porque siempre lo hacían. Lo mejor sería que yo la llevara hasta Tarragona y en el Hospital podríamos enterarnos del estado del marido. No sabía que hacer, pero yo si. Saqué el Lamborghini del garaje, recogí el maletín de viaje metiendo dentro un par de mudas y los polvitos mágicos de Jordi porque nunca se sabe lo que puede ocurrir, recogimos su maletita y la subí al coche. Salí disparado para Tarragona.

Sentada a mi lado, con la minifalda a mitad de muslo, fui consolándola, dándole palabras de aliento y acariciándole el muslo disimuladamente. Era tan suave como plumón de avecilla. Tuve la tentación de subir la mano hasta su sexo, pero no quería espantarla, aunque tuve que hacer un esfuerzo considerable para poder dominarme. Pensaba que si su marido había muerto, lo que era muy probable dado el estado en que quedó el coche, al quedarse viuda tarde o temprano echaría en falta las delicias del sexo y yo estaba dispuesto a conseguirla fuera como fuese. En cierto momento, al mirarla, vi que lloraba silenciosamente y aquello aún me encalabrinó más y me resultó muy difícil contenerme de nuevo, aunque me hubiera sido fácil meterme en cualquier entrador, estirar el asiento y follármela a placer durante dos horas mientras ella gemía por su marido, seguro que, en pocos minutos, conseguía que gimiera por causa muy diferente, porque, como dice el refrán, el vivo al bollo y el muerto al hoyo, pero como circulaba por la autopista no pude desviarme por ningún camino y cuando quise darme cuenta ya estábamos en Tarragona.

Tal como suponía, en la recepción del hospital nos dijeron que Javier Maldonado, su marido, había ingresado cadáver y nada habían podido hacer para salvarlo. ¡Cojonudo, qué mala suerte!.

Yo esperaba otro mar de lágrimas por parte de Davinia, pero no fue así. Se mantuvo muy serena. Quería avisar a la familia para hacerse cargo del traslado del cadáver, ella no sabía qué hacer, se encontraba completamente desorientada y yo le prometí hacerme cargo de todos los trámites necesarios para que trasladaran el difunto hasta Valencia. Quería llamarlos ella pero conseguí disuadirla. No me interesaba que la familia se presentara allí y me la quitasen de las manos. Como el traslado no podía hacerse hasta el día siguiente y ella quería acompañar al coche fúnebre la llevé a comer al Imperial Tarraco donde pedí una habitación de matrimonio para que descansara después de comer, y se dejó guiar mostrándose muy agradecida por todo lo que estaba haciendo ya que imaginaba que la familia no tardaría en llegar.

Durante el almuerzo, del que casi no probó bocado, tuvo que ir al servicio, momento que aproveché para ponerle en la copa de vino con gaseosa una abundante ración de polvos mágicos y antes de acompañarla a la habitación le hice tomar dos pastillas de Valium para que durmiera mejor.

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