LA CARIÁTIDE. Epílogo.
ONCE MESES MAS TARDE.
Acababan de sonar las diez en el reloj de la plaza cuando el anciano, alto, ligeramente cargado de hombros, delgado, de pelo largo y entrecano, bigote también gris finamente recortado, ojos azules tras unas gafas de carey, entró lentamente en la terraza del bar echando una mirada distraída a la gente sentada bajo la terraza cubierta. Llevaba las manos dentro de los bolsillos del gabán gris de ojo de perdiz y de corte impecable, quizá un Armani. Hacía un frío soportable aquella noche de noviembre. Se acomodó en uno de los taburetes de la barra, medio sentado, con un pie en el suelo y el otro sujeto por el tacón al travesaño inferior del asiento. Pidió un café con voz baja y ronca girándose a mirar de nuevo a la gente sentada en la terraza.
Una pareja reía en un rincón con las manos entrelazadas. En la mesa siguiente un hombre de mediana edad leía el periódico con las gafas en la punta de la nariz. En la otra punta de la terraza cubierta, alrededor de dos mesas redondas, un grupo de ocho personas hablaban y reían. Cuatro muchachos jóvenes, una hermosa mujer de treinta y pocos años con una figura espléndida lo miró fugazmente; se sentaba al lado de su marido, ligeramente rechoncho, con los ojos saltones que fumaba una pipa que encendía con frecuencia; a su lado una muchacha rubia de dieciocho o diecinueve años, con los ojos saltones como su padre le dirigió una mirada distraída y siguió atenta a lo que comentaban los jóvenes.
El anciano acabó el café y pidió un paquete de rubio americano, encendió un cigarrillo y solicitó la cuenta. Dejó una propina sobre el mostrador, el dueño, casi tan alto como el anciano, le dio las gracias y lo vio marchar despacio desapareciendo en la calle casi solitaria en aquellas horas. Torció por una calle lateral y desapareció definitivamente. Ninguna mirada siguió su alta silueta levemente encorvada. Cruzó dos o tres calles y, finalmente, abrió la puerta de un Julieta Sprint 2000 de color guinda, empalmó los cables bajo el salpicadero, encendió las luces de cruce y arranco despacio desapareciendo definitivamente entre el tráfico de la ciudad.
Eran las dos y media de la madrugada cuando el anciano volvió a aparecer en el otro extremo de la calle. El bar de la otra esquina donde había tomado café ya estaba cerrado. Caminó hasta la segunda puerta de hierro que abrió con llave, después de cerciorarse que la calle estaba vacía. No encendió la luz. Con una linternita de tubo parecida a las de los oculistas se orientó hasta el ascensor. Subió hasta el último piso y esperó de pie dentro del ascensor mirando de cuando en cuando la hora con la linternita en su reloj de pulsera. A las tres menos dos minutos el ascensor se puso en marcha desciendo hasta el tercer piso. Las puertas se abrieron. El hombre rechoncho de ojos saltones dudó un segundo antes de entrar, pero no demostró sobresalto.
-- ¿Abajo? preguntó, ladeado hacia el panel de botones
-- Por favor respondió la voz baja y ronca del anciano. Sonreía amablemente.
El hombre de los ojos saltones también amagó una sonrisa, apretó el botón y le dio la espalda. El afilado arpón de la pequeña pistola de pesca submarina se clavó en su nuca. El hombre apuntillado se estiró hacia arriba como si le hubieran aplicado una potente corriente voltaica, tembló ligeramente girando medio cuerpo y cayó al suelo fulminado con la punta del arpón asomando por su boca sanguinolenta. El anciano guardó la pequeña pistola de doble recámara de aire comprimido colgándola en una trabilla interior del gabán. Se abrieron las puertas del ascensor, sorteó el cuerpo caído, apretó el botón del último piso saltando ágilmente antes de que se cerraran las puertas. Levantó ligeramente la cabeza mirando como desaparecía el ascensor.
Se acercó a la puerta de salida. Vio llegar el autobús y esperó en una esquina del portal hasta que desapareció. Salió a la calle mirando a izquierda y derecha. Seguía solitaria y las luces del autobús se perdían a lo lejos en la avenida. Con zancadas rápidas y ágiles desapareció en una travesía lateral. Abrió la portezuela de un Julieta Sprint 2000 color guinda, empalmo los cables de nuevo y el potente motor ronroneó suavemente. Arrancó despacio encarando hacia la autopista A-7 recién construida. Poco después circulaba a ciento ochenta hacia la capital de España.
Clareaban los primeros albores de la amanecida cuando abandonó el Julieta 2000 en Arganda a veinticinco kilómetros de donde lo había sustraído la tarde anterior, recorrió un par de calles y subió a un 1.500 bifaro.
Sólo entonces se despojó del gabán con almohadilla que encorvaba su hombros, de las lentillas azules, de la peluca gris, del bigote, de las gafas de carey, metió los dedos en la boca quitándose los suplementos maxilares que ensanchaban sus mejillas, se arrancó la prótesis nasal y se despojó de los guantes de piel negra que metió en una bolsa para quemarlo todo más tarde. Arrancó despacio hacia la Nacional III mezclándose con la incipiente circulación de la madrugada madrileña.
Aparcó en el lugar más cercano a su vivienda que logró encontrar. Bajó al sótano, abrió la tapa del incinerador y tiró dentro la bolsa, subiendo en el ascensor hasta su piso. Pensativo miró a la mujer dormida en la cama completamente desnuda y en la misma posición que la había dejado. Le duraba todavía el efecto del diazepán suministrado la tarde anterior con la bebida después de hacer el amor un par de veces. Se desnudó, acostándose a su lado, y estrujándole el sexo con fuerza. La mujer runruneó pero no despertó.
Diez minutos después el hombre, desnudo, se levantó de nuevo, entró en la cocina y preparó café, leche y tostadas, dejándolo en la mesilla. Le hizo inhalar "speed" líquido que derramó sobre el café con leche; era un compuesto de anfetamina. Se removió en la cama la mujer y él marchó rápido a la ducha haciendo correr el agua sobre el musculoso cuerpo. El reloj marcaba las ocho y media de la mañana cuando entró en la habitación de nuevo. La mujer, sentada en la cama, desayunaba con buen apetito.
-- Cariño, menuda tarde. Me ha costado hacerte caer, pero al final lo he logrado.
-- Ya sabes que no me gusta liarme con las empleadas de la empresa. Por eso me resistía, pero estás tan cachonda que...
-- Me alegro mucho, amor, que te lo parezca. Me has dejado derrengada y no me extraña con semejante herramienta comentó risueña acariciándole el miembro -- He dormido como un bebé, pero ahora estoy despejada y con hambre de loba.
-- Pues cuando acabes, dúchate porque tengo ganas de follarte dos o tres veces más.
-- Llegaré tarde a la oficina, amor, y no tengo el coche; hemos venido en el tuyo.
-- No te preocupes, yo te llevaré.
-- Vale, cielo, pues voy a ducharme.
La penetró con los ojos cerrados mientras pensaba en la hermosa mujer que esperaba su llamada desde hacía once meses. Se dejó ir cuando notó los primeros espasmos de la vagina femenina y la inundó a borbotones con la fuerza de un géiser.
Aquella mañana, al colocar el coche en el aparcamiento que tenía asignado en la empresa, salió a la calle y compró el ABC. Sentado en su despacho buscó las páginas de sucesos sin encontrar referencia alguna al asesinato del hombre de los ojos saltones. Lo mismo hizo con los periódicos de la tarde sin encontrar nada tampoco.
No fue hasta el día siguiente que apareció la noticia en los periódicos. El suelto decía lo siguiente:
"Misterioso asesinato del encargado de la Fábrica de Hilaturas ******, Alfonso*****, de 49 años, que deja viuda y dos hijos. El asesinato se cometió a las tres de la madrugada dentro del ascensor del inmueble donde vivía el asesinado. Nadie vio al asesino, ni vecino alguno oyó ruido de lucha. Parece ser que el asesino lo esperaba dentro del ascensor y le disparó por la espalda con una pistola de pesca submarina de aire comprimido. La policía sospecha que pueda tratarse de un antiguo ajuste de cuentas. El juez ha decretado el caso "sub judice", por lo que la policía no ha querido hacer ninguna declaración sobre el caso.
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Seis meses más tarde, una mañana de Junio sonó el teléfono en casa de Manuela, la amiga de Pepita. Le pidieron que escuchara con atención y ella escuchó y aunque no pudo reconocer la voz, supo quien enviaba aquellas instrucciones que transmitió aquella misma mañana. Dos días después, Pepita, con una maleta en cada mano, bajaba del tren en la estación de Alcázar de San Juan y un taxi la dejó a la puerta del Hotel Ercilla Barataria. Le dieron la habitación 237. Dentro la esperaba Néstor.
Después de una noche de amor frenético, el hombre se enteró de que Pili se había largado de casa con un camionero y desconocía su paradero. La madre ni siquiera había dado parte a la policía. Su otro hijo Luis vivía desde hacia dos meses en el pueblo con los abuelos maternos.
La última vez que los vi juntos fue comiendo en el Restaurante " La Zapateira" de Lisboa. Pepita estaba radiante y me pareció mas hermosa que nunca. Los dos se mostraban muy felices y estaban tan entretenidos con sus carantoñas que ni siquiera me vieron cuando pasé a su lado. No me pareció oportuno molestarlos.
He narrado la historia de Néstor y Pepita como si yo fuera Néstor cuando en realidad sólo fui su amigo y compañero de trabajo. Conocía sólo una parte de ella, pero recibí la ayuda de quienes los conocieron; Andrés Torres, Manuela y Mercedes las amigas de Pepita, de Yolanda Garcés secretaria de dirección en la Multinacional Farmacéutica en la que trabajábamos y que fue su amante durante cinco meses en Madrid y, sobre todo, con la inestimable ayuda de quien mejor la conocía, la viuda de Alfonso que es hoy mi bellísima esposa. Néstor se mató en un accidente de automóvil a la entrada de Viana do Castelo siete meses después de pedir el traslado.
Y eso es todo.