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Tres Sainetes y el drama final (4 - fin)

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TRES SAINETES Y EL DRAMA FINAL 4 fin.

En la mañana del día 12 de abril de 1.924 el juez de distrito de la zona en la que estaba enclavada la estación del ferrocarril de la ciudad de Córdoba, recibió el siguiente oficio del jefe de la mencionada estación:

<<Al llegar a ésta el tren número 92 de hoy, que lo efectuó a las seis horas, hubo necesidad de forzar la puerta del vagón correo que venía en ese tren, hallándose en el interior a los dos itinerantes muertos por mano armada hacía varias horas, según dictamen facultativo, y la correspondencia en desorden con señales de violación, desconociendo autores y trayecto donde haya podido tener lugar el hecho.

Lo que comunico a V.S. a los efectos oportunos.

Dios guarde a V.S. muchos años.

Córdoba, 12 de abril de 1.924>>

Inmediatamente se personó el Juzgado en la estación del ferrocarril de la Compañía Madrid- Zaragoza- Alicante e instruyó las primeras diligencias. El coche correo se hallaba aislado en una vía próxima a los muelles de pequeña velocidad, después de haber sido separado del tren, dejando en Córdoba su macabro cargamento. Cuando el Juzgado penetró en el vagón encontró tendido en el suelo, de pasillo del lado delantero, el cadáver de un hombre. Se hallaba en decúbito supino y tenía la cabeza cerca de la entrada. Vestía una camisa de color gris, pantalón oscuro a cuadritos, calcetines negros y alpargatas. Tenía el brazo izquierdo sobre el pecho y el derecho extendido paralelamente a su cuerpo. Sobre el brazo había una saca de correspondencia y otra sobre la cabeza. Cuando la apartaron pudieron comprobar que la cabeza de la víctima estaba horrorosamente aplastada y llena de sangre. Cerca había un frasco de los empleados para envasar cloroformo. El cuello del cadáver tenía una correa fuertemente atada, de un centímetro de anchura, y una cuerda fina y resistente. Los pies de la victima penetraban en el departamento oficina, y junto a ellos se encontraba el cadáver de otro hombre, con la cabeza también cubierta por una saca de correspondencia. El cuerpo se hallaba también en decúbito supino y la cabeza estaba cerca de la puerta del retrete, que se encontraba abierta. Este hombre vestía un guardapolvo gris, traje marrón, corbata negra y camisa blanca con listas azules, calcetines negros y alpargatas. Al retirar la saca apareció un rostro todavía más ensangrentado que el anterior, pero con menos huellas de haber sido maltratado. Al cuello una cuerda delgada también fuertemente atada.

El juzgado identificó inmediatamente los cuerpos. El primero, que se encontraba cerca de la puerta de entrada, era el cadáver de Ángel Ors; el segundo era el de Santos Lozano.

El suelo del vagón se hallaba cubierto de montones de sobres de valores declarados, todos rotos y abiertos.

La lucha tenía que haber sido feroz, ya que las manchas de sangre aparecían por todas partes, esparciendo su roja tragedia por revistas y periódicos. Regueros de sangre concluían en los cuerpos de los cadáveres de los itinerantes. El escenario del drama era espeluznante.

Las luces estaban todas apagadas, tanto las del techo como las de los quinqués colocados sobre las mesas de trabajo. El timbre de alarma, situado al lado izquierdo de una las mesas, estaba sin tocar; esto probaba que la lucha había sido lo suficientemente rápida para que ninguno de los dos itinerantes hubiera podido llegar a utilizarlo. En el suelo se veían también trozos de cristal junto a la puerta de entrada, que pertenecían a la ventanilla que el Jefe de Estación de Córdoba había tenido que romper para poder entrar en el vagón correo. Las cortinillas estaban echadas.

El Juzgado pasó a registrar los cadáveres. A Ors se le encontró una cadena dorada con un llavero y siete llaves; a Lozano, seis pesetas en plata y tres billetes de cincuenta pesetas; una navaja pequeña y dos décimos de lotería del número 24.559 que se sorteaba aquel mismo día y también se le encontró un pañuelo blanco con una cenefa granate.

El registro del coche dio el siguiente resultado: Un pañuelo con las iniciales T.O., tres cápsulas vacías, una navaja abierta, dos proyectiles, dos pañuelos más y una botella vacía encontrada en el maletín de Lozano. Un par de guantes negros, la cédula personal de Ors, ropas y objetos del mismo, un encendedor, una pistola Star de 9 mm con los cargadores, un reloj, una cadena de oro, dos pares de lentes con estuche de aluminio, una pitillera de metal blanco, una pluma estilográfica, unas tijeras de uñas, un traje negro, una bufanda de seda negra con rayas azules, un par de puños blancos, unos tirantes, un par de calcetines de color azul, un sombrero de terciopelo negro, un gorro de oficial de correos y una cacerola de aluminio. Todos estos objetos pertenecían a Ángel Ors.

Las pertenencias de Santos Lozano eran: un abrigo gris, un par de botas, una toalla blanca, un pañuelo, un sobrero gris, un gorro de oficial de Correos, una botella de vino, un cubierto de aluminio, un plato de porcelana, un paquete de tabaco y un cinturón.

En el cajón del mostrador había restos de comida, un plátano y pan que pertenecían a Ors. Al lado izquierdo del vagón había un trozo de pan, un paquete de pescado, una servilleta y tres manzanas, restos de la cena de Lozano.

El médico de la compañía de ferrocarriles en Córdoba, reconoció inmediatamente los cadáveres de los itinerantes y afirmó que habían fallecido unas ocho horas antes de ser descubiertos. Los cuerpos fueron trasladados al cementerio de Nuestra Señora de la Salud, en Córdoba.

Las investigaciones se iniciaron rápidamente. El primero en declarar fue el jefe de estación que se limitó a explicar como se había descubierto el delito. El tren había llegado a Córdoba y el cartero se acercó al vagón correo y llamó varias veces sin que nadie le contestara. Al ver el silencio y la oscuridad del vagón fue a llamar al jefe de estación que tampoco obtuvo resultados. El jefe de estación dio paso a otro tren que salía e inmediatamente avisó a la Guarida Civil, ante la cual forzó el cristal de la portezuela para entrar. La impresión que recibió lo hizo retroceder horrorizado. Volvió rápidamente a su despacho y redactó el oficio para el juez que ya dejamos relatado. Las declaraciones del revisor y del jefe de tren no pudieron aclarar nada. No habían observado nada raro durante el viaje.

La pareja de la Guardia Civil llamó a un golfillo que viajaba sin billete en la perrera del furgón. Al interrogarle dijo que no sabía nada, pero como incurriese en varias contradicciones y parecía muy asustado, las autoridades judiciales sospecharon de él y lo encerraron incomunicándolo. Todos creyeron que ya estaban sobre una pista segura. Poco después el golfillo, Agustín Pavía, fue puesto en libertad por falta de pruebas.

Entonces empezaron las investigaciones con un método más riguroso, y se empezó por pedir declaración sobre todo lo que pudiera relacionarse con el crimen en todas las estaciones del trayecto. Algunas de las respuestas fueron verdaderamente peregrinas y vinieron a demostrar la fuerza de la sugestión al obrar sobre unas memorias y unos recuerdos grabados endeblemente en la imaginación de los testigos.

En Aranjuez habían visto a los itinerantes asomados a la ventanilla del coche, y lo mismo afirmaron los que presenciaron el paso del tren por Castillejos. Desde la estación de Consolación

declararon que en el coche correo habían oído mucho ruido y grandes voces, como si estuvieran peleando dentro. Pero todas estas declaraciones no eran más que fruto de imaginaciones calenturientas. El empleado de revisar el tren a su llegada a Aranjuez manifestó que vio a tres sujetos que esperaban el convoy en la contravía y que se aproximaron al vagón correo. Luego puntualizó:

--Debido a que mi deber me llamaba a otra parte y que tenía que recorrer todo el convoy, proseguí revisándolo. Esto me impidió darme cuenta si los tres individuos subían o no al coche correo, pero el hecho de que se aproximaran a él y que sucediera lo que desgraciadamente acaeció prueba, según mi punto de vista, que aquellos tres hombres debieron subir al coche correo aprovechando la soledad que entonces reinaba en la estación.

José Jaramín, un lampista de servicio, declaró:

--En efecto, yo también vi como tres hombres se acercaban al coche correo, pero no di importancia al hecho en sí, y no me detuve a observar si subían al vagón o no.

Dos personas declararon después. El dueño de la frutería, Pedro Novillo Infante y un tal Antonio Pérez "El Pena". El primero declaró:

Serían aproximadamente las ocho y media de la noche. Me encontraba tranquilamente en el mostrador de mi establecimiento cuando vi entrar a tres desconocidos. Dos de ellos llevaban sombrero y el tercero una boina. El de la boina era bajo y rechoncho. Me preguntaron qué clase de fruta tenía y al final se decidieron por comprarme unos plátanos. Luego desaparecieron y ya no los volví a ver.

Un golfillo dijo que a aquella hora se acercó a tres hombres que paseaban juntos, y añadió:

--Dos de aquellos hombres iban mejor vestidos que el otro. Les pedí una limosna y el de la boina me pegó con un junco en la espalda. Entonces le pregunté por qué me pegaba y me contestó: El domingo, cuando volvamos por aquí, te daremos una buena propina. Luego mientras yo lloraba para que la gente se apiadara de mí aquellos hombres se marcharon rodeando "la casa de la parra".

Por último declaró un revisor. Dijo que al llegar a Aranjuez oyó como alguien preguntaba desde el andén: "¿Va Mucho?" Y que una voz desde el interior respondió: "Si, va bastante"

Las precipitaciones del momento, la importancia del hecho, la diversidad de los puntos de vista de quienes hacían las investigaciones del caso y las dificultades que ofrecía el esclarecimiento de la verdad, hicieron que se mezclaran las pistas buenas con las falsas, constituyendo así un laberinto de pistas truncadas que, entre todas formaban un embrollo de difícil solución. Por otra parte, la curiosidad general, la impaciencia por dar con los asesinos, el desmesurado celo desplegado por la policía en ir buscando pistas por completo ajenas a la cuestión, privaron a la policía durante algún tiempo de la necesaria lucidez para dar con los culpables. No obstante, el tiempo se consolidó con la labor policíaca y, tras las primeras y nerviosas investigaciones, se impuso el buen criterio de la sensatez y la paciencia. Se consultaron ficheros, y empezó una labor sorda, tenaz y silenciosa en la que cada agente de policía encomendado al caso puso de su parte un trabajo incansable de investigación.

Toda la nación estaba pendiente de la resolución del caso. Incluso en el extranjero estuvieron pendientes de las acciones de la policía española e hicieron de este asunto una prueba con la que aquilatar la competencia de las Fuerzas de Seguridad del Estado español.

La policía empezó por examinar el cadáver de Santos Lozano que era de complexión débil y mediana estatura. Tenía el pelo gris y llevaba bigote. En su cuerpo se apreciaron diez heridas. La primera en la región occipital; la segunda, de cinco centímetros de extensión, le seccionaba los tejidos blandos y fracturaba el hueso en tres fragmentos que se hundían en la masa encefálica; la tercera en la región occipito-parietal, fracturaba la bóveda craneana; la cuarta seccionaba en toda su espesor la parte superior del pabellón de la oreja y los tejidos blandos de la región retro auricular; la quinta, sexta y séptima aparecían en la región parietal derecha; las otras tres eran visibles en la región parietal izquierda y en la línea occipital. Estas heridas tenían forma de arco de poca curvatura y presentaban una extensión aproximada de cinco centímetros. Todas ellas eran graves y suficientes, cada una por si misma, para producir la muerte instantánea. Por la autopsia del estómago se descubrió que Lozano murió unas tres horas después de cenar. En el cuello se le apreciaron también señales de cuerda y moraduras. Todas las heridas hacían suponer que habían sido producidas por un instrumento contundente.

El cuerpo de Ángel Ors presentaba quince heridas, dos de ellas de arma de fuego, que le habían arrebatado la vida: una en la parte más ancha del labio superior; otra en la región clavicular del lado derecho. Una de las mejillas presentaba diversas erosiones, y en el cuerpo aparecían varias equimosis pronunciadas, sobre todo en el antebrazo derecho y en los hombros, donde también aparecían mordeduras. Ninguna de estas heridas hubiera sido mortal por si misma, excepto las dos ocasionadas por el arma de fuego; la de la región supraclavicular ofrecía una trayectoria clara, el proyectil, atravesando la pleura y el pulmón derecho, había salido por la cara posterior después de haber fracturado la quinta costilla. Cuando los médicos hicieron la autopsia al cráneo de Ors se encontraron con un caso verdaderamente excepcional y asombroso: el espesor del hueso era de un centímetro y medio, cuando lo corriente es medio centímetro. Era evidente que Ors había ofrecido una resistencia titánica a los asesinos. Sólo así se explica que la violencia de unos golpes que mataron a su compañero casi instantáneamente, a él no le privaron del conocimiento. En el estómago de Ors se encontró una papilla por medio de la cual su pudo llegar a la conclusión de que había cenado una hora antes de ser sorprendido por sus enemigos.

El crimen se convirtió en el tema obligado de toda la nación. Las investigaciones de la policía proseguían analizando todos los detalles e indicios. Incluso los mismos familiares de las víctimas debieron prestar declaración para deducir de sus manifestaciones si sabían de alguien que estuviera considerado como enemigo personal de Lozano o de Ors.

Cuando la prensa anunció que Lozano estaba casado y dejaba cinco hijos, el mayor de once años y el menor de ocho meses, la indignación general subió de punto y los hombres de confianza del ministro de la Gobernación consideraron aquel bochornoso asesinato como un insulto a la situación política creada por la dictadura del general Primo de Rivera. Se pidió la colaboración de público y se puso en evidencia el peligro que para todos los ciudadanos suponía dejar sueltos a los asesinos.

Era evidente que, tras las primeras y más laboriosas gestiones, la policía sabía perfectamente por donde iba, o, por lo menos, eso era lo que publicaban los periódicos, pero en realidad estaba completamente desorientada. No tenían ni un solo indicio fiable, pero esperaban y suponían que, tarde o temprano, surgiría alguna pista que les pusiera en el buen camino.

Y, efectivamente, de pronto una declaración espontánea vino a iluminar el curso de las investigaciones. Ante la Comisaría de policía de Córdoba compareció el conductor del coche de una tal Doña Antonia Montes, avecindada en el pueblo de Herencia, y éste conductor declaró:

--El día de autos me encontraba en la estación de Alcázar de San Juan. Al poco tiempo de llegar a ella observé que se aproximaba a la misma un automóvil negro, matriculado en Madrid con el número 10.817. Era un Essex. Entre las dos portezuelas del coche había una franja ancha y de color azul. El conductor aparentaba unos treinta años de edad y era de mediana estatura, pero grueso, moreno y muy campechano.

-- ¿Esta usted seguro de que la matrícula era de Madrid y el número el que me ha dicho? – preguntó el comisario.

--La verdad es que no lo apunté, no obstante, si la memoria no me engaña, aseguraría que el número era ese.

--Muy bien, y dígame ¿recuerda si además del chófer iba alguien más en el coche?

--Desde luego no iba solo, le acompañaba un hombre joven, casi rubio, pálido y sin bigote. Para matar el tiempo me acerqué al coche y entablé conversación. Entonces fue cuando el conductor me preguntó dónde podrían adquirir gasolina, ya que tenían que regresar a Madrid a una hora muy avanzada y temían no encontrar ningún surtidor abierto. Les recomendé que se presentaran al representante en Alcázar de San Juan de la casa de camiones Diego Gómez, cuya sede central se hallaba en Herencia. Dicho representante les entregó una carta dirigida a sus jefes en el citado pueblo, en la cual decía que atendieran al joven que acompañaba al conductor y que decía llamarse José Díaz. Hechas estas gestiones dejamos los coches cerca de la estación y nos dirigimos a un café próximo, llamado "Bar Alegría", donde tomamos un café y unas copas.

--¿No observó nada especial en ese joven llamado José Díaz? – preguntó el comisario.

--Si, señor, pude darme cuenta de que estaba muy nervioso y de que entraba y salía del bar con mucha frecuencia como si esperase la llegada de alguien.

--¿Cuándo abandonaron el bar?

--Minutos antes de la hora anunciada de la llegada del tren. Salimos del bar y nos fuimos cada uno a su sitio.

Finalizada esta conversación el comisario pedía conferencia telefónica con el ministro de la Gobernación y con el jefe superior de Policía.

Mientras se celebraba la conferencia con Madrid, varios policías se dirigían a tomar declaración al dueño del garaje de Herencia que había suministrado la gasolina del taxi matriculado en Madrid marca Essex. Prestaron declaración Pedro Gómez, hijo del dueño, y Valentín Rodríguez un empleado del garaje.

Pedro declaró lo siguiente:

--Nos encontrábamos en el casino jugando al dominó cuando uno de los camareros nos avisó de que un joven preguntaba por nosotros. Nos levantamos para saludarle y nos entregó una carta en la que decía que el portador se llamaba José Díaz. En ella se nos rogaba que le suministráramos el combustible necesario para que el coche pudiera trasladarse a Madrid. Interrumpimos nuestra partida y nos encaminamos al garaje. Eran entonces la doce de la noche.

--¿Qué marca era la del coche?

--Un Essex.

--¿Cuánta gasolina le suministraron?

--Quince litros, pero en el coche solo pusieron cinco, y diez en dos latas también de cinco litros, porque los viajeros alegaron que no tenían tiempo que perder.

--¿No les llamó a ustedes la atención que los viajeros tuvieran tanta prisa por marchar?

--Lo que más nos extrañó – indicó Pedro Gómez – fue que los tres individuos que iban en la parte trasera del automóvil hacían todo lo posible por ocultarse a nuestras miradas. De los tres sólo dos llevaban sombrero.

Después de estas declaraciones los policías regresaron a dar cuenta al comisario de sus gestiones poniéndolo al corriente de todo lo averiguado.

Poco después el comandante de puesto de la Guardia Civil de Madridejos afirmó que en la madrugada del día 12, a eso de la una, había pasado por allí un coche de marca americana, pero que no era un Ford y que se detuvo un momento para preguntar cual era la carretera que conducía a Madrid.

Por fin tenía la Policía una pista segura. Un coche negro matrícula de Madrid y de marca Essex. El problema tenía una solución difícil, pero no imposible. El Jefe Superior les dijo a los hombres de la Brigada de Homicidios:

--Señores, todo se condensa en dos ideas, en dos palabras. Un automóvil de señas conocidas y la ciudad en la que está matriculado: Madrid. Algo así como un ratón encerrado en una inmensa ratonera. Sé que ustedes darán con el ratón. Nada más.

Más claro, el agua.

A las pocas horas se le pedía declaración a un hombre, nervioso, impaciente con los ojos hinchados de llorar. Se llamaba Julián Pedrero Robles que comenzó atropelladamente:

--El domingo, mientras me hallaba en mi parada habitual, me enteré de lo que había sucedido. Al momento me imaginé que algo tendrían que ver con el crimen que se había cometido, aquellos hombres que traje a Madrid desde Alcázar. A mi me alquilaron el coche en la Glorieta de Atocha. ¿Cómo iba a imaginarme para lo que era? Quise llevar a mi cuñado conmigo, pero el que me alquiló el coche me dijo que teníamos que recoger a tres personas más y que no cabía; por eso se quedó mi cuñado en Madrid.

--¿El joven que le alquiló el coche le dijo para qué iban a Alcázar?

-- Sí, me explicó que íbamos allí para recoger a su principal y dos amigos suyos.

--¿Le explicó también las causas?

--No. Sólo me dijo que se trataba de un asunto de mujeres.

--¿Qué hicieron en Alcázar?

--Allí estuvimos esperando el tren que venía de Madrid y allí le pedí a otro conductor informes sobre donde podía comprar gasolina a la vuelta. Llamó a un señor que nos dio una carta para un garaje de Herencia. Cuando llegó el tren nos despedimos.

--¿Vio usted quien entraba en el coche?

--No pudo ver nada. Entraron por el lado contrario y no pude verlos aún cuando paré en Herencia para echar la gasolina que me dieron.

--Al llegar a Madrid, ¿Dónde dejó usted a los ocupantes?

--El que iba a mi lado consultó con los de dentro y me hicieron parar en el Portillo de Embajadores. Allí se apearon. El que iba a mi lado me entregó tres billetes de cien pesetas, una de cincuenta y otro de veinticinco, que sacó del bolsillo del gabán.

--¿Conocería al que le alquiló el coche y fue a su lado?

--Desde luego. De su cara no me acuerdo bien; pero el gabán que llevaba era inconfundible porque era un gabán de pelo de camello.

--¿A que hora llegaron a Madrid?

--Serían, las cinco menos cuarto de la madrugada.

El misterio seguía aún sin aclararse pero, por las características del robo se pensó, al fin, que alguno de los autores pertenecía o había pertenecido al Cuerpo de Correos, por el hecho de haber robado solamente en las sacas donde se acostumbraba a llevar dinero y objetos de valor en los vagones-correo, respetando las sacas de la correspondencia ordinaria, que unos ladrones desconocedores del régimen interno de dichos vagones-correo hubieran destrozado igual que las demás.

El cuerpo de Correos se sintió ofendido por tales suposiciones. Y para protestar de aquella opinión francamente desfavorable que hería el honor de todos los empleados, una comisión nombrada al efecto se presentó al General Primo de Rivera con un pliego de firmas y patentizando de palabra una enérgica protesta del Cuerpo contra suposiciones ultrajantes. En el pliego de firmas había una que, precisamente, pertenecía al que había planeado el asalto al tren.

La policía comenzó a la detención de todos los delincuentes fichados de la capital por alguna u otra causa y, en particular, de aquellos que estaban fichados como ladrones convictos y confesos. Uno de estos delincuentes fichados era DELTA y también en su casa se personaron los detectives, pero al no encontrarlo allí se marcharon. Al día siguiente prosiguieron las detenciones y de nuevo volvió la policía al domicilio de DELTA que tampoco logró encontrarlo. Aquella ausencia comenzó a resultar más que sospechosa a la policía. Se redobló entonces la vigilancia y, sin imaginar el paso definitivo que aquello iba a tener en el curso de los acontecimientos, detuvieron a su esposa, Carmen Atienza, el día 16 por la mañana. Ésta mujer declaró la relaciones que existían entre DELTA, su marido, y GAMA así como la amistad que le unía a OMEGA. También declaró que su marido conocía al hijo de un teniente coronel.

Había pasado una semana y el misterio seguía sin desentrañar.

ALFA no había vuelto a tener noticias de sus compinches. Lo temía todo y estaba persuadido de que su vida estaba pendiente de un hilo, pero, asimismo confiaba ciegamente en algo, sin saber explicarse muy bien cual era el fundamento de aquella confianza. Durante dos días había estado paseando por Recoletos con un amigo suyo alférez de Artillería. Los dos pasaron unos días juntos, haciendo vida en común en el "picadero" que ALFA tenía en la calle Pardiñas.

Los atracadores, después de despedir el taxi en el Portillo de Embajadores, se dirigieron a casa de DELTA. Delante iban éste y OMEGA; detrás, ALFA Y BETA. Al llegar al número 105 de la calle Toledo, DELTA abrió el portal, y, en aquellas horas de la madrugada pudieron entrar sin que nadie los viese. DELTA, entrando en la alcoba de su mujer le indicó:

--No es necesario que te levantes, Carmen, he venido con unos amigos de jugar al subastado.

Poco después empezó el reparto del robo. BETA llevaba un recorte del periódico El Sol con las últimas cotizaciones de bolsa, para que el reparto de las monedas extranjeras resultara lo más equitativo posible. Hechas las particiones correspondientes le correspondieron a cada uno unas tres mil doscientas pesetas y algunas monedas de oro. DELTA guardó en su maletín todas las joyas y lo dejó a un lado para esconderlo después. Por su carácter fuerte y decidido, poco a poco se había ido haciendo el jefe del grupo. ALFA y BETA le tenían un miedo descomunal y OMEGA, permanecía indiferente con una frialdad despreocupada e indolente.

ALFA y BETA se despidieron de DELTA y OMEGA y bajaron a la calle con la llave del portal. Al salir BETA, advirtió a su amigo que se tapara bien, ya que llevaba la camisa salpicada de sangre y éste se subió el cuello del gabán y se encaminaron hacia el centro de Madrid, donde la gente comenzaba ya a transitar. Al llegar a la calle de Hortaleza y cuando se encontraban a la altura de la iglesia de La Magdalena, BETA se despidió de ALFA indicándole:

--Tengo pasaporte, y me voy a Francia. Adiós, ALFA.

ALFA se quedó sólo con sus tremendas preocupaciones y con su conciencia. Entró en la iglesia y permaneció dentro algún tiempo dirigiéndose luego a su casa.

Una vez quedaron solos DELTA y OMEGA, cada uno se fue a su habitación. Eran las seis y media de la mañana cuando DELTA entró en su alcoba, momento en que su mujer se levantaba para ir a trabajar. Al desnudarse su marido, Carmen observó que llevaba los puños de la camisa manchados de sangre y le preguntó lo que había pasado. Le respondió que había tenido una bronca en un bar y luego le acarició la mejilla para tranquilizarla, momento en el que ella se dio cuenta de que la mano estaba llena de arañazos, algunos de los cuales eran bastante profundos. Quiso entonces conocer algunos detalles pero su marido, con un gesto imperioso, le ordenó que guardara silencio y ella agachó la cabeza y no volvió a insistir.

Cuando le preparó el desayuno a OMEGA y lo entró en su habitación lo encontró muy nervioso y agitado. Se bebió de un sorbo el café con leche y se echó en la cama como si quisiera ocultarse a las miradas de la mujer. Después ella le llevo el desayuno a su marido. Éste solía darle cuatro o cinco pesetas para los gastos del día, pero aquel día le entregó setenta y cinco pesetas en plata y un billete de veinticinco pesetas. Aunque muy extrañada, la mujer salió de su casa y realizó su trabajo como cada día. Al regresar a su domicilio a eso de la una de la tarde los dos hombres estaban ya levantados. A las dos habían comido. Fueron después al café de San Millán y una vez allí DELTA dijo a su mujer que fuera a visitar a su hermano, ya que hacía tiempo que nada sabían de él.

La tarde del lunes 14, y a las siete aproximadamente, DELTA le entregó a su esposa una gabardina para que la llevase a teñir de negro, así como un traje azul marino. Extrañada, aunque era cierto que los dos llevaban luto, jamás su marido se había puesto una prenda oscura limitándose solamente a colocarse una cinta negra en la sola de la chaqueta. La mujer hizo lo que

el marido le ordenaba, llevando la gabardina, de un color garbanzo, a una tintorería de la calle Santa Ana, y el traje a otra situada entonces frente al teatro Novedades. Ella sabía algo del crimen por las conversaciones que había oído en el mercado pues la pobre mujer, no sabía leer ni escribir y no pudo enterarse por ella misma. El martes ya notó algo raro en el ambiente callejero. La policía empezaba a realizar detenciones, pues la redada había comenzado. Cuando observó que su marido se escondía en el desván empezó a sospechar que era el autor del delito que tanto daba que hablar a todo el mundo, pero movida por el cariño, ocultó la verdad a los policías. Cuando aquella noche le subió la cena lo encontró agazapado en un rincón del desván.

OMEGA había marchado a su pueblo al día siguiente del atraco y nada se sabía de él, pero su nombre iba a comenzar a sonar pronto igual que el de GAMA. Sin embargo, no ocurría lo mismo con BETA y ALFA, que permanecían aún en el más absoluto anonimato.

Había pasado una semana y el misterio seguía sin esclarecerse.

A pesar de las investigaciones policiales DELTA seguía en libertad. Al verse perseguido y acorralado comprendió todo el horror de su crimen y las terribles consecuencias que para él se derivarían de forma fatal e inevitable. Fue en aquellos momentos cuando tomó una determinación

terrible en un arranque de desesperación. En la mañana del día 21 de abril, DELTA, solo y encerrado en su habitación, se acostó en la cama y se pegó un tiro en la cabeza. Cuando la policía llevó a cabo el registro de la casa, en el reverso de dos cajetillas de tabaco encontraron dos cartas escritas una ortografía deficiente. La primera decía:

<<Adiós, Carmen, yo he sido el culpable y tú pagarás las consecuencias, tu esposo que te quiere y siente el trago que te espera>>

En la otra podía leerse:

<<Querida madre y elmanos, no tener rencor a mi mujer que es inocente, ella no sabe nada y como yo soy el curpable me doy un tiro porque me remuebe la conciencia que sufra lo que no debe, ya madre, ya sabe Vd. que no e nacido para esto, pero me lo propusieron y biendo en las circunstancias en que me encontraba sin poder comer lo acecté y después de echo me a estado pesando porque ni yo mismo se como lo e echo, yo tampoco sabía que tuviesen hijos, demasiado carculo cual será el trago que Vd. pasen y Vd. puede carcular el que yo estoy pasando al escribir estas líneas. No puedo seguir. Adiós.>>

En la habitación se encontró además una Star oxidada, con siete proyectiles, uno de los cuales estaba en la recámara; una navaja abierta de muelles y con la cachas de asta, y una pistola Smith con cuatro cartuchos. Estos tres objetos estaban sobre la cama y junto al cadáver. En el suelo había una gorra de color verdoso, sucia y vieja, y en su interior se encontraron los siguientes objetos: cuatro casquillos de pistola, dos relojes, noventa y cinco duros en plata, doce monedas de dos pesetas y treinta y cuatro de una. Además de la gorra se encontró un billete de cien marcos y dos de cincuenta, un estuche de pendientes, un cuchillo y una navaja grande, un sombrero negro, un gabán y una americana, un maletín y la llave de la puerta. El cadáver de DELTA, fue reconocido por la vecina Encarnación Izquierdo y por el portero de la finca. Carmen Atienza, su esposa, recibió la noticia de la muerte del esposo con gran serenidad, para ella fue preferible la muerte que se dio que la que le hubiera dado la justicia de los hombres.

La policía llevó a cabo un registro minucioso y, enrollados en uno de los barrotes huecos de la cama, encontraron un billete de cien pesetas, catorce billetes de cincuenta y cincuenta y seis de veinticinco. En uno de los barrotes de los pies encontraron un collar de perlas, sin broche; otro con broche de oro; dos sortijas de oro con brillantes; otro de oro y plata; una pulsera de oro y platino con brillantes y rositas; dos pendientes de oro con brillantes, diamantes y zafiros; otros tres pares de pendientes; dos aros de oro y media docena de cadenas del mismo metal. Distribuidas por toda la casa encontraron también una gran cantidad de otras alhajas, monedas mejicanas, cubanas, norteamericanas y de varias otras nacionalidades. Su valor ascendería a fecha de hoy a varios centenares de millones.

La declaración de Carmen Atienza condujo a la policía hasta ALFA. Fijándose en la lista de su asistencia al trabajo pudieron observar que, en la mañana siguiente al delito había faltado al trabajo con la excusa de encontrarse enfermo. Cuando se descubrió la identidad de ALFA, quedaron sorprendidos al venir en conocimiento de que era hijo, precisamente, de un Teniente Coronel de la Guardia Civil. Serían aproximadamente las diez de la noche del día 21 de abril cuando llamaron a la puerta de ALFA, éste se hallaba con su madre que fue la que abrió la puerta. Dos hombres con sombrero estaban ante ella:

-- Somos agentes de policía y venimos a buscar a su hijo.

Sin más palabras entraron en el domicilio y efectuaron un registro. Encontraron una pistola, la misma que BETA le había comprado a ALFA para suicidarse si las cosas se torcían, pero era tan cobarde que fue incapaz de utilizarla antes de que lo detuvieran. Mientras se calzaba, los policías pudieron observa que el detenido ocultaba en un zapato un hoja de afeitar. Luego se puso el famoso abrigo de pelo de camello. Poco después de las once llegaron a la dirección General de Seguridad. En ese momento, al pasar ALFA acompañado de los agentes, se oyó una voz fuerte que gritó:

--¡Ese fue! Lo conozco por el gabán. ¡Ese fue el que me alquiló el coche!

El grito lo había dado el taxista, Julián Pedrero Robles, que había llevado desde Alcázar de San Juan hasta Madrdid a los asesinos. La noticia corrió como un reguero de pólvora y aprovechándose ALFA de las voces del taxista que creía reconocerlo, decidió en aquel momento hacerse pasar por BETA, porque como ya se ha dicho, aquel día llevaba prestado el gabán de ALFA, a causa del frío nocturno. Este fue otro de los grandes aciertos del cerebro de la banda para que no los reconocieran, pero que en este momento le sirvió para basar su defensa en la suplantación de la personalidad de BETA su compinche que, por lo menos, no había entrado en el vagón correo. Habló de la complicidad de Ors y explicó que al llegar el tren a la estación de Alcázar los otros no le habían explicado nada. Sólo en casa de DELTA, se enteró de que hubo derramamiento de sangre lo cual le horrorizó sobremanera. Manifestó además que le habían dado dos resguardos de la Deuda, uno de la serie A, de quinientas pesetas, y otro de la serie B, de dos mil quinientas, que entregó a un camarero del Casino Militar, llamado Pancho, en garantía de las setecientas cincuenta pesetas que le adeudaba, las cuales pensaba pagar con el importe de una testamentaría de cinco mil pesetas. A las preguntas de los detectives de cuantos eran los hombres que habían subido al automóvil en la estación de Alcázar, respondió:

-- Tres: DELTA, OMEGA y otro al que no conozco.

--¿Qué señas tenía?

--Era de la estatura de OMEGA y DELTA, moreno, afeitado, con gabán oscuro y sombrero de color negro – respondió inventado un tipo que cumpliera los requisitos de su propia persona— Yo creo que OMEGA y DELTA fueron los que cometieron el crimen.

Pese a haber asumido la personalidad de BETA en el desarrollo de los acontecimientos, no le sirvió de nada ya que lo consideraron sujeto a procesamiento. Era una suplantación que no tardaría en derrumbarse porque, horas después cuando se detuvo a GAMA en la finca de "La Alameda" éste cantó de plano toda la verdad. Contó su intervención en el delito y como se había enterado por ALFA de todo lo sucedido en el vagón, asegurando que jamás hubiera imaginado que ocurriría todo lo que sucedió. Al registrar su domicilio encontraron un puñal, una navaja de muelles, cuatrocientas veinticinco pesetas en billetes, ochenta en plata y un maletín. Al igual que ALFA, GAMA fue igualmente procesado

OMEGA, fue detenido por la Guardia Civil en Almorchón, cuando viajaba en tren. Fue conducido de inmediato a Pueblo Nuevo del Terrible donde los médicos le reconocieron encontrándole una erosión con costra de un centímetro en el antebrazo. Al ser registrado se le encontraron manchas de sangre en el bolsillo del pantalón, dejadas allí al introducir las manos manchadas de sangre después de cometido los asesinatos del vagón correo. Al tomarle declaración manifestó que tenía treinta y cuatro años, que vivía en el Hotel Colombia de Daimiel, que era comerciante y que se hallaba procesado por haber causado herida con arma de fuego. Después contó lo sucedido en el tren. En todo dijo la verdad menos cuando se refirió al acto mismo de cometer el crimen de los itinerantes. Luego dijo que había salido el día 12 de Madrid en Dirección a Daimiel, donde llegó a las tres y media de la mañana; que el lunes se fue a Ciudad Real, hospedándose en la Fonda Española; el martes se fue a Puertollano y estuvo durmiendo en la posada La Prendera y que cuando lo detuvieron se dirigía a Mérida. Todo el dinero que llevaba encima era el resto de un billete de mil pesetas que cambió en el Banco Manchego de Daimiel y que era el resultado de unas ventas que había hecho; porque OMEGA no cogió un solo céntimo del botín del crimen. No quiso dinero manchado de sangre.

Mientras tanto ALFA se enteraba en Madrid que BETA regresaba a España. Aquello motivó que confesara que él era uno de los que estaba en el vagón cuando se cometió el crimen, pero también aseguró que no había tocado a nadie y que, cuando comenzó la lucha, temeroso se metió en un rincón, presenciando el asesinato de los itinerantes sin poder evitarlo. También confesó que, obedeciendo las órdenes de DELTA, que le amenazaba con una pistola, tuvo que desvalijar el vagón. ALFA seguía mintiendo como la vez anterior.

El 24 de abril, doce días después de cometido el crimen, y después de presentarse en la embajada de España en Paris, BETA confesó ante los secretarios de la misma todo lo concerniente al crimen. Su confesión fue la siguiente:

<<Ignoro por qué causas asesinaron a los dos infelices itinerantes. De esto me enteré por unas palabras en cuanto los vi, pero yendo en la parte delantera del coche, no pude hablar casi con ellos, aparte que era tal la impresión de horror que tenía que no deseaba interrogarlos por miedo a saber la brutal realidad. Debo advertir que mi primera intención fue suicidarme, pues, aún cuando tenía un pasaporte dispuesto, no quería vivir con el remordimiento de lo ocurrido. Después pensé que era una cobardía el suicidio y consideré mucho mejor entregarme y recibir el castigo que merezco; si es la muerte, mucho mejor, pues encontrándome enfermo de tres enfermedades crónicas, la vida no me resulta agradable. Por otra parte, matándome no hacía más que agravar mi responsabilidad y dejaba a oscuras mi parte en el asunto, contribuyendo además a que se me atribuyeran responsabilidades ajenas. Mi familia sabrá así que no fui uno de los que cometieron los asesinatos. Decidido desde el primer momento a entregarme he esperado a que fuera detenido el último de los complicados en el asunto. Por el periódico de esta mañana me he enterado de que ha sido así y me he apresurado a presentarme, dispuesto a volver a España para recibir el castigo que merezco. Todo lo cual firmo y suscribo en la embajada de S.M. en París, a 24 de Abril de 1.924>>

Durante su permanencia en Francia, BETA, había permanecido varios días en París y Dieppe, perdiendo en el juego las tres mil pesetas que le habían tocado en el reparto del robo, además de los quinientos francos que le prestó un inglés a quien había servido de intérprete. Había confesado su delito en un café en compañía de unos amigos que le aconsejaron se entregara inmediatamente en la embajada de España y eso fue lo que hizo. Y así fue como BETA regresó a España. Al llegar a la frontera española se le esposó e inmediatamente se le condujo a Madrid. Poco después le reconocía el taxista Pedrero como el individuo que le había alquilado el coche en la Glorieta de Atocha. BETA declaró toda la verdad y como consecuencia de ello el taxista Julián Pedrero fue puesto en Libertad.

Así quedó resuelta la última incógnita del atraco al vagón correo, pero no fueron estos cinco hombres los únicos encartados en el asunto.

Lo fue también Antonia Sánchez, hermana de GAMA que había entregado a una lavandera llamada Encarnación Muñoz un paquete para que lo escondiera, de momento, en su domicilio. En uno de los registros la policía encontró dicho paquete, el cual contenía un billete de quinientas pesetas, tres de cien, catorce de cincuenta, uno de veinticinco, junto con veinte pesos mejicanos. Todo esto se encontraba en un rincón del patio del número 15 de la calle Arias. Esto originó que se dictara auto de procesamiento, no sólo contra Carmen Atienza, sino también contra Antonia Sánchez y contra Encarnación Muñoz, lavandera en casa de ésta última.

Levantada la causa a plenario por el capitán general de la 1ª Región Militar con fecha 3 de mayo, se procedió a nombrar defensores de acuerdo con el dictamen del auditor Don Ángel Otemín.

Durante los careos, ninguno de los procesados se puso de acuerdo, excepto en algunos puntos; aunque OMEGA y GAMA decían la verdad. ALFA, "el cerebro", fiel a su costumbre, tergiversó siempre la verdad y esta fue la principal característica de su actitud, pensando que en la mentira estaba su única posibilidad de salvarse.

El día 4 de mayo, con una celeridad muy propia de la justicia militar, se leyeron los cargos en la Prisión Celular, mientras el padre y el hermano de ALFA se encontraban en el Despacho del Director solicitando permiso para ver a su hijo y hermano. Cuando se le comunicó al reo éste respondió violentamente:

--¡No! ¡De ninguna manera! No quiero ver ni a mi padre ni a mi hermano. Ellos sufrirían indeciblemente, y yo no podría mirarlos a la cara ¡Me moriría de vergüenza!

Toda insistencia fue completamente inútil; su padre y su hermano debieron abandonar la prisión sin conseguir ver a su ser querido, cuya vida tenía ya las horas contadas.

La causa avanzaba a paso de carga y el mismo día 5 se entregaba a los defensores el sumario para que lo analizasen, reunidos todos en una dependencia de la Capitanía General. Los acontecimientos se precipitaban a tal velocidad que se fijó la fecha del día 6 para la celebración del Consejo de Guerra. Pero por mucho que la justicia militar fuera rápida y expeditiva, teniendo en cuenta la imposibilidad alegada por la defensa de organizar una serie de razonamientos para desarrollar una labor fructífera, consiguieron que las veinticuatro horas concedidas para el estudio del caso fueran ampliadas a cuarenta y ocho. Por tal decisión la fecha fijada para celebrar el Consejo de Guerra fue la del día 7 de mayo. La sala quedó abierta a las ocho de la mañana en la Prisión Celular. Presidía el Consejo de Guerra Don José Giraldo Gallego, coronel del regimiento de Húsares de Pavía y Don Rafael de Piquer, Auditor de División, que actuó como fiscal. La animación en el salón de sesiones eran grande, a tal punto que para entrar en él se solicitaron, poco menos que a puñetazos y recurriendo a toda clase de amistades, las invitaciones y entradas especiales, como si aquello fuera un espectáculo sangriento del circo romano. Finalizada la lectura del sumario, el presidente concedió la palabra al fiscal. Éste desarrolló su labor con una desapasionada y notable sinceridad en el aspecto jurídico, ciñéndose a los hechos tal como estos aparecían en el sumario. Su acusación, basada en la reconstrucción del delito que, por otra parte, no se conocería en detalle hasta la última hora de OMEGA que se sinceró con el abogado de ALFA, no sólo acusó al suicida DELTA, sino también a GAMA, ALFA y OMEGA.

A GAMA lo consideró autor del delito por inducción al robo, de resultas del cual resultó el homicidio. Para el fiscal no había duplicidad de delito: el robo y el homicidio estaban unidos como un mismo hecho, sino como la proyección de que de él podía resultar en el desarrollo de los hechos. La triste experiencia de aquel crimen lo demostraba claramente. Basándose en tal razonamiento el fiscal declaró a GAMA, culpable y autor del crimen; un razonamiento muy "sui géneris". Resumiendo, el fiscal consideró culpables a ALFA, OMEGA y GAMA, y concluyó su informe solicitando para los tres la pena de muerte como autores materiales del hecho con la agravante de nocturnidad, premeditación y despoblado; para BETA, veinte años de cadena temporal y para Carmen Atienza, Antonia Sánchez y Encarnación Muñoz la pena de ocho años y un día de prisión mayor como encubridoras. Además los encartados debían indemnizar a los herederos de cada una de las victimas, señores Lozano y Ors, con la cantidad de veinticinco mil pesetas. Pidió también el fiscal que se restituyeran los objetos robados a sus legítimos dueños y terminó su discurso diciendo:

-- Y es mi deseo manifestar a los señores miembros del Tribunal que no quedará restablecida la tranquilidad pública hasta que la ley se haya cumplido, una vez respetados los imperativos de la más estricta justicia.

La causa quedó suspendida hasta después de comer. Se reanudó a las seis de la tarde (tampoco era cosa de empezar sin hacer la digestión), el presidente concedió la palabra al defensor de ALFA.

Después de hacer ver al solitario juez el angustioso estado que postraba a los ancianos padres de su defendido ALFA, continuó así:

--La prensa ha ilustrado al público, soliviantando los espíritus animándolos a la violencia. La verdadera justicia no puede administrarse en semejantes circunstancias, cuando los jueces corren el riesgo de dejarse influir por unas voces airadas que sólo están inspiradas por una fiebre malsana de venganza. La verdad es siempre una, a despecho de ese afán sensacionalista que llena las columnas de nuestros periódicos, inspiradas no por un sano principio de justicia, sino por miras exclusivamente comerciales.

Mucho se ha hablado de los vicios de mi defendido; mucho se ha fantaseado sobre supuestas bacanales celebradas en su "estudio" de la calle Pardiñas. O ello es cierto, o es falso. Nadie podrá, no obstante, esgrimir la fuerza de este dilema incontrovertible para atacar a mí patrocinado, muy al contrario, yo pretendo apoyar en él un argumento que considero de importancia definitiva, porque si esas bacanales no existían: ¿por qué vilipendiar así a una persona? Y si esos hechos eran ciertos ¿por qué no admitir que esa misma inversión sexual se ha de considerar forzosamente como un motivo de aminoración de responsabilidad debido precisamente a anormalidades psicopáticas? (Hay que ver lo que han prosperado los armarios en ochenta años).

Aunque para mi las palabras del fiscal sean dignas de la mayor consideración por ser ellas un punto de vista personal que respeto, permítaseme exponer también a mí mi criterio, en la seguridad de que la lógica no me abandona. ALFA, y esto quede bien sentado, no manchó sus manos con sangre: el presenció la lucha embargado por la congoja, la preocupación que le causaba la animosidad violenta de DELTA, el cual le obligó a desvalijar cuanto de valor había en el vagón correo. Aquél revólver que mató a Ors fue después encañonado contra mi defendido y bajo esa amenaza permanente ALFA destrozó los sobres de valores declarados y recogió el botín. Está claro que DELTA se erigió en jefe indiscutible y coaccionó a sus compañeros, los cuales perdieron ya desde un principio su total libertad de movimientos.

En el crimen que aquí se ventila no hubo nocturnidad buscada de intento: el delito se hubiera podido realizar igualmente de día teniendo la precaución de echar las cortinillas. Y, en cuanto al despoblado, es evidente que no puede admitirse considerar como tal un vagón de ferrocarril donde existe un timbre de alarma y la proximidad de las personas viajando en los vagones contiguos. Teniendo en cuenta lo anteriormente expuesto, la pena pedida por el señor fiscal considero excesiva y creo que debe ser conmutada por la de cadena perpetua.

Confío plenamente en el recto juicio y en el acendrado amor por la justicia que anima a los señores miembros del Tribunal, y estoy persuadido de que, dejando aparte las torpes insinuaciones de una prensa sensacionalista y procaz, imperará el buen sentido y se aquilatará la responsabilidad de mi defendido en el hecho que nos ocupa>>

Después habló el defensor de GAMA:

--Señores del Tribunal: se ha afirmado que mi defendido era sodomita y tenía torpes relaciones con su propia hermana. Abordaré la cuestión por lo más crudo y saldré al paso de todas la falsedades que la prensa ha sido capaz de vomitar sin que se le hayan opuesto controversias nacidas de una oposición organizada. Tan criminal es el que asesina con un puñal como el que vilipendia y atenta contra el honor del prójimo, parapetado tras las columnas de un periódico protegido por la situación política del momento. La gente no puede imputar aberraciones a un reo, ni un tribunal puede culparle de asesinato si no tiñó sus manos con la sangre de las víctimas.

Es para mi la mas sobresaliente oportunidad de mi vida defender a un acusado sobre el que parece que la justicia, si así puede llamarse, tiene el deliberado propósito de cebarse, con culpabilidad o sin ella. Porque los miembros del Tribunal podrán o no condenar a mi defendido, pero tendrán que aceptar la responsabilidad ante la historia si condenan a un inocente sin haber demostrado antes su culpabilidad. A GAMA sólo le interesaba cobrar el dinero prestado a ALFA, sin importarle para nada los medios de que éste se valiera para conseguir la cantidad que figuraba en las letras de cambio. En el peor de los casos, para mi defendido, éste sólo puede ser considerado como encubridor del delito, nunca como cómplice del mismo. Por tal razón considero excesiva la pena que para mi patrocinado pide el señor fiscal y creo que únicamente se le debe condenar a sufrir el castigo que la ley señala para los encubridores de robo con homicidio.

A continuación habló el defensor de OMEGA:

Se limitó a poner de manifiesto la poca participación de su defendido en la preparación del delito, así como la falta de pruebas que demostrasen su participación directa en la comisión del crimen.

El defensor de BETA, consideró a su defendido no como cómplice del delito de homicidio, sino exclusivamente del robo. Hizo constar la falta de voluntad de BETA y alegó en su favor la circunstancia de haberse entregado voluntariamente, pudiendo permanecer oculto e ignorado y la sinceridad que había demostrado en todas sus declaraciones.

Continuó después en el uso de la palabra el defensor de las tres mujeres, pidiendo la libre absolución por el hecho de que Antonia Sánchez y Encarnación Muñoz no pudieron ser encubridoras porque desconocían el delito. En cuanto a Carmen Atienza, si realmente encubrió lo hizo por salvar a su marido, quedando exenta de toda responsabilidad en virtud del artículo 17 del Código Penal.

A continuación el presidente preguntó a ALFA si tenía algo que alegar a lo que respondió:

--Nada.

--Procesado, GAMA, ¿tiene usted algo que alegar?

--Con la venia, señor Presidente quiero descargar mi conciencia y decir que mi hermana es inocente y deseo hacer constar que ella nada sabía. Ruego también al señor presidente que me permita despedirme de ella, dándole un beso de hermano, favor por el que le quedo muy agradecido.

-- Por ahora no puede ser – respondió el presidente, y luego, dirigiéndose a BETA, le pregunto:

--¿Tiene usted algo que alegar?

BETA se levantó lentamente y contestó:

-- Señor presidente, con la venia de su señoría, quisiera hacer una sucinta ampliación de mis declaraciones anteriores, para lo cual ruego que se me permita hacer uso de unos apuntes, ya que padezco de anemia cerebral y me es difícil coordinar las ideas que se me presentan en tropel.

--El procesado tiene derecho a ello.

Entonces habló BETA de su total falta de culpabilidad y del placer sádico que habían experimentado los que cometieron el crimen de los itinerantes de correos, mientras él ignoraba los hechos y éstos se realizaban sin su consentimiento.

Cuando BETA haciendo uso de la palabra y explicaba las actitudes y comportamiento de cada uno de los acusados se apagó la luz del salón. En medio de la alarma, el presidente gritó:

--¡Que nadie se mueva de su sitio! ¡Cuidado con los reos!

La confusión fue grande, pero duró escasamente unos instantes, aunque los vigilantes pusieron sus manos sobre los reos. Aprovechando la oportunidad que la oscuridad le brindaba, uno de los defensores se acercó a BETA y le dijo al oído con voz indignada:

--¡Está usted matando a estos hombres! ¡Cállese ya!

Se encendieron unas velas y BETA pudo acabar su discurso.

El presidente, dirigiéndose entonces a Carmen Atienza, preguntó

--¿Tiene usted algo que alegar?

--No, señor – respondió sollozando.

De nuevo preguntó el presidente:

--Antonia Sánchez, ¿tiene usted algo que alegar?

--Que soy inocente. Yo no sabía nada, ¡Y tenga usted compasión de mí que tengo a mi madre! Que la tengo que mantener y a dos niños sin amparo ¡Tenga compasión y ampáreme, por el amor de Dios!

El presidente anunció entonces que estaba terminado el juicio y que era llegado el momento de que el Consejo de Guerra debía deliberar. Con voz firme y autoritaria ordenó:

--¡Despejen inmediatamente la sala!

Entre los comentarios más dispares la sala fue vaciándose lentamente y poco después se cerraban las puertas. La sentencia era todavía un secreto para el público pues nadie sabía de las deliberaciones del Tribunal de Guerra y, poco después, en la Capitanía General se confirmaron las penas de muerte.

Los familiares de los reos empezaron a buscar el indulto antes de que aquella sentencia se conociera. Acudieron a todas partes en busca de misericordia. Pero sus pasos, sus peregrinaciones y sus horas de esperanzada angustia no lograron nada positivo. Las fuentes del sentimentalismo se habían agotado. Aquel dolor humano e intensamente sufrido no halló eco en ninguna parte.

El padre de ALFA y su abogado defensor fueron a visitar al general Primo de Rivera al Ministerio de la Guerra. Fue un emotivo momento entre dos viejos soldados. El padre anciano alegaba la pesadumbre de aquella mancha en su honor, precisamente en los últimos años de su vida. Primo de Rivera le contestó:

--Su honor queda siempre a salvo de todo, la misma maldad del hijo ha hecho resaltar todavía más la bondad y la honorabilidad del padre.

Por el abogado defensor se supo que el anciano padre, incluso se arrodilló delante del Dictador pidiendo misericordia para la vida de su hijo, que lo condenaran a cadena perpetua, pero que no lo ajusticiaran. No hubo manera de conmover al victorioso general de Alhucemas que pronunció las siguientes palabras obligando al anciano padre a levantarse:

-- Se ha cometido un crimen, y la justicia sale por sus fueros. España entera está pendiente del fallo del Tribunal y de su más estricto cumplimiento. Esta tarde propondré a mis compañeros si procede o no el indulto. Hoy hay Consejo de Ministros.

Y con aquella leve esperanza, el anciano padre y el defensor tuvieron que conformarse y abandonar la Capitanía.

Efectivamente, así fue. Aquella misma tarde antes de que el Consejo de Ministros iniciara sus trabajos, los tres defensores se dirigieron al palacio de la Presidencia del Consejo. A los defensores los acompañaban una hermana pequeña y el hijo de GAMA. Fueron recibidos por Primo de Rivera. En el momento que se hallaron ante él los familiares de GAMA también se arrodillaron ante el general gritando:

--Don Miguel ¡Él es inocente! Perdónele la vida, por favor.

Parece ser que aquella escena emocionó al Dictador.

Los generales del Directorio celebraron su Consejo de Ministros. Pero al final de la reunión decidieron que no habría indulto.

A la seis de la tarde era presentada la sentencia a la Presidencia y entregada en mano a Primo de Rivera por el auditor general.

Y lo siguiente corresponde a la sentencia íntegra del Tribunal:

<<En Madrid, a las siete horas del día ocho de mayo de mil novecientos veinticuatro, terminó la deliberación del Consejo de Guerra ordinario de plaza para ver y fallar la presente causa, instruida en juicio sumarísimo contra José Maria Sánchez Navarrete (ALFA), Francisco de Dios Piqueras (OMEGA), Honorio Sánchez y Sánchez de Molina (GAMA), José Donday Hernández (BETA), Carmen Atienza Jiménez, Antonia Sánchez y Sánchez de Molina y Encarnación Muñoz García por el delito de robo con homicidio, y

RESULTANDO probado que el procesado José Maria Sánchez Navarrete, oficial primero del Cuerpo de Correos (en difícil situación económica por los gastos que realizaba para sostener la vida artificiosa que llevaba, en evidente desproporción con su sueldo y medios de fortuna) concibió la idea de apropiarse de los valores que diariamente se conducen en las ambulancias de Correos, sugiriéndole ésta el conocimiento que tenía de funcionamiento del servicio por razón de su cargo, haciendo partícipe de estos propósitos a principios del año mil novecientos veintitrés a su íntimo amigo José Donday Hernández que aceptó su cooperación, siendo tratado por ellos el modo y forma de realizar dicha idea en varias conversaciones; que, concretándola ya a la ambulancia del tren número noventa y dos, en la que Sánchez Navarrete había ya servido durante varios años, se pensó que por las dificultades que ofrecía la ejecución del proyecto era indispensable la colaboración de un tercero, que resultó ser Honorio Sánchez, hombre inescrupuloso a quién aquél comunicó igualmente su proyecto; que, ya puestos los tres de acuerdo, convinieron en realizarlo a base de que Donday, penetrando en el coche ambulancia provisto de un pase falso, narcotizase a los empleados y facilitara luego la entrada a José María Sánchez Navarrete para así desvalijar entre los dos las sacas de valores, lo que entregarían en la estación de Manzanares a Honorio Sánchez; plan que ya en los comienzos de su ejecución fracasó por el desistimiento de Donday en el preciso momento en que, ya en el tren, había de trasladarse al vagón ambulancia;

RESULTANDO probado que, habiendo impedido la indecisión de Donday la ejecución del intento,

Sánchez de Molina, acreedor de Sánchez Navarrete por varios miles de pesetas, le requirió a realizar el plan concertado, aun con el concurso de aquel, si bien buscados nuevos auxiliares que por su energía evitaran nuevas dificultades, a cuyo efecto consiguió el de su amigo Antonio Teruel López (DELTA), hombre de acción, sugestionándole con el resultado que del mismo habían de obtener, e interesando poco a poco a su también amigo Francisco de Dios Piqueras, que había acudido a él en solicitud para obtener una falsa documentación con que marchar al extranjero;

RESULTANDO probado que, convenido ya definitivamente entre Navarrete, Honorio, Piqueras y Teruel realizar el robo del coche-correo del expreso numero noventa dos, celebraron varias reuniones para acomodar los detalles del plan concertado a las nuevas personas que en aquél habían de intervenir, gestionando nuevamente Honorio la colaboración de Donday, el cual, otorgada sin reparos, fue encargado de aleccionar a Piqueras en el empleo de los narcóticos que debían suministrar a los ambulantes de servicio y facilitar las ampollas de cloroformo, y de recoger a aquellos en un automóvil el día del hecho en la estación de Alcázar de San Juan para conducirlos a Madrid, habiendo recibido encargo de que le adquiriese una pistola, a quien también había dejado la suya el Honorio;

RESULTANDO probado que, escogida por todos la fecha del once de abril último, Navarrete, Piqueras y Teruel salieron a las diez y treinta de dicho día en el tren mixto de Cuenca, provistos de sus correspondientes armas de fuego, una botella de coñac preparada con pantopón, una ampolla de cloroformo y cloruro de etilo, descendiendo del convoy en Aranjuez, esperando allí el paso del tren número noventa y dos, dirigiéndose al llegar ésta al vagón ambulancia de Correos, obteniendo Sánchez Navarrete de su compañero Ángel Ors su entrada en el vagón, así como la de sus amigos, introduciéndose por la ventanilla por estar inutilizada la puerta de acceso, presentándoles el citado Navarrete a don Santos Lozano, jefe de la expedición, como amigos y compañeros, puesto que ya, a prevención, los había provisto de pases falsos sin que hubieran de justificar su presencia en la ambulancia;

RESULTANDO probado que, una vez dentro del coche, y por no haber hecho el efecto apetecido al señor Lozano la copa de coñac que le ofrecieron, Antonio Teruel, con ocasión de encontrarse aquel sentado, le asestó por la espalda con un marchamo nueve tremendos golpes en la parte posterior derecha de la cabeza que le produjeron la rotura de la bóveda craneana y otras heridas, todas ellas capaces de producirle la muerte, que fue rapidísima, y ya en brutal agresión, en la que todos tomaron parte, aunque en distinta forma, lucharon con el señor Ors que, por su extremada corpulencia, opuso una resistencia tenaz, produciéndole siete heridas contusas en la cabeza, otras cinco en la cara, varias equimosis en el borde extremo de los brazos, mordiscos en ellos cuello y cara y dos más por proyectil de arma de fuego, una en la parte más extrema del labio superior y otra causada encontrándose la víctima ya en el suelo, en la región supraclavicular, que le atravesó la pleura y el pulmón y siendo esta herida mortal de necesidad; dedicándose Navarrete y Piqueras, una vez muertos los dos infortunados ambulantes, a abrir las sacas de valores y cajas de alhajas aseguradas, apoderándose del metálico, efectos públicos y joyas y llegados que fueron a Alcázar de San Juan descendieron del vagón y montaron en el automóvil en que los esperaba Donday, regresando luego a Madrid, adonde llegaron a las cuatro y media de la madrugada, dirigiéndose a casa de Antonio Teruel, calle de Toledo número ciento cinco, donde se hizo el reparto de los valores robados, correspondiéndoles a cada uno tres mil doscientas pesetas, encargándose Navarrete de llevar a Honorio su participación, como así lo hizo, entregándosela conjuntamente con la que a él le tocó, llevándose además Navarrete algunos títulos de la Deuda y quedando el resto en metálico, efectos y alhajas en poder de Antonio Teruel, a resulta de un ulterior reparto;

RESULTANDO, probado que, una vez salidos de la casa de la calle de Toledo, numero ciento cinco, los procesados Navarrete y Donday, Antonio Teruel (que ocultó a su mujer Carmen Atienza el hecho realizado y las verdaderas causas de las manchas de sangre que tenía en los puños) le entregó al levantarse cien pesetas que ella guardó en parte, invirtiendo el resto en los gastos de la casa, ordenándole más tarde que llevara a teñir de negro, por estar de luto, el traje y la gabardina que Piqueras acababa de regalarle, las cuales prendas presentaban manchas de sangre, revelándose días después ( cuando las investigaciones de la policía le señalaban como una de los culpables del crimen del tren número noventa y dos) su participación en el hecho, enseñándole también el lugar donde había escondido los valores procedentes de él, subiendo después a ocultarse en el desván de la casa, donde Carmen Atienza le subía la comida, hasta que detenida ésta y considerando inminente su prisión puso fin a su vida disparándose un tiro de revolver que le causó la muerte;

RESULTANDO probado que, al día siguiente de realizarse el hecho, el procesado Honorio Sánchez entregó a su hermana Antonia un paquete conteniendo el producto del robo que le había correspondido tanto a él como a Sánchez Navarrete con el encargo de que lo hiciera desaparecer, si bien no le dijo lo que contenía ni su procedencia, paquete que a su vez dicha Antonia puso en Manos de Encarnación Muñoz, lavandera de la casa, para que lo escondiera en la suya, como así lo hizo, enterrándolo en el patio por desconocer ésta última su procedencia ilegítima.

RESULTANDO que el ministerio fiscal entiende que los hechos perseguidos son constitutivos de un delito de robo con ocasión del cual resultó homicidio, previsto y penado con el número primero del artículo quinientos diecisiete del Código Penal.

CONSIDERANDO que de dicho delito son responsables en concepto de autores por participación directa, los procesados José Maria Sánchez Navarrete y Francisco de Dios Piqueras, por cuanto en unión del suicida Antonio Teruel penetraron en el coche ambulancia de Correos donde el robo se cometió;

CONSIDERANDO que, al declarar probado que Honorio Sánchez y Sánchez de Molina propuso a su íntimo amigo Antonio Teruel la perpetración del crimen por juzgarlo elemento ejecutor indispensable para la realización de sus criminales propósitos; por lo que, actuando sobre su voluntad, consiguió su concurso, y aún hubo de requerir los de Francisco de Dios Piqueras, al que convenció en solicitación directa para que tomara parte en el robo de la ambulancia, acallando los escrúpulos de Piqueras con la exposición del plan que había de proporcionar a todos la impunidad; hechos todos estos que determinan la culpabilidad de Honorio Sánchez en concepto de autor por inducción directa, a tenor del numero segundo del artículo trece del Código Penal;

CONSIDERANDO los actos realizados por el procesado José Donday Hernández son determinantes de su culpabilidad en el delito porque prestó su concurso para la realización, asistió a las reuniones celebradas al efecto, instruyó a Piqueras en el uso de los narcóticos que habían de suministrar a los señores Lozano y Ors, adquirió una pistola por encargo de Sánchez Navarrete y alquiló el automóvil con el que fue a Alcázar de San Juan a recoger a los culpables, percibiendo después su parte en el reparto del robo; actos que definen su responsabilidad como cómplice según el artículo quince del Código Penal;

CONSIDERANDO que no existen en autos pruebas suficientes para estimar que la procesada Carmen Atienza se aprovechara de las cien pesetas que le entregara su esposa Antonio Teruel, ni que le auxiliara en la perpetración del delito de hecho o de palabra;

CONSIDRANDO que, si bien es cierto que la procesada Encarnación Muñoz escondió en el patio de su casa el dinero que le había entregado convenientemente envuelto la otra procesada, Antonia Sánchez y Sánchez de Molina, no se comprueba en autos que ni una ni otra tuvieran conocimiento de de la procedencia ni de la perpetración del delito, no pudiendo por tanto ser consideradas como encubridoras ni sujetas a responsabilidad alguna de orden penal;

CONSIDERNDO que los procesados, Sánchez Navarrete, Sánchez de Molina, Piqueras y Donday prepararon con todo detenimiento los medios adecuados para llevar a cabo sus criminales propósitos;

FALLAMOS que debemos condenar, y condenamos, a los procesados, José María Sánchez Navarrete, Francisco de Dios Piqueras y Honorio Sánchez y Sánchez de Molina a la pena de muerte; al procesado José Donday, a la pena de veinte años de condena temporal, debiendo abonar en concepto de responsabilidad civil solidaria y subsidiariamente veinticinco mil pesetas a los herederos de Santos Lozano y Ángel Ors, así como el importe del metálico, efectos y alhajas en la cuantía que se determine oficialmente, quedando hasta entonces afectos todos sus bienes a cubrir dichas responsabilidades, devolviéndose a sus legítimos dueños los objetos de uso lícito intervenidos, absolviendo libremente a las procesadas Carmen Atienza Jiménez, Antonia Sánchez y Sánchez de Molina y encarnación Muñoz García.

Así lo pronunciamos, fallamos y firmamos.>>

A la puerta de la cárcel Modelo se encontraron aquella noche los abogados defensores con los amigos y compañeros del padre de José María Sánchez Navarrete portadores de un ataúd que habían comprado para enterrar a su hijo.

Los defensores no pudieron entrar porque los condenados se encontraban ya en capilla. Así de rápida era la justicia militar. ¡Apunten! ¡Fuego! Tiro de gracia y al cajón. Pero no fue esta la suerte que corrieron los condenados, aunque debiera haber sido por haberlos condenado un Consejo de Guerra, pero... eso está reservado para los que visten uniforme aunque atraquen un tren correo número noventa y dos.

Aquella misma noche pasó Donday a una celda especial para esperar el día que debía salir para cumplir su condena. También aquella noche fueron puestas en libertad las tres mujeres procesadas.

Cuando los reos entraron en capilla, sus pies quedaron sujetos con grilletes especiales… quizá pensaron que podían echar a correr y atracar otro tren.

Los rezos y las recomendaciones del espíritu no cesaron desde los primeros momentos hasta las doce de la noche.

Cuando los familiares de Honorio Sánchez recibieron permiso para visitar a aquel condenado a muerte, la escena que allí se desarrolló se transformó en drama desgarrador. Los gritos llenaron los estrechos muros de la cárcel y una honda amargura se apoderó de las personas al ver llorando a aquel padre desventurado que perdía a su hijo para siempre. Luego, al marcharse los visitantes un silencio que a veces era rasgado por los lastimeros gritos de Honorio que exclamaba bajo una aguda crisis nerviosa y violenta:

--¡Soy inocente!... ¡Mis manos no se han manchado de sangre! ¿Por qué me matan si soy inocente? ¡Inocente! ¡Inocente! ¡Inocente! ¡Oídlo bien todos, soy inocente!...

Sólo el silencio respondía a sus voces.

Honorio tuvo momentos de crisis violentas, pero cuando la tranquilidad se abría paso, hablaba, hablaba y hablaba sin parar, ininterrumpidamente, hablaba sin cesar como si aquella infatigable conversación fuese el remedio más idónea para el espanto que lo dominaba pero, de pronto, perdía la calma, su rostro se desfiguraba de repente, y aullaba con toda la fuerza de sus pulmones, como si con sus gritos pretendiera despertar la conmiseración general:

--¡Soy inocente!.¡Yo no he matado a nadie! ¡Ved mis manos! ¡No se han teñido de sangre!... ¡Matadme si queréis, pero soy inocente!... ¡Inocente!...

Estaba convencido de que la pena que se le había impuesto era excesiva y no guardaba relación con su propio delito, y tenía razón. El Tribunal debió estudiar detenidamente el caso que Honorio Sánchez les planteaba. En cualquier caso podía ser condenado por inducción al crimen, pero nunca por asesinato y ni siquiera por homicidio ¿Se impuesto la justicia recibiendo órdenes superiores? ¿Aceptó el Tribunal la responsabilidad que le cabía ante el examen imparcial la historia por una sentencia injusta? No cabe duda, porque es indudable que a Honorio Sánchez y Sánchez de Molina, no se le podía imputar el asesinato ni hechos con responsabilidad criminal merecedores de la pena de muerte. Fue, a todas luces, una sentencia injusta pronunciada más para escarmiento general que por verdadera justicia, pero ésta, como siempre, está plagada de casos similares. Con el Código Penal en la mano podía condenársele, en el peor de los casos, a cadena perpetua, pero nunca a la pena de muerte.

Navarrete era el que ofrecía más contrastes anímicos. Por momentos demostraba un abatimiento absoluto y más parecía pertenecer al mundo de los muertos que al de los vivos. Para no pensar continuamente en la muerte solicitó que se le inyectara pantopón, un compuesto de morfina que adormece la angustiosa sensibilidad, pero esto le fue denegado. No existían precedentes que lo justificase y de habérsele concedido los otros dos reos también tenían derecho a que se le suministrase. La justicia exigía que los reos llegasen al cadalso en pleno uso de sus facultades mentales.

En la celda de Piqueras entró un hermano de la Paz y Caridad para regalarle un crucifijo de plata, obsequio de una archidiócesis piadosa. El mismo obsequio le hizo luego a Honoria que besó el crucifijo besándolo repetidas veces mientras derramaba abundantes lágrimas. También entró en la celda de Navarrete y le manifestó el nombre de la persona que le regalaba el crucifijo y al oírlo abrió los ojos desmesuradamente y extrañado le dijo:

--Hermano, diga usted a Antonio que deseo verle. ¡Hágame este favor!

Momentos después Antonio entraba en la celda. Después de rogar a los presentes que los dejaran solos, Navarrete le preguntó

--¿Qué es de tu vida, Antonio? ¡Cuántas veces he pensado en ti! ¡Cuántos deseos tenía de verte! ¡Antonio, mi querido Antonio!...

--Aquí me tienes, José María. Tú ya sabes que me fui a Inglaterra. Allí me he casado.

--¿Te has casado, Antonio? ¡Y eres feliz! ¡Yo también lo hubiera sido si tú no te hubieras apartado de mi lado!...

Navarrete siguió hablando con toda la entereza y cruda sinceridad de su corazón, con toda la íntima persuasión del que dice lo que siente, sin preocuparse de nada, sin recapacitar en la gravedad de sus manifestaciones.

Cuando su amigo Antonio, hijo de noble familia, salió de la celda de Navarrete manifestó en medio de la mayor indignación:

--¡Parece mentira! En unos momentos tan terribles, en una noche como esta me ha dicho tales cosas que, de no estar condenado a muerte, le hubiera abofeteado. Ni en este trance supremo ha sabido vencer su degeneración…

Pasada la media noche el confesor de Piqueras se acercó al defensor de José Maria Sánchez Navarrete, y le dijo:

--Don Antonio Matilla, Francisco de Dios Piqueras, desea hablar unos instantes con usted.

--No tengo ningún inconveniente, padre - luego pidió a los reunidos que los dejasen solos durante un tiempo.

Piqueras se acercó al señor Matilla y le comentó:

--Nada tengo ya que perder en este mundo. Se aproxima el momento de mi muerte y quiero confesar toda la verdad, esa verdad que se abre paso cuando todo se ha perdido en la vida y cuando la eternidad viene hacia nosotros con paso determinado y seguro. Su defendido Navarrete no le ha confesado la verdad jamás. Nadie ha dicho todavía como se cometió el crimen, por eso voy a contárselo tal como sucedió. Voy a morir y no sabría engañar a nadie. Yo era bueno y seguía mi camino pero, de pronto, ese camino se dividió en dos y no acerté a escoger debidamente. Escogí el más fácil, y en él encontré mi perdición y mi muerte. El delito lo cometimos nosotros de la siguiente forma: El tren arrancó en el momento en que Ors acababa de ayudar a Navarrete a subir al vagón por la ventanilla. Después de hacer las presentaciones de rigor empezamos a charlar todos animadamente, y por fin Teruel sacó de su maletín la botella de coñac. Los ambulantes bebieron de ella. Después Lozano regresó a su mesa y empezó a escribir reclinado sobre ella. Ors y Navarrete comenzaron a charlar sentados sobre unas sacas mientras Teruel y yo nos asomábamos a la ventanilla. Cuando Navarrete le preguntó a Ors si llevaban mucho dinero, éste le contestó que unos once mil duros. Unos minutos después de esta confesión Navarrete se aproximó y nos dijo de manera casi imperceptible: "Mirad, es preferible que dejemos esto para otro día. Según me acaba de decir Ors, sólo llevan de diez a once mil duros, sabéis muy bien que si no nos tocaban cuarenta mil pesetas a cada uno, yo no me metía en líos. Entonces Teruel empezó a gritar y a insultar a Navarrete. El estridente del tren apagaba sus gritos y los insultos más soeces. Por fin terminó diciendo: "La culpa la tengo yo por tratarme con quienes no son hombres", y se fue hacia el retrete, que se hallaba al lado de la mesa de Lozano. Entonces Navarrete, para que sus voces no se oyeran en el interior del vagón, me cogió del brazo y me llevó hasta una de las ventanillas para decirme: "Dile a tu compadre que no se ponga bestia y que comprenda las cosas. Hoy no es un día a propósito. ¿Qué vamos a hacer con lo que nos pueda tocar a cada uno? Por una miseria no vale la pena exponer el tipo. Dentro de poco es muy posible que lleven mucho dinero en la ambulancia; entonces será el… Navarrete no tuvo tiempo de acabar de hablar. Un golpe seco, contundente, seguido de un chasquido y del ruido de un cuerpo al caer pesadamente le cortó la frase. Teruel había decidido en su interior pasar a la acción directa como el único camino que seguir en vista de que no nos podía convencer de la necesidad de robar, fuese lo que fuese. Así, pues, al salir del retrete cogió unas tenazas de marchamar, enormes y pesadas, que estaban colocadas sobre una saca, y sin meditar lo que iba a hacer ni reflexionar en las consecuencias de su determinación imprevista y decidida descargó un golpe terrible sobre la cabeza de Lozano que trabajaba junto a una mesa y qué murió en el acto cayendo al suelo. Entonces, Teruel, poseído de un furor diabólico, descargó ocho golpes más sobre la cabeza del desgraciado Lozano, hasta destrozarle bárbaramente el cráneo. Al presenciar aquella escena terrible y contemplar a Teruel convertido en una fiera, loco de ira y lleno de una furia terrible, Ors gritó: ¿Qué es esto? ¿Qué hace ese hombre? ¿A quien me has traído aquí Navarrete? ¡Tú tenías que ser…! Y diciendo esto se abalanzó sobre José Maria y comenzó a darle puñadas. Pero Navarrete viéndose atacado, intentó defenderse y le arrancó las gafas. Los golpes de Ors fueron entonces unos golpes locos, sin blanco fijo, sin objetivo determinado. A pesar de todo logró acorralarnos, pero esto duró poco tiempo, porque Teruel, viéndonos en semejante situación gritó: ¿Qué es esto? ¿Os vais dejar pegar por un solo hombre? ¡Sois unos maricas! Esto se arregla de la siguiente manera. Y sacando la pistola del bolsillo disparó a quemarropa contra Ors, éste cayó al suelo pero arrastró en su caída a Teruel, que perdió la pistola. Entonces empezó una riña a puntapié, arañazos y mordiscos. Ors, a pesar de estar herido, atacó violentamente a su agresor hasta arrinconarle y tenerle a raya. Entonces fue cuando Teruel sacó del bolsillo un pistolón enorme, lo agarró fuertemente por el cañón y descargó un golpe tremendo en la cabeza de Ors, hasta el extremo que la culata del arma homicida se resintió del golpe. A pesar de ello Ors no perdió el conocimiento, debido precisamente al grosor del hueso que le protegía los sesos. La lucha seguía encarnizada y a muerte. Teruel asestó otro golpe en la cara del ambulante, el labio superior quedó partido y sangrando, y varios dientes saltaron de las encías aplastadas. Y no obstante Ors no cejaba en la lucha e iba acorralando a Teruel, que empezó a pedir ayuda diciendo: ¡Acudid, cobardes! ¡Sois unos miserables! Sujetadle bien las piernas, cogedle de los brazos... Teruel se incorporó momentos después cuando ya Navarrete y yo habíamos reducido la resistencia de Ors. Buscó ansiosamente la pistola y la disparó hiriendo al desgraciado oficial de Correos en el pecho. Momentos después era cadáver. Entonces soltamos al itinerante, que ya no se movió más y que ofrecía un cuadro espeluznante. Estaba horriblemente machacado. Inmediatamente empezó el robo del vagón. Conocedor de todos los secretos Navarrete dirigía, mientras yo obedecía sus indicaciones. Teruel, entretanto, arrastró los cadáveres hasta la entrada del retrete para que no estorbaran. En esta operación se sirvió de una correa que le servía de cinturón y que ató alrededor del cuello de Ors, y de una cuerda que quitó de una saca y que anudó al cuello de Lozano. Luego tapó las cabezas de los muertos con sacas y se reunió con nosotros, que ya habíamos acabado nuestro trabajo. Entonces recordó Teruel que la portezuela de la contravía no podía abrirse, no obstante se dedicó a forzarla y logró, no sin poco trabajo, que la puerta cediese. Todavía faltaban tres estaciones para llegar a Alcázar de San Juan. Mientras Navarrete y yo no asomábamos por la ventanilla, Teruel aprovechó el tiempo para lavarse las manos en el lavabo del vagón. Cuando llegamos a la estación de Alcázar saltamos del vagón cerrando la puerta detrás de nosotros, y cruzamos las estación por el foso que pasa de andén a andén. En el foso encontramos a Donday, que nos esperaba en taxi que habíamos alquilado en Madrid. Subimos por el lado opuesto al del conductor e iniciamos el camino de regreso. Casi todo el trayecto lo hicimos en el más absoluto silencio. Cuando Navarrete pretendió explicar a Teruel que no había cogido casi nada al desvalijar los sobres de valores declarados y que solo encontró billetes pequeños, Teruel le dijo mirándole fijamente: No mientas. A pesar de estar arreglando los cuerpos de aquellos he estado viendo muy bien lo que tú y Piqueras hacíais. No me vengas con cuentos ¿Quieres explicarme por qué razón te has metido en el bolsillo del pantalón unos cuantos billetes de los grandes. Entonces Navarrete, fingiendo sorpresa, aclaró: Tienes razón. Ni me había dado cuenta de que los había metido allí ¡No sé ni lo que me hago! Y Teruel replicó, Eso creo yo también, que no sabes lo que te haces, y lo dijo en un tono que expresaba ironía y recriminación. Estas fueron las únicas palabras que se pronunciaron durante el viaje. A las cuatro de la mañana llegábamos a Madrid. Una vez allí nos encaminamos a casa de Teruel.

Después de esta confesión Piqueras quedó tranquilo e indiferente. Para él la muerte era una liberación total, una evasión feliz de la cárcel y un fin apetecido. Cansado y harto de las persecuciones que hasta entonces había soportado de la policía, veía la muerte con mayor tranquilidad que los otros dos reos. A él no le interesaba una vida entre cuatro paredes sin libertad y exenta de todo atractivo. Por este motivo Piqueras esperaba su último momento con tranquilidad, sereno, estoico e inmutable.

Los reos confesaron y comulgaron a las dos de la madrugada. Aquella espera fatídica era mucho más enervante e inmensamente peor que el mismo momento de entregar su cuerpo al verdugo.

Por fin empezó la procesión de la muerte. Navarrete se aproximó a su defensor y le dijo:

-- La policía me cogió una pitillera de oro. Quiero que se la entregue usted al marqués, mi querido amigo Antonio.

Honorio, en medio de todos, iba avanzando con dificultad y a medios pasos, impedido por los grilletes que le atenazaban los pies, sin dejar de proclamar a gritos su inocencia. Piqueras Cerró los ojos y Navarrete tuvo que sujetarse fuertemente al brazo de su defensor en un movimiento instintivo de pánico.

--¡Ya se llevan a Honorio!- exclamó - ¡Ay madre mía!

Honorio llegó ante los tres patíbulos y dejó de gritar. Un silencio impresionante se abatió sobre la Prisión Celular. El verdugo de la Audiencia de Burgos, hierático y silencioso, estaba situado al lado del patíbulo de la derecha. Ligeramente alejados de los tras patíbulos se hallaban las personas que iban a certificar la muerte de los reos. También iban a presenciar la ejecución varios soldados armados, pertenecientes el Regimiento de Covadonga, de guardia aquel día en la cárcel.

Los pies de Honorio Sánchez quedaron sujetos por un gancho que sujetó las cuerdas de los grilletes a fin de evitar el pataleo del condenado. Una correa ancha y fuerte sujetaron los brazos al cuerpo, dejando a éste completamente inmovilizado. Luego el verdugo ajustó las dos mitades de la argolla de hierro al cuello del condenado y, poco después, giró el torno con rapidez. La muerte fue fulminante, pero la cara de Honorio Sánchez se amorató. Un blanco lienzo cayó sobre el cadáver.

Piqueras fue colocado en el patíbulo del centro. Besó el crucifijo con la misma unción que lo había hecho antes Honorio y, sin un gesto, sin una lamentación, sin una sola palabra, tranquilo y sereno, se entregó a las manos del verdugo. La estrangulación no fue fulminante, El verdugo tuvo que apretar el torniquete por segunda vez y otro lienzo blanco cayó sobre el cadáver de Francisco de Dios Piqueras.

Cuando Navarrete llegó al lugar de la ejecución, el día lucía ya en todo su esplendor y la mañana era hermosa. El condenado a muerte iba a ella gritando como un poseso y sobre sus hombros llevaba el famoso abrigo de pelo de camello. Lo colocaron como los demás. Besó también el crucifijo y al sentir el aro de hierro rodeando su garganta, exclamó:

--¡Adiós, Antonio! ¡Adiós, Anto…!

El torniquete le impidió acabar la palabra y quedó estrangulado.

Los cuerpos fueron inmediatamente encerrados en sus ataúdes y trasladados con rapidez al cementerio de Nuestra Señora de La Almudena.

Allí permanecen enterrados tres de los autores de EL CRIMEN DEL EXPRESO DE ANDALUCÍA.

 

********

 

Comentarios de un gangster norteamericano, Duch Shultz, conocido como "El Loco holandés", con veinte años de atracos y asesinatos a sus espaldas que, al ser entrevistado por un periodista del Herald Tribune de Chicago cuando estaba en el apogeo de su fama dos años antes de morir acribillado a balazos en el water de un restaurante, entre otras cuestiones que no hacen al caso, respondió a las preguntas del periodista con todo desparpajo al preguntarle éste:

-- ¿Qué le parece la rapidez y eficacia que ha demostrado la policía española al detener a los culpables del Crimen del Expreso de Andalucía? – preguntó el periodista

--La policía no los cogió, fueron ellos lo que cogieron a la policía. Dejaron tras de si tantas pistas que prácticamente sólo les faltó telefonear a la bofia para explicárselo, a ver que les parecía. Aunque el plan era bueno, estuvo mal planificado y peor ejecutado.

-- Según usted ¿Cuáles fueron los fallos que cometieron?

-- ¿Fallos? Todos. Ninguno de ellos supo lo que se hacía.

--¿En que se basa?

-- En que el que mató a los itinerantes tampoco destacaba por su inteligencia. No era un profesional, sino un pelagatos. Con dos pistolas en el bolsillo que le hubieran permitido realizar un trabajo limpio y rápido, se lía a golpes de marchamo. Es de risa. Aunque fue el único que demostró tener redaños, dejó detrás de sí tantas pistas que, como ya le dije, sólo le faltó ir a explicárselo a los maderos.

-- ¿Qué hubiera hecho usted en su caso?

-- Acabo de decírselo.

-- Es que no acabo de entender como hubiera procedido usted.

-- En primer lugar el cubano marica no era hombre para intervenir en el asunto, falló tres veces en España y una en Francia y si era necesario que interviniera debió haber sido eliminado. En segundo lugar, no eran necesarios tres hombres para entrar en el tren, con dos hubiera sido suficiente. Si se aceptaba al que estaba fichado por la policía porque era el más decidido, el muy cabrón debió prepararse una coartada inatacable; no debió marcharse de casa y sí esconder el botín lejos de Madrid y no debajo de la cama. Su mujer no hubiera sospechado nada al no tener manchas de sangre; al detener a su mujer todo el tinglado se le vino a tierra. El taxista tenía que haber sido eliminado, sin él también hubiera sido casi imposible que los cops les siguieran la pista. Y, finalmente, el "cerebro" que imaginó el plan, que era empleado de correos, no lo planificó bien. Lo del coñac y los narcóticos está bien para correrse una juerga. Cometió el fallo peor de todos: no haber dejado todas las sacas abiertas y el contenido esparcido por el vagón y no sólo las que contenían dinero. Por eso le digo que todo el atraco estuvo mal planificado y peor…

El periodista le cortó para comentar:

-- Hombre, señor Shulz, a toro pasado es fácil encontrar los fallos.

-- ¿Entonces, para qué coño me pregunta? Váyase al carajo y déjeme tranquilo.

Sabiendo como se las gastaba el "Loco holandés", el periodista no insistió.

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