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Despacito, cariño, muy despacito (8)

en Grandes Relatos

CAPÍTULO OCHO

París bien vale una misa.

La persona de Enrique IV representa como pocos la ambigüedad política existente en la Francia del Renacimiento. Declarado hugonote, su conversión al catolicismo le permitirá ocupar el trono francés para poner fin a los conflictos religiosos que asolaban el país desde mediados del siglo XVI. Hijo de Antonio de Borbón y Juana de Albret de Navarra, fue uno de los principales líderes hugonotes que asediaban a la monarquía francesa de los últimos Valois. Para frenar la iniciativa protestante, se ofreció a Enrique la mano de Margarita de Valois - la famosa reina Margot - en matrimonio, enlace que no cumplirá sus objetivos.

Tras el fallecimiento de Enrique III merced a su testamento, Enrique IV fue proclamado rey gracias a su conversión al catolicismo - presuntamente pronunció la famosa frase "París bien vale una misa" -. Este gesto recibió el total apoyo del pontífice Sixto IV que no agradó en España ya que Felipe II deseaba que el trono francés fuera ocupado por su hija Isabel Clara Eugenia, miembro de la desaparecida dinastía Valois.

Consolidado el poder en Francia, Enrique firmó la paz de Vervins con España (1598) renunciando Felipe II a entrometerse en los asuntos franceses y reconociendo la legitimidad del monarca. Para solucionar el problema religioso promulgó el edicto de Nantes por el que concedía libertad religiosa a los hugonotes, con limitadas restricciones. Desde ese momento, su objetivo fundamental será el desarrollo de la actividad agrícola, la industria y el comercio, produciéndose un espectacular crecimiento que llevará a la colonización del Canadá.

Una vez recuperada su posición económica en Europa, Enrique se volcó en el "Gran Proyecto" que tenía como fin desarrollar una alianza de la monarquía francesa con los enemigos de los Habsburgo, tanto los de Madrid como los de Viena. Esta iniciativa provocó su muerte ya que fue asesinado en 1610 por un súbdito, Ravaillac, contrario a este grandioso proyecto.

Haciendo gala de una hipocresía sin límites, abjuró de su religión protestante y pronunció la famosa frase que pasó a la historia: PARÍS BIEN VALE UNA MISA. Es un caso más que ilustra la tendencia de muchos hombres hacia la traición de sus principios y a venderse al mejor postor, si eso conviene a sus intereses. Pero no es ese el tema. Actualmente resulta habitual oír hablar a mucha gente de que debe trabajar tantos meses para irse de vacaciones a Cuba, a Mallorca, a las Canarias, o a la India.

Son sólo unos miserables quince o treinta días de vacaciones en lugares infestados de mosquitos, de calor sofocante y de tentaciones carnales a bajo coste. Lo sorprendente es que muchas de estas gentes son ateas y no se paran a reflexionar que con un mínimo de esfuerzo -recordemos la frase de Enrique IV- podrían pasarse LA ETERNIDAD en un paraíso incomparablemente más placentero que esos lugares del tercer mundo a los que acuden como rebaños de ovejas ávidas de sol.

Este párrafo anterior podía haberlo escrito cualquier párroco de aldea, al que más de una turista sueca, no muy experta en el idioma de Cervantes, regresó a la aldea para, como termina explicando el viejo chiste, que Pacorro la confesara tantas veces como el verano anterior. Naturalmente, este Paraíso es el cielo de los católicos que, al revés que el musulmán, no tiene ni una sola hurí y sí muchas beatas que ni follan ni son vírgenes por lo cual es muy discutible eso de que es muy placentero.

Megan Sleither había calculado que la llegada a París de su vuelo ocurriría entre las cuatro o cinco de la tarde, pero no fue así porque no sabía que dicho vuelo viajaba vía Londres y en el aeropuerto de Heathrow los detuvieron más de hora y media debido a la tormenta que se desencadenaba a aquellas horas sobre el aeropuerto General De Gaulle en las inmediaciones de la Ciudad Luz.

Después de haber leído muy atentamente su extenso informe un par de veces sin hacer ni un solo comentario, John Laroca se lo devolvió sin ni siquiera darle las gracias, todo lo que dijo fue: <<Bien>>, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y de nuevo cerró los ojos. Fue todo lo que Megan recibió como compensación por sus agotadoras nueve horas de trabajo extra y exhaustivo. Se propuso no decir ni una palabra más mientras él no le preguntara. Se sentía molesta con el engreído machista de su jefe.

Después del abundante desayuno continental que les sirvieron las azafatas de la TWA, a la hora del almuerzo Megan tenia poco apetito y sólo bebió un vaso de vino con el primer plato y no tomó postre ni café. Se quedó estupefacta observando el apetito voraz de su jefe que después del café se bebió un lingotazo de Chivas capaz de saciar la sed de un camello.

Mirando las algodonosas nubes que sobrevolaban fue quedándose ligeramente amodorrada y, sin saber como pudo ocurrir, se encontró apretando fuertemente la gran erección de su jefe mientras éste metía la mano bajo su minifalda para acariciarle y estrujarle el sexo y poco después, inclinándose hacia sus muslos le quitaba disimuladamente las bragas lamiéndole la cara interior de los muslos desde la rodilla hasta la ingle estremeciéndola de placer y más, cuando abriéndole la vulva con dos dedos, sintió su boca aspirándole el ya endurecido clítoris con una maestría digna de un virtuoso del cunilinguo.

Cuando las luces del jumbo decrecieron hasta casi dejar en la oscuridad al avión se desnudaron y él la levantó en vilo para sentarla en su regazo sobre su enorme verga erecta y ella tuvo que separar los muslos para encajarse la verga masculina, casi tan grande como la de Charly, y se acompasó al ligero y delicioso vaivén del miembro dentro de su vientre. Tuvo un orgasmo dulce y nervioso, y para cuando despertó en el aeropuerto de Heathrow tenía la cabeza apoyada en el hombro de John Laroca y una mano sobre su muslo. Se apartó tan rápida como si temiera contagiarse de la peste bubónica, pero se creyó obligada a comentar con voz aún ligeramente sofocada:

-- Perdone, no deseaba molestarle – se notó húmeda y azorada esperando que él no se hubiera dado cuenta de su sueño erótico.

-- Ninguna molestia – respondió secamente su jefe.

El tono seco y desagradable le hizo sospechar que él había notado su excitación y se sintió avergonzada y confusa pensando que quizá John Laroca imaginaría que era una ninfómana, auque éste pensamiento le pareció poco probable. Sin embargo, estaba segura de que era una mujer normal, con las necesidades fisiológicas corrientes en toda mujer de veinticinco años y no necesitaba ser psiquiatra para comprenderlo. En el sentido bíblico de la palabra, ni ella conocía a John Laroca ni éste a ella; conocerlo oníricamente era solo el producto de un sueño erótico y lo mismo que no conocerlo.

Su mente, analítica y lógica, le decía que era imposible que los dos se hubieran desnudado, como había ocurrido en el sueño, para hacer el amor. A mayor abundamiento, ella no hubiera podido sentarse a horcajadas sobre el regazo del hombre para introducirse su erección en la vagina por la sencilla razón de que los asientos no lo permitían. El hecho de que tuviera las braguitas empapadas era también la consecuencia de su orgasmo onírico y estuvo casi a punto de sonreír al comprender que John había acertado al guasearse de ella diciéndole que podía lavar sus braguitas en el lavabo del hotel.

Cuando a las siete de la tarde aterrizaron en el aeropuerto francés, el frío era intenso. Un taxi los llevó hasta el Hotel París Hilton. Hacía más de dos horas que ni uno ni otro habían cruzado ni media palabra. La primera dificultad ocurrió en recepción al pedirles el recepcionista los pasaportes. Laroca entregó el suyo y comentó que su "esposa" con las prisas había olvidado recogerlo. Megan se sorprendió de que ni siquiera se lo hubiera consultado.

-- Entonces ¿desean que les cambie las habitaciones por una de matrimonio? – preguntó el empleado.

Ella le echó una rápida mirada a su jefe en espera de la respuesta porque no estaba dispuesta a dormir en la misma habitación que él y mucho menos en su cama y suspiró aliviada al oír su respuesta:

-- Por esta noche no. Si acaso tenemos que prolongar la estancia ya se lo indicaremos.

-- ¡Ah, muy bien! Aquí tienen las llaves.

-- La mía guárdela, tengo que salir, pero haga que un botones acompañe a mi esposa a su habitación – respondió Laroca y dirigiéndose a Megan le indicó tuteándola – Luego pasaré a buscarte para cenar.

Y sin otro comentario dio media vuelta y desapareció por la puerta giratoria de la entrada. Ella ya no le vio entrar en el taxi porque subía en el ascensor en compañía del botones. La habitación le pareció muy lujosa, como correspondía a un hotel de cinco estrellas; una espléndida cama de dos metros de ancha, espejos, mesillas, peinador con asiento y útiles femeninos que parecían sin estrenar.

En el cuarto de baño una bañera redonda con jacuzzi, lavabo, bidet, y espejos en todas la paredes incluido el techo. Abrió el grifo de la bañera templando el agua a su gusto y comenzó a desnudarse. Al quitarse las braguitas comprobó que el satén bajo el sexo parecía acartonado, signo evidente de que su onírico orgasmo había sido más abundante y placentero de lo que ella recordaba y, casi sonriendo, las lavó con el gel del baño poniéndolas a secar al lado del aire acondicionado.

Al entrar en la bañera abrió el mando del jacuzzi y la fricción del agua templada sobre la satinada piel de sus fastuosas tetas le endureció los pezones casi de inmediato. Estiró el cuerpo con un suspiro a medias de cansancio de placer. Su mano se demoró sobre su sexo descubriendo el capuchón del clítoris y dejando éste al descubierto provocándose estremecimientos de placer, pero decidió abstenerse de aquel juego, remedo de placer que la dejaba tan ansiada como antes de correrse.

Acababa de ponerse el albornoz y enroscarse una toalla de turbante en la cabeza, cuando oyó llamar a la puerta. Al abrirla se encontró con dos botones cargados de cajas que le indicaron en dónde deseaba que las colocaran. Indicó la estantería al efecto recogiendo el sobre que una de las cajas traía pegado con celo. Les dio una propina adecuada a los dos jóvenes y abrió el sobre para leer la tarjeta con la letra inglesa más que conocida.. La había escrito su jefe, John Laroca.

Megan:

Las cajas contienen algunas prendas femeninas que espero encuentre de utilidad y de su gusto. Pasaré a buscarla dentro de hora y media. Cenamos en Maxim’s con los directivos de Talbot.

John.

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