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Un grave encoñamiento (3A)

en Grandes Relatos

UN GRAVE ENCOÑAMIENTO – 3–

Recuerdo que después del tercer trimestre del primer año, cuando mi niña ya llevaba de cajera de la empresa más de siete meses empecé a sospechar que algo inusual estaba ocurriendo y me puse alerta disimulando que lo estaba.

Mi niña, en aquel tiempo, después de haber engordado casi doce kilos, estaba en todo su esplendor y no pasaba un tío por la calle que no se girara a mirarla y más de un silbido la seguía después de pasar.

Estallaba de hermosura.

Sus magníficas piernas y sus falditas, que nunca usaba excesivamente cortas, sino hasta las rellenitas rodillas en las que no se veía ni un hueso, dejaban adivinar unos muslos de ensueño. Sus respingonas nalgas se bamboleaban al caminar sin que ella se lo propusiera y sus colinas gemelas, firmes, rotundas, ni grandes ni pequeñas, su larga melena rubia y su marfileña piel, la habían convertido en una muchacha que cualquier hombre daría un brazo por poseer.

Aunque por un lado me habían subido el sueldo en buena proporción, por otro las visitas de mi jefa empezaron a decrecer al mismo tiempo que los ingresos y los regalos, hasta que cesaron del todo. Fue de forma muy paulatina, casi inapreciable y duró muchos meses hasta el cese definitivo.

Supe, porque todo se sabe y lo que no quieras que se sepa no lo hagas ni lo digas, que se había enrollado con el último aprendiz que había entrado en la empresa, un chaval de dieciocho años llamado Artemio, pelirrojo y pecoso poco más alto que ella, pero ancho como un tonel. Buen provecho chaval, me dije.

Trabajaba en la empresa de repartidor de pedidos farmacéuticos de la ciudad. Me tuvo sin cuidado porque yo ya tenía otras dos fuentes de ingresos dando de comer mi solomillo a una rica viuda que podía ser mi madre pero que pagaba mejor incluso que boquita de rape, y una joven casada y de muy buena familia de banqueros a quien su marido, la tenía verdaderamente abandonada; no lo entendía porque la mujer, a la que llamaremos Perla, era guapísima y tenía un tipo tan sinuoso que me recordaba a mi precioso amorcito una cosa mala. Verdaderamente estaba buenísima y me hubiera enamorado de ella a no estar Yeya.

Los días con Perla eran imprevisibles aunque siempre me llamaba al piso la noche anterior para avisarme de que disponía de toda la noche; unas veces porque su marido estaba de viaje y otras porque la que viajaba era ella. Era buena en la cama, buenísima hasta el punto de que me hacía disfrutar tanto como ella disfrutaba. Pagaba espléndidamente, cada noche un mes de sueldo y siempre en billetes de banco nuevecitos dentro de un elegante y perfumado sobre apaisado de papel Manila. Nada que ver con la primera boquita de rape que tuve.

Con la viuda, a la que llamaremos Sara, las citas tenían que ser siempre después de la once de la noche. Su vida social era muy intensa durante el día. Pertenecía a una familia de la alta burguesía madrileña y era muy mirada en cuestiones de orden moral, y era, además, una mujer muy elegante y fina que necesitaba un hombre que le hiciera recordar la juventud perdida.

Aunque muy bien conservada, viuda de un almirante de la armada, no podía disimular su edad cuando se desnudaba. Pasaba de los cincuenta. Disfrutaba con la luz apagada y sin soltar ni un gemido, aunque yo notaba como su fuente chorreaba cuando se venía. Con dos orgasmos quedaba más que satisfecha y me despedía con un amoroso beso en la mejilla más parecido al de una madre que al de una amante. Y siempre con la luz apagada. El sobre, siempre azul, y también de papel Manila perfumado, lo encontraba sobre la repisa de la chimenea del salón. Me pagaba en cheques al portador.

Si no fuera por Mireya, hubiera dejado la empresa. Cuando mi jefa dejó de apoquinar pasta, di por roto el contrato e hice cambiar los barriletes de las cerraduras. Ellas dos, Yeya y mi jefa, se hicieron amigas íntimas. No iban a ningún lado la una sin la otra. No me gustó ni un pelo dicha amistad, pero punto en boca y sigue tu camino, chaval, que tu vida, como la de los futbolistas, se acaba antes de los cuarenta y para entonces tienes que tener tu jubilación resuelta.

Había pasado más de un año, cuando cierto día Yeya me informa que se va a Mallorca en avión con la Jefa a pasar el fin de semana. Pues muy bien, cariño, un fin de semana perdido, pero ¿qué más da? Tarde o temprano sé que me abandonarás. ¿Para qué hacerme mala sangre? ¿De qué me serviría? De nada. Pues punto en boca y a tragarte el desengaño. En realidad no era tal desengaño, porque siempre supe en el fondo de mi alma el gusanillo del temor de perderla, de que tarde o temprano me abandonaría.

Poco tiempo después tuve ocasión de vender a muy buen precio el Seat 600. Metí el dinero en el banco en espera de encontrar una ocasión favorable para comprar un coche mejor. Así que, tanto de noche como de día, circulaba en taxi. Casi salía más barato que tener coche, pagar seguro, impuestos, gasolina, revisiones, reparaciones y todo el rollo que conlleva un automóvil. Si hacía cuentas, al final resultaba más barato.

De nuevo supe, pocas semanas después, que la jefa y Mireya se habían ido de nuevo de fin de semana a Mallorca y la tercera vez que fueron a Mallorca me esperé lo peor. No tardó en descargar la tormenta. Mireya, muy apenada dentro de su alegría, me anuncia que tiene novio y que iba a casarse. El chico, me dijo, es muy parecido a ti. Todo un consuelo, pensé, sonriendo sin poder mirarla.

Es un gran muchacho y segundo comandante de vuelo de la compañía Iberia. Pues qué bien, volví a pensar, la mierda de los uniformes, pues me voy a hacer uno ¡qué coño!

Se llama Raúl Hernández. Tomé buena nota del nombre. Poco tiempo después, mi jefe me indica que al día siguiente, domingo, me esperaban a comer. Esperé alguna aclaración más que no tardó en llegar. Yeya, ya la llamaban todos así de oírmelo a mí, nos va a presentar a su novio que también está invitado a comer y él quiere pedirte su mano, Coño, pensé, que tío más formal. Vale, la cosa va en serio, pensé más amargado todavía.

Y sí, al día siguiente, me vestí como un dandy y no me privé de enseñar camisa y corbata de seda, zapatos italianos, traje de alpaca inglesa azul marino, y hasta usé por primera vez en mi vida, colonia Esencia de Loewe. Llegué hecho un figurín cuando ya todos estaban en la mesa, porque es lo elegante llegar tarde.

Mireya y mi jefe fueron los primeros en levantarse. Mireya para darme un beso, el jefe para estrecharme la mano, y el tipo con el uniforme de Iberia todo galoneado fue el tercero en saludarme. Yeya hizo la presentación. Le estreché la mano con un apretón como Dios manda para que se acordara de mí. Me congratulé al ver que era más alto que él por una cabeza, aunque el tipo no era bajito, pues pasaba del metro ochenta. No me gustó ni un pelo y juro que no iba predispuesto en su contra.

Me aseguró que estaba enamorado de mi hermana (¿Y quién no?, pensé) y por eso propuse esta reunión para pedirte su mano porque eres su hermano mayor y por lo tanto haces en este caso el papel de padre. Le respondí que muchas gracias por la deferencia, que mi hermana, si la boda no era para mañana… (Se rieron de la ocurrencia) dentro de dos meses cumplirá los veintiún años, y hacía tres que ya era mayor de edad. Si ella te quiere, por mi santo y bueno. Pues muchas gracias, ya me ha dicho tu hermana que eres un hombre muy sensato. Eso te lo dijo para disimular que soy un tarambana; y nuevas risas de toda la reunión que comprendía dos o tres matrimonios mayores a los que me presentaron poco después.

Algo había en él que me repelía. Para empezar era mucho mayor que yo, por lo menos catorce años y por lo tanto dieciséis más que mi preciosa Yeya. Como luego supe y explicaré, acerté en la edad, pues el tan traído y llevado Raúl Hernández, tenia treinta y seis años y una pinta de Don Juan de barrio que no se la saltaba un gitano. Le entregué una de mis tarjetas por ver si él hacía lo mismo, pero era gato viejo para caer en el truco. Dijo que no llevaba que se las había dejado en el maletín y éste en el coche.

Boquita de rape, mi jefa, me observaba de cuando en cuando repasándome de arriba abajo...

En un aparte, Yeya me completó el segundo apellido del novio, Castañeda. No, no era mallorquín, vivía en Mallorca pero había nacido en Santander. Resumiendo, la comida fue muy alegre porque me propuse que lo fuera y lo fue. En una de esas le solté al comandante:

-- Si el hombre, según Darwin, desciende del mono ¿No era esa su teoría?

Todos escuchaban muy atentos la respuesta que no tardó en llegar:

-- Así es -- respondió muy serio.

Vale, -- respondí tan serio como él -- pero lo que nunca nos dijo es de donde desciende el mono.

- Hombre, Toni, se entiende que el mono desciende de los primates.

- No Raúl, nada de eso, el mono desciende del árbol.

Las carcajadas atronaron el salón, hasta mi jefe, hombre circunspecto donde los haya, reía a carcajadas

Bueno, en fin, que la comida estuvo muy bien, la cocinera era estupenda, los comensales aún mejores, pero yo tenía que irme porque me esperaban. Estreché la mano de los caballeros, les di besitos a las damas, incluida boquita de rape para que oliera el suave y distinguido aroma de Esencia de Loewe, y caminé hasta la puerta.

Yeya salió conmigo para despedirme aunque en realidad para saber qué me parecía su prometido. Me enseñó incluso el anillo de pedida. Hice de tripas corazón para poder responderle que me parecía muy bien, aunque un poco mayor para ella. Sólo tiene diez más que yo, treinta y un años, lo nuestro no podía ser, corazón, me dijo, con los ojos húmedos, y no me apetece quedarme para vestir santos.

-- Naturalmente que no, mi niña, pero si te veo llorar aquí mismo te levanto la faldilla y te doy unos azotes en el culo. ¿Estamos?

-- Sí, sí, Toni, Estás muy guapo, guapísimo estás, Toni.

-- Sí, lo estaré, pero eso lo hacen los buenos ojos con que me miras, bueno, cariño, me voy.

Me dio un beso en la mejilla, sonrió y cerró la puerta. Bajé las escaleras como si verdaderamente me estuviera esperando alguien desde hacía rato. Cogí un taxi que me llevó al piso. Me quité la topa, me duché, tomé un somnífero y me dormí. Cuando desperté era la una de la madrugada. Volví a tomarme otro somnífero y, a la mañana siguiente, por poco más llego tarde a la oficina.

Aquella misma semana miré en las páginas amarillas por ver si encontraba una agencia de detectives particulares. Había docenas y escogí la que me pareció mejor. Les di el nombre y los apellidos de mi futuro cuñado, indicándoles que deseaba saber con toda urgencia la vida y milagros del caballero, ya que iba a formar parte de la familia. Pregunté por el precio de la información. ¿Quiere fotos? Preguntaron. Sí, naturalmente… pues eso le costará tanto. Era una cifra razonable. Les di la cantidad de anticipo que me pidieron, les di mi nombre, dirección y teléfono, y me dediqué a esperar.

Cuando ya casi ni me acordaba de ellos me llamaron a la oficina para que indicarme que pasara a recoger el dossier de mi futuro cuñado que era muy abundante.

¡Madre mía, qué escándalo! No sólo estaba casado y con dos hijos que vivían en Mallorca, sino que tenía una pareja de hecho con un hijo en Málaga y otro hijo en Alicante de otra pareja con la que convivía de tiempo en tiempo. Nombres, direcciones, teléfonos, fotos, todo estaba en aquel dossier.

Mi primera reacción fue salir a buscarlo a Barajas y partirle la cara a puñetazos. Afortunadamente no lo encontré y ello me dio tiempo a pensar con más calma y claridad. De momento mi niña estaba a salvo y como pasaba el tiempo y Yeya no me comentaba nada le pregunté si sabía algo de él.

Sabía que estaba en un viaje transoceánico a Cuba, que tardaría más de lo acostumbrado en regresar, pero que le había escrito una carta muy hermosa. A mano o a máquina, le pregunté. Me miró suspicaz y preguntó por qué. Porque si la ha escrito a máquina es natural que tarde más en volver y le explique un rollo de mucho cuidado para apoyar mi teoría.

Al final me dijo que a máquina. Claro me dije, es demasiado gato viejo para dejar pistas que le incriminen. Resultado: que me guardé el dossier en un archivador en espera de ver como se desarrollaban los acontecimientos. Volví a ver Raúl un par de meses después en compañía de Yeya, pero tenía mucha prisa por llegar a Barajas, ya que volaba a Estambul dentro de una hora. Y yo pensé, a Constantinopla vas a ir a parar y sin avión de la hostia que te voy a pegar como le pase algo a mi niña. Has venido a follártela y a marcharte corriendo, cabrón.

Y así estaban las cosas en el mes de Enero del año siguiente cuando ya ni me acordaba de famoso Raúl. De pronto, al pasar cierto día dentro de un taxi por la plaza Castilla veo a mi jefe con su Jaguar en compañía de Yeya en el asiento delantero. ¡Joder! Me pregunté ¿qué está pasando aquí? Y le dije al taxista que no perdiera de vista al Jaguar y no lo perdió hasta la entrada de la urbanización de Las Rozas.

Allí tenían los Cuesta un chalet para las vacaciones de verano. Aunque el taxista lo perdió de vista yo lo orienté hasta que encontramos el Jaguar aparcado delante del chalet.

La luz del primer piso, estaba encendida. Era la luz del dormitorio del matrimonio Cuesta. No podía creerme que mi niña se dejara poseer por el viejo quelonio y a mí no me dejara ni tocarle el brazo, pero estaba delante de mis ojos y no podía dudarlo. Más de una hora estuve esperando hasta que los vi salir de nuevo, subirse el coche y emprender el viaje de regreso a la capital. ¿Pero cómo puede ser esto? Pues esto, me respondí, no puede ser más que por una causa… por dinero. Lo mismo que tú haces, lo está haciendo ella. ¿De qué te quejas?

Sabe Dios cuanto tiempo hacía que se la estaba tirando. Pero ¿cómo puede engañarme así mi preciosa Yeya? Y de nuevo me respondí, ¿Es que tú no la estás engañando también? Pues aguanta, amigo, que en donde las dan las toman, si tu antes te has tirado a su mujer, él ahora se está tirando a tu hermana. Amor con amor se paga.

Y llegó el mes de abril y con él la Semana Santa y días antes de esta semana el viejo quelonio me dijo que su esposa y mi hermana querían ir a Alicante a ver las procesiones. Le dije que no tenía coche. No próblem, las llevas en el Jaguar. Hablé con mi hermanita.

-- ¿A qué viene el viaje a Alicante y las procesiones y todo ese rollo?

-- ¿Pero tú eres tonto o te haces?

-- Pues, seguramente soy tonto, porque no entiendo nada. ¿Es que no podéis ir en tren?

-- No y piensa un poco.

-- Aunque esté pensando hasta mañana no lo adivinaré, porque no sé nada.

-- ¿En dónde está Artemio? – me preguntó mirándome con lástima.

-- Yo que sé, se fue a la mili, creo que a la marina. Solo tenía diecinueve años, supongo que voluntario.

-- No, no fue voluntario lo que pasa es que la marina los llama una quita antes que a los de tierra ¿No vas ligando, tontito?

-- ¿Quieres decir que lo que quiere es que vayamos a Cartagena?

-- No, lo que quiere es ir ella sola a Cartagena. Nosotros la esperaremos en Alicante.

-- ¡Me valga la virgen! En vez de un Laboratorio esto parece una casa de putas.

-- Mira quien fue a hablar – me espetó con mirada desafiante.

-- Tienes razón, cariño – respondí agachando la cabeza y dando media vuelta.

-- Toni, Toni – y corrió detrás de mi hasta detenerme cogiéndome de un brazo – No me hagas caso, cielo, no tenía derecho a decirte eso.

-- Ese derecho y muchos más tienes, Yeya.

-- ¿Estás enfadado conmigo por lo que te dije o porque me voy a casar?

-- ¿Te vas a casar con Raúl?

-- Claro, dentro de dos meses. Pero si ya te lo dije, cariño.

-- Lo sé, Yeya, no te preocupes por mí, déjalo, es igual.

-- ¿Pero nos llevarás a Alicante?

-- Pues claro, mujer, aunque no sea más que por conducir el Jaguar.

-- Eres tremendo, siempre serás el mismo, Toni.

-- Para ti siempre seré el mismo. En eso sé muy bien que nunca cambiaré.

-- Toni, no me amargues la vida, cariño.

-- Vale, pues dame un besito de hermano y me voy con viento fresco.

Me besó en las mejillas parpadeando rápida con sus grandes faroles verdes para no soltar las lágrimas. Y me fui. No quería que me tuviera compasión. No la necesitaba. Yo era un tipo duro.

Y así fue como un viernes muy de mañana emprendimos el viaje a Alicante en un Jaguar que volaba y tanto voló que a las dos y media de la tarde comíamos en el Riau-Riau.

A las cinco, la jefa tomó el autobús para Cartagena. Iba a follar con Artemio hasta el lunes o hasta que le saliera de los ovarios. Yeya y yo no quedamos solos en la estación viendo marchar el bus. Yeya reía a carcajadas porque yo agitaba aún mi pañuelo cuando el autobús ya había desaparecido.

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