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La madame de Paris (1)

en Confesiones

LA MADAME.

La noche era lluviosa; las calles, como espejos, lo reflejaban todo. El español tenía seiscientos francos en el bolsillo y se sentía rico.

La gente le decía que a su irónica manera era un buen escritor. No se daba cuenta que narraba sus visiones, sus vivencias o las de otros, de forma socarrona, a medio camino entre la verdad y la ficción, medio en serio medio en broma, con una visión de la vida, de los hombres y de las mujeres, marcada por los avatares de una existencia peculiar, feliz y alegre y, a la vez, amarga y desdichada.

Le habían pagado cien francos por el último relato erótico y quinientos más por su último cuadro. Buscaba una de esas luces rojas que, tanto en Paris como en el resto del mundo, significan placer.

Abrió la puerta una mujer de aspecto maternal y casi de inmediato dirigió su mirada a los zapatos del hombre, pues juzgaba a partir de ellos cuanto podía pagar por su placer. Ella tenía lo mejor de la ciudad, las más bellas, las más jóvenes, solteras, casadas, divorciadas y viudas. Luego, para su propia satisfacción, sus ojos se detuvieron un momento en la pretina del pantalón. Las caras no le interesaban; durante toda su vida había tratado con esa región de la anatomía masculina. Sus grandes ojos, aún brillantes, miraban de una forma especialmente penetrante hacia el interior de los pantalones, como si pudiera calibrar el tamaño y peso de las posesiones del hombre. Era una mirada profesional. Le gustaba emparejar con más perspicacia que la mayoría de las Madames Parisinas.

Sugiriendo combinaciones tenía más experiencias que una vendedora de guantes. Incluso a través de los pantalones podía medir al cliente y suministrarle el guante perfecto. El que le ajustara a la perfección. El placer no existía si el guante era demasiado ancho, ni tampoco si era demasiado estrecho. La Madame pensó que la gente ya no se daba cuenta de la necesidad de un ajuste perfecto. Le hubiera gustado divulgar sus conocimientos, pero tanto los hombres como las mujeres eran cada vez menos cuidadosos, se preocupaban menos que ella por la exactitud.

Si un hombre de ahora se encuentra bailando en un guante demasiado ancho, moviéndose en él como por un piso vacío, se las arregla como mejor puede. Deja que su miembro se agite a uno y otro lado, como una bandera y se corre sin el verdadero abrazo que inflama las entrañas. O bien lo desliza después de haberlo ensalivado, empujando como si tratara de pasar bajo una puerta cerrada, apurándose en los estrechos contornos y encogiéndose más para poder permanecer allí. Y si a la muchacha se le ocurre echarse a reír a carcajadas de placer, o porque lo simula, él queda inmediatamente desalojado, pues falta lugar para las contracciones que provoca la risa. La gente estaba perdiendo su conocimiento de las uniones adecuadas.

Sólo después de haber mirado fijamente los pantalones del español, Madame le reconoció y sonrió. El español, ciertamente, compartía con Madame esa pasión en los matices y a ella le constaba que no quedaba satisfecho con facilidad.

Poseía un miembro caprichoso. Enfrentado con una vagina tipo buzón se rebelaba. Si tenía que habérselas con un tubo astringente, retrocedía. Era un buen conocedor, un buen gourmet, en cuestión de joyeros femeninos. Le gustaban ribeteados de terciopelo y acogedores, afectivos y adherentes. La Madame le miró más detenidamente que a otros parroquianos. Le gustaba el español, y no por su perfil clásico, de nariz breve, sus ojos almendrados, su lustroso pelo negro, su caminar suave y deslizante, y sus gestos indolentes. Ni tampoco por su bufanda roja y gualda como la bandera de su país, ni su sombrero ladeado con picardía sobre la cabeza. Ni mucho menos por sus seductoras maneras con las mujeres. Era por su regio colgante, su noble prominencia, su sensitiva e incansable capacidad de respuesta, la sociabilidad, cordialidad y carácter expansivo de aquel miembro. La Madame no había visto nunca un miembro semejante. El español lo ponía a veces sobre la mesa, como si depositara un saco de dinero, y golpeaba con él como si tratara de llamar la atención. Se lo sacaba con naturalidad, como otros hombres se quitan el abrigo cuando tienen calor. Daba la impresión de que aquel órgano se sentía incómodo si permanecía encerrado, que necesitaba airearse y ser admirado.

Madame incurría con frecuencia en su hábito de mirar las posesiones masculinas. Podría creerse que se veía privada de la más íntima posesión de ese placer, pero no era así. Los clientes de su casa la encontraban apetitosa y conocían sus virtudes y ventajas sobre las demás mujeres. Madame podía producir, para las fiestas de amor, ese jugo delicioso que otras mujeres tienen que procurarse por medios artificiales. Madame era capaz de dar a un hombre la completa ilusión de un alimento tierno, de algo muy suave a los dientes, de algo lo bastante húmedo como para satisfacer la sed de cualquiera.

Los clientes hablaban a menudo entre ellos de las delicadas salsas con que Madame sabía aliñar los bocados de su concha rosada y de la tirantez, como la piel de un tambor, de sus regalos. Se golpeaba aquella concha redonda una o dos veces; ya bastaba. Aparecía el delicioso sabor de Madame, un sabor que raras veces sus chicas llegaban a producir; una miel que olía a marisco y que convertía la alcoba femenina entre los muslos en un placer para el visitante masculino.

Al español le gustaba. Era emoliente, saturador, cálido y grato; una fiesta. Para Madame también era una fiesta, y ponía lo mejor de su parte.

El español sabía que ella no necesitaba una larga preparación. Madame se alimentaba todo el día con las expediciones de sus ojos, que nunca viajaban por encima o por debajo del centro de un hombre. Siempre se hallaban al nivel de la bragueta. Apreciaba las arrugas, cerradas tras una rápida galopada, y las finamente planchadas, aún no estrujadas. Y las manchas. ¡Oh, las manchas del amor! Extrañas manchas que podía detectar como si las mirase con lupa. Allí, donde los pantalones no habían sido bajados lo suficiente, o donde, en sus gesticulaciones, un pene había regresado a su lugar habitual en un momento inoportuno, allí se extendía una enjoyada mancha de minúsculas facetas relucientes, como si fuera algún mineral derretido; y una calidad azucarada que endurecía las ropas.

Era una hermosa mancha, la mancha del deseo, tanto si había sido derramada allí como un perfume por la fuente de un hombre o pegada por una mujer demasiado fervorosa y absorbente. A madame le hubiera gustado empezar donde ya se hubiera consumado un acto. Era sensible al contagio. Aquella manchita la endulzaba entre los muslos al caminar. Un botón caído le hacía sentir que el hombre estaba a su merced. A veces, en las grandes aglomeraciones, tenía la audacia de adelantarse y tocar. Su mano se movía como la de un ladrón con pasmosa agilidad. Nunca tanteaba o tocaba en un lugar equivocado. Sino que se dirigía directamente a su objetivo, bajo el cinturón. Donde hallaba suaves prominencias y, a veces, inesperadamente, un insolente y colosal bastón.

En el metro, en las noches oscuras y lluviosas, en los bulevares atestados o en las salas de baile, a Madame le encantaba valorar, llamar a las armas, ¡Cuántas veces su llamada era contestada, y los hombres presentaban armas al tacto de su mano! Le hubiera gustado un ejército alineado así, presentando las únicas armas que podían conquistarla. En sus sueños, veía ese ejército. Ella era el general, desfilando, condecorando las armas más grandes y gruesas, las más hermosas, deteniéndose ante cada hombre que despertaba su admiración. ¡Oh, quien fuera Catalina la Grande para recompensar el espectáculo con un beso de su ávida boca, un beso en la mismísima punta, aunque sólo fuera para extraer la primera gota de placer!

La mayor aventura de Madame había sido el desfile de los soldados escoceses, una mañana de primavera. Había oído en un bar una conversación acerca de ellos.

-- Los reclutas jóvenes – contaba un hombre – los instruyen en ese paso especial. Difícil, muy difícil. Hay un "coup" de nalgas, un balanceo, que hace que la escarcela y las caderas se muevan precisamente el mismo tiempo. Si la escarcela no se mueve, hay un fallo. El paso es más complicado que un ballet.

Madame pensaba: <<Si la escarcela se mueve y la falda también, entonces también tienen que moverse otros adornos>>. Y su viejo corazón se sintió conmovido. Moverse, moverse. Todo a la vez. Era un ejército ideal. Le hubiera gustado alistarse en un ejército así, para desempeñar cualquier función. Uno, dos tres, cuatro…Uno, dos, tres, cuatro… Ya estaba lo bastante conmovida cuando el hombre del bar comentó:

--¿Sabes? No llevan nada debajo

¡No llevaban nada debajo! ¡Aquellos hombres fornidos, con tanto aplomo, tan vigorosos! Cabezas altas, piernas fuertes y desnudas, faldas – bueno, eso los hacía tan vulnerables como una mujer – Hombrones fuertes, tentadores como una señorita y desnudos por debajo. Madame quería convertirse en adoquín, ser pisoteada, para poder mirar bajo la corta falda y la "escarcela" oculta balanceándose a cada paso. Madame se sintió congestionada. En el bar hacía demasiado calor. Necesitaba aire y mirar como se balanceaban las "escarcelas" ocultas.

Presenció el desfile. Cada paso que daban los escoceses era como si lo dieran en todo el cuerpo de Madame, que vibraba al compás. Una danza sobre su abdomen, salvaje y uniforme, con la escarcela de piel bamboleándose como vello púbico. Madame estaba tan caliente como un día de Agosto; quería abrirse paso hasta la primera fila de la aglomeración y luego caer de rodillas y simular un desvanecimiento. Pero todo lo que vio fueron piernas evanescentes bajo las faldas plisadas a cuadros.

Mas tarde, recostada en la rodilla de un policía, puso los ojos en blanco como si fuera a darle un ataque ¡Si el desfile pudiera girar y pasarle por encima!

Así, la miel de Madame nunca se secaba, pues era convenientemente alimentada. Por la noche, su carne era tan tierna como si hubiera cocido a fuego lento todo el día.

Sus ojos pasaban de los clientes a las mujeres que trabajaban para ella. Su rostro no atraía en absoluto su atención, solo sus cuerpos de cintura para abajo. Las hacia darse la vuelta delante de ella y les propinaba una palmadita en las nalgas para sentir la firmeza de la carne, antes de que vistieran sus camisas.

Conocía a Amelia, que se enrollaba alrededor de un hombre como una cinta y le hacia experimentar la sensación de que eran varias mujeres quienes lo estaban acariciando. Conocía a la perezosa que fingía estar dormida y permitía a los hombres tímidos audacias que con ninguna otra se hubieran atrevido; les dejaba que la tocaran, la manipularan y la explotaran, como si hacerlo no entrañara peligro. Su cuerpo voluminoso escondía sus secretos en ricos repliegues que su indolencia permitía exponer a los dedos fisgones.

Madame conocía a la delgada y fiera que atacaba a los hombres y los hacia sentirse victimas de la circunstancia. Era la gran favorita de los que se sentían culpables. Hacía que se dejaran violar, y de ese modo su conciencia quedaba en paz. Así podrían decir a sus esposas: << Se lanzó sobre mi y me forzó a poseerla>> etcétera. Ellos se tumbaban boca arriba y ella se sentaba encima, a horcajadas, incitándoles a inevitables gestos mediante su presión, y galopando sobre su rígida virilidad, o trotando suavemente o bien al medio galope. Presionaba con vigor la rodillas contra los costados de sus victimas sometidas, y al igual que un noble jinete, se levantaba y se dejaba caer con elegancia, con todo su peso concentrado en el centro de su cuerpo, mientras que, ocasionalmente, su mano palmeaba al hombre para acelerar su velocidad y sus convulsiones, lo que le permitiría sentir un mayor vigor entre sus piernas ¡Cómo cabalgaba al animal que estaba debajo de ella, espoleándolo con sus piernas y empujándolo con su cuerpo erecto, hasta que el animal empezaba a echar espuma, y entonces lo incitaba aún más, con gritos y palmadas, a que galopara más y más aprisa!

Madame era muy sabía y disfrutaba de su sabiduría.

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