Creí que Marisa me armaría un escándalo y me equivoqué. Ni media palabra de Merche ni media palabra de Lalo y, por lo tanto, tampoco le di ninguna explicación. Supuse que después de hablarle el abuelo estaba conforme con todo. Me casaría con Merche si la niña quedaba en estado y sino cuando ella decidiera hacerlo, pero, por supuesto, una vez casado, no pensaba seguir viviendo en casa de Marisa. Lo que el abuelo le pagaba nos sobraba a Merche y a mí para montar nuestro propio hogar. Incluso podríamos tener una Purita para que nos ayudara mientras estudiábamos.
En verdad creí que después de lo ocurrido mi abuelo me buscaría otra residencia y también me equivoqué, pues al mencionárselo dijo que no. Tajantemente, que no. No dejó de sorprenderme. No se mostraba todo lo disgustado que yo había imaginado y quizá fueron figuraciones mías, pero hasta llegué a creer que se mostraba satisfecho con lo ocurrido.
Mi relación con Marisa finalizó definitivamente, aunque el trato personal, aunque tirante, fue el que corresponde a dos personas civilizadas y de buena educación. Pero nos vigilaba a Merche y a mí como un halcón y muy difícilmente podía hablar a solas con la muchacha. Ni siquiera le permitía salir de paseo conmigo. Bueno - me dije resignado - en parte no le falta razón. Esperemos a saber lo que ocurre con Merche.
Mientras tanto fui consolándome con Purita en cuanto ocasión se me presentaba, incluso de pie o haciéndome ella una felación, si el tiempo de que disponíamos era escaso. Se tragaba mi semen con tanta facilidad como si comiera natillas. Si la ocasión se presentaba sin peligro de ser descubiertos, nos metíamos en mi habitación y, desnudos, lo pasábamos pipa, pero esto ocurría en muy contadas ocasiones.
Transcurrido mes y medio mi prometida me aseguró que había tenido la regla normalmente. Le pregunté cuando decidiría la fecha de la boda y me dijo que su madre no le daría permiso hasta que fuera mayor de edad. Hablé con la madre y se mostró tan inflexible respecto a la boda como mi abuelo con el cambio de residencia. Bien, esperaremos, le dije a Merche y la muchacha pareció conformarse, porque ni a ella ni a mi nos quedaba otro remedio.
Finalizaba febrero cuando, de pronto, el Universo se hundió sobre mi cabeza y tuve que salir disparado hacia Vigo. Mi hermana Sharon estaba gravísima: Había intentado suicidarse. Se había tomado un tubo entero de los somníferos que utilizaba mi abuela Begoña. Estaba en la UCI de la clínica donde la vigilaban día y noche intentado salvarla. El fármaco había comenzado a actuar ya cuando la descubrió mi abuela Begoña y el lavado de estómago que se le efectuó inmediatamente sólo había sido eficaz en parte. De haber tardado una hora más habría muerto irremisiblemente, pero aún así su estado era muy grave, quizá irreversible.
Saber que mi preciosa Sharon estaba a punto de morir me afectó de tal manera que creí volverme loco. Y aunque nadie sabía cual era la causa de su intento de suicidio, yo si lo sabía y me dije que si mi hermana moría, yo tampoco tendría salvación porque, de pronto, supe sin sombra de duda que, sin ella, no podría seguir viviendo. Si se me moría yo iría detrás de ella aunque fuera al Infierno.
Estuve tres días y tres noches a su lado, con su mano casi exangüe entre las mías, sin dormir y sin poder ingerir más que agua. Susurrándole al oído, cuando me quedaba solo con ella, lo mucho que la amaba, lo mucho que necesitaba que viviera, que sin ella la vida para mi no tenía sentido, que ni Merche, ni nadie en este mundo, me compensaría de su pérdida y que tampoco yo querría seguir viviendo si ella me faltaba. No podía oírme, pero entre vigilancia y vigilancia de enfermeras, yo le repetía una y otra vez lo mucho que la amaba, lo mucho que la necesitaba. A las cuarenta y ocho horas sus constantes vitales comenzaron a estabilizarse poco a poco y, una madrugada, con mi cabeza recostada sobre la cama y su mano entre las mías, sentí que movía los dedos y suspiraba profundamente. Levanté la cabeza, abrió los ojos y me miró fijamente, volviendo a cerrarlos.
-- Sharon, cariño, dime algo, amor mío - susurré besando sus marfileños dedos.
-- Aféitate, estás horrible - murmuró, cerrando los ojos.
-- Sharon, mi vida - murmuré a mi vez - Sabes que no puedo vivir sin ti... ¿Por qué lo has hecho?
-- Mentiroso - volvió a susurrar con los ojos cerrados - Vas a casarte con otra.
-- ¡Jamás! - repliqué, mordiéndome los labios para contener las lágrimas.
-- No me engañarás más, grandullón - musitó suavemente.
No pudimos seguir hablando porque entró la enfermera de vigilancia echándome fuera de la habitación, era la hora de la visita médica. Se recuperó rápidamente y, aquella misma semana, fue dada de alta. Pudimos hablar poco, la abuela Begoña no la dejaba sola ni un minuto y yo tenía que regresar a Santiago. Intenté convencerla de que no me casaría con nadie, que yo sólo la amaba a ella. Pero no me creyó y regresé a mis estudios desanimado, con el alma dolorida y ansiando que llegaran las vacaciones de Semana Santa para volver a Vigo. Tuve que apretar de firme para conseguir aprobar los parciales. Mi mente no estaba en los estudios y hasta Purita se dio cuenta de que el intento de suicidio de mi hermana me había afectado extraordinariamente pues ni siquiera tenía ganas de tocarla. Imaginé las conclusiones a que podría haber llegado la zorra de Marisa ante mi desmoronamiento y no quise pensar en lo que le habría comentado a Merche. En realidad me importaba un pepino lo que pudieran pensar todas ellas, pero llamaba a Vigo desde el móvil del Celica todos los días intentando hablar con Sharon. Unas veces estaba dormida, otras veces había salido y cuando por fin logré hablarle me dijo que se encontraba muy bien, que muchas gracias por mi interés y que no la llamara más. Adiós, y cortó la comunicación dejándome con la palabra en la boca.
Mireya Cárdenas y Toni, su hermano, comprendieron muy bien mi estado de ánimo, aunque ellos nada supieran de la verdadera causa. Me ayudaron en todo lo que pudieron y lo agradecí sinceramente. También Lalo se mostró afable y comprensivo y, entre unos y otros, conseguí llegar al mes de abril, aprobar los exámenes con mis notas habituales y salir disparado para Vigo a pasar con Sharon los diez días de vacaciones de Pascua.
Más me hubiera valido quedarme en Santiago. Llegué a casa por la tarde creyendo que Sharon se mostraría contenta y feliz. Sharon no estaba en casa.
-- Abuela ¿Y Sharon? - pregunté, disimulando mi ansiedad.
-- Ha venido a buscarla Andrés - respondió, después de besarme.
-- ¿Andrés? ¿Qué Andrés? - pregunté, sorprendido.
-- Si, hombre, Andrés Ramallosa ¿no te acuerdas? El hijo de Genaro el de Conservas...
-- ¡Ah, sí! - recordé de pronto al hijo mayor de Conservas Ramallosa - ¿Qué pasa con él?
-- Bueno, que salen juntos. Parecen muy enamoriscados - respondió risueña - por lo menos él. Es un buen partido y habla de casarse cuanto antes, tu hermana no...
-- ¡Mi hermana es una cría! - exclamé rabioso sin poder contenerme - y él puede ser su padre.
-- No exageres, sólo tiene veinticinco años - comentó muy ufana - y tu hermana ya tiene quince, está muy desarrollada y, con lo guapa y simpática que es, encuentro normal que él haya perdido la chaveta por ella, No te digo más que quiere casarse enseguida ¿pero qué te pasa?
-- Nada, abuela - respondí, sintiendo que me hervía la sangre y que de tenerlo delante hubiera estrangulado a Andrés Ramallosa.
-- Pues hijo, estas lívido, pareces un cadáver - comentó, mirándome preocupada.
-- He comido algo que ha debido sentarme mal - respondí frotándome la frente - Bueno, voy a deshacer mi maleta.
-- No me extraña, con esas porquerías que coméis en los bares. En el botiquín tengo Sal de Heno, tómate una cucharadita, te sentará bien.
-- Sí, abuela, luego, si no se me pasa - respondí, conteniendo las ganas de liarme a patadas con los muebles.
Volví a besarla y temblando de ira como un azogado me encerré en mi habitación. Tenía impulsos asesinos. Lo mato - pensé arrebatado de cólera - lo mato y a ella también. Que mi Sharon, aquel cuerpo, aquella preciosa mujer, aquella divina princesita mía a la que de pronto comprendí que amaba con pasión desbordada y loca, pudiera pertenecer a otro hombre me quitaba de quicio, espumajeaba de rabia y hasta me despellejé los nudillos al liarme a puñetazos con la pared. En mi locura llegué al punto de pensar seriamente en matarlos a los dos.
Ardía de fiebre, tiritaba enloquecido de angustia, pensé en tirarme por el balcón y acabar de una vez con mi desesperación, era insoportable, superior a mis fuerzas. Y entonces comprendí diáfanamente lo que mi pobre princesita debió sufrir al enterarse de que me casaba con Merche, de que me perdía para siempre, como yo la perdía a ella ahora.
Tardé más de media hora en calmarme. Tuve que hacer fuertes ejercicios gimnásticos, pensando en que la ira no me dejaría razonar con claridad. Cuando logré serenarme lo suficiente comprendí que yo no era nadie para impedirle a mi hermana enamorarse de otro. ¿Por qué lo iba a matar? ¿Para que ella se sintiera más desgraciada todavía? Su intento de suicidio, que todo el mundo había tomado por una neurosis a causa de la presión a que estaba sometida por tener que aprobar dos cursos en uno, podía servirle a los demás, pero yo sabía muy bien cual era la verdadera causa. Yo mismo había utilizado a Merche intentando acabar con el incestuoso amor que sentía por Sharon, sin preocuparme ni poco ni mucho de lo que mi adorada Sharon pudiera sentir. Ella, temperamental y vehemente, había tomado la decisión más drástica. Si ahora intentaba con Andrés lo mismo que yo había intentado con Merche ¿quién era yo para impedírselo?
No debía volver a verla, porque si la veía de nuevo ni todas las fuerzas del Averno lograrían contenerme. Me tocaba a mí esta vez pagar por los dos. Y me fui como alma que lleva el diablo, con la maleta sin deshacer y sin despedirme de nadie. Ni siquiera me importaba lo que pudieran pensar ninguno de ellos. Huir de Vigo, huir de Sharon, dejarla para que consiguiera librarse de mí de una vez para siempre.
Cuando quise darme cuenta del camino por donde circulaba me encontré en Razamonde a menos de veinte kilómetros de Orense. Había hecho muchas paradas porque tenía una sed de camello y cuanto más bebía más sed tenía. Sabía que estaba borracho como una cuba y seguí hasta Orense. Afortunadamente no encontré controles de alcoholemia, o de otro modo me habrían retirado el carné durante una buena temporada. Como pude, entré el coche en el garaje del hotel de la Torre de San Martín, dejé el equipaje en la habitación y volví a salir para seguir bebiendo.
Durante diez días estuve tan borracho que sólo recuerdo cosas aisladas, aunque todas son broncas y peleas, como si llevara el demonio en el cuerpo dispuesto a pelear con todo el género humano.
La pelea que tuve en Chantada de la que conservo una cicatriz en la barbilla, pelea a causa de una muchacha a la que acompañaba en una cafetería; por lo visto estaba tan borracho que le metía la mano hasta el coño sin disimulo, forzándola contra su voluntad, algo que nunca había hecho ni se me hubiera ocurrido hacer aunque estuviera borracho. Ella empezó a chillar e intervino el hermano y varios amigos. Me dieron una buena somanta, aunque yo repartí estopa y dejé a más de uno en el suelo. Dormí en el cuartelillo de la Guardia Civil y me soltaron porque el juez se conformó, por aquella primera vez, con una multa que pagué religiosamente.
No fue la única pelea, también en Rábade tuve otra trifulca sonada, porque me empeñé en sacar a bailar en un pub a una mujer casada. Ella hubiera aceptado, pero el cabrón del marido tenía miedo de que me la follara allí mismo y me soltó un guantazo que me sentó de golpe en el sillón, aunque luego le puse la cara como un pan sin cocer. También allí acabé en el cuartelillo y pagando una multa por alteración del orden público.
Creo que fue en Becerreá que no le gusté al chulo del pueblo. Aquella vez yo tenía razón, fue él quien se metió conmigo porque la chavala que le acompañaba, acodada en la barra a mi lado, me daba más conversación a mí que a él. Seguro que estaba tan borracho como yo y quería pelea; pues tuvo toda la que quiso y más; acabé tumbándolo en el suelo de un buen gancho y largándome para Asturias antes de que llegaran los verdes.
y en A Avilés y en León y yo que sé en cuanto sitios más... era como si dentro de mí hirviera el Vesubio de nuevo, expulsando lava y rocas sin reposo, a todas horas, sin que pudiera calmar mi ansia de destruir y de acabar de una vez con mi puñetera y angustiada vida.
Por fin, una mañana desperté sobrio, durmiendo con una señorita a la que no conocía de nada en una hermosa habitación de un apartamento de Valladolid. Fue ella quien me explicó que me había conocido en una cafetería del centro, que habíamos pasado juntos toda la noche, hablándole yo sin parar de una princesita que me había abandonado por otro, cosa que ella no entendía siendo yo un chico tan majo y simpático. Hasta que llegó la hora de despedirnos. Entonces le dije que se viniera conmigo al hotel. Estuvimos una hora dando vueltas con el Celica por todo Valladolid sin que yo lograra acordarme en qué hotel había reservado habitación, ni siquiera tenía tarjeta de reserva y no quedó muy convencida con mis explicaciones, pero decidida a acostarse conmigo me llevó a su apartamento.
Encontró la tarjeta cuando me desnudó, la tenía enganchada entre los slips y la camisa. Ya no valía la pena volver a vestirse. Debió de follarme ella a mí, pues no recuerdo nada de aquella noche ni siquiera recuerdo haberla poseído.
Me despedí de ella, agradeciéndole con un buen polvo matutino la mucha amabilidad que había tenido conmigo. Supe que era odontóloga y tenía una clínica dental con otros compañeros en el centro de la ciudad. Prometí escribirle y me deseó suerte para que lograra olvidar a mi princesita, aquella princesita que iba a casarse con otro y con la que, por lo visto, le había dado la tabarra durante horas.
Llegué a Santiago aquella misma noche, enterándome muy extrañado de que mi abuela Begoña me había estado llamando por teléfono todos los días. Tan extrañado me quedé que la llamé de inmediato. Por la forma en que me habló supe que ni siquiera sabía que acababa de regresar a Santiago.
--Ya me lo dijo tu abuelo: ''No te preocupes, mujer, ese se ha ido de parranda con los amigos. Ya volverá". Tenía razón tu abuelo - comentó riéndose.
No me atreví a preguntarle por Sharon y me despedí hasta el verano. Me quedé pensativo, mirando el móvil del Celica. Me dirigí a la Facultad y cuando estaba aparcando e iba a cerrar la puerta lo oí sonar.
-- Diga.
Silencio.
--Diga ¿Quién llama?
Silencio. Y en unos segundos se cortó la comunicación. Miré el indicador. La llamada venía de Vigo, pero el número lo desconocía. Pensé si sería Sharon, pero - me pregunté - ¿por qué tiene que llamarme si sabe por la abuela que acabo de llamar a casa?
Me intrigó, sobre todo porque durante mis días más negros había ocurrido lo mismo un par de veces.
Había perdido dos días de clases y de nuevo tuve que apretar los codos para recuperarlos. Los días fueron pasando monótonamente. Mis estudios, la Facultad, alguna invitación a comer a Mireya Cárdenas y a su hermano y poco más. Alguna borrachera, cuando ya no podía más con mi sufrimiento, que procuraba disimular permaneciendo tan callado como un muerto. Me enfrasqué en los estudios y así acabé el último trimestre con unas notas más que aceptables, pese a la angustia que me embargaba día tras día.
Cuando finalizó el curso estuve pensando seriamente en no regresar a Vigo. No podría soportado, pero me dije que el abuelo se extrañaría y yo no encontraba una disculpa aceptable y plausible. Pero pensándolo detenidamente, llegué a la conclusión de que quizá si le decía que deseaba perfeccionar un curso de inglés en Londres no le causaría extrañeza. Era muy natural que deseara perfeccionar un idioma tan necesario.
Ni corto ni perezoso, el segundo día de vacaciones llamé por teléfono a casa, para hablar con el viejo zorro.
-- ¿Si, diga? - su voz, aquella preciosa voz que adoraba, me azoró, me dejó mudo y ella volvió a preguntar.
-- ¿Diga, quién llama?
-- Soy yo, Sharon. Quiero hablar con el abuelo, dile que se ponga, por favor - respondí en una rápida parrafada.
-- ¿Qué pasa, Tomy? - había preocupación en su voz.
-- Nada - respondí seco - Dile al abuelo que se ponga, por favor.
No hizo más comentarios. Al poco oí al abuelo:
-- ¿Qué es lo que quieres, hijo?
-- Abuelo, este verano quiero hacer un curso de inglés en Londres ¿Te parece bien?
-- Me parece bien que vayas a Londres - respondió enojado - pero lo que no me parece bien es que lo discutamos por teléfono ¿Tan urgente es?
Debí habérmelo imaginado. Pensé rápidamente:
-- La verdad - media mentira para salvar la cara - es que tengo unos compañeros de estudios que piensan hacer el curso y quieren saber si yo participo.
-- Ya - me gustó menos éste ''ya'' que su enojo anterior.
-- Lo hablaremos más despacio cuando llegue a Vigo - indiqué rápido.
-- ¡Ah! Muy bien, ¿cuándo llegarás?
-- Esta tarde - respondí pensando ya en recoger información.
No me quedaba más remedio que ver a Sharon de nuevo. Como tenía que agenciarme los prospectos de los cursos, si era cierto que había cursos en Londres, tuve que esperar a que abrieran las oficinas de la Inmobiliaria y salí de Santiago bastante tarde.
Llegué a Vigo cuando estaban cenando. Cousillas llevó mi equipaje a mi habitación y yo entré en el comedor conteniendo el aliento. Beso a la abuela, beso al abuelo y, qué remedio, beso a Sharon que casi antes de sentarme me espetó:
- Estas más flaco que un perro con pulgas.
-- Sí que está más delgado ¿verdad, Tomás? - remachó la abuela.
-- La gordura no es signo de salud - respondió el viejo zorro.
Tuve que explicarle porqué me quería ir a Londres a perfeccionar mi inglés. Consideraba que teniendo que especializarme en la capital inglesa o en Nueva York, era aconsejable que llegara con una buena preparación del idioma. La pregunta inmediata del abuelo:
-- ¿Qué pasa?, ¿No enseñan bien en la Facultad?
-- Si que enseñan, abuelo, pero están los modismos, el acento y la
-- Novia inglesa - cortó Sharon rápida.
-- Cállate, renacuajo - respondí de mal humor, mirando al abuelo - interpretación correcta de las expresiones científicas que aquí es difícil, por no decir imposible, que las aprendas. En fin, que...
-- A bencilpropileno le sobran letras en inglés - remachó con guasa Sharon.
-- ¿Pero es que no te puedes estar callada ni un segundo, renacuajo? - exploté rabioso.
-- Acabáis de veros después de tres meses y ya estáis peleando como el perro y el gato -- refunfuñó la abuela - ¡Qué chicos estos, Dios mío!
-- Haya paz - terció el abuelo paciente - Si Tomy quiere irse a Londres para perfeccionar sus estudios de inglés, Beatriz, me parece buena idea. ¿Cuándo comienza el curso de verano?