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El orgasmómetro (9)

en Confesiones

EL ORGASMÓMETRO 9

Eran las doce de la mañana cuando nos reunimos en el comedor. Las dos llevaban vestidos veraniegos con minifalda por encima de las rodillas que dejaban ver los espléndidos muslos, sobre todo los de mi querida y jovencita Angélica que se había puesto el vestido rosa de minifalda a tablas que le sentaba como un guante y zapatos de aguja con un sombrerito de paja tranzada del mismo color que el vestido y los zapatos. Estaba, más que hermosa, divina y no podía apartar los ojos de su carita de querubín.

También Paulina llevaba un vestido azul de minifalda acampanada con zapatos y sombrerito a juego y, como Angélica, sin bragas ni sostén tal y como les había indicado. Pero cuando dije de ir a comer a un Restaurante de un pueblo cercano donde la comida era excelente, las dos se pusieron de acuerdo para negarse en redondo. Como no entendía por qué, dije:

-- ¿Cuál es el problema?

Y las dos respondieron al unísono:

-- Sin bragas ni sostén no salimos de casa.

Miré a una y a la otra con el ceño fruncido, pero ni por esas. Al final pensé que quizá tenían razón porque con aquellos vestidos tan cortitos de falda al sentarse les verían los coñitos en todo su esplendor, así que comenté:

-- Vale, lo que vosotras queráis, poneros esas prendas, pero no tardéis mucho porque tenemos una hora de coche.

Se quitaron los zapatos y descalzas subieron las escaleras a la carrera. Encerré a los perros mientras pensaba qué decirle a la madre superiora del convento si no aparecían tampoco aquel día a la hora de la comida. Posiblemente daría parte a la Policía de modo que miré en el listín telefónico el número, descolgué el teléfono de la cocina y llamé:

--Diga – preguntó una voz femenina algo pasada.

--¿Es ahí el Convento de la Santa Caridad Cristiana?

-- Si, señor, ¿qué desea?

-- Hablar con la Madre Superiora.

-- ¿Con Sor Irene?

-- Sor Irene es la Madre Superiora?

-- Si, señor, ella es.

-- Bien, pues con ella quiero hablar:

-- ¿De parte de quien le digo?

-- No me conoce, pero dígale que es referente a Sor Paulina y Sor Angélica.

-- Ah, si, espere un momento, por favor – comentó con voz urgida.

Oí el arrastrar de una silla y unos pasos que se alejaban presurosos. Mientras esperaba seguía pensando qué clase de cuento chino le iba a endilgar a Sor Irene, cuyo nombre evocaba en mi memoria aquella famosa canción de… Síguete meneando, chispúm, querida Irene, chispum, querida Irene, síguete meneando, chispún, que ya me viene, chispum, que ya me viene… y me cortó la canción la voz femenina:

-- Dígame, señor…

-- Pablo Picasso

-- ¿Cómo? – la pregunta sonó atónita.

-- Perdone, Madre Superiora, estaba hablado con mi compañero – mentí sonriendo interiormente – Soy Romualdo Cienfuegos y tengo que comunicarle que su monjitas Sor Paulina y Sor Angélica se encuentran en perfecto estado de salud.

-- Pero, oiga, señor Cienfuegos…

-- Perdone; Madre y escúcheme. Ellas son las que hacen las colectas para las misiones

de África que ustedes regentan. Ayer vinieron a pedirme un pequeño donativo para esas misiones…

-- ¿Pero ellas están bien? ¿No han tenido ningún percance?, porque ya iba a avisar a la policía, no ha ocurrido nunca…

-- Madre Irene, por favor, déjeme que le explique. No avise a nadie o perderán sus misiones doscientos euros que usted recibirá diariamente por transferencia bancaria mientras ellas estén fuera.

-- ¿Pero como sé que es cierto lo que me dice y no las tiene secuestradas?

-- Dentro de un momento hablará con una de ellas o con las dos, si lo desea, pero permítame que acabe de explicarle de qué se trata.

-- Diga, diga, señor Cienfuegos, le escucho.

-- Cuando ellas vinieron ayer a solicitar mi ayuda estaba llamando a varios amigos por si conocían alguna monjita que pudiera cuidar a mi padre que, desgraciadamente, se encuentra a las puertas de la muerte.

En ese momento miré hacia la puerta y las vi a las dos escuchando atónitas mi conversación con la Madre Superiora. Puse un dedo en los labios para recomendarles silencio y continué:

-- Les expuse el caso y les ofrecí la ayuda diaria que acabo de comentarle a usted y ellas, que me parecieron muy apropiadas para atender a mi padre en sus últimos días de vida y reconfortar su espíritu, porque ha de saber usted que mi progenitor es hombre muy religioso, y ellas se mostraron muy impresionadas por la desgracia y decidieron las dos aceptar mi oferta.

-- Pero, ¿por qué no me avisaron antes de irse? Eso no es lógico. A ver que se ponga al aparato Sor Paulina.

-- Si, ahora se pondrá y hablará con usted. No le avisamos ayer porque pensábamos regresar en el mismo día, pero tuvimos un accidente de automóvil a doscientos kilómetros de la ciudad en el que, afortunadamente nadie sufrió daño. Ese es el motivo de que tuviéramos que dormir en casa de mi padre y no pudimos avisarla porque debido a la enorme tormenta eléctrica que se desencadenó, quedamos incomunicados, Ellas se pasaron toda la noche cuidado a mi padre turnándose por horas. De modo que si le parece bien los doscientos euros diarios mientras estén fueran mañana mismo recibirá cuatrocientos por transferencia y...

-- Señor Cienfuegos – cortó de pronto -- que se ponga Sor Paulina.

-- Dice que se ponga usted Sor Paulina – comenté cerca del teléfono para que me oyera.

Paulina levantó los ojos al cielo y se persignó antes de coger el teléfono:

--Dígame, Reverenda Madre – comentó haciéndonos cucamonas con los labios – Si Reverenda Madre.

-- Si, así es, Sor Irene

-- Si, doscientos euros diarios.

-- No sé, se lo preguntaré – tapó el teléfono con la mano y soltó la risa, no se podía aguantar.

-- ¿Qué pasa Paulina? – preguntó Angélica intranquila.

-- Dice que trescientos – y seguía riendo con el micro tapado.

-- Bueno, pues dile que doscientos cincuenta euros que la vida está muy achuchada – comenté procurando no reírme demasiado fuerte.

-- Reverenda Madre. Nos dice el señor Cienfuegos que doscientos cincuenta euros, que tiene muchos gastos y que para eso somos las monjitas de la Santa Caridad Cristiana.

-- ¿Entonces, le digo que sí?

--Ah, muy bien, se lo diré, Sor Irene. Sor Angélica y yo quedamos con usted en Nuestro Señor Jesucristo, Reverenda Madre.

Y colgó, mirándome muy seria. Luego estalló en carcajadas doblándose por la cintura y pude ver que llevaba una tanga celeste que le marcaba un coñito muy abultadito y cachondo.

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