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El pájaro de fuego (2)

en Confesiones

EL PÁJARO DE FUEGO 2

 

— ¡No lo hagas, por favor, no lo hagas! -- gritó entre sollozos -- ¡No podré resistirlo!

Por primera vez en dos horas el hombre preguntó al sentirla gritar:

— ¿Vas a decirme que es la primera vez?

Lo miró furiosa, reculando lo que podía para escapar al castigo.

¡Maldito bastardo¡ Claro que será la primera vez ¿Qué es lo que te has creído? Pero, por favor no...

Se inclinó sobre ella oprimiendo con fuerza el pene para penetrarla. Tuvo que taparle la boca con la mano para cortar el agudo grito de la mujer cuando el duro miembro logró abrirse paso contra la oposición del músculo y se encajó de golpe dentro de ella. Vio las gotas de sudor que manaban de la frente femenina y las lágrimas de dolor en los bellos ojos de la mujer. Se quedó quieto, susurrándole al oído:

— No durará mucho, luego sentirá placer…

— ¡Ah, por Dios, no lo estropees más!

¡Procura relajarte, amor mío! Dejará de dolerte si te relajas. Esta virginidad me pertenecía ¿O es que no me amas?

Ella suspiró moviendo la cabeza con resignación. Estaba intentando relajarse, pero sabía que estaba sangrando y procuró estarse quieta.

— Acaba de una vez, estoy sangrando; cada vez me duele más, y haz el favor de desatarme.

Hizo lo que le pedía. Procurando no moverse para no lastimarla más de lo imprescindible, alargó las manos a las ataduras. Le costó trabajo desatar los nudos, excesivamente ceñidos a causa de los esfuerzos realizados por la mujer para soltarse. Se levantó sobre las rodillas sosteniéndola contra su pubis para desatarle los tobillos y ella sintió el dolor de la penetración, pero no se quejó. Dio un suspiro al sentirse libre restregándose las muñecas con las manos para activar la circulación, pero tenía los dedos entumecidos y casi morados y le fue imposible doblarlos.

El le cogió las muñecas friccionando entre sus manos los finos dedos de la mujer. Poco a poco recuperó el movimiento y los dedos adquirieron su color alabastrino habitual. Seguían sin moverse. El pubis masculino presionaba con fuerza contra el femenino, pero sin conseguir mover el miembro ni adelante ni atrás.

Fue ella quien, al cabo de unos minutos, comenzó a frotar levemente su pubis contra el hombre que permaneció sin moverse dejando la iniciativa a su compañera.

Tuvo que realizar esfuerzos considerables para poder contenerse y esperarla. Cuando sintió los espasmos del vientre femenino contra el suyo, supo que estaba comenzando de nuevo el éxtasis de la mujer. Se movía frenéticamente ya, gimiendo de placer y fue entonces cuando el hombre la bombeó sin que ella se quejara. Pero siguió conteniéndose y esperando hasta que, en el momento justo, se desencajó para penetrar brutalmente su feminidad con un golpe de caderas, explotando en el fondo de su vagina con tal fuerza e intensidad que transportó a la mujer al más intenso e inacabable orgasmo múltiple que ella hubiera experimentado en toda su vida. El placer, después del dolor, fue tan profundo para los dos que, literalmente, perdieron la noción de la realidad permaneciendo tan fuertemente entrelazados como las cuerdas de un nudo de driza.

Lentamente la consciencia la devolvió a la realidad y lo sintió sobre ella oprimiéndole los senos con los duros músculos pectorales. Sintió sus manos todavía engarfiadas en torno a sus nalgas y la tremenda erección que la penetraba, tan dura y fuerte como si no hubiera tenido una eyaculación de caballo.

Luego sintió sus manos subiendo hasta sus caderas quedándose abrazado a su cintura con la cabeza apoyada sobre su hombro. Se preguntó, acariciándole lentamente los rubios cabellos, de qué clase de material estaba hecho el hermoso animal que tenía encima. Estaba tan extenuada como el enfermo que empieza un largo periodo de convalecencia;

tan sólo una leve punzada de dolor palpitaba, de cuando en cuando en su dolorido esfínter, pero era un pequeño dolor que hasta resultaba dulzón en medio de su lánguida debilidad.

Sintió como de nuevo palpitaba dentro de ella y creyó por un momento que comenzaría otra vez, pero solo le sintió suspirar profundamente.

Cerró los ojos, esperando y recordando la tremenda eyaculación que la había inundado. Podía notar la humedad de la colcha bajo sus nalgas, húmedo testigo de sus múltiples orgasmos durante aquellas horas de amor frenético. Sabía de su enorme vitalidad, pero nunca como aquella noche le demostró el dominio brutal con que la mente del hombre controlaba su musculoso cuerpo. Le parecía insólito que la hubiera puesto en marcha seis veces en menos de tres horas, pero aún más inaudito le resultaba el hecho de que hubiera podido dominar la eyaculación durante tanto tiempo cuando, normalmente y como mucho, el hombre más viril no aguanta más allá de media hora. Pero tampoco ella se explicaba cómo había podido alcanzar el éxtasis durante seis veces si, a la tercera vez ya se encontraba más que satisfecha.

Quizá al haberla inmovilizado sobre la cama y saberse indefensa contra los caprichos del hombre la habían preparado subconscientemente porque, en definitiva, acostumbrada a dominar a los hombres a su antojo, y ahora había sido sometida brutalmente al deseo inmanente en casi todas las mujeres de ser violadas que era, en realidad, lo que desde un principio supo que le iba a ocurrir.

De nuevo sintió palpitar fuertemente el gran pene que la penetraba, y como las manos del hombre le apretujaban la cintura resbalando de nuevo hasta sus nalgas y volviendo lentas y acariciantes hasta su talle. Le dejó hacer, sin moverse, aunque ningún apetito sexual quedaba en su agotado cuerpo, pero comprendía la excitación masculina y esperó que la saciara antes de levantarse, lavarse y cambiar la colcha.

Él suspiró de nuevo y su respiración se hizo más pausada y tan lenta que casi tuvo la certeza de que se había dormido. Esperó durante unos minutos creyendo que la erección disminuiría conforme la profundidad del sueño fuera apoderándose del hombre. Sin embargo, pasaba el tiempo sin que el duro miembro diera muestras de laxitud y abrió los ojos para mirarlo detenidamente. No pudo observar ni el más leve movimiento de sus párpados, pero sí que, cada vez, su respiración era más tenue y acompasada; la típica respiración de una persona dormida. Se admiró de que su virilidad siguiera palpitando fuertemente a intervalos cada vez más regulares.

Se dispuso a separarse abandonando el abrazo del ancho tórax que descansaba sobre sus senos y separó un brazo, pero de inmediato los del hombre se ciñeron con fuerza en torno a su cintura, mientras el pene se hundía profundamente presionado su útero con fuerza en el fondo de su vagina. Tuvo un nuevo orgasmo, pequeño y plácido, cuando sintió la inundación en sus entrañas.

Minutos después susurraba a su oído:

— No puedo más, Armando. Tengo que ir al baño.

Se apartó quedando sobre el lecho en decúbito supino y con los ojos cerrados. Pudo comprobar que la erección seguía tan firme como al principio pese a las dos eyaculaciones y alzó las cejas con extrañeza aunque él no pudo verla porque tenía los ojos cerrados.

El agua del baño se había enfriado y vació la bañera dejando correr de nuevo el agua caliente. Se estiró dentro del agua todo lo que le permitió la bañera. Al darse la vuelta lo vio de nuevo en el umbral de la puerta, apoyado contra la jamba, sosteniendo dos vasos de whisky en la mano, y mirando su cuerpo ávidamente mientras ella se enjabonaba.

No pudo evitar asombrarse al ver su erección, tan descomunal como tres horas antes. Movió la cabeza con desesperación. Sabía que aquella noche el hombre aún no se había dado por satisfecho.

Le vio acercarse despacio y sentarse de frente en el borde de la bañera. Tomó el vaso que le ofrecía, bebiendo un pequeño sorbo.

— ¿Pero que te pasa hoy? -- preguntó, cubriendo de espuma el erecto miembro.

— ¿Sangras todavía? -- preguntó él frotándole la espalda con la esponja mientras se inclinaba para besarla.

— No, ya no sangro -- respondió acabándose la bebida.

— ¿Te duele aún?

— Un poco, nada que no pueda aguantar. Déjame ver tu cuello.

El hombre se inclinó y pudo ver la herida circular, ligeramente morada ya, que sus dientes habían dejado sobre la piel. Al besarla sintió sobre su pezón la boca del hombre succionándolo suavemente y supo que de nuevo volvería a empezar.

No tenía fuerzas para comenzar y se metió el pene en la boca esperando calmarlo. Lo acarició con la lengua succionándolo con fuerza, como un bebé succiona un biberón, hasta que sintió las sacudidas pulsátiles que le indicaron la proximidad del orgasmo.

La inundó terriblemente y tragó el salado y espeso licor, aspirándolo, una y otra vez, hasta que dejó de manar. No obstante, pese a todos sus esfuerzos por calmarlo, seguía con su virilidad tan enhiesta que tuvo la impresión de que estaba sufriendo un ataque de priapismo. Pero se dijo que seguramente se equivocaba. No advertía en él signo alguno de dolor y se resignó a su suerte cuando, después de retozar con ella en el baño, la llevó en volandas hasta la cama depositándola entre las sábanas.

Pudo darse cuenta de que había arrancado la colcha que, arrugada y húmeda, se amontonaba en un rincón, al lado de una mesilla de noche.

Le vio desaparecer de nuevo en el cuarto de baño y sintió correr el agua de un grifo. Pensó que, seguramente, intentaba aplacar su excitación con el agua fría. Lo sintió regresar al cabo de un momento. Estaba tan cansada que, lo último que vio antes de quedarse dormida hecha un cuatro, fue la hora en el pequeño despertador de la mesilla de noche. Era las dos y cuarto de la madrugada.

En su espalda cosquilleaba la acompasada y lenta respiración masculina, como una caricia de brisa suave y cálida y con ésta agradable sensación volvió, poro a poco, a quedarse dormida completamente extenuada.

Se despertó asustada sin saber por qué se había despertado. Él ya no estaba a su lado e imaginó que la trampa había funcionado a la perfección. Quizá toda su excitación de la noche anterior se debía a la premonición de su próxima muerte. Se levantó y desnuda se dirigió hacia el garaje.

El primer cadáver lo encontró en la cocina. Se sintió morir al comprobar que se trababa de Rudolf, su marido.

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